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Friedrich Nietzsche: El nacimiento de la tragedia

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Friedrich Nietzsche: El nacimiento de la tragedia. La visión dionisíaca del mundo. Sócrates y la tragedia.

Agregado: 24 de JUNIO de 2003 (Por Michel Mosse) | Palabras: 18150 | Votar | Sin Votos | Sin comentarios | Agregar Comentario
Categoría: Apuntes y Monografías > Latín/Griego >
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    Friedrich Nietzsche El nacimiento de la tragedia

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    LA VISIóN DIONISíACA DEL MUNDO

    ENSAYO DE AUTOCRíTICA

    SóCRATES Y LA TRAGEDIA

    1

    Mucho habremos ganado para la ciencia estética cuando hayamos llegado no sólo al discernimiento lógico, sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el desarrollo continuado del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y lo dionisíaco: de forma similar a como la generación depende de la dualidad de sexos, en lucha permanente y en reconciliación que sólo se produce periódicamente. Esos nombres los tomamos en préstamo a los griegos, los cuales a quien discierne le hacen perceptibles las profundas doctrinas secretas de su intuición del arte no, ciertamente, con conceptos, sino con las figuras penetrantemente claras del mundo y sus dioses. Con sus dos divinidades del arte, Apolo y Dioniso, se enlaza nuestro conocimiento de que en el mundo griego subiste una antítesis monstruosa, en origen y metas, entre el arte del escultor, el arte apolíneo y el arte no-escultórico de la música, que es el arte de Dioniso: ambas pulsiones tan diferentes van en compañía, las más de las veces en abierta discordancia entre ellas y excitándose mutuamente para tener partos siempre nuevos y cada vez más vigorosos, con el fin de que en ellos se perpetúe la lucha de aquella antítesis, sobre la cual la común palabra "arte" tiende un puente sólo en apariencia; hasta que finalmente, aparecen, gracias a un milagroso acto metafísico de la "voluntad" helénica apareados entre sí, y en ese apareamiento engendran por último la obra de arte de la tragedia ática, que es dionisíaca en la misma medida que apolínea.

    Para poner a nuestro alcance esas dos pulsiones imaginémoslas, primero, como los mundos artísticos separados de los sueños y de la embriaguez; entre cuyos fenómenos fisiológicos se puede notar una antítesis que se corresponde con la existente entre lo apolíneo y lo dionisíaco. En los sueños se presentaron por vez primera, según la versión de Lucrecio, las magnificas figuras de los dioses ante las almas de los hombres, en los sueños veía el gran escultor la fascinante construcción de los cuerpos de seres sobrehumanos, y el poeta helénico, interrogado acerca de los secretos de la procreación poética, también habría hecho alusión a los sueños y habría dado una instrucción similar a la que da Hans Sachs en Los maestros cantores:

    Amigo mío, ésta es justamente la obra del poeta,
    observar e interpretar sus sueños.
    Creedme, la ilusión más verdadera del hombre se le ofrece en los sueños;
    Todo arte poético y toda poesía no es sino interpretación de sueños verdaderos.

    La bella apariencia de los mundos oníricos, en cuya producción todo hombre es artista completo, es el presupuesto de todo arte figurativo e incluso,como veremos, de una mitad importante de la poesía. Nosotros gozamos en la comprensión inmediata de la figura, todas las formas nos hablan, no hay nada indiferente ni innecesario. En la vida culminante de esta realidad onírica aún tenemos, sin embargo, la sensación traslúcida de su apariencia: ésta es al menos, mí experiencia, en defensa de su frecuencia, sí, de su normalidad, podría aportar muchos testimonios y las máximas de los poetas. El hombre filosófico tiene hasta el presentimiento de que también debajo de esta realidad en la que vivimos y somos está oculta una segunda realidad completamente diferente, esto es, que la primera también es una apariencia; y al don que permite que los seres humanos y todas las cosas se presenten en determinadas ocasiones como meros fantasmas o imágenes oníricas, Schopenhauer lo califica claramente como la señal distintiva de la aptitud filosófica. El filósofo se relaciona con la realidad de la existencia de la misma manera que el ser humano sensible al arte se comporta con la realidad de los sueños; la contempla a conciencia y a gusto; pues desde esas imágenes él se interpreta la vida, en esos sucesos se ejercita para la vida. No son sólo precisamente las imágenes agradables y amistosas las que experimenta en sí mismo con comprensión total: también lo serio, turbio, triste y tenebroso, los impedimentos repentinos, las bromas al azar, las esperas llenas de desasosiego, en una palabra, toda la "divina comedia" de la vida, con su Inferno, desfila ante él, no sólo como un juego de sombras —puesto que en esas escenas él también vive y comparte los sufrimientos—, y sin embargo, tampoco sin aquella sensación fugaz de apariencia; y tal vez recuerden varios, como yo, que aveces, en los peligros y terrores de los sueño, se han gritado, animándose a sí mismo, y con éxito:"¡Es un sueño! ¡Quiero seguir soñándolo!" Así me lo han contado también de personas que estuvieron en condiciones de continuar durante tres y más noches seguidas la causalidad de uno y el mismo sueño: hechos que dan claramente testimonio de que nuestra esencia más intima, el substrato común de todos nosotros, vive en si la experiencia de los sueños con profundo placer y con alegre necesidad.

    Esta alegre necesidad de la experiencia onírica también la expresaron los griegos en su Apolo: Apolo en tanto que dios de todas las fuerzas figurativas, es a la vez el dios vaticinador. Él, que según su etimología es el "resplandeciente" ["Schienende"], la divinidad de la luz, domina también la bella apariencia [Schein] del mundo interno de la fantasía. La verdad superior, la perfección de estos estados en contraposición con la parcialmente comprensible realidad diurna, así como la profunda conciencia de que en el dormir y el soñar la naturaleza cura y ayuda, todo ello es, a la vez, el analogon simbólico de la capacidad vaticinadora y de las artes en general, gracias a las cuales la vida se hace posible y digna de ser vivida. Pero aquella delicada línea que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no producir efectos patológicos, pues de lo contrario, la apariencia nos engañaría como si fuese grosera realidad — tampoco es lícito que falte en la imagen de Apolo: la mesurada limitación, el estar libre de las agitaciones más salvaje, el sabio sosiego del dios escultor. Su ojo, de acuerdo con su origen, ha de ser "solar"; aun cuando esté enojado y mire de mal humor, la solemnidad de la bella apariencia le recubre. Y de este modo podría ser válido para Apolo, en un sentido excéntrico, aquello que Shopenhauer dice del hombre cogido por el velo de Maya. El mundo como voluntad y representación, I, p. 416: "Como en el mar embravecido, que ilimitado por doquier, entre aullidos hace que montañas de olas asciendan y se hundan, un navegante está en una barca confiando en la débil embarcación; así está en medio de un mundo de tormentas, tranquilo el hombre individual, sostenido y confiando en el pricipium individuationis" Incluso habría que decir de Apolo que él han alcanzado su mas sublime expresión la confianza imperturbable en el principium y el tranquilo estar ahí de todo el que se encuentre cogido en él, e incluso se podría designar a Apolo como la magnifica imagen divina del pricipium individuationis, con cuyos gestos y miradas nos hablarían todo el placer y toda la sabiduría de la "apariencia", en compañía de su belleza.

    En el mismo pasaje Schopenhauer nos ha descrito el horrible espanto que conmociona al hombre cuando, de repente, en las formas de conocimiento del fenómeno ya no sabe a qué atenerse mientras el principio de razón parece que sufre, en una cualquiera de sus configuraciones, una excepción. Si a este espanto le añadimos el éxtasis lleno de delicias que, en la misma ruptura del principium individuationis se eleva desde el fondo más íntimo del hombre y de la misma naturaleza, entonces tendremos una visión de la esencia de lo dionisíaco, a la cual la analogía de la embriaguez es la que nos la pone más a nuestro alcance. Aquellas agitaciones dionisíacas, en cuya intensificación lo subjetivo desaparece hasta el autoolvido completo, se despiertan bien por el influjo de la bebida narcótica, de la que haban en himnos todos los hombres y pueblos originarios, o bien en la poderosa inminencia de la primavera, que con placer se infiltra por toda la naturaleza. También en la Edad Media alemana, y hallándose bajo esa misma violencia dionisíaca, multitudes cada vez mayores iban dando vueltas de un sitio a otro, cantando y bailando: en estos danzante de San Juan y de San Vito reconocemos nosotros los coros báquicos de los griegos, con su prehistoria en Asia Menor, remontándose hasta Babilonia y los orgiásticos saceos. Hay hombres que, por falta de experiencia o por estupidez, se apartan de tales fenómenos como de "enfermedades del pueblo", ridiculizándolos o lamentándolos desde el sentimiento de su propia salud: los pobres no sospechan, desde luego, qué cadavérico y fantasmagórico es el aspecto que tiene precisamente esa "salud" suya cuando pasa junto a ellos en plena efervescencia la vida ardiente de los entusiastas dionisíacos.

    Bajo la magia de lo dionisiaco no sólo se remueva la alianza entre los humanos: también la naturaleza alienada, hostil o subyugada celebra de nuevo su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre. De manera voluntaria ofrece la tierra sus dones y pacíficamente se acercan las fieras de las rocas y del desierto. El carro de Dionisos está cubierto de flores y guirnaldas: bajo su yugo la pantera y el tigre caminan paso a paso. Transfórmese el "Canto a la Alegría" de Beethoven en una pintura y no se quede nadie atrás con su imaginación cuando millones se postran en el polvo llenos de escalofríos: de esta manera podremos acercarnos a lo dionisíaco. Ahora el esclavo es hombre libre, ahora se rompen, todas las rígidas, hostiles delimitaciones que la necesidad, la arbitrariedad o la "moda atrevida" han establecido entre los hombres. Ahora, en el evangelio de la armonía de los mundos, cada cual se siente no sólo unido, reconciliado, fundido con su prójimo, sino hecho uno con él, como si el velo de Maya estuviera roto y tan sólo revolotease en jirones ante lo misterioso Uno-primordial. Cantado y bailando se exterioriza el hombre como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de alzar el vuelo por los aires bailando. En sus gestos habla la transformación mágica. Así como ahora los animales hablan y la tierra da leche y miel, así también en él resuena algo sobrenatural: se siente dios, él mismo ahora anda tan extático y erguido como veía en sueños que andaban los dioses. El hombre ya no es artista, se ha convertido en su obra de arte: la violencia artística de la naturaleza entera se revela aquí bajo los escalofríos de la embriaguez para la suma satisfacción deliciosa de lo Uno-primordial. La arcilla más noble, el mármol más preciado son aquí amasado y tallados, el ser humano, y a los golpes de cincel del artista dionisíaco de los mundos resuena la llamada de los misterios elusinos: "¿Caéis postrados, millones?, ¿presientes tú al creador?

    3

    Para comprender esto tenemos que desmontar piedra a piedra, por así decirlo, aquel primoroso edificio de la cultura apolínea, hasta ver los fundamentos sobre los que se asienta. Aquí descubrimos en primer lugar las magníficas figuras de los dioses olímpicos, que se yerguen en los frontones de ese edificio y cuyas hazañas, representadas en relieves de extraordinaria luminosidad, decoran sus friso. El que entre ellos está también Apolo como una divinidad particular junto a otras y sin la pretensión de ocupar el primer puesto es algo que no debe inducirnos a error. Todo ese mundo olímpico ha nacido del mismo instinto que tenía su figura sensible en Apolo, y en este sentido nos es lícito considerar a Apolo como padre del mismo. ¿Cuál fue la enorme necesidad de que surgió un grupo tan resplandeciente de seres olímpicos?

    Quien se acerca a estos Olímpicos llevando en su corazón una religión distinta y busque en ellos altura ética, más aún, santidad, espiritualización incorpórea, misericordiosas miradas de amor, pronto tendrá que volverles las espaldas, disgustado y decepcionado. Aquí nada recuerda la ascética, la espiritualidad y el deber: aquí nos habla tan sólo una existencia exuberante, más aún, triunfal, en la que está divinizado, todo lo existente, lo mismo si es bueno que si es malo. Y así el espectador quedará sin duda atónito antes este fantástico desbordamiento de vida y se preguntará qué bebedizo mágico tenían en su cuerpo esos hombres altaneros para gozar de la vida de tal modo que a cualquier lugar a que mirasen tropezaban con la risa de Helena, imagen ideal de su existencia, "flotante en una dulce sensualidad". Pero a este espectador vuelto ya de espaldas tenemos que gritarle: no te vayas de aquí, sino oye primero lo que la sabiduría popular griega dice de esa misma vida que aquí se despliega ante ti con una jovialidad tan inexplicable. Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin poder atraparlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el demón; hasta que forzado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras, en medio de una risa estridente: "Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¡por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti —morir pronto."

