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Obras de Abelardo Castillo
El Candelabro de plata
Nunca he podido dominar mis
impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto primitivo, puro (o bestial),
incapaz de adaptarse al florido mundo, donde para tranquilidad de la hermosa
gente se cultivan con sensatez todas las formas del buen gusto, la hipocresía y
el cinismo. Pero, al menos, hoy he comprendido algo; lo he comprendido después
de lo que paso esta noche; soy un hombre bueno. No lo digo, no escribo esto,
para justificar nada. No. De ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo
mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto, y aunque fuera cierto: acabo de
hacer feliz a un miserable, quién podría juzgarme, quién sobre la tierra (quién
en el Cielo) se atrevería a juzgarme.
Mejor, vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido:
pero tratare de ser coherente.
Todo empezó esta misma tarde, es decir: la tarde de ayer,
puesto que ahora deben ser las tres o las cuatro de la mañana. Madrugada del 25
de diciembre de 1956. Navidad. Sobre la mesa, Todavía quedan restos de la
insólita fiesta. El candelabro de plata -más anacrónico que nunca en medio de
la suciedad y la pobreza que lo rodea- parece ocuparlo todo ahora. Nunca he
comprendido por qué este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas
cosas heredadas de mi padre, al Banco de Empeño, o al cambalache. En esto,
pienso, se parece a la conciencia. Creo que ya nunca voy a poder desprenderme
de él.
Digo que empezó a la tarde. Vagabundeaba yo por los zaguanes
más sórdidos del Dock, cuando, al escuchar unos gritos y risas que venían de un
cafetín de los muelles, reparé en la fecha. Paradójicamente, me vi en el viejo
parque de nuestra casa. Las luces, las esferas de colores: recordé todo eso,
recordé el portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules y
arpilleras nevadas, construía todos los años en mitad del jardín (me acuerdo
ahora del Dios-Niño, siempre espantosamente grande en relación a su divina
madre, como justificando al fin lo milagroso del alumbramiento), y sentí un asco
tan profundo por mi vida que -como quien se lava- decidí celebrar mi propia
Nochebuena.
La idea parecerá trivial, pero a mi me apasionó y, antes de
las diez, también había fiesta en este innoble agujero donde vivo. Con orgullo
pueril, de chico, me senté a contemplar el espectáculo. El candelabro labrado,
en el centro de la mesa, parecía irradiar su antigua nobleza hacia todos los
rincones. Al principio me sentí bien: era una sensación extraña, como de paz
-un gran sosiego-, pero poco a poco empecé a preocuparme. Qué significaba todo
esto, para qué lo había hecho: para quién; podría jurar que en ese preciso
instante supe que estaba solo. Y por primera vez en muchos años necesité,
imperiosamente, de alguien. Una mujer. No. Rechacé la idea con repulsión. Hubo
una sola capaz de ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y esa no
vendría ya. Nunca vendría.
Entonces recordé al viejo checoslovaco.
Lo había visto muchas veces en uno de esos torvos cafés del
puerto que suelo frecuentar cuando, embrutecido de ginebra, quiero divertirme
con la degradación de los demás, y con la mía. Pobre viejo: semioculto en un
recoveco, siempre igual, como si formase parte de la imagen infame de la
cantina, fumando su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca
habíamos hablado. Jamás lo hago con nadie -llego y me emborracho solo, a veces
también escribo alguna cosa absurda que después arrojo al primer tacho de
basuras que encuentro a mi paso-; pero yo sabía que él me miraba. Era como si
una ligazón muda, un vínculo invisible y misterioso, nos uniera de algún modo.
Al menos, teníamos una cosa en común, dos cosas: la soledad y el fracaso. El
viejo checoslovaco; ése era el hombre que yo necesitaba.
Cuando llegue frente a la roñosa vidriera del negocio, lo vi.
Ahí estaba, tal como lo había supuesto. Una atmósfera desacostumbrada rodeaba
al viejo -también allí se regocija uno de que nazca Dios, de que venga y vea
cómo es esto-: una mujer pintarrejeada se le acercó y, riendo, le dijo alguna
cosa; él no pareció darse cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las
parejas. Enormes marineros de ropas mugrientas, abrazaban a mujerzuelas que se
les echaban encima y reían. Alguna de ellas, dijo: ''¿Quién te creés vos que
soy?" y, adornando con un insulto bestial, le respondieron quien se creían
que era. No podía soportar aquello: por lo menos, no esta noche; pensé que si
me quedaba un solo segundo más iba a vomitar, o a golpear a alguien o a llorar
a gritos, no sé. Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo:
-Te venís conmigo -le dije.
Mi voz debe de haber sido insólita, el hombre alzó los ojos,
unos ojos celestes, clarísimos, y balbuceó:
-¿Qué dice usted, señor? ...
- Que ahora mismo te venís conmigo, a mi casa, a pasar una
Nochebuena decente.
- Pero, ¿cómo, yo... con usted? . . .
Casi a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin embargo, nos
prestó atención.
Faltaba
algo más de una hora para la medianoche. El viejo, cohibido al principio, de
pronto empezó a hablar. Tenía un acento raro, dulce. Se llamaba Franta, y creo
no haberme sorprendido al darme cuenta de que no era un hombre vulgar: hablaba
con soltura, casi con corrección. Acaso yo le había preguntado algo, o acaso,
rota la frialdad del primer momento (para esa hora ya estábamos bastante
borrachos), la confesión surgió por si misma. El hecho es que habló. Habló de
su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia
cuyos ojos -así lo dijo- eran transparentes y azules como el cielo del
mediodía. Habló de un muchachito, también rubio, también de ojos azules.
- Ahora será un hombre -había dicho-. Hace treinta años,
cuando vine a América, el apenas caminaba.
Dijo que ese era su último recuerdo. Bebió un trago de
champán y agregó:
- Y pensar, señor, que ahora tiene un hijo... Qué cosa. Y yo
me los imagino a los dos iguales, qué cosa. Yo pensé entonces en aquel nieto:
ojos de cielo al mediodía, cabellos de trigo joven. De qué otro modo podía ser.
Solo que el viejo Franta, difícilmente iba a comprobarlo nunca.
Dije:
- Pero, ¿Como te enteraste de ellos?
- El capitán de un barco mercante, señor, me reconoció hace
un mes. Yo pensaba, me acuerdo, como era posible reconocer en ese pordiosero
que tenía delante, en ese viejo entregado, roto, la imagen que dejó en otro
treinta años atrás. Y ahora pienso que siempre queda algo donde hubo un hombre,
y quién sabe: a lo mejor, a mi también me va a quedar algo cuando, como el
viejo, tenga la mirada turbia y le diga "señor" al primer
sinvergüenza bien vestido que me hable. Pregunte:
-¿Y no intentaste volver? ¿No trataste...?
Él me miró, perplejo; después, a medida que hablaba, su cara
fue endureciéndose.
-Volver. ¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor; pero es....
es muy feo. Volver como un mendigo -el tono de su voz empezó a ser rencoroso-,
un mendigo borracho, ¿sabe?, que en la puerta de la iglesia pide por un Dios en
el que ya no cree... No, señor. Volver así, no. Ella, Mayenko, se murió hace
mucho, y mejor si allá piensan que yo también me morí hace mucho... -hizo una
pausa, ahora hablaba como quien escupe-. Yo me jugué la plata que había juntado
para hacerla venir, ¿sabe?, y entonces ella se murió. Esperando. ¿No ve que
todo es una porquería, señor?
La palabra es una caricatura miserable. Quién puede explicar
con palabras, aunque este contando su propia vida, todo lo que induce a un
hombre a entregarse, a venderse todos los días un poco, hasta llegar a ser como
vos, viejo. Cuántas pequeñas canalladas, cuántas porquerías imperceptibles, forman
esa otra gran porquería de la que él habló: el alma. Pobre alma de miserables
tipos que ya han dejado de ser hombres y son bestias, bestias caídas,
arrodilladas de humillación. Dijiste:
- Qué vergüenza, señor.
Eso dijo: qué vergüenza. Y después agregó no poder matarse.
Para el
viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado
y algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios, y
acaso el candelabro, le habían hecho suponer semejante desatino), yo era un
loco con plata, digo, que buscaba literatura en los bajos fondos de Buenos
Aires.
Y entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea
que, más tarde, se transformaría en un colosal engaño. Pero antes quiero decir
algo: miento prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se
desarrolla, a veces, como una corcova de la imaginación, un poco
monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo, exclusivo,
inverificable que -como el creado por Dios- suele acabar aniquilándose a si
mismo. El suicidio o la locura son dos formas del Apocalipsis individual: la
venganza de la soledad.
Pero este es otro asunto. Lo que quería explicar es que amo
la mentira, la adoro, me alimento de ella y ella es, si tengo alguna, mi mayor
virtud. Miento, de proponérmelo, con maestría ejemplar, casi genialmente. Y
esta noche puse toda mi alma en el engaño.
El me creía rico y caprichoso, pues bien: lo fui. A medida
que yo hablaba bebíamos sin interrupción, y a medida que bebíamos, mi palabra
se hacía más exacta, más convincente, más brillante. Lo engañe, pobre viejo, lo
engañe y lo emborraché como si fuera un chico. De todos modos, no puedo
arrepentirme de esto.
Conté una historia inaudita, febril, en la que yo era (como
él quiso) uno que no entraría aunque un escuadrón de camellos se paseara por el
ojo de la aguja. Mi fortuna venía de generaciones. Jamás, ni con el más prolijo
y concienzudo derroche, podría desembarazarme de ella; esta forma de vivir que
yo llevaba -él lo había adivinado- no era más que una extravagancia, una manera
de quitarme el aburrimiento. El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo,
mientras improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida
por el alcohol, la idea aquella se gestaba cada vez más precisa, fascinante, yo
haría feliz a ese pobre diablo. Aunque todavía no sabía cómo.
De pronto dijo:
-Pero, ¿por qué señor, por qué...?
No acabó de hablar: no se atrevió. Entendí que en ese
instante me aborrecía con toda
su alma. Ah, si él, el mugriento vagabundo, hubiese tenido una parte, apenas
una parte de mi supuesta fortuna. Sí, yo sabía que él pensaba esto; yo sabía
que ahora
solo pensaba en una aldea lejana, en un chico de mirada
transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de pie. Fui a
buscar las dos últimas botellas que nos quedaban.
Le estaba dando la espalda ahora, pero podía verlo:
inconscientemente su mano se había cerrado sobre el mango de un cuchillo que
había sobre la mesa, pobre viejo. Ni siquiera pensaba que, de una sola
bofetada, yo podía arrojarlo a la calle despatarrado por la escalera. Empezaba,
el también, a ser una persona.
De golpe, volví a la mesa: sus dedos se apartaron.
Dije:
-¿Sabés por qué? ¿Querés saber por qué?...
Bebimos. Hubo un silencio durante el cual miré rectamente sus
ojos; después, bajando la cabeza como aplastado por el peso de lo que iba a
decir, agregué con brutalidad:
-¿Sabés lo que es el cáncer, vos?
El viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la mesa y, con mi
cara al nivel de la suya, dije:
- Por eso. Porque yo también soy un pobre infeliz que no se
anima a partirse la cabeza contra una pared.
El viejo, que me había estado mirando todo el tiempo, de
pronto comprendió lo que yo quería decir y sus ojos se hicieron enormes.
Concluí secamente:
- Por eso.
- Quiere decir...
- Quiero decir que estás hablando con uno que ya se murió.
¿Entendés? Y entonces, ni toda mi plata ni toda la plata de veinte como yo, van
a poder resucitarme -me erguí, hablaba con voz serena y contenida-. Por eso
vivo lo poco que me queda como mejor me cuadra. Yo no pertenezco al mundo,
viejo. El mundo es de ustedes, los que pueden proyectar cosas, lo que tienen
derecho a la esperanza, o a la mentira. Yo soy menos que un cadáver.
Mis últimas palabras eran tal vez demasiado teatrales, pero
Franta no podía advertirlo.
- Calle usted, señor... -murmuró aterrado.
Entonces, súbitamente, di el toque final a la idea que me
torturaba:
- Un cadáver -dije con voz ronca- que ahora, por una
casualidad en la que se adivina la mano de Dios, acaba de encontrar un motivo
para justificarse.
De pronto, la noche del puerto se hizo fiesta. En todos los
muelles las sirenas empezaron a entonar su histérico salmodio y el cielo reventó
de petardos. Brindamos con los ojos húmedos. Fuegos multicolores se abrían en
las sombras, desparramando sobre el mundo extravagantes flores de artificio.
Fue como si una enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas palabras
absurdas y solemnes.
- Por Dios, Franta -dije, y creo que gritaba-; por ese Dios
en el que vos no creés y que acaba de nacer para todos los hombres, yo te juro
que toda mi fortuna servirá para que vuelvas a tu tierra. Es mi reconciliación
con el mundo. Vas a volver viejo, y vas a volver como un hombre.
La Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas se
mezclaban con los perfumes nocturnos y entraban en tumulto por la ventana
abierta. A nadie le importaba, es cierto, el muchachito que pataleaba en el
pesebre, pero todos querían gozar del minuto de felicidad que les ofrecía, él
también, con su maravillosa patraña. En la tierra bajo la estrella, los hombres
de buena voluntad se emborrachaban como cerdos y daban alaridos.
Franta me miró un instante. Sus ojos brillaban desde lo más
profundo, con un brillo que ya no olvidaré nunca: me creía. Me creía
ciegamente. En un arrebato de gratitud incontenible me besó las manos y
balbuceo llorando:
- No te olvidaré mientras viva.
Me había tuteado. Había dejado de ser la bestia sometida y
mustia. Era un hombre: yo había cumplido mi obra.
Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa . Estaba borracho de alcohol y de
sueños. En esa misma posición, se quedó dormido. Soñaba que volvía a la pequeña
aldea de colinas grises y acariciaba unos caballos rubios y miraba unos ojos
tan claros como el cielo del mediodía.
Con todo cuidado retiré mis manos de entre las suyas, y me
levanté, tambaleante. Tu cabeza era suave y blanca, viejo; yo la había
acariciado.
Después levanté el pesado candelabro de plata. Amorosamente,
con una ternura infinita, poniendo toda mi alma en aquel gesto y sin meditar
más la idea que desde hacía un segundo me obsesionaba, dije: Feliz Nochebuena,
Franta. Y le aplasté el cráneo.
Muchacha de otra parte
Cuando
me contestó que no era de acá, yo pensé, sin demasiada imaginación, que estaba
hablando de Buenos Aires. Es el destino, le dije, yo tampoco soy de acá, y
agregué que era un buen modo de empezar una historia de amor. Ella me miró con
una expresión que sólo puedo describir como de desagrado, como suelen mirar las
mujeres muy jóvenes cuando el tipo que está con ellas y al que acaban de
conocer dice alguna estupidez. La edad, más tarde, les enseña a disimular estos
pequeños gestos helados, estas barreras de desdén, de ahí que asienten,
consienten y a la larga hasta nos estiman, cuando lo que de veras sucede es que
han crecido y ya no esperan demasiado del varón. Lo que estoy contando sucedió
hace quince años, en otoño. Sé que era otoño porque la encontré en Parque
Lezica y una de las primeras cosas que dijo fue que el camino del puente
siempre está cubierto de hojas, como este sendero de la plaza. Le pregunté que
puente, y ella me lo describió. Al bajar del tren, tomando a la derecha, hay un
camino con una doble hilera de plátanos, en seguida está el puente de madera.
Después habló de los medanos. Yo no le presté mucha atención. Estaba
considerando seriamente si esa chica me gustaba o no, lo que sólo podía
significar que no me gustaba, cosa que (hoy lo sé) era realmente la peor manera
de empezar una historia de amor. No hay más que ir descubriendo virtudes,
transparencias, hermosuras parciales en una mujer, para que esa mujer se
transforme en una fatalidad. Ya he cumplido cincuenta años; ella, hoy, no tendría
más de treinta. Con esto quiero decir que la noche del parque andaría por los
dieciséis, aunque no sé por que escribo que hoy no "tendría". Tal vez
porque sólo la concibo como era entonces, una adolescente un poco demasiado
intensa para mi gusto, más bien sombría, alta, de pelo muy negro y piernas
delgadas. No había nada en su rostro, salvo quizá la nariz, que llamara mucho
la atención. Tenía eso que suele describirse como una nariz imperiosa. Sus
ojos, vistos de frente, no eran grandes ni de uno de esos colores hipnóticos e
inhallables como el malva, por ejemplo, ni siquiera verdes. Vivió a mi
alrededor durante dos años y no tengo ningún recuerdo sobre el color de sus
ojos. Tal vez fueran pardos, aunque podían virar a un tono más oscuro que los
volvía casi negros. O acaso esta impresión la daban sus pestañas, y por eso he
dicho que sus ojos, vistos de frente, no tenían nada de particular. Vistos de
perfil, en cambio, eran asombrosos. Y esta fue la primera belleza parcial que
descubrí en ella. La segunda, fue el pie. No hay en todo el arte gótico un
modelo adecuado para un pie desnudo como el que se me reveló esa misma noche en
uno de los hoteles de las cercanías del parque. Imagino que alguien estará
pensando que, si ella tenía dieciséis años, su aspecto no debía ser muy
infantil, o no la hubieran dejado entrar en un hotel conmigo. Lo cierto es que
nunca supe su edad real, parecía de dieciséis. Y nunca dejó de parecerlo. Claro
que a esa edad crecer uno o dos años es lo mismo que crecer un día, así que no tenía
por que cambiar demasiado, aunque ya hace mucho tiempo que empecé a preguntarme
si su primera confesión de esa noche (no soy de acá) no significaba algo
distinto de lo que yo imaginé. Hay otros mundos, es cierto. Son tan reales como
este; y no diré ninguna novedad si aseguro que están en este.
En cuanto al hotel, requiere alguna explicación. En esa época
las mujeres usaban aquellos bolsos enormes, tipo mochila. Nunca supe qué metían
ahí adentro; pero era como si se desplazaran por Buenos Aires con la casa
encima, como los caracoles. Lo increíble solía ser su peso. Y bastaría
reflexionar un segundo sobre el peso de aquellos bolsos de Pandora y sobre la
cantidad de cuadras que eran capaces de caminar llevándolos a cuestas, para
dudar seriamente de la fragilidad física de las mujeres, al menos de las de mi
tiempo. Si no fuera por la cara que tenés, te propondría ir a dormir a un
hotel, le había dicho yo. No creo haber pronunciado en mi vida una frase tan
directa ni con menos intención de ser tomada en serio. Ella me miró, frunciendo
las cejas, como si considerase el aspecto práctico del problema. Estábamos
sentados en un banco de la plaza; ahí mismo abrió su bolso, sacó unos anteojos
negros, sacó una impresionante capelina de paja, la restituyó a su forma original
con dos o tres toques parecidos a pases mágicos, sacó unas sandalias doradas de
taco más que mediano, que cambió rápidamente por sus zapatillas de tenis y sus
medias de jugador de fútbol, se puso la capelina y me dijo: "Vamos."
El poder mimético de las mujeres no es un descubrimiento mío. Con poseer dos o
tres atributos básicos, cualquier chica que ordeña vacas puede transformarse en
condesa, si la visten adecuadamente; y la historia del mundo prueba que esto
ocurre a cada momento. Unos segundos antes yo tenía sentada a mi lado a una
adolescente de pantalones bombachudos, chiripá y zapatillas de delincuente
juvenil; ahora tenía, de pie frente a mí, a una altísima joven de babuchas más
o menos orientales, capelina, chal sobre los hombros y anteojos negros. Una
actriz de cine dispuesta a no revelar su identidad o una princesa de la casa de
Mónaco viajando de incógnito por la Argentina. En la media luz violeta de la
concerjería del hotel, era realmente un espectáculo sobrecogedor. Acaso aún
parecía algo joven; pero nadie en el mundo se hubiera atrevido a importunarla
preguntándole la edad. De más está decir que a estas alturas el bolso faraónico
lo cargaba yo. Ella llevaba en la mano una carterita, que luego resultó ser de
útiles relativamente escolares y que podía pasar por ese otro tipo de objetos
misteriosos, por lo liliputiense, que las mujeres llevan a las fiestas y que
acaso contiene un pañuelito de diez centímetros cuadrados, un geniol, una
estampilla. Subimos y caí extenuado sobre la cama, a causa de la mochila. Y
ahora tal vez debo decir que he visto desnudarse a algunas mujeres. No tantas
como me gustaría hacerle creer a la gente; pero he visto a algunas. Nunca vi a
ninguna que se desnudara, por primera vez, como ella. Ni artificio ni cálculo ni
erotismo: se desvistió como una chica que se va a pegar un baño, cosa que por
otra parte hizo. Cuando por fin se acercó a la cama, envuelta en un toallón, yo
dije la segunda de las muchas estupideces que iba a decirle en mi vida. Le
pregunté cuántas veces había practicado el número transformista de las
sandalias, los anteojos y la capelina. No recuerdo si habló; recuerdo que abrió
los ojos y se llevó las manos al pecho, como si se ahogara. Las pupilas le
brillaban en la oscuridad como las de un animal aterrorizado. En más de una
ocasión sospeché que estaba algo loca o que no era del todo real; esa noche fue
la primera. Calmarla me llevo mucho tiempo; acostarme con ella, también. Más
tarde le pregunte por que había aceptado venir. "Por el modo en que me lo
pediste", dijo sonriendo. Lo que pasó esa noche, lo que pasó hasta la
madrugada de ese día y de otros días, prefiero no recordarlo con palabras. Lo
que una mujer hace con un hombre, cualquier mujer lo ha hecho y lo hará con
cualquier hombre. Sólo los imbéciles creen que esa fatalidad es la pobreza del
amor, no saben que ahí reside su eternidad, su linaje, su misterio. Tal vez no
todas las mujeres murmuran casi con odio no soy de acá, no soy de acá, cuando
el sexo las pierde en esa región que sólo ellas conocen; pero, digan o callen
lo que quieran, cualquier hombre ha sentido que cuando por fin todo termina
parecen volver de otro lugar. Ella, a veces, me lo describía. Hay allá la
cúpula de una pequeña iglesia, que se ve entre los árboles si uno se detiene en
el lugar adecuado del puente. Hay a veces un arroyo de aguas traslúcidas entre
cuyas piedras nadan pececitos negros, que acaso son pequeños renacuajos, aunque
a ella esa idea le resultara desoladora. Otras veces no había arroyo, y sí
largas veredas arboladas de moras. Sólo una vez hubo un faro. Esas inesperadas
variantes, que al principio me parecían caprichos, distracciones o mentiras,
dibujaron con el tiempo un mapa preciso que ahora yo puedo reconstruir árbol
por árbol, casa por casa, médano por médano. Porque los médanos estaban
siempre, en sus palabras y en sus sueños. Como estaba siempre el camino dc los
plátanos dobles, cubierto de hojas y, al terminar ese camino, el puente de
madera desde donde se ve el campanario de la pequeña iglesia. De la primera noche
no recuerdo estas cosas, sino de otras noches, en las que volvíamos de un cine
de barrio, caminábamos por el puerto y nos despertábamos en mi departamento o
en cualquier hotel donde la capelina había sido reemplazada por un vestido rojo
de escote escalofriante y los ojos maquillados como un oso panda.
Sé que lo que voy a escribir ahora suena pueril, novelesco,
demasiado fácil de ser escrito; pero nunca supe su verdadero nombre. Tampoco
supe dónde vivía ni con quién. Con un abuelo muy viejo, me dijo a desgano una
tarde en que insistí casi con enojo. El abuelo, por lo menos esa tarde, estaba
casi ciego y apenas tenía contacto con la realidad, lo que significaba que ella
podía volver a cualquier hora y hasta faltar de la casa uno o dos días, con tal
de no dejarlo morir de hambre. Una madrugada le propuse acompañarla. Me
preguntó si estaba loco. Qué iba a pensar la tía Amelia si la veían llegar con
un hombre que era casi una persona mayor después de haber faltado un día entero
de su casa. Esa noche me había hablado del faro; me desperté de golpe y la vi
sentada en la cama, mirándome desde muy cerca, con los ojos muy abiertos.
"Volví a soñar con el faro", me dijo. Yo dije que no era cierto y la
oí gritar por primera vez. "Qué sabés de mí", gritó. "No sabes nada
de mí. Volví a soñar con el faro y era el faro al que iba a jugar cuando era
chica; ahora ya no está, pero era el mismo faro." Le conteste que no era
posible que hubiese vuelto a soñar con un faro, ya que nunca me había hablado
antes de ningún faro. Me miró con rencor, después me miró con miedo. Comenzó a
vestirse y parecía desconcertada. "No puedo haber soñado con el
faro", dijo de pronto. "Lo inventé todo." Ésa fue la madrugada
en que le propuse acompañarla y ella me habló de la tía Amelia. Le hice notar
que hasta hoy había vivido con el abuelo. Me miró sin ninguna expresión, o
quizá con la misma mirada desdeñosa del primer día. "No voy a volver a
verte nunca más", me dijo. Y, por un tiempo, no volvió. Si no hubiera
vuelto nunca, tal vez yo ahora no estaría buscando el pueblo que está más allá
de la arboleda y el puente; pero un día, al llegar a mi departamento, la
encontré sentada en mi cama. Miraba fascinada una revista de historietas y
estaba comiendo una torta de azúcar negra. Tenía el pelo más largo. Levantó una
mano y, sin apartar los ojos de la revista, me saludó moviendo apenas los
dedos. No tuve tiempo de asombrarme porque sucedieron dos cosas. Verla ahí, tan
irrefutable y casual, me hizo tomar conciencia de que si ella no hubiera vuelto
yo no habría tenido manera de encontrarla. La otra, fue algo que dijo. Yo le
había preguntado dónde estuviste todo este tiempo, y ella, con distraída
alegría, contestó de inmediato: "En casa." No fueron las palabras,
sino el tono con que las pronunció. Supe que no hablaba de la casa del abuelo
ciego o la tía Amelia, admitiendo que existieran. Ni siquiera pensaba la
palabra casa en el mismo sentido que yo, en el sentido convencional de objeto
para habitar. Había dicho casa como una sirena diría que ha vuelto unos meses
al mar. Iba a preguntarle cómo había entrado pero me callé. Desde ese día
aprendí a callarme. Para empezar, me resultaba un poco alarmante admitir que su
casa, su casa real, en algