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Obras de Silvina Ocampo
de Silvina Ocampo
na noche
rodearon la cama contigua con biombos. Alguien explicó a Efrén que su vecino
estaba agonizando. Ese vecino perverso no sólo le había robado la manzana que
estaba sobre la mesa de luz, sino el derecho a gozar de la protección de esos
biombos, en cuya otra faz había seguramente pintadas flores y figuras de
querubes. Esta circunstancia oscureció la alegría de Efrén. Asimismo, con
sábanas y frazadas para cubrirse, estaba en el paraíso. Veía de soslayo la luz
rosada de los ventanales. De vez en cuando le daban de beber; tenía conciencia
del alba, de la mañana, del día, de la tarde y de la noche, aunque las
persianas estuvieran cerradas y que ningún reloj le anunciara la hora. Cuando
estaba sano solía comer con tanta rapidez que todos los alimentos tenían el
mismo sabor. Ahora, reconocía la diferencia que hay hasta en los gustos de una
naranja y de una mandarina. Apreciaba cada ruido que oía en la calle o en el
edificio, las voces y los gritos, el ruido de las cañerías, de los ascensores,
de los automóviles, de los coches de caballos que pasaban. Cuando sentía
necesidad de orinar tocaba el timbre; mágicamente aparecía una mujer, con
blancura de estatua, trayendo un florero de vidrio que era una suerte de
reliquia y esa misma mujer, con ojos etruscos y uñas de rubí, le ponía enemas o
lo pinchaba con una aguja como si cosiera un género precioso. Una caja de
música no era tan musical, el pecho de una santa o de un ángel tan buenos como
la almohada donde recostaba la cabeza. Cosquilleos agradables le corrían por la
nuca, bajaban por la columna vertebral a las rodillas. Pensaba: era la primera
vez que podía pensar: "Qué precio tiene un cuerpo. Vivimos como si no
valiera nada, imponiéndole sacrificios hasta que revienta. La enfermedad es una
lección de anatomía." Soñaba: era la primera vez que podía soñar. Juegos
de billar, una pipa, el diario leído minuciosamente, viajes breves, mujeres que
le sonreían en un cinematógrafo, una corbata roja, lo deleitaban.
En sus delirios tenía presencias del futuro; las visitas de
los domingos, que se enteraron de su don, acudían al hospital para acercarse a
su cama y oír las predicciones.
Advirtió que los biombos no rodeaban la cama del vecino, sino
la suya, y quedó complacido.
Los pies ya no le dolían de tanto caminar, ni la cintura de
tanto estar agachado, ni el estómago de pasar tanta hambre. Divisaba el patio
con palmeras y palomas, en cada ventanal. El tiempo no pasaba porque la
felicidad es eterna.
Los médicos dijeron que iban a salvarlo. Retiraron los
biombos con flores y querubes. A su juicio, los médicos eran bribones. Saben
dónde se aloja la enfermedad y la manejan a su gusto. El organismo tal vez oye
los diálogos que rodean la cama de un enfermo. Efrén tuvo pesadillas por culpa
de esos diálogos.
Soñó que para ir al trabajo tomaba un colectivo y después de
sentarse advertía que el colectivo no tenía ruedas, que bajaba del colectivo y
tomaba otro que no tenía motor y así sucesivamente hasta que se hacía de noche.
Soñó que estaba en la peletería, cosiendo pieles; las pieles
se movían, gruñían. Al cabo de un rato, en el cuarto donde trabajaba, varias
fieras, con aliento inmundo, le mordían los tobillos y las manos. Al cabo de un
rato, las fieras hablaban entre ellas. El no entendía lo que decían porque
hablaban en un extraño idioma. Comprendía finalmente que iban a devorarlo.
Soñó que tenía hambre. No había nada que comer; entonces sacaba del bolsillo un
trozo de pan tan viejo que no podía morderlo con los dientes; lo remojaba en
agua, pero continuaba igual; finalmente, cuando lo mordía, sus dientes quedaban
dentro del único pan que había conseguido para alimentarse. El camino hacia la
salud, hacia la vida, era ése.
El organismo de Efrén, que era fuerte y astuto, buscó un
lugar en sus entrañas para esconder el mal. Ese mal era una fortuna: con
subterfugios, encontró manera de conservarlo el mayor tiempo posible. De ese
modo Efrén durante unos días, con el sentimiento de culpa que inspira siempre
el engaño, volvió a ser feliz. La hermana de caridad le hablaba de sus hijos y
de su mujer, inútilmente. Para él, ellos estaban dentro de la libreta del pan o
de la carne. Tenían precio. Costaban cada día más.
Sudó, se agachó, sufrió, lloró, caminó leguas y leguas para
conseguir la tranquilidad que ahora querían arrebatarle.
A ejemplo de las grandes casa de remate, el Cielo y el Infierno contienen en sus galerías hacinamientos de objetos que no asombrarán a nadie, porque son los que hay en las casas del mundo. Pero no es bastante claro hablar sólo de objetos: en esas galerías también hay ciudades, pueblos, jardines, montañas, valles, soles, lunas, vientos, mares, estrellas, reflejos, temperaturas, sabores, perfumes, sonidos, pues toda suerte de sensaciones y de espectáculos nos depara la eternidad.
Si el viento ruge, para ti, como un tigre y la paloma angelical tiene, al mirar, ojos de hiena, si el hombre acicalado que cruza por la calle, está vestido de andrajos lascivos; si la rosa con títulos honoríficos, que te regalan, es un trapo desteñido y menos interesante que un gorrión; si la cara de tu mujer es un leño descascarado y furioso: tus ojos y no Dios, los creó así.
Cuando mueras, los demonios y los ángeles, que son parejamente ávidos, sabiendo que estás adormecido, un poco en este mundo y un poco en cualquier otro, llegarán disfrazados a tu lecho y, acariciando tu cabeza, te darán a elegir las cosas que preferiste a lo largo de tu vida. En una suerte de muestrario, al principio, te enseñarán las cosas elementales. Si te enseñan el sol, la luna o las estrellas, los verás en una esfera de cristal pintada, y creerás que esa esfera de cristal es el mundo; si te muestran el mar o las montañas, los verás en una piedra y creerás que esa piedra es el mar y las montañas; si te muestran un caballo, será una miniatura, pero creerás que ese caballo es un verdadero caballo. Los ángeles y los demonios distraerán tu ánimo con retratos de flores, de frutas abrillantadas y de bombones; haciéndote creer que eres todavía niño, te sentarán en una silla de manos, llamada también silla de reina o sillita de oro, y de ese modo te llevarán, con las manos entrelazadas, por aquellos corredores al centro de tu vida, donde moran tus preferencias. Ten cuidado. Si eliges más cosas del Infierno que del Cielo, irás tal vez al Cielo; de lo contrario, si eliges más cosas del Cielo que del Infierno, corres el riesgo de ir al Infierno, pues tu amor a las cosas celestiales denotará mera concupiscencia.
Las leyes del Cielo y del Infierno son versátiles. Que vayas a un lugar o a otro depende de un ínfimo detalle. Conozco personas que por una llave rota o una jaula de mimbre fueron al Infierno y otras que por un papel de diario o una taza de leche, al Cielo.
Anillo de humo de Silvina Ocampo
A José Bianco
Recuerdo el primer día que viste a Gabriel Bruno. El caminaba por la calle
vestido con su traje azul, de mecánico; simultáneamente, pasó un perro negro
que al cruzar la calle, fue atropellado por un automóvil. El perro, aullando
porque estaba herido, corrió junto al paredón de la vieja quinta, para
guarecerse. Gabriel lo ultimó a pedradas. Desdeñaste el dolor del perro para
admirar la belleza de Gabriel.
¡Degenerado! exclamaron las personas que te acompañaban.
Amaste su perfil y su pobreza.
Una tarde de Navidad, en la quinta de tu abuela, repartieron
en las caballerizas (donde ya no había caballos sino automóviles), ropa y
juguetes para los niños del barrio. Gabriel Bruno y una intempestiva lluvia
aparecieron. Alguien dijo:
Ese chico tiene quince años; no tiene edad para venir a
esta fiesta. Es un sinverguenza y, además, un ladrón. El padre por cinco
centavos mató al panadero. Y él mató un perro herido, a pedradas.
Gabriel tuvo que irse. Lo miraste hasta que desapareció bajo
la lluvia.
Gabriel, hijo del guardabarreras que mató no sé por cuántos
centavos al panadero, para ir de su casa al almacén pasaba todos los días, con
la esperanza tal vez de verte, por un callejón que separaba las dos quintas: la
quinta de tu tía y la quinta de tu abuela materna, donde vivías.
Sabías a qué hora Gabriel pasaba, galopando en su caballo
oscuro, para ir al almacén o al mercado, y lo esperabas con el vestido que más
te gustaba y con el pelo atado con la más bonita de las cintas. Te reclinabas
sobre el alambrado en posturas románticas y lo llamabas con tus ojos. Bajaba
del caballo, saltaba el zanjón para acercarse a Eulalia y a Magdalena, tus
amigas, que no lo miraban. ¿Qué prestigio podía tener para ellas su pobreza? El
traje de mecánico de Gabriel las obligaba a pensar en otros varones mejor
vestidos.
Hablabas a Eulalia y a Magdalena de Gabriel Bruno el día
entero, en vano. Ellas no conocían los misterios del amor.
Todos los días, a la hora de la siesta, corriste sola al
callejón. De lejos brillaba la cinta de tu pelo como un barco de vela en
miniatura o como una mariposa: la veías reflejada en la sombra. Eras la mera
prolongación de tu sentimiento: el cirio que sostiene la llama. A veces, en el
camino, se desataba el moño; entonces, colocando la cinta entre tus dientes, te
recogías el pelo y volvías a atarlo, arrodíllada en el suelo.
Como tenía que haber un pretexto para que pudieras hablar
con Gabriel inventaste el pretexto de los cigarrillos: llevabas plata en tu
bolsillo, se la dabas a Gabriel para que fuera al almacén a comprarlos. Después
fumaban, mirándose en los ojos. Gabriel sabía hacer anillos con el humo y te
los soplaba en la cara. Reías. Pero estas escenas, tan parecidas a las escenas
de amor, iban penetrando en tu corazón apasionado. Una vez unieron los
cigarrillos para encenderlos. Otra vez encendiste un cigarrillo y se lo diste.
Era en el mes de enero. Jubilosas las chicharras cantaban
con ruido de matraca. Cuando volviste a la casa, oíste que tu padre hablaba con
tu madre. Era de ti que hablaban.
Estaba en el callejón, con ese atorrante. Con el hijo del
guardabarreras. ¿Te das cuenta? Con el hijo del que mató al panadero por cinco
centavos. Hay que ponerla en penitencia.
Son cosas de chica, no hay que hacer caso.
Tiene once años yadijo tu madre.
No se atrevieron a decirte nada, pero no te dejaban salir
sola. Fingías dormir la siesta y en vez de correr al callejón, después de
almorzar, llorabas detrás de las persianas o del mosquitero.
Oíste, entre el casero y un ciclista, un diálogo insólito:
hablaban de Gabriel y de ti. Dijeron que Gabriel se vanagloriaba en el almacén
hablando de los cigarrillos que fumaban juntos. Decían que te había dicho palabras
obscenas o con doble sentido.
Te escapaste a la hora de la siesta, corriste al cerco, para
perder tu anillo. Gabriel pasó a la hora de siempre. Fuiste a su encuentro.
Vamos le dijiste- a las vías del tren.
¿Para qué?
Se cayó mi anillo al cruzar las vías ayer cuando fui al
río.
Verdad y mentira salían juntas de tus labios.
Fueron, él a caballo y tú caminando, sin hablarse. Cuando
llegaron a las vías del tren, él dejó su caballo atado a un poste y tú te
arrodillaste sobre las piedras.
¿Dónde perdió el anillo?te preguntó, arrodillándose a tu
lado.
Aquídijiste, apuntando el centro de los rieles.
Bajaron las señales. Va a pasar el tren. Salgamos de aquí
exclamó con desdén.
Quiero que nos suicidemos le dijiste.
Te tomó del brazo y te arrastró afuera de las vías, justo a
tiempo. Las sombras, la trepidación, el viento, el silbato del tren, con mil
ruedas pasaron sobre tu cuerpo.
Para Semana Santa, Gabriel te siguió hasta la iglesia. Lo
miraste dentro del aire con incienso de la iglesia, como un pez en el agua mira
un pez cuando hace el amor. Fue la última entrevista. Durante veranos
sucesivos, lo imaginaste deambulando por las calles, cruzando frente a las
quintas, con su traje de mecánico azul y ese prestigio que le daba la pobreza.
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