    ¿Qué relación mantiene el mundo de los dioses olímpicos con esta sabiduría popular? ¿Qué relación mantiene la visión extasiada del mártir torturado con sus suplicios? Ahora la montaña mágica del Olimpo se abre a nosotros, por así decirlo, y nos muestra sus raíces. El griego conoció y sintió los horrores y espantos de la existencia: para poder vivir tuvo que colocar delante de ellos la resplandeciente criatura onírica de los Olímpicos. Aquella enorme desconfianza frente a los poderes titánicos de la naturaleza, aquella Moira que reinaba despiadada sobre todos los conocimientos, aquel buitre del gran amigo de los hombres, Prometeo, aquel destino horroroso del sabio Edipo, aquella maldición de la estirpe de los Atridas que compele a Orestes a asesinar a su madre, en suma, toda aquella filosofía del dios de los bosques, junto con sus ejemplificaciones míticas, por la que perecieron los melancólicos etruscos, —fue superada constantemente, una y otra vez, por los griegos, o, en todo caso encubierta y sustraída a la mirada, mediante aquel mundo intermedio artístico de los Olímpicos. Para poder vivir tuvieron los griegos que crear, por una necesidad hondísima estos dioses: esto hemos de imaginarlo sin duda como un proceso en el que aquel instinto apolíneo de belleza fue desarrollando en lentas transiciones, a partir de aquel originario orden divino titánico del horror, el orden divino de la alegría: a la manera como las rosas brotan de un arbusto espinoso. Aquel pueblo tan excitables en sus sentimientos, tan impetuoso en sus deseos, tan excepcionalmente dotado para el sufrimiento, ¿de qué otro modo habría podido soportar la existencia, si en sus dioses ésta no se le hubiera mostrado circundada de una aureola superior? El mismo instinto que da vida al arte, como un complemento y una consumación de la existencia destinados a inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir también el mundo olímpico, en el cual la "voluntad" helénica se puso delante un espejo transfigurador. Viviéndola ellos mismo es como los dioses justifican la vida humana —¡única teodicea satisfactoria! La existencia bajo el luminoso resplandor solar el autentico dolor de los hombres homéricos se refiere a la separación de esta existencia, sobre todo a la separación pronta: de modo que ahora podría decirse de ellos, invirtiendo la sabiduría silénica, "lo peor de todo es para ellos el morir pronto, y lo peor en segundo lugar el llegar a morir, alguna vez". Siempre que resuena el lamento, éste habla del Aquiles "de corta vida", del cambio y paso del genero humano cual hojas de árboles, del ocaso de la época heroica. No es indigno del más grande de los héroes el anhelar seguir viviendo, aunque sea como jornalero. En el estadio apolíneo la "voluntad" desea con tanto ímpetu esta existencia, el hombre homérico se siente tan identificado con ella, que incluso el lamento se convierte en un canto de alabanza de la misma.

    Aquí hay que manifestar que esta armonía, más aún, unidad del ser humano con la naturaleza, contemplada con tanta nostalgia por los hombres modernos, para designar la cual Schiller puso en circulación el término técnico "ingenuo", no es de ninguna manera un estado tan sencillo, evidente de suyo, inevitable, por así decirlo, con el que tuviéramos que tropezarnos en la puerta de toda cultura, cual se fuera un paraíso de la humanidad: esto sólo pudo creerlo una época que intentó imaginar que el Emilio de Rousseau era también un artista, y que se hacía la ilusión de haber encontrado en Homero ese Emilio artista, educado junto al corazón de la naturaleza. Allí donde tropezamos en el arte con lo "ingenuo", hemos de reconocer el efecto supremo de la cultura apolínea: la cual siempre ha de derrocar primero un reino de Titanes y matar monstruos, y haber obtenido la victoria, por medio de enérgicas ficciones engañosas y de ilusiones placenteras, sobre la horrorosa profundidad de su consideración del mundo y sobre una capacidad de sufrimiento sumamente excitable. ¡Más qué raras veces se alcanza lo ingenuo, ese completo quedar enredado en la belleza de la apariencia! Que indeciblemente sublime es por ello Homero, que en cuanto individuo mantiene con aquella cultura apolínea popular una relación semejante a la que mantiene el artista onírico individual con la aptitud onírica del pueblo y de la naturaleza en general. La "ingenuidad" homérica ha de ser concebida como victoria completa de la ilusión apolínea: es ésta una ilusión semejante a la que la naturaleza emplea con tanta frecuencia para conseguir sus propósitos. La verdadera meta queda tapada por una imagen ilusoria: hacia ésta alargamos nosotros las manos, y mediante nuestro engaño la naturaleza alcanza aquélla. En los griegos la "voluntad" quiso contemplarse a si misma en la trasfiguración del genio y del mundo del arte: para glorificarse ella a sí misma, sus criaturas tenían que sentirse dignas de ser glorificadas, tenían que volver a verse en una esfera superior, sin que ese mundo perfecto de la intuición actuase, como un imperativo o como un reproche. Esta es la esfera de la belleza, en la que los griegos veían sus imágenes reflejadas como en un espejo, los Olímpicos. Sirviéndose de este espejismo de belleza luchó la "voluntad" helénica contra el talento para el sufrimiento y para la sabiduría del sufrimiento, que es un talento correlativo del artístico: y como memorial de su victoria se yergue ante nosotros Homero, el artista ingenuo.

    13

    Que en su tendencia Sócrates se halla estrechamente relacionado con Eurípides es cosa que no se le escapó a la Antigüedad de su tiempo; y la expresión más elocuente de esa afortunada sagacidad es aquella leyenda que circulaba por Atenas, según la cual Sócrates ayudaba a Eurípides a escribir sus obras. Ambos nombres eran pronunciados a la vez por los partidarios de los "buenos viejos tiempos" cuando se trataba de enumerar a los seductores del pueblo en aquella época: de su influjo procede, decían el que el viejo, maratoniano y cuadrado (vierschrötig) vigor del cuerpo y alma sea sacrificado cada vez más a una discutible ilustración (Aufklärung), en una progresiva atrofia de las fuerzas corporales y psíquicas. En este tono, a medias de indignación y a medias de desprecio, suele hablar de aquellos hombres la comedia aristofanea, para horror de los modernos, que con gusto renuncian ciertamente a Eurípides, pero que no pueden maravillarse lo suficiente de que Sócrates aparezca en Aristófanes como el primero y el más alto de los sofistas, como el espejo y el compendio de todas las aspiraciones sofísticas: en lo cual lo único que procura un consuelo es poner en la picota al mismo Aristófanes, presentándolo como un licencioso y mentiroso Alcibíades de la poesía. Sin detenerme en este lugar a defender contra tales ataques los profundos instintos de Aristófanes, paso a demostrar, basándome en la sensibilidad antigua, la estrecha conexión que existe entre Sócrates y Eurípides; en este sentido hay que recordar especialmente que Sócrates, como adversario del arte trágico, se abstenía de concurrir a la tragedia, y sólo se incorporaba a los espectadores cuando se representaba una nueva obra de Eurípides. Lo más famoso es, sin embargo, la aproximación de ambos nombres en la sentencia del oráculo délfico, el cual dijo que Sócrates era el más sabio de los hombres, pero a la vez sentenció que a Eurípides le correspondía el segundo premio en el certamen de la sabiduría.

    Pero la frase más aguda a favor de aquel nuevo e inaudito aprecio del saber y de la inteligencia la pronunció Sócrates cuando encontró que él era el único en confesarse que no sabía nada; mientras que, en su deambular crítico por Atenas, por todas partes topaba, al hablar con los más grandes hombres de Estado, oradores, poetas y artistas, con la presunción del saber. Con estupor advertía que todas aquellas celebridades no tenían una idea correcta y segura ni siquiera de su profesión, y que la ejercían únicamente por instinto. "únicamente por instinto": con esta expresión tocamos el corazón y el punto central de la tendencia socrática. Con ella el socratismo condena tanto el arte vigente como la ética vigente; cualquiera que sea el sitio a que dirija sus miradas inquisidoras, lo que ve es la falta de inteligencia y el poder de la ilusión, y de esa falta infiere que lo existente es íntimamente absurdo y repudiable. Partiendo de ese único punto Sócrates creyó tener que corregir la existencia: él, sólo él, penetra con gesto de desacato y de superioridad, como precursor de una cultura, un arte y una moral de especie completamente distinta, en un mundo tal que el agarra con respeto las puntas del mismo consideraríamos lo nosotros como la máxima fortuna.

    Esta es la enorme perplejidad que con respecto a Sócrates se apodera siempre de nosotros, y que una y otra vez nos estimula a conocer el sentido y el propósito de esa aparición, la más ambigua de la Antigüedad. ¿Quién es este que se permite atreverse a negar, él solo, el ser griego, ese ser que , como Homero, Píndaro y Ésquilo, como Fidias, como Pericles, como Pitia, como Dioniso, como el abismo más profundo y la cumbre más elevada, está seguro de nuestra estupefacta adoración? ¿Qué fuerza demónica es esa, que se permite la osadía de derramar por el polvo esa bebida mágica? ¿Qué semidiós es este, al que el coro de espíritus de los más nobles de la humanidad tiene que gritar: "¡Ay! ¡Ay! Tú lo has destruido, el mundo bello, con puño poderoso; ¡ese mundo se derrumba, se desmorona!".

    Una clave para entender el ser de Sócrates ofrécenosla aquel milagroso fenómeno llamado "demon de Sócrates". En situaciones especiales, en las que vacilaba su enorme entendimiento, éste encontraba un firme sostén gracias a una voz divina que en tales momentos se dejaba oír. Cuando viene, esa voz siempre disuade. En esta naturaleza del todo anormal la sabiduría instintiva se muestra únicamente para enfrentarse acá y allá al conocer consciente poniendo obstáculos. Mientras que en todos los hombres productivos el instinto es precisamente la fuerza creador y afirmativa, y la conciencia adopta una actitud crítica y disuasiva: en Sócrates el instinto se convierte en un crítico, la consciencia en un creador — ¡una verdadera monstruosidad per defectum! Y ciertamente, aquí advertimos un monstruoso defectus de toda disposición mística, hasta el punto de que a Sócrates habría que llamarlo el no-místico específico, en el cual, por una superfetación, la naturaleza lógica tuvo un desarrollo tan excesivo como en el místico lo tiene aquella sabiduría instintiva. Mas por otra parte, a aquel instinto lógico que en Sócrates aparece estábale completamente vedado volverse contra sí mismo; en ese desbordamiento desenfrenado muestra Sócrates una violencia natural cual sólo la encontramos, para nuestra sorpresa horrorizada, en las fuerzas instintivas más grandes de todas. Quien en los escritos platónicos haya notado aunque sólo sea un soplo de aquella divina ingenuidad y seguridad propias del modo de vida socrático, ese sentirá también que la enorme rueda motriz del socratismo lógico está en marcha, por así decirlo, detrás de Sócrates, y que hay que intuirla a través de éste como a través de una sombra. Pero que él mismo tenía un presentimiento de esa circunstancia, eso es algo que se expresa en la digna seriedad con que en todas partes, e incluso ante su jueces, hizo valer su vocación divina. Refutar a Sócrates en eso era, en el fondo, tan imposible como dar por bueno su influjo disolvente de los instintos. En este conflicto insoluble, cuando Sócrates fue conducido ante el foro del Estado griego, sólo una forma de condena era aplicable, el destierro; tendría que haber sido lícito expulsarlo al otro lado de las fronteras, como a algo completamente enigmático, inclasificable, inexplicable, sin que ninguna posteridad hubiera tenido derecho a incriminar a los atenienses de un acto ignominioso. Pero el que se le sentenciase a muerte, y no a destierro únicamente, eso parece haberlo impuesto el mismo Sócrates, con completa claridad y sin el horror natural de la muerte: se dirigió a ésta con la misma calma con que, según la descripción de Platón, es el último de los bebedores en abandonar el simposio al amanecer para comenzar un nuevo día; mientras a sus espaldas quedan sobre los bancos y el suelo, los adormecidos comensales, para soñar con Sócrates, el verdadero erótico. El Sócrates moribundo se convirtió en el nuevo ideal, jamás visto antes en parte alguna, de la noble juventud griega; ante esa imagen se postró con todo el ardiente fervor de su alma de entusiasta, sobre todo Platón, el joven heleno típico.

    17

    También el arte dionisíaco quiere convencernos del eterno placer de la existencia: sólo que ese placer no debemos buscarlo en las apariencias, sino detrás de ellas. Debemos darnos cuenta de que todo lo que nace tiene que estar dispuesto a un ocaso doloroso, nos vemos forzados a penetrar con la mirada en los horrores de la existencia individual y, sin embargo, no debemos quedar helados de espanto: un consuelo metafísico nos arranca momentáneamente del engranaje de las figuras mudables. Nosotros mismos somos realmente, por breves instantes, el ser primordial, y sentimos su indómita ansia y su indómito placer de existir; la lucha, el tormento, la aniquilación de las apariencias parécenos ahora necesarios, dada la sobreabundancia de las formas innumerables de existencia que se apremian y se empujan a vivir, dada la desbordante fecundidad de la voluntad del mundo; somos traspasados por la rabiosa espina de esos tormentos en el mismo instante en que, por así decirlo, nos hemos unificado con el inmenso placer primordial por la existencia y en que presentimos, en un éxtasis dionisíaco, la indestructibilidad y eternidad de ese placer. A pesar del miedo y de la compasión, somos los hombres que viven felices, no como individuos, sino como lo único viviente, con cuyo placer procreador estamos fundidos.

    La historia de la génesis de la tragedia griega nos dice ahora, con luminosa nitidez, que la obra de arte trágico de los griegos nació realmente del espíritu de la música: mediante ese pensamiento creemos haber hecho justicia por vez primera al sentido originario y tan asombroso del coro. Pero al mismo tiempo tenemos que admitir que el significado antes expuesto del mito trágico nunca llegó a serles transparente, con claridad conceptual, a los poetas griegos, y menos aún a los filósofos griegos; sus héroes hablan, en cierto modo, más superficialmente de como actúan; el mito no encuentra de ninguna manera en la palabra hablada su objetivación adecuada. Tanto la articulación de las escenas como las imágenes intuitivas revelan una sabiduría más profunda que la que el poeta mismo puede encerrar en palabras y conceptos: esto mismo se observa también en Shakespeare, cuyo Hamlet, por ejemplo, en un sentido semejante, habla más superficialmente de como actúa, de tal modo que no es de las palabras, sino de una visión y apreciación profundizada del conjunto de donde se ha de inferir aquella doctrina de Hamlet antes citada. En lo que se refiere a la tragedia griega, la cual se nos presenta, ciertamente, sólo como drama hablado, yo he sugerido incluso que esa incongruencia entre mito y palabra podría inducirnos con facilidad a tenerla por más superficial e insignificante de lo que es, y en consecuencia a presuponer también que ella producía un efecto más superficial que el que, según los testimonios de los antiguos, tuvo que producir: pues ¡qué fácilmente se olvida que lo que el poeta de las palabras no había conseguido, es decir, alcanzar la idealidad y espiritualización supremas del mito, podía conseguirlo en todo instante como músico creador! Nosotros, es cierto, tenemos que reconstruirnos la prepotencia del efecto musical casi por vía erudita, para probar algo de aquel consuelo incomparable que tiene que ser propio de la verdadera tragedia. Incluso esa prepotencia musical, sólo si nosotros fuéramos griegos la habríamos sentido como tal: mientras que en el desarrollo entero de la música griega infinitamente más rica que la que a nosotros nos es conocida y familiar creemos oír tan sólo la canción juvenil del genio musical, entonada con un tímido sentimiento de fuerza. Los griegos son, como dicen los sacerdotes egipcios, los eternos niños, y también en el arte trágico son sólo unos niños que no saben qué sublime juguete ha nacido y ha quedado roto entre sus manos.

    Este esfuerzo del espíritu de la música por encontrar una revelación figurativa y mítica, que va intensificándose desde los comienzos de la lírica hasta la tragedia ática, se interrumpe de pronto, apenas alcanzado un desarrollo exuberante, y desaparece, por así decirlo, de la superficie del arte helénico: mientras que la consideración dionisíaca del mundo nacida de ese esfuerzo sobrevive en los Misterios y, a través de las más milagrosas metamorfosis y degeneraciones, no deja de atraer a sí las naturalezas más serias. ¿No volverá a ascender algún día como arte desde su profundidad mítica?

    Ocúpanos aquí el problema de saber si el poder que logró que la tragedia, al chocar contra su oposición, se hiciese añicos, tendrá en todo tiempo suficiente fortaleza para impedir el redespertar artístico de la tragedia y de la consideración trágica del mundo. Si la tragedia antigua fue sacada de sus ríeles por el instinto dialéctico orientado al saber y al optimismo de la ciencia, habría que inferir de este hecho una lucha eterna entre la consideración teórica y la consideración trágica del mundo; y sólo después de que el espíritu de la ciencia sea conducido hasta su límite, y de que su pretensión de validez universal esté aniquilada por la demostración de esos límites, sería lícito abrigar esperanzas de un renacimiento de la tragedia: como símbolo de esa forma de cultura tendríamos que colocar el Sócrates cultivador de la música, en el sentido antes explicado. En esta confrontación yo entiendo por espíritu de la ciencia aquella creencia, aparecida por vez primera en la persona de Sócrates, en la posibilidad de sondear la naturaleza y en la universal virtud curativa del saber.

    Quien recuerde las consecuencias inmediatas de ese espíritu de la ciencia lanzado incansablemente hacia adelante, verá en seguida que el mito fue aniquilado por él y que la poesía quedó expulsada, por esta aniquilación, de su natural suelo ideal, y fue en lo sucesivo una poesía apátrida. Si hemos tenido. razón al atribuir a la música la fuerza de poder volver a hacer nacer de sí el mito, también el espíritu de la ciencia habremos de buscarlo en la senda en que él se enfrenta hostilmente a esa fuerza creadora de mitos que la música posee. Esto acontece en el desarrollo del ditirambo ático nuevo, cuya música no expresaba ya la esencia interna, la voluntad misma, sino que sólo reproducía de modo insuficiente la apariencia, en una imitación mediada por conceptos: de esa música internamente degenerada se apartaron las naturalezas verdaderamente musicales con igual repugnancia que tenían por la tendencia de Sócrates, asesina del arte. El instinto, que actuaba con seguridad, de Aristófanes dio sin duda en el blanco cuando conjuntó en un mismo sentimiento de odio a Sócrates, la tragedia de Eurípides y la música de los nuevos ditirámbicos, y barruntó en los tres fenómenos los signos característicos de una cultura degenerada. De una manera sacrílega aquel ditirambo nuevo hizo de la música una copia imitativa de la apariencia, por ejemplo, de una batalla, de una tempestad marina, y con ello la despojó totalmente de su fuerza creadora de mitos. Pues si la música intenta suscitar nuestro deleite tan sólo forzándonos a buscar analogías externas entre un suceso de la vida y de la naturaleza y ciertas figuras rítmicas y ciertas sonoridades características de la música, si nuestro entendimiento debe contentarse con el conocimiento de esas analogías, entonces quedamos rebajados a un estado de ánimo en el que resulta. imposible una concepción de lo mítico; pues el mito quiere ser sentido intuitivamente como ejemplificación única de una universalidad y verdad que tienen fija su mirada en lo infinito. La música verdaderamente dionisíaca se nos presenta como tal espejo universal de la voluntad del mundo: el acontecimiento intuitivo que en ese espejo se refracta amplíase en seguida para nuestro sentimiento hasta convertirse en reflejo de una verdad eterna. A la inversa, tal acontecimiento intuitivo queda despojado en seguida de todo carácter mítico por la pintura musical (Tonmalerei) del ditirambo nuevo; ahora la música se ha convertido en un mezquino reflejo de la apariencia, y por ello es infinitamente más pobre que ésta misma: con esa pobreza la música rebaja más aún, para nuestro sentimiento, la apariencia misma, hasta el punto de que ahora, por ejemplo, una batalla imitada musicalmente de ese modo se agota en ruido de marchas, sonidos de trompetas, etc., y nuestra fantasía queda detenida justo en esas superficialidades. La pintura musical es, por tanto, en todos los aspectos, el reverso de la fuerza creadora de mitos que es propia de la verdadera música; con ella la apariencia se vuelve más pobre de lo que es, mientras que con la música dionisíaca la apariencia individual se enriquece y se amplifica hasta convertirse en imagen del mundo. El espíritu no dionisíaco logró una gran victoria cuando, en el desarrollo del ditirambo nuevo, enajenó a la música de sí misma y la rebajó a esclava de la apariencia. Eurípides, que, en un sentido superior, tiene que ser denominado una naturaleza completamente no musical, es, justo por esa razón, un partidario apasionado de la nueva música ditírámbica, y, con la prodigalidad propia de un ladrón, emplea todos sus efectismos y amaneramientos.

    Vemos en actividad, en otro aspecto, la fuerza de ese espíritu no dionisíaco, dirigido contra el mito, al volver nuestras miradas hacia el incremento en la tragedia, a partir de Sófocles, de la representación de caracteres y del refinamiento psicológico. El carácter no se dejará ya ampliar hasta convertirse en tipo eterno, sino que, por el contrario, mediante artificiales matices y rasgos marginales, mediante una nitidez finísima de todas las líneas producirá un efecto tan individual que el espectador no sentirá ya en modo alguno el mito, sino la poderosa verdad naturalista y la fuerza imitativa del artista. También aquí vemos la victoria de la apariencia sobre lo universal, así como el placer por el preparado anatómico individual, respiramos ya, por así decirlo, el aire de un mundo teórico, para el cual el conocimiento científico vale más que el reflejo artístico de una regla del mundo. El movimiento sobre la línea de lo característico avanza con rapidez: mientras que todavía Sófocles pinta caracteres enteros y somete el mito al yugo del despliegue refinado de los mismos, Eurípídes no pinta ya más que grandes rasgos aislados de carácter, que saben manifestarse en pasiones vehementes; en la comedia ática nueva no hay ya más que máscaras con una sola expresión, viejos frívolos, rufianes engañados, pícaros esclavos, repetidos incansablemente. ¿A dónde se ha escapado ahora el espíritu formador de mitos propio de la música? Lo que de música queda todavía es, o bien música para la excitación, o bien música para el recuerdo, es decir, o bien un estimulante para nervios embotados y gastados, o bien pintura musical. Para la primera apenas sigue contando el texto colocado debajo: ya en Eurípídes, cuando sus héroes o coros comienzan a cantar, las cosas no marchan bien; ¿hasta dónde se habrá llegado en sus insolentes sucesores?

    Pero es en los desenlaces de los nuevos dramas donde más claramente se revela el nuevo espíritu no dionisíaco. En la tragedia antigua se había podido sentir al final el consuelo metafísico, sin el cual no se puede explicar en modo alguno el placer por la tragedia: acaso sea en Edipo en Colono donde más puro resuene el sonido conciliador, procedente de un mundo distinto. Ahora que el genio de la música había huido de la tragedia, ésta murió en sentido estricto: pues ¿de dónde se podría extraer ahora aquel consuelo metafísico? Se buscó, por ello, una solución terrenal de la disonancia trágica; tras haber sido martirizado suficientemente por el destino, el héroe cosechaba un salario bien merecido, en un casamiento magnífico, en unas honras divinas. El héroe se había convertido en un gladiador, al que, una vez bien desollado y cubierto de heridas, se le regalaba en ocasiones la libertad. El deus ex machina ha pasado a ocupar el puesto del consuelo metafísico. Yo no quiero decir que la consideración trágica del mundo quedase destruida en todas partes y de manera completa por el acosador espíritu de lo no dionisíaco: lo único que sabemos es que aquélla tuvo que huir del arte y refugiarse, por así decirlo, en el inframundo, degenerando en culto secreto. Pero sobre el amplísimo campo de la superficie del ser helénico causaba estragos el soplo devastador de aquel espíritu que se da a conocer en esa forma de jovialidad griega de la que ya antes hemos hablado como de un senil e improductivo placer de existir; esa jovialidad es el reverso de la magnífica ingenuidad de los griegos antiguos, a la que se la ha de concebir, según la característica dada, como la flor, brotada de un abismo sombrío, de la cultura apolínea, como la victoria que con su reflejo de la belleza alcanza la voluntad helénica sobre el sufrimiento y sobre la sabiduría del sufrimiento. La forma más noble de aquella otra forma de jovialidad griega, la alejandrina, es la jovialidad del hombre teórico: ella ostenta los mismos signos característicos que yo acabo de derivar del espíritu de lo no dionisíaco, el combatir la sabiduría y el arte dionisíacos, el intentar disolver el mito, el reemplazar el consuelo metafísico por una consonancia terrenal, e incluso por un deus ex machina propio, a saber el dios de las máquinas y los crisoles, es decir, las fuerzas de los espíritus de la naturaleza conocidas y empleadas al servicio del egoísmo superior, el creer en una corrección del mundo por medio del saber, en una vida guiada por la ciencia, y ser también realmente capaz de encerrar al ser humano individual en un círculo estrechísimo de tareas solubles, dentro del cual dice jovialmente a la vida: Te quiero: eres digna de ser conocida.

    25

    Música y mito trágico son de igual manera expresión de la aptitud dionisíaca de un pueblo e inseparables una del otro. Ambos provienen de una esfera artística situada más allá de lo apolíneo; ambos transfiguran una región en cuyos placenteros acordes se extinguen deliciosamente tanto la disonancia como la imagen terrible del mundo; ambos juegan con la espina del displacer, confiando en sus artes mágicas extraordinariamente poderosas; ambos justifican con ese juego incluso la existencia de el peor de los mundos. Aquí lo dionisíaco, comparado con lo apolíneo, se muestra como el poder artístico eterno y originario que hace existir al mundo entero de la apariencia: en el centro del cual se hace necesaria una nueva luz transfiguradora, para mantener con vida el animado mundo de la individuación. Si pudiéramos imaginarnos una encarnación de la disonancia ¿y qué otra cosa es el ser humano? , esa disonancia necesitaría, para poder vivir, una ilusión magnífica que extendiese un velo de belleza sobre su esencia propia. Ese es el verdadero propósito artístico de Apolo: bajo cuyo nombre reunimos nosotros todas aquellas innumerables ilusiones de la bella apariencia que en cada instante hacen digna de ser vivida la existencia e instan a vivir el instante siguiente. Sin embargo, en la consciencia del individuo humano sólo le es lícito penetrar a aquella parte del fundamento de toda existencia, a aquella parte del substrato dionisíaco del mundo que puede ser superada de nuevo por la fuerza apolínea transfiguradora, de tal modo que esos dos instintos artísticos están constreñidos a desarrollar sus fuerzas en una rigurosa proporción recíproca, según la ley de la eterna justicia. Allí donde los poderes dionisíacos se alzan con tanto ímpetu como nosotros lo estamos viviendo, allí también Apolo tiene que haber descendido ya hasta nosotros, envuelto en una nube; sin duda una próxima generación contemplará sus abundantísimos efectos de belleza.

    Pero que ese efecto es necesario, eso es algo que con toda seguridad lo percibiría por intuición todo el mundo, con tal de que se sintiese retrotraído alguna vez, aunque sólo fuera en sueños, a una existencia de la Grecia antigua: caminando bajo elevadas columnatas jónicas, alzando la vista hacia un horizonte recortado por líneas puras y nobles, teniendo junto a sí, en mármol luminoso, reflejos de su transfigurada figura, y a su alrededor hombres que avanzan con solemnidad o se mueven con delicadeza, cuyas voces y cuyo rítmico lenguaje de gestos suenan armónicamente tendría sin duda que exclamar, elevando las manos hacia Apolo, en esta permanente riada de belleza: ¡Dichoso pueblo de los helenos! ¡Qué grande tiene que haber sido entre vosotros Dioniso, si el dios de Delos considera necesarias tales magias para curar vuestra demencia ditirámbica! Mas a alguien que tuviese tales sentimientos un ateniense anciano le replicaría, mirando hacia él con el ojo sublime de Esquilo: Pero di también esto, raro extranjero: ¡cuánto tuvo que sufrir este pueblo para poder llegar a ser tan bello! ¡Ahora, sin embargo, sígueme a la tragedia y ofrece conmigo un sacrificio en el templo de ambas divinidades!


    LA VISIóN DIONISíACA DEL MUNDO

    (verano de 1870)

    Los griegos, que en sus dioses dicen y a la vez callan la doctrina secreta de su visión del mundo, erigieron dos divinidades, Apolo y Dioniso, como doble fuente de su arte. En la esfera del arte estos nombres representan antítesis estilísticas que caminan una junto a otra, casi siempre luchando entre sí, y que sólo una vez aparecen fundidas, en el instante del florecimiento de la "voluntad" helénica, formando la obra de arte de la tragedia ática. En dos estados, en efecto, alcanza el ser humano la delicia de la existencia, en el sueño y en la embriaguez. La bella apariencia del mundo onírico, en el que cada hombre es artista completo, es la madre de todo arte figurativo y también, como veremos, de una mitad importante de la poesía. Gozamos en la comprensión inmediata de la figura, todas las formas nos hablan; no existe nada indiferente e innecesario. En la vida suprema de esta realidad onírica tenemos, sin embargo, el sentimiento traslúcido de su apariencia; sólo cuando ese sentimiento cesa es cuando comienzan los efectos patológicos, en los que ya el sueño no restaura, y cesa la natural fuerza curativa de sus estados. Mas, en el interior de esa frontera, no son sólo acaso las imágenes agradables y amistosas las que dentro de nosotros buscamos con aquella inteligibilidad total: también las cosas serias, tristes, oscuras, tenebrosas son contempladas con el mismo placer sólo que también aquí el velo de la apariencia tiene qué estar en un movimiento ondeante, y no le es lícito encubrir del todo las formas básicas de lo real. Así, pues, mientras que el sueño es el juego del ser humano individual con lo real, el arte del escultor (en sentido amplio) es el juego con el sueño. La estatua, en cuanto bloque de mármol, es algo muy real, pero lo real de la estatua en cuanto figura onírica es la persona viviente del dios. Mientras la estatua flota aún como imagen de la fantasía ante los ojos del artista, éste continúa jugando con lo real; cuando el artista traspasa esa imagen al mármol, juega con el sueño.

    ¿En qué sentido fue posible hacer de Apolo el dios del arte? Sólo en cuanto es el dios de las representaciones oníricas. El es "el Resplandeciente" de modo total: en su raíz más honda es el dios del sol y de la luz, que se revela en el resplandor. La "belleza" es su elemento: eterna juventud le acompaña. Pero también la bella apariencia del mundo onírico es su reino: la verdad superior, la perfección propia de esos estados, que contrasta con la sólo fragmentariamente inteligible realidad diurna, elévalo a la categoría de dios vaticinador, pero también ciertamente de dios artístico. El dios de la bella apariencia tiene que ser al mismo tiempo el dios del conocimiento verdadero. Pero aquella delicada frontera que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no producir un efecto patológico, pues entonces la apariencia no sólo engaña, sino que embauca, no es lícito que falte tampoco en la esencia de Apolo: aquella mesurada limitación, aquel estar libre de las emociones más salvajes, aquella sabiduría y sosiego del dios-escultor. Su ojo tiene que poseer un sosiego "solar": aun cuando esté encolerizado y mire con malhumor, se halla bañado en la solemnidad de la bella apariencia.

    El arte dionisíaco, en cambio, descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis. Dos poderes sobre todo son los que al ingenuo hombre natural lo elevan hasta el olvido de sí que es propio de la embriaguez, el instinto primaveral y la bebida narcótica. Sus efectos están simbolizados en la figura de Dioniso. En ambos estados el principium individuationis queda roto, lo subjetivo desaparece totalmente ante la eruptiva violencia de lo general-humano, más aún, de lo universal-natural. Las fiestas de Dioniso no sólo establecen un pacto entre los hombres, también reconcilian al ser humano con la naturaleza. De manera espontánea ofrece la tierra sus dones, pacíficamente se acercan los animales más salvajes: panteras y tigres arrastran el carro adornado con flores, de Dioniso. Todas las delimitaciones de casta que la necesidad y la arbitrariedad han establecido entre los seres humanos desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble y el de humilde cuna se unen para formar los mismos coros báquicos. En muchedumbres cada vez mayores va rodando de un lugar a otro el evangelio de la "armonía de los mundos": cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior, más ideal: ha desaprendido a andar y a hablar. Más aún: se siente mágicamente transformado, y en realidad se ha convertido en otra cosa. Al igual que los animales hablan y la tierra da leche y miel, también en él resuena algo sobrenatural. Se siente dios: todo lo que vivía sólo en su imaginación, ahora eso él lo percibe en sí. ¿Qué son ahora para él las imágenes y las estatuas? El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte, camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses. La potencia artística de la naturaleza, no ya la de un ser humano individual, es la que aquí se revela: un barro más noble, un mármol más precioso son aquí amasados y tallados: el ser humano. Este ser humano configurado por el artista Dioniso mantiene con la naturaleza la misma relación que la estatua mantiene con el artista apolíneo.

    Así como la embriaguez es el juego de la naturaleza con el ser humano, así el acto creador del artista dionisíaco es el juego con la embriaguez. Cuando no se lo ha experimentado en si mismo, ese estado sólo se lo puede comprender de manera simbólica: es algo similar a lo que ocurre cuando se sueña y a la vez se barrunta que el sueño es sueño. De igual modo, el servidor de Dioniso tiene que estar embriagado y, a la vez, estar al acecho detrás de sí mismo como observador. No en el cambio de sobriedad y embriaguez, sino en la combinación de ambos se muestra el artista dionisíaco.

    Esta combinación caracteriza el punto culminante del mundo griego: originariamente sólo Apolo es dios del arte en Grecia, y su poder fue el que de tal modo moderó a Dioniso, que irrumpía desde Asia, que pudo surgir la más bella alianza fraterna. Aquí es donde con más facilidad se aprehende el increíble idealismo del ser helénico: un culto natural que entre los asiáticos significa el más tosco desencadenamiento de los instintos inferiores, una vida animal panhetérica, que durante un tiempo determinado hace saltar todos los lazos sociales, eso quedó convertido entre ellos en una festividad de redención del mundo, en un día de transfiguración. Todos los instintos sublimes de su ser se revelaron en esta idealización de la orgía.

    Pero el mundo griego nunca había corrido mayor peligro que cuando se produjo la tempestuosa irrupción del nuevo dios. A su vez, nunca la sabiduría del Apolo délfico se mostró a una luz más bella. Al principio resistiéndose a hacerlo, envolvió al potente adversario en el más delicado de los tejidos, de modo que éste apenas pudo advertir que iba caminando semiprisionero. Debido a que los sacerdotes délficos adivinaron el profundo efecto del nuevo culto sobre los procesos sociales de regeneración y lo favorecieron de acuerdo con sus propósitos políticoreligiosos, debido a que el artista apolíneo sacó enseñanzas, con discreta moderación, del arte revolucionario de los cultos báquicos, debido, finalmente, a que en el culto délfico el dominio del año quedó repartido entre Apolo y Dioniso, ambos salieron, por así decirlo, vencedores en el certamen que los enfrentaba: una reconciliación celebrada en el campo de batalla. [...]


    ENSAYO DE AUTOCRíTICA (1886)

    uno

    Sea lo que sea aquello que esté a la base de este libro problemático: una cuestión de primer rango y máximo atractivo tiene que haber sido, y, además, una cuestión profundamente personal — testimonio de ello es la época en la cual surgió, pese a la cual surgió, la excitante época de la guerra franco-alemana de 1870/71. Mientras los estampidos de la batalla de Wörth se expandían sobre Europa, el hombre caviloso y amigo de enigmas a quien se le deparó la paternidad de este libro estaba en un rincón cualquiera de los Alpes, muy sumergido en sus cavilaciones y enigmas, en consecuencia muy preocupado y despreocupado a la vez, y redactaba sus pensamientos sobre los griegos, — núcleo del libro extraño y difícilmente accesible a que va a estar dedicado este tardío prólogo (o epílogo). Unas semanas más tarde: y también él se encontraba bajo los muros de Metz, no desembarazado aún de los signos de interrogación que había colocado junto a la presunta jovialidad de los griegos y junto al arte griego; hasta que por fin, en aquel mes de hondísima tensión en que en Versalles se deliberaba sobre la paz, también él consiguió hacer la paz consigo mismo, y mientras convalecía lentamente de una enfermedad que había contraído en el campo de batalla, comprobó en sí de manera definitiva el nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música. — ¿En la música? ¿Música y tragedia? ¿Griegos y música de tragedia? ¿Griegos y la obra de arte del pesimismo? La especie más lograda de hombres habidos hasta ahora, la más bella, la más envidiada, la que más seduce a vivir, los griegos — ¿cómo?, ¿es que precisamente ellos tuvieron necesidad de la tragedia? ¿Más aún — del arte? ¿Para qué — el arte griego?...

    Se adivina el lugar en que con estas preguntas quedaba colocado el gran signo de interrogación acerca del valor de la existencia. ¿Es el pesimismo, necesariamente, signo de declive, de ruina, de fracaso, de instintos fatigados y debilitados? — ¿como lo fue entre los indios, como lo es, según todas las apariencias, entre nosotros los hombres y europeos modernos? ¿Existe un pesimismo de la fortaleza? ¿Una predilección intelectual por las cosas duras, horrendas, malvadas, problemáticas de la existencia, predilección nacida de un bienestar, de una salud desbordante, de una plenitud de la existencia? ¿Se da tal vez un sufrimiento causado por esa misma sobreplenitud? ¿Una tentadora valentía de la más aguda de las miradas, valentía que anhela lo terrible, por considerarlo el enemigo, el digno enemigo en el que poder poner a prueba su fuerza?, ¿en el que ella quiere aprender qué es el sentir miedo? ¿Qué significa, justo entre los griegos de la época mejor, más fuerte, más valiente, el mito trágico? ¿Y el fenómeno enorme de lo dionisíaco? ¿Qué significa, nacida de él, la tragedia? — Y por otro lado: aquello de que murió la tragedia, el socratismo de la moral, la dialéctica, la suficiencia y la jovialidad del hombre teórico . ¿cómo?, ¿no podría ser justo ese socratismo un signo de declive, de fatiga, de enfermedad, de unos instintos que se disuelven de modo anárquico? ¿Y la jovialidad griega del helenismo tardío, tan sólo un arreblo de crepúsculo? ¿ La voluntad epicúrea contra el pesimismo, tan sólo una precaución del hombre que sufre? Y la ciencia misma, nuestra ciencia —sí, ¿qué significa en general, vista como síntoma de viada toda ciencia? ¿Para qué, peor aún, de dónde — toda ciencia? ¿Cómo? ¿Acaso es el cientificismo nada más que un miedo al pesimismo y una escapatoria, frente a él? ¿Una defensa sutil obligada contra la verdad? ¿Y hablando en términos morales, algo así como cobardía y falsedad? ¿Hablando en términos no-morales, una astucia? Oh Sócrates, Sócrates, ¿fue ése acaso tu secreto? Oh ironista misterioso, ¿fue ésa acaso tu — ironía? — —

    dos

    Lo que yo conseguí aprehender entonces, algo terrible y peligroso, un problema con cuernos. no necesariamente un toro precisamente, en todo caso un problema nuevo: hoy yo diría que fue el problema de la ciencia misma — la ciencia concebida por vez primera como problemática, como discutible. Pero el libro en que entonces encontraron desahogo mi valor y mi suspicacia juveniles — ¡qué libro tan imposible tenía que surgir de una tarea tan contraria a la juventud! Construido nada más que a base de vivencias propias prematuras y demasiado verdes, todas las cuales estaban junto al umbral de lo comunicable, colocado en el terreno del arte — pues el problema de la ciencia no puede ser conocido en el terreno de la ciencia —,¡acaso un libro para artistas dotados accesoriamente de capacidades analíticas y retrospectivas (es decir, para una especie excepcional de artistas, que hay que buscar y que ni siquiera se querría buscar ...), lleno de innovaciones psicológicas y de secretos de artista, con una metafísica de artista en el trasfondo, una obra juvenil llena de valor juvenil y de juvenil melancolía, independiente, obstinadamente autónoma incluso allí donde parece plegarse a una autoridad y a una veneración propia, en suma, una primera obra, también en el mal sentido de la expresión, que, pese a su problema senil, adolece de todos los defectos de la juventud, sobre todo de su excesiva longitud, de su tormenta y arrebato (Sturm und Drang): por otra parte, teniendo en cuenta el éxito que obtuvo (especialmente en el gran artista a que ella se dirigía como para un diálogo, en Richard Wagner), un libro probado, quiero decir, un libro que, en todo caso, ha satisfecho a los mejores de su tiempo. Ya por esto debería ser tratado con cierta deferencia y silencio; a pesar de ello yo no quiero reprimir del todo el decir cuán desagradable se me aparece ahora, cuán extraño está ahora ante mí dieciséis años después, —ante unos ojos más viejos, cien veces más exigentes, pero que en modo alguno se han vuelto más fríos, ni tampoco más extraños a aquella tarea a la que este temerario libro osó por vez primera acercarse — ver la ciencia con la óptica del artista, y el arte con la de la vida.

    tres

    Dicho una vez más, hoy es para mí un libro, imposible, — lo encuentro mal escrito, torpe, penoso, frenético de imágenes y confuso a causa de ellas, sentimental, acá y allá azucarado hasta lo femenino, desigual en el tempo, sin voluntad de limpieza lógica, muy convencido, y por ello, eximiéndose de dar demostraciones, desconfiando incluso de la pertinencia de dar demostraciones, como un libro para iniciados, como una música para aquellos que han sido bautizados en la música, que desde el comienzo de las cosas están ligados por experiencias artísticas comunes y raras, como signo de reconocimiento para quienes sean in artibus parientes de sangre, — un libro altanero y entusiasta, que de antemano se cierra al profanum vulgus de los cultos más aún que al pueblo, pero que, como su influjo demostró y demuestra, tiene que ser también bastante experto en buscar sus compañeros de entusiasmo y en atraerlos hacia nuevos senderos ocultos y hacia nuevas pistas de baile. Aquí hablaba en todo caso, —esto se admitió con tanta curiosidad como repulsa — una voz extraña, el discípulo de un dios desconocido — todavía, que por el momento se escondía bajo la capucha del docto, bajo la pesadez y el desabrimiento dialéctico del alemán, incluso bajo los malos modales del wagneriano; había aquí un espíritu que sentía necesidades nuevas, carentes aún de nombre, una memoria rebosante de preguntas, experiencias, secretos, a cuyo margen estaba escrito el nombre Dioniso como un signo más de interrogación: aquí hablaba —así se dijo la gente con suspicacia— una especie de alma mística y casi menádica, que con esfuerzo y de manera arbitraria, casi indecisa sobre si lo que quería era comunicarse u ocultarse, parecía balbucear en un idioma extraño. Esa alma nueva habría debido cantar — ¡y no hablar! Qué lástima que lo que yo tenía entonces que decir no me atreviera a decirlo como poeta: ¡tal vez habría sido capaz de hacerlo! O, al menos, como filólogo: — ¡pues todavía hoy para el filólogo está casi todo por descubrir y desenterrar aún en este campo! Sobre todo el problema de que aquí hay un problema, — y de que, ahora y antes, mientras no tengamos una respuesta a la pregunta ¿qué es lo dionisiaco?, los griegos continúan siendo completamente desconocidos e inimaginables...

    cuatro

    Sí, ¿qué es lo dionisíaco? — En este libro hay una respuesta a esa pregunta — en él habla alguien que sabe, el iniciado y discípulo de su dios. Tal vez ahora yo hablaría con más cautela y menos elocuencia acerca de una cuestión psicológica tan difícil como es el origen de la tragedia entre los griegos. Una cuestión fundamental es la relación del griego con el dolor, su grado de sensibilidad, — ¿permaneció idéntica a sí misma esa relación?, ¿o se invirtió? la cuestión de si realmente su cada vez más fuerte anhelo de belleza, de fiestas, de diversiones, de nuevos cultos, surgió de una carencia, de una privación, de la melancolía, del dolor. Suponiendo, en efecto, que precisamente esto fuese verdadero — y Pericles (o Tucídides) nos lo da a entender en el gran discurso fúnebre —: ¿de dónde tendría que proceder el anhelo contrapuesto a éste y surgido antes en el tiempo, el anhelo de lo feo, la buena y rigurosa voluntad, propia del heleno primitivo, de pesimismo, de mito trágico, de dar imagen a todas las cosas terribles, malvadas, enigmáticas, aniquiladoras, funestas que hay en el fondo de la existencia, — de dónde tendría que provenir entonces la tragedia? ¿Acaso del placer, de la fuerza, de una salud desbordante, de una plenitud demasiado grande? ¿Y qué significado tiene entonces, hecha la pregunta fisiológicamente, aquella demencia de que surgió tanto el arte trágico como el cómico, la demencia dionisíaca? ¿Cómo? ¿Acaso no es la demencia, necesariamente, síntoma de degeneración, de declive, de una cultura demasiado tardía? ¿Existen acaso — una pregunta para médicos de locos — neurosis de la salud?, ¿de la juventud y juvenilidad de los pueblos? ¿A qué apunta aquella síntesis de dios y macho cabrío que se da en el sátiro? ¿En razón de qué vivencia de sí mismo, para satisfacer a qué impulso tuvo el griego que imaginarse como un sátiro al entusiasta y hombre primitivo dionisíaco? Y en lo que se refiere al origen del coro trágico: ¿hubo acaso arrebatos endémicos en aquellos siglos en que el cuerpo griego florecía, y el alma griega desbordaba de vida? ¿Visiones y alucinaciones que se transmitían a comunidades enteras, a asambleas enteras reunidas para el culto? ¿Y si ocurriera que los griegos tuvieron, precisamente en medio de la riqueza de su juventud, la voluntad de lo trágico y fueron pesimistas?, ¿qué fue justo la demencia, para emplear una frase de Platón, la que trajo las máximas bendiciones sobre la Helade?, ¿y que, por otro lado, y a la inversa, fue precisamente en los tiempos de su disolución y debilidad cuando los griegos se volvieron cada vez más optimistas, más superficiales, más comediantes, también más ansiosos de lógica y de logicización del mundo, es decir, a la vez más joviales y más científicos? ¿Y si tal vez, a despecho de todas las ideas modernas y los prejuicios del gusto democrático, pudieran la victoria del optimismo, la racionalidad predominante desde entonces, el utilitarismo práctico y teórico, así como la misma democracia, de la que son contemporáneos, — ser un síntoma de fuerza declinante, de vejez inminente, de fatiga fisiológica? ¿Y precisamente no — el pesimismo? ¿Fue Epicuro un optimista — precisamente en cuanto hombre que sufría? — — Ya se ve que es todo un fardo de difíciles cuestiones el que este libro cargó sobre sus espaldas — ¡añadamos además su cuestión más difícil! ¿Qué significa, vista con la óptica de la vida, — la moral?...

    cinco

    Ya en el Prólogo a Richard Wagner el arte —y no la moral — es presentado como la actividad propiamente metafísica del hombre; en el libro mismo reaparece en varias ocasiones la agresiva tesis de que sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo. De hecho el libro entero no conoce, detrás de todo acontecer, más que un sentido y un ultra-sentido de artista, — un dios, si se quiere, pero, desde luego, tan solo un dios-artista completamente amoral y desprovisto de escrúpulos, que tanto en el construir como en el destruir, en el bien como en el mal, lo que quiere es darse cuenta de su placer y su soberanía idénticos, un dios-artista que, creando mundos, se desembaraza de la necesidad implicada en la plenitud y la sobreplenitud, del sufrimiento de las antítesis en él acumuladas. El mundo, en cada instante la alcanzada redención de dios, en cuanto es la visión eternamente cambiante, eternamente nueva del ser más sufriente, más antitético, más contradictorio, que únicamente en la apariencia sabe redimirse; a toda esta metafísica de artista se la puede denominar arbitraria, ociosa, fantasmagórica —, lo esencial en esto está en que ella delata ya un espíritu que alguna vez, pese a todos los peligros, se defenderá contra la interpretación y el significado morales de la existencia. Aquí se anuncia, acaso por vez primera, un pesimismo más allá del bien y del mal, aquí se deja oír y se formula aquella perversidad de los sentimientos contra la que Schopenhauer no se cansó de disparar de antemano sus más coléricas maldiciones y piedras de rayo, —una filosofía que osa situar, rebajar la moral misma al mundo de la apariencia y que la coloca no sólo entre las apariencias (en el sentido de este terminus technicus idealista), sino entre los engaños, como apariencia, ilusión, error, interpretación, aderezamiento, arte. Acaso donde mejor pueda medirse la profundidad de esta tendencia antimoral es en el precavido y hostil silencio con que en el libro entero se trata al cristianismo, — el cristianismo en cuanto es la más aberrante variación sobre el tema moral que la humanidad ha llegado a escuchar hasta este momento. En verdad, no existe antítesis más grande de la interpretación y justificación puramente estéticas del mundo, tal como en este libro se las enseña, que la doctrina cristiana, la cual es y quiere ser sólo moral, y con sus normas absolutas, ya con su veracidad de Dios por ejemplo, relega el arte, todo arte, al reino de la mentira, — es decir, lo niega, lo reprueba, lo condena. Detrás de semejante modo de pensar y valorar, el cual, mientras sea de alguna manera auténtico, tiene que ser hostil al arte, percibía yo también desde siempre lo hostil a la vida, la rencorosa, vengativa aversión contra la vida misma: pues toda vida se basa en la apariencia, en el arte, en e engaño, en la óptica, en la necesidad de lo perspectivístico y del error. El cristianismo fue desde el comienzo, de manera esencial y básica, náusea y fastidio contra la vida sentidos por la vida, náusea y fastidio que no hacían más que disfrazarse, ocultarse, ataviarse con la creencia en otra vida distinta o mejor. El odio al mundo, la maldición de los afectos, el miedo a la belleza y a la sensualidad, un más allá inventado para calumniar mejor el más acá, en el fondo un anhelo de hundirse en la nada, en el final, en el reposo, hasta llegar al sábado de los sábados — todo esto, así como la incondicional voluntad del cristianismo de admitir valores sólo morales me pareció siempre la forma más peligrosa y siniestra de todas las formas posibles de una voluntad de ocaso; al menos, un signo de enfermedad, fatiga, desaliento, agotamiento, empobrecimiento hondísimos de la vida, — pues ante la moral (especialmente ante la moral cristiana, es decir, incondicional) la vida tiene que carecer de razón de manera constante e inevitable, ya que la vida es algo esencialmente amoral, — la vida, finalmente, oprimida bajo el peso del desprecio y del eterno no, tiene que ser sentida como indigna de ser apetecida, como lo no-válido en sí. La moral misma —¿cómo?, ¿acaso sería la moral una voluntad de negación de la vida, un instinto secreto de aniquilación, un principio de ruina, de empequeñecimiento, de calumnia, un comienzo del final? ¿Y en consecuencia, el peligro de los peligros?... Contra la moral, pues, se levantó entonces, con este libro problemático, mi instinto, como un instinto defensor de la vida, y se inventó una doctrina y una valoración radicalmente opuestas de la vida, una doctrina y una valoración puramente artísticas, anticristianas. ¿Cómo denominarlas? En cuanto filólogo y hombre de palabras las bauticé, no sin cierta libertad — ¿pues quién conocería el verdadero nombre del Anticristo? — con el nombre de un dios griego: las llamé dionisíacas. —

    seis

    ¿Se entiende cuál es la tarea que yo osé rozar ya con este libro?... ¡Cuánto lamento ahora el que no tuviese yo entonces el valor (¿o la inmodestia?) de permitirme, en todos los sentidos, un lenguaje propio para expresar unas intuiciones y osadías tan propias, —el que intentase expresar penosamente, con fórmulas schopenhauerianas y kantianas, unas valoraciones extrañas y nuevas, que iban radicalmente en contra tanto del espíritu de Kant y de Schopenhauer como de su gusto! ¿Cómo pensaba, en efecto, Schopenhauer acerca de la tragedia? Lo que otorga a todo lo trágico el empuje peculiar hacia la elevación — dice en El mundo como voluntad y representación, II, 495 — es la aparición del conocimiento de que el mundo, la vida no pueden dar una satisfacción auténtica, y, por tanto, no son dignos de nuestro apego: en esto consiste el espíritu trágico—, ese espíritu lleva, según esto, a la resignación. ¡Oh, de qué modo tan distinto me hablaba Dioniso a mí! ¡Oh, cuán lejos de mí se hallaba entonces justo todo ese resignacionísmo! — Pero en el libro hay algo mucho peor, que yo ahora lamento más aún que el haber oscurecido y estropeado con fórmulas schopenhauerianas unos presentimientos dionisíacos: a saber, ¡el haberme echado a perder en absoluto el grandioso problema griego, tal como a mí se me había aparecido, por la injerencia de las cosas modernísimas! ¡El haber puesto esperanzas donde nada había que esperar, donde todo apuntaba, con demasiada claridad, hacia un final! ¡El haber comenzado a descarriar, basándome en la última música alemana, acerca del ser alemán, como si éste se hallase precisamente en trance de descubrirse y de reencontrarse a sí mismo — y esto en una época en que el espíritu alemán, que no hacía aún mucho tiempo había tenido la voluntad de dominar sobre Europa, la fuerza de guiar a Europa, acababa de presentar su abdicación definitiva e irrevocable, y, bajo la pomposa excusa de fundar un Reich, realizaba su tránsito a la mediocrización, a la democracia y a las ideas modernas! De hecho, entre tanto he aprendido a pensar sin esperanza ni indulgencia alguna acerca de ese ser alemán, y asimismo acerca de la música alemana de ahora, la cual es romanticismo de los pies a la cabeza y la menos griega de todas las formas posibles de arte: además, una destrozadora de nervios de primer rango, doblemente peligrosa en un pueblo que ama la bebida y honra la oscuridad como una virtud, es decir, en su doble condición de narcótico que embriaga y, a la vez, obnubila. — Al margen, claro está, de todas las esperanzas apresuradas y de todas las erróneas aplicaciones a la realidad del presente con que yo me eché a perder entonces mi primer libro, permanecerá en lo sucesivo el gran signo de interrogación dionisíaco, tal como fue en él planteado, también en lo que se refiere a la música: ¿cómo tendría que estar hecha una música que no tuviese ya un origen romántico, como lo tiene la música alemana, — sino un origen dionisíaco?...

    siete

    — Pero, señor mío, ¿qué es romanticismo en el mundo entero si su libro no es romanticismo? ¿Es que el odio profundo contra el tiempo de ahora, contra la realidad y las ideas modernas, puede ser llevado más lejos de lo que se llevó en su metafísica de artista? — ¿la cual prefiere creer hasta en la nada, hasta en el demonio, antes que en el ahora? ¿No se oye, por debajo de toda su polifonía contrapuntística y de su seducción de los oídos, el zumbido de un bajo continuo de cólera y de placer destructivo, una rabiosa resolución contra todo lo que es ahora, una voluntad que no está demasiado lejos del nihilismo práctico y que parece decir ¡prefiero que nada sea verdadero antes de que vosotros tengáis razón, antes de que vuestra verdad tenga razón! ? Escuche usted mismo, señor pesimista y endiosador del arte, con un oído un poco más abierto, un único pasaje escogido de su libro, aquel pasaje que habla, no sin elocuencia, de los matadores de dragones, y que sin duda tiene un sonido capcioso y embaucador para oídos y corazones jóvenes: ¿o es que no es ésta la genuina y verdadera profesión de fe de los románticos de 1830 bajo la máscara del pesimismo de 1850?, tras de la cual confesión se preludia ya el usual finale de los románticos, — quiebra, hundimiento, retorno y prosternación ante una vieja fe, ante el viejo dios... ¿O es que ese su libro de pesimista no es un fragmento de antihelenidad, de romanticismo, incluso algo tan embriagador como obnubilante, un narcótico en todo caso, hasta un fragmento de música, de música alemana? Escúchese:

    Imaginémonos una generación que crezca con esa intrepidez de la mirada, con esa heroica tendencia hacia lo enorme, imaginémonos el paso audaz de esos matadores de dragones, la orgullosa temeridad con que vuelven la espalda a todas las doctrinas de debilidad del optimismo, para vivir resueltamente en lo entero y pleno: ¿acaso no sería necesario que el hombre trágico de esa cultura, en su autoeducación para la seriedad y para el horror, tuviese que desear un arte nuevo, el arte del consuelo metafísico, la tragedia, como la Helena a él debida, y que exclamar con Fausto:

    ¿Y no debo yo, con la violencia más llena de anhelo, traer a la vida esa figura única entre todas?

    ¿Acaso no sería necesario?... ¡No, tres veces no! , jóvenes románticos: ¡no sería necesario! Pero es muy probable que eso finalice así, que vosotros finalicéis así, es decir, consolados, como está escrito, pese a toda la autoeducación para la seriedad y para el horror, metafísicamente consolados, en suma, como finalizan los románticos, cristianamente... ¡No! Vosotros deberíais aprender antes el arte del consuelo intramundano, — vosotros deberíais aprender a reír, mis jóvenes amigos, si es que, por otro lado, queréis continuar siendo completamente pesimistas; quizás a consecuencia de ello, como reídores, mandéis alguna vez al diablo todo el consuelismo metafísico — ¡y, en primer lugar, la metafísica! O, para decirlo con el lenguaje de aquel trasgo dionisíaco que lleva el nombre de Zaratustra:

    Levantad vuestros corazones, hermanos míos, ¡arriba! ¡más arriba! ¡Y no me olvidéis tampoco las piernas! Levantad también vuestras piernas, vosotros buenos bailarines, y mejor aún, ¡sosteneos incluso sobre la cabeza!

    Esta corona del que ríe, este corona de rosas: yo mismo me he puesto sobre mi cabeza este corona, yo mismo he sgntificado mis risas. A ningún otro he encontrado suficientemente fuerte hoy para hacer esto.

    Zaratustra el bailarín, Zaratustra el ligero, el que hace señas con las alas, uno dispuesto a volar, que hace señas a todos los pájaros, preparado y listo, bienaventurado en su ligereza: —

    Zaratustra el que dice verdad, Zaratustra el que ríe verdad, no un impaciente, no un incondicional, sí uno que ama los saltos y las piruetas: ¡yo mismo me he puesto esa corona sobre mi cabeza!

    Esta corona del que ríe, esta corona de rosas: ¡a vosotros, hermanos míos, os arrojo esta corona! Yo he santificado el reír; vosotros hombres superiores, aprended — ¡a reír!

    Así habló Zaratustra, cuarta parte


    SóCRATES Y LA TRAGEDIA

    La tragedia griega pereció de manera distinta que todos los otros géneros artísticos antiguos, hermanos de ella: acabó de manera trágica, mientras que todos ellos fallecieron con una muerte muy bella. Pues si está de acuerdo, en efecto, con un estado natural ideal el dejar la vida sin espasmos, y teniendo una bella descendencia, el final de aquellos géneros artísticos antiguos nos muestra un mundo ideal de ese tipo; desaparecen y se van hundiendo, mientras ya elevan enérgicamente la cabeza sus retoños, más bellos. Con la muerte del drama musical griego surgió, en cambio, un vacío enorme, que por todas partes fue sentido profundamente; las gentes se decían que la poesía misma se había perdido, y por burla enviaban al Hades a los atrofiados, enflaquecidos epígonos, para que allí se alimentasen de las migajas de los maestros. Como dice Aristófanes, la gente sentía una nostalgia tan íntima tan ardiente, del último de los grandes muertos, como cuando a alguien le entra un súbito y poderoso apetito de comer coles. Mas cuando luego floreció realmente un género artístico nuevo, que veneraba a la tragedia como predecesora y maestra suya, pudo, percibirse con horror que ciertamente tenía los rasgos de su madre, pero aquellos que ésta había mostrado en su prolongada agonía. Esa agonía de la tragedia se llama Eurípides, el género artístico posterior es conocido con: e1 nombre de comedia ática nueva. En ella pervivió la: figura degenerada de la tragedia, como memorial de su muy arduo y difícil fenecer.

    Es conocida la extraordinaria veneración de que Eurípides disfrutó entre los poetas de la comedia ática nueva. Uno de los más notables, Filemón, declaró que se dejaría ahorcar al instante: si estuviera convencido de que el difunto continuaba teniendo vida y entendimiento. Pero lo que Eurípides posee en común con Menandro y Filemón, y lo que ejerció sobre éstos un efecto tan ejemplar, podemos resumirlo brevísimamente en la fórmula de que ellos llevaron el espectador al escenario. Antes de Eurípides, habían sido seres humanos estilizados en héroes, a los cuales se les notaba en seguida que procedían de los dioses y semidioses de la tragedia más antigua. El espectador veía en ellos un pasado ideal de Grecia y, por tanto, la realidad de todo aquello que, en instantes sublimes, vivía también en su alma. Con Eurípides irrumpió en el escenario el espectador, el ser humano en la rea1idad de la vida cotidiana. El espejo que antes había reproducido sólo los rasgos grandes y audaces se volvió más fiel y, con ello, más vulgar. El vestido de gala se hizo más transparente en cierto modo, la máscara se transformó en semimáscara: las formas de la vida cotidiana pasaron claramente a primer plano. Aquella imagen auténticamente típica del heleno, la figura de Ulises, había sido elevada por Ésquilo hasta el carácter grandioso, astuto y noble a la vez, de un Prometeo: entre las manos de los nuevos poetas esa figura quedó rebajada al papel de esclavo doméstico, bonachón y pícaro a la vez, que con gran frecuencia se encuentra, como temerario intrigante, en el centro de1 drama entero. Lo que, en Las ranas de Aristófanes, Eurípides cuenta entre sus méritos, el haber hecho adelgazar al arte trágico mediante una cura de agua y el haber reducido su peso, eso es algo que se aplica sobre todo a las figuras de los héroes: en lo esencial, lo que el espectador veía y oía en el escenario euripideo era su propio doble, envuelto, eso sí, en el ropaje de gala de la retórica. La idealidad se ha replegado a la palabra y ha huido del pensamiento. Pero justo aquí tocamos el aspecto brillante, y que salta a los ojos, de la innovación euripidea: en él el pueblo ha aprendido a hablar: esto lo ensalza él mismo, en el certamen con Ésquilo: mediante él ahora el pueblo sabe

    el arte de servirse de reglas, de escuadras para medir los versos, de observar, de pensar, de ver, de entender, de engañar, e amar, de caminar, de revelar, de mentir, de sopesar.

    Gracias a él se le ha soltado la lengua a la comedia nueva, mientras que hasta Eurípides no se sabía hacer hablar convenientemente a la vida cotidiana en el escenario. La clase media burguesa, sobre la que Eurípides edificó todas sus esperanzas políticas, tomó ahora la palabra después de que, hasta ese momento, los maestros del lenguaje habían sido en la tragedia el semidiós, en la vieja comedia el sátiro borracho o semidiós.

    Yo he representado la casa y el patio, donde nosotros vivimos y tejemos,
    y por ello me he entregado al juicio, pues cada uno, conocedor de esto, ha juzgado de mi arte.

    Más aún, Eurípides se jacta de lo siguiente:

    Solo yo he inoculado a ésos que nos rodean
    tal sabiduría, al prestarles
    el pensamiento y el concepto del arte; de tal modo que aquí
    ahora todo el mundo filosofa, y administra
    la casa y di patio, el campo y los animales
    con más inteligencia que nunca:
    continuamente investiga y reflexiona
    ¿por qué?, ¿para qué?, ¿quién?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿qué?
    ¿A dónde ha llegado esto, quién me quitó aquello?

    De una masa preparada e ilustrada de ese modo nació la comedia nueva, aquel ajedrez dramático con su luminosa alegría por los golpes de astucia. Para esta comedia nueva Eurípides se convirtió en cierto modo en el maestro de coro: sólo que esta vez era el coro de los oyentes el que tenía que ser instruido. Tan pronto como éstos supieron cantar a la manera de Eurípides, comenzó el drama de los jóvenes señores llenos de deudas, de los viejos bonachones y frívolos, de las heteras a la manera de Kotzebue, de los esclavos domésticos prometeicos, Pero Eurípides, en cuanto maestro de coro, fue alabado sin cesar; la gente se habría incluso matado para aprender aún algo más de él, si no hubiera sabido que los poetas trágicos estaban tan muertos como la tragedia. A1 abandonar ésta, sin embargo, el heleno había abandonado la creencia en su propia inmortalidad, no sólo la creencia en un pasado ideal, sino también la creencia de un futuro ideal. La frase del conocido epitafio, en la ancianidad, voluble y estrafalario, se puede aplicar también a la Grecia senil. El instante y el ingenio son sus divinidades supremas; el quinto estado, el del esclavo, es el que ahora predomina, al menos en cuanto a la mentalidad.

    En una visión retrospectiva como ésta uno está fácilmente tentado a formular contra Eurípides, como presunto seductor del pueblo, inculpaciones injustas, pero acaloradas, y a sacar, por ejemplo, con las palabras de Ésquilo, esta conclusión: ¿Qué mal no procede de él? Pero cualesquiera que sean los nefastos influjos que derivemos de él, hay que tener siempre en cuenta que Eurípides actuó con su mejor saber y entender, y que, a lo largo de su vida entera, ofreció de manera grandiosa sacrificios a un ideal. En e1 modo como luchó contra un mal enorme que él creía reconocer, en el modo como es el único que se enfrenta a ese mal con el brío de su talento y de su vida, revélase una vez más el espíritu heroico de los viejos tiempos de Maratón. Más aún, puede decirse que, en Eurípides, el poeta se ha convertido en un semidiós, después de haber sido éste expulsado por aquél de la tragedia. Pero el mal enorme que él creía reconocer, contra el que luchó con tanto heroísmo, era la decadencia del drama musical. ¿Dónde descubrió Eurípides, sin embargo, la decadencia del drama musical? En la tragedia de Ésquilo y de Sófocles, sus contemporáneos de mayor edad. Esto es una cosa muy extraña. ¿No se habrá equivocado? ¿No habrá sido injusto con Ésquilo y con Sófocles? ¿Acaso su reacción contra la presunta decadencia no fue precisamente el comienzo del fin? Todas estas preguntas elevan su voz en este instante dentro de nosotros.

    Eurípides fue un pensador solitario, en modo alguno del gusto de la masa entonces dominante, en la que suscitaba reservas, como un estrafalario gruñón. La suerte le fue tan poco propicia como la masa: y como para un poeta trágico de aquel tiempo la masa constituía precisamente la suerte, se comprende por qué en vida alcanzó tan raras veces el honor de una victoria trágica. ¿Qué fue lo que empujó a aquel dotado poeta a ir tanto contra la corriente general? ¿Qué fue lo que le apartó de un camino que había sido recorrido por varones como Ésquilo y Sófocles y sobre el que resplandecía el sol del favor popular? Una sola cosa, justo aquella creencia en la decadencia del drama musical. Y esa creencia la había adquirido en los asientos de los espectadores del teatro. Durante largo tiempo estuvo observando con máxima agudeza qué abismo se abría entre una tragedia y el público ateniense. Aquello que para el poeta había sido lo más elevado y difícil no era en modo alguno sentido como tal por el espectador, sino como algo indiferente. Muchas cosas casuales, no subrayadas en absoluto por el poeta, producían en la masa un efecto súbito. Al reflexionar sobre esta incongruencia entre el propósito poético y el efecto causado, Eurípides llegó poco a poco a una forma poética cuya ley capital decía: todo tiene que ser comprensible, para que todo pueda ser comprendido. Ante el tribunal de esta estética racionalista fue llevado ahora cada uno de los componentes, ante todo el mito, los caracteres principales, la estructura dramatúrgica, la música coral, y por fin, y con máxima decisión, el lenguaje. Eso que nosotros tenemos que sentir tan frecuentemente en Eurípides como un defecto y un retroceso poéticos, en comparación con la tragedia sofoclea, es el resultado de aquel enérgico proceso crítico, de aquella temeraria racionalidad. Podría decirse que aquí tenemos un ejemplo de cómo el recensionante puede convertirse en poeta. Sólo que, al oír la palabra recensionante, no es lícito dejarse determinar por la impresión de esos seres débiles, impertinentes, que no permiten ya en absoluto a nuestro público de hoy decir su palabra en cuestiones de arte, Lo que Eurípides intentó fue precisamente hacer las cosas mejor que los poetas enjuiciados por él: y quien no puede poner, como lo puso él, el acto después de la palabra, tiene poco derecho a dejar oír sus críticas en público. Yo quiero o puedo aducir aquí un solo ejemplo de esa crítica productiva, aun cuando propiamente sería necesario demostrar ese punto de vista mencionando todas las diferencias del drama euripideo. Nada puede ser más contrario a nuestra técnica escénica que el prólogo que aparece en Eurípides. El hecho de que un personaje individual, una divinidad o un héroe, se presente al comienzo de la pieza y cuente quién es él, qué es lo que antecede a la acción, qué es lo que ha ocurrido hasta entonces, más aún, qué es lo que ocurrirá en el transcurso de la pieza, eso un poeta teatral moderno lo calificaría sin más de petulante renuncia al efecto de la tensión. ¿Se sabe, en efecto, todo lo que ha ocurrido, lo que ocurrirá? ¿Quién aguardará hasta el final? Del todo distinta era la reflexión que Eurípides se hacía. El efecto de la tragedia antigua no descansó jamás en la tensión, en la atractiva incertidumbre acerca de qué es lo que acontecerá ahora, antes bien en aquellas grandes y amplias escenas de pathos en las que volvía a resonar el carácter musical básico del ditirambo dionisíaco. Pero lo que con mayor fuerza dificulta el goce de tales escenas es un eslabón que falta, un agujero en el tejido de la historia anterior: mientras el oyente tenga que seguir calculando cuál es el sentido que tienen este y aquel personaje, esta y aquella acción, le resultará imposible sumergirse del todo en 1a pasión y en la actuación de los héroes principales, resultará imposible la compasión trágica. En la tragedia esquileo-sofoclea estaba casi siempre muy artísticamente arreglado que, en las primeras escenas, de manera casual en cierto modo, se pusiesen en manos del espectador todos aquellos hilos necesarios para la comprensión; también en este rasgo se mostraba aquella noble maestría artística que enmascara, por así decirlo, lo formal necesario. De todos modos, Eurípides creía observar que, durante aquellas primeras escenas, el espectador se hallaba en una inquietud peculiar, queriendo resolver el problema matemático de cálculo que era la historia anterior, y que para él se perdían las bellezas poéticas de la exposición. Por eso él escribía un prólogo como pro grama y lo hacía declamar por un personaje digno de confianza, una divinidad. Ahora podía él también configurar con mayor libertad el mito, puesto que, gracias al prólogo, podía suprimir toda duda sobre su configuración del mito. Con pleno sentimiento de esta ventaja dramatúrgica suya, Eurípides reprocha a Ésquilo en Las ranas de Aristófanes:

    ¡Así, yo iré enseguida a tus prólogos,
    para, de ese modo, empezar criticándole
    la primera parte de la tragedia a este gran espíritu!
    Es confuso cuando expone los hechos.

    Pero lo que decimos del prólogo se puede decir también del muy famoso deus ex machina: éste traza el programa del futuro, como el prólogo el del pasado. Entre esa mirada épica al pasado y esa mirada épica al futuro están la realidad y el presente lírico-dramáticos.

    Eurípides es el primer dramaturgo que sigue una estética consciente. Intencionadamente busca lo más comprensible: sus héroes son realmente tal como hablan. Pero dicen todo lo que son, mientras que los caracteres esquileos y sofocleos son mucho más profundos y enteros que sus palabras: propiamente sólo balbucean acerca de sí. Eurípides crea los personajes mientras a la vez los diseca: ante su anatomía no hay ya nada oculto en ellos. Si Sófocles dijo de Ésquilo que éste hace lo correcto, pero inconscientemente, Eurípides habrá tenido de él la opinión de que hace lo incorrecto, porque lo hace conscientemente. Lo que sabía de más Sófocles, en comparación con Ésquilo, y de lo que se ufanaba, no era nada que estuviese situado fuera del campo de los recursos técnicos; hasta Eurípides, ningún poeta de la Antigüedad había sido capaz de defender verdaderamente lo mejor suyo con razones estéticas. Pues cabalmente lo milagroso de todo este desarrollo del arte griego es que el concepto, la conciencia, la teoría no habían toma, aún la palabra, y que todo lo que el discípulo podía aprender del maestro se refería a la técnica. Y así, también aquello que da, por ejemplo, ese brillo antiguo a Thorwaldsen es que éste reflexionaba poco y hablaba y escribía mal, en que la auténtica sabiduría artística no había penetrado en su conciencia.

    En torno a Eurípides hay, en cambio, un resplandor refractado, peculiar de los artistas modernos: su carácter artístico casi no-griego puede resumirse con toda brevedad en el concepto de socratismo. Todo tiene que ser consciente para ser bello, es la tesis euripidea paralela de la socrática todo tiene que ser consciente para ser bueno. Eurípides es el poeta del racionalismo socrático.

    En la Antigüedad griega se tenía un sentimiento de la unidad de ambos nombres, Sócrates y Eurípides. En Atenas estaba muy difundida la opinión de que Sócrates le ayudaba a Eurípides a escribir sus obras: de lo cual puede inferirse cuán grande era la finura de oído con que la gente percibía el socratismo en la tragedia euripidea. Los partidarios de los buenos tiempos viejos solían pronunciar juntos el nombre de Sócrates y el de Eurípides como los que pervertían al pueblo. Existe también la tradición de que Sócrates se abstenía de asistir a la tragedia, y sólo tomaba asiento entre los espectadotes cuando se representaba una nueva obra de Eurípides. Vecinos en un sentido más profundo aparecen ambos nombres en la famosa sentencia del oráculo délfico, que ejerció un inf1ujo tan determinante sobre la entera concepción vital de Sócrates. La frase del dios delfico de que Sócrates es el más sabio de los hombres contenía a la vez el juicio de que a Eurípides le correspondía el segundo premio en el certamen de la sabiduría.

    Es sabido que al principio Sócrates se mostró muy desconfiado frente a la sentencia del dios. Para ver si es acertada, trata con hombres de Estado, con oradores, con poetas y con artistas, tratando de descubrir a alguien que sea más sabio que él. En todas partes encuentra justificada la palabra del dios: ve que los varones más famosos de su tiempo tienen una idea falsa acerca de sí mismos y encuentra que ni siquiera poseen conciencia exacta de su profesión, sino que la ejercen únicamente por instinto. únicamente por instinto, ése es el lema del socratismo. El racionalismo no se ha mostrado nunca tan ingenuo como en esta tendencia vital de Sócrates. Nunca tuvo éste duda de la corrección del planteamiento entero del problema. La sabiduría consiste en el saber, y no se sabe nada que no se pueda expresar y de lo que no se pueda convencer a otro. Esta es más o menos la norma de aquella extraña actividad misionera de Sócrates, la cual tuvo que congregar en torno a sí una nube de negrísimo enojo, porque nadie era capaz de atacar la norma misma volviéndola contra Sócrates: pues para esto se habría necesitado además aquello que en modo alguno se poseía, aquella superioridad socrática en el arte de la conversación, en la dialéctica. Visto desde la conciencia germánica infinitamente profundizada, ese socratismo aparece como un mundo totalmente al revés; pero es de suponer que también a los poetas y artistas de aquel tiempo tuvo Sócrates que parecerles ya, al menos, muy aburrido y ridículo, en especial cuando, en su improductiva erística, seguía haciendo valer la seriedad y la dignidad de una vocación divina. Los fanáticos de la lógica son insoportables, cual las avispas. Y ahora, imagínese una voluntad enorme detrás de un entendimiento tan unilateral, la personalísima energía primordial de un carácter firme, junto a una fealdad externa fantásticamente atractiva: y se comprenderá que incluso un talento tan grande como Eurípides, dadas precisamente la seriedad y la profundidad de su pensar, tuvo que ser arrastrado de manera tanto más inevitable a la escarpada vía de un crear artístico consciente. La decadencia de la tragedia, tal como Eurípides creyó verla, era una fantasmagoría socrática: como nadie sabía convertir suficientemente en conceptos y palabras la antigua técnica artística, Sócrates negó aquella sabiduría, y con él la negó el seducido Eurípides. A aquella sabiduría indemostrada contrapuso ahora Eurípides la obra de arte socrática, aunque bajo la envoltura de numerosas acomodaciones a la obra de arte imperante. Una generación posterior se dio cuenta exacta de qué era envoltura y qué era núcleo: quitó la primera, y el fruto del socratismo artístico resultó ser el juego de ajedrez como espectáculo, la pieza de intriga.

    El socratismo desprecia el instinto y, con ello, el arte. Niega la sabiduría cabalmente allí donde está el reino más propio de ésta. En un único caso reconoció el mismo Sócrates el poder de la sabiduría instintiva, y ello precisamente de una manera muy característica. En situaciones especiales en que su entendimiento dudaba, Sócrates encontraba un firme sostén gracias a una voz demónica que milagrosamente se dejaba oír. Cuando esa voz viene, siempre disuade. En este hombre del todo anormal la sabiduría instintiva eleva su voz para enfrentarse acá y allá a lo consciente, poniendo obstáculos. También aquí se hace manifiesto que Sócrates pertenece en realidad a un mundo al revés y puesto cabeza abajo. En todas las naturalezas productivas lo inconsciente produce cabalmente un efecto creador y afirmativo, mientras que la conciencia se comporta de un modo crítico y disuasivo. En él, el instinto se convierte en un crítico, la conciencia, en un creador.

    A un segundo crítico, además de Eurípides, el desprecio socrático de lo instintivo le incitó también a realizar una reforma del arte, y, desde luego, una reforma más radical aún. También el divino Platón fue en este punto víctima del socratismo: él, que en el arte anterior veía sólo la imitación de las imágenes aparentes, contó también la sublime y alabadísima tragedia así es como él se expresa entre las artes lisonjeras, que suelen representar únicamente lo agradable, 1o lisonjero para la naturaleza sensible, no lo desagradable, pero a la vez útil. Por eso enumera adrede el arte trágico junto al arte de la limpieza y el de la cocina. A una mente sensata le repugna, dice, un arte tan heterogéneo y abigarrado, para una mente excitable y sensible ese arte representa una mecha peligrosa: razón suficiente para desterrar del Estado ideal a los poetas trágicos. En general, según él, los artistas forman parte de las ampliaciones superfluas del Estado, junto con las nodrizas, las modistas, los barberos y los pasteleros. En Platón esta condena intencionadamente acre y desconsiderada del arte tiene algo de patológico: él, que se había elevado a esa concepción sólo por saña contra su propia carne; él, que, en beneficio del socratismo, había pisoteado con los pies su naturaleza profundamente artística, revela en la acritud de tales juicios que la herida más honda de su ser no está cicatrizada aún. La verdadera facultad creadora del poeta es tratada por Platón casi siempre sólo con ironía, porque esa facultad no es, dice, una intelección consciente de la esencia de las cosas, y la equipara al talento de los adivinos e intérpretes de signos. El poeta, dice, no es capaz de poetizar hasta que no ha quedado entusiasmado e inconsciente, y ningún entendimiento habita ya en él. A estos artistas irracionales contrapone Platón la imagen del poeta verdadero, el filosófico, y da a entender con claridad que él es el único que ha alcanzado ese ideal y cuyos diálogos está permitido leer en el Estado ideal. La esencia de la obra platónica de arte, el diálogo, es, sin embargo, la carencia de forma y de estilo, producida por la mezcla de todas 1as formas y estilos existentes. Sobre todo, a la nueva obra de arte no se le debería objetar lo que, según la concepción platónica, fue el defecto fundamental de 1a antigua: no debería ser imitación de una imagen aparente, es decir, según el concepto usual: para el diálogo platónico no debería haber ninguna cosa natural-real que hubiera sido imitada. Así, ese diálogo se balancea entre todos los géneros artísticos, entre la prosa y la poesía, la narración, la lírica, el drama, de igua1 modo que ha infringido la antigua y rigurosa ley de que la forma lingüístico-estilística sea unitaria. A una desfiguración mayor aún llevan el socratismo los escritores cínicos: en el amasijo máximo del estilo, en el fluctuar entre las formas prosaicas y las métricas, buscan éstos reflejar, por así decirlo, el silénico ser extremo de Sócrates, sus ojos de cangrejo, sus labios gruesos y su vientre colgante.

    A la vista de los efectos artísticos del socratismo, que llegan muy hondo y que aquí sólo han sido rozados, quién no dará la razón a Aristófanes, cuando hace cantar esto al coro:

    ¡Salud a aquel a quien no le gusta
    sentarse junto a Sócrates y hablar con él,
    a quien no condena el arte de las musas
    y no mira desde arriba con desprecio
    lo más elevado de la tragedia!
    Pues vana necedad es
    aplicar un celo ocioso
    a discursos vacíos
    y quimeras abstractas.

    Pero lo más profundo que contra Sócrates se podía decir se lo dijo una figura que se le aparecía en sueños. Con mucha frecuencia, según cuenta Sócrates en la cárcel a sus amigos, tenía uno y el mismo sueño, que le decía siempre lo mismo: ¡Sócrates, cultiva la música!. Pero hasta sus últimos días Sócrates se tranquilizó con la opinión de que su filosofía era la música suprema. Finalmente, en la cárcel, para descargar del todo su conciencia decídese a cultivar también aquella música vulgar. Y realmente puso en verso algunas fábulas en prosa que le eran conocidas, mas yo no creo que con esos ejercicios métricos haya aplacado a las musas.

    En Sócrates se materializó uno de los aspectos de lo helénico, aquella claridad apolínea, sin mezcla de nada extraño: él aparece cual un rayo de luz puro, transparente, como precursor y heraldo de la ciencia, que asimismo debía nacer en Grecia. Pero la ciencia y el arte se excluyen: desde este punto de vista resulta significativo que sea Sócrates el primer gran heleno que fue feo; de igual manera que en él propiamente todo es simbólico. El es el padre de la lógica, la cual representa con máxima nitidez el carácter de la ciencia pura: él es el aniquilador del drama musical, que había concentrado en sí los rayos de todo el arte antiguo.

    Esto último lo es en un sentido mucho más profundo aún de lo que hemos podido insinuar hasta ahora. El socratismo es más antiguo que Sócrates; su influjo disolvente del arte se hace notar ya mucho antes. El elemento de la dialéctica, peculiar de él, se introdujo furtivamente en el drama musical ya mucho tiempo antes de Sócrates, y produjo en su bello cuerpo un efecto devastador. El mal tuvo su punto de partida en el diálogo. Como es sabido, el diálogo no estaba originariamente en la tragedia; el diálogo sólo se desarrolló a partir del momento en que hubo dos actores, es decir, relativa mente tarde. Ya antes había algo análogo, en el discurso alternante entre el héroe y el corifeo: pero aquí, sin embargo, dada la subordinación del uno al otro, la disputa dialéctica resultaba imposible. Mas tan pronto como se encontraron frente a frente dos actores principales, dotados de iguales derechos, surgió, de acuerdo con un instinto profundamente helénico, la rivalidad, y, en verdad, la rivalidad expresada con palabras y argumentos: mientras que el diálogo enamorado permaneció siempre alejado de la tragedia griega. Con aquella rivalidad se apeló a un elemento que existía en el pecho del oyente y que hasta entonces, considerado como hostil al arte y odiado por las musas, había estado desterrado de los solemnes ámbitos de las artes dramáticas: la Éride malvada. La Éride buena imperaba, en efecto, desde antiguo en todas las actuaciones de las musas, y en la tragedia llevaba a tres poetas rivales ante el tribunal del pueblo congregado para juzgar. Pero cuando el remedo de la querella verbal se hubo infiltrado también en la tragedia desde la sala del juzgado, entonces surgió por vez primera un dualismo en la esencia y en el efecto del drama musical. A partir de ese momento hubo partes de la tragedia en que la compasión cedía el paso a la luminosa alegría por el torneo chirriante de la dialéctica. No era lícito que el héroe del drama sucumbiese, y, por tanto, ahora se tenía que hacer de él también un héroe de la palabra. El proceso, que había tenido su comienzo en la denominada esticomitia, continuó y se introdujo también en los discursos más largos de los actores principales. Poco a poco todos los personajes hablan con tal derroche de sagacidad, claridad y transparencia, que realmente al leer una tragedia sofoclea obtenemos una impresión de conjunto desconcertante. Para nosotros es como si todas esas figuras no pereciesen a causa de lo trágico, sino a causa de una superfetación de lo 1ógico. Basta con hacer una comparación con el modo tan distinto como dialectizan los héroes de Shakespeare: todo el pensar, suponer e inferir de éstos se halla envuelto en una cierta belleza e interiorización musicales, mientras que en la tragedia griega tardía domina un dualismo de estilo que da mucho que pensar; por un lado, el poder de la música, por otro, el de la dialéctica. Esta última va destacándose cada vez más, hasta que es ella la que dice la palabra decisiva en la estructura del drama entero. El proceso termina en la pieza de intriga: sólo con ella queda completamente superado aquel dualismo, a consecuencia de la aniquilación total de uno de los rivales, la música.

    En este punto es muy significativo que este proceso finalice en la comedia, habiendo comenzado, sin embargo, en la tragedia. La tragedia, surgida de la profunda fuente de la compasión, es pesimista por esencia. La existencia es en ella algo muy horrible, el ser humano, algo muy insensato. El héroe de la tragedia no se evidencia, como cree la estética moderna, en la lucha con el destino, tampoco sufre lo que merece. Antes bien, se precipita a su desgracia ciego y con la cabeza tapada: y el desconsolado pero noble gesto con que se detiene ante ese mundo de espanto que acaba de conocer, se clava como una espina en nuestra alma. La dialéctica, por el contrario, es optimista desde el fondo de su ser: cree en la causa y el efecto y, por tanto, en una relación necesaria de culpa y castigo, virtud y felicidad: sus ejemplos de cálculo matemático tienen que no dejar resto: ella niega todo lo que no pueda analizar de manera conceptual. La dialéctica alcanza continuamente su meta: cada conclusión es una fiesta de júbilo para ella, la claridad y la conciencia son el único aire en que puede respirar. Cuando este elemento se infiltra en la tragedia surge un dualismo como entre noche y día, música y matemática. El héroe que tiene que defender sus acciones con argumentos y contraargumentos corre peligro de perder nuestra compasión; pues la desgracia que, a pesar de todo, le alcanza luego, lo único que demuestra precisamente es que, en algún lugar, él se ha equivocado en el cálculo. Pero una desgracia provocada por una falta de cálculo es ya más bien un motivo de comedia. Cuando el placer por la dialéctica hubo disuelto la tragedia, surgió la comedia nueva con su triunfo constante de la astucia y del ardid.

    La conciencia socrática y su optimista creencia en la unión necesaria entre virtud y saber, entre felicidad y virtud, tuvo, en un gran número de piezas euripideas, el efecto de que, en la conclusión, se abra una perspectiva hacia una existencia ulterior muy agradable, casi siempre con un matrimonio. Tan pronto como aparece el dios de la máquina, advertimos que quien se esconde detrás de la máscara es Sócrates, el cual intenta equilibrar en su balanza la felicidad y la virtud. Todo el mundo conoce las tesis socráticas La virtud es el saber: se peca únicamente por ignorancia. El virtuoso es el feliz. En estas tres formas básicas del optimismo está la muerte de la tragedia, que es pesimista. Mucho antes de Eurípides esas concepciones trabajaron ya en disolver la tragedia. Si la virtud es el saber, entonces el héroe virtuoso tiene que ser un dialéctico. Dada la extraordinaria superficialidad e indigencia del pensamiento ético, que no está nada desarrollado, con demasiada frecuencia el héroe que dialectiza éticamente aparece como un heraldo de la trivialidad y del filisteísmo éticos. Lo único que necesitamos es tener el valor de confesarnos esto, necesitamos confesar, para no decir nada de Eurípides, que también a las figuras más bellas de la tragedia sofoclea, una Antígona, una Electra, un Edipo, se les ocurren a veces ideas triviales completamente insoportables, que en general loa caracteres dramáticos son más bellos y grandiosos que su manifestación en palabras. Desde este punto de vista nuestro juicio sobre la tragedia esquilea temprana tiene que ser mucho más favorable: pues Ésquilo creó sus mejores obras también de manera inconsciente. En el lenguaje y en el dibujo de los caracteres de Shakespeare tenemos el inalterable punto de apoyo para tales comparaciones. En Shakespeare se puede encontrar una sabiduría ética tal que, frente a ella, el socratismo aparece como algo impertinente y sabihondo.

    Intencionadamente en mi última conferencia hablé muy poco sobre los límites de la música en el drama musical griego: en el contexto de estos análisis resultará comprensible que yo haya dicho que los límites de la música en el drama musical son los puntos de peligro en que comenzó su proceso de disgregación. La tragedia pereció a causa de una dialéctica y una ética optimistas: : esto equivale a decir: el drama musical pereció a causa de una falta de música. El socratismo infiltrado en la tragedia impidió que la música se fundiese con el diálogo, o monó1ogo: aunque, en la tragedia esquilea, aquélla había comenzado a hacerlo con el mayor éxito. Otra consecuencia fue que la música, cada vez más restringida, metida dentro de unas fronteras cada vez más estrechas, no se sentía ya en la tragedia como en su casa, sino que, se desarrolló de manera más libre y audaz fuera de la, misma, como arte absoluto. Es ridículo hacer aparecer: un espíritu durante un almuerzo: es ridículo pedir a una musa tan misteriosa, de un entusiasmo tan serio, como es la musa de la música trágica, que cante en una sala de juzgado, en las pausas intermedias entre las escaramuzas dialécticas. Teniendo un sentimiento de esa ridiculez, la música enmudeció en la tragedia, asustada, por así decirlo, de su inaudita profanación; cada vez menos veces se atrevía a alzar su voz, y finalmente se embarulla, canta cosas que no vienen a cuento, se avergüenza y huye totalmente de los ámbitos del teatro. Para decirlo con toda franqueza: 1a floración y el punto culminante del drama musical griego es Ésquilo en su primer gran período, antes de haber sido influido por Sófocles: con éste comienza la decadencia paulatina, hasta que por fin Eurípides, con su reacción consciente contra la tragedia esquilea, provoca el final con una rapidez tempestuosa.

    Este juicio contradice tan sólo a una estética difundida en la actualidad: en verdad, en favor de él se puede hacer valer nada menos que el testimonio de Aristófanes, que tiene, como ningún otro genio, una afinidad electiva con Ésquilo. Pero lo igual es conocido sólo por lo igual.

    Para concluir, una sola pregunta. ¿Está realmente muerto el drama musical, muerto para todos los tiempos? ¿No le será lícito realmente al germano poner al lado de aquella obra artística desaparecida del pasado, nada más que la gran ópera, de manera parecida a como, junto a Hércules, suele aparecer el mono? Esta es la, pregunta más seria de nuestro arte: y quien no comprenda como germano la seriedad de esa pregunta, es víctima del socratismo de nuestros días, el cual, desde luego, ni es capaz de producir mártires, ni había el lenguaje de el más sabio de los helenos, quien, ciertamente no se jacta de saber nada, pero en verdad no sabe nada. La prensa de hoy es ese socratismo: no digo una palabra más.


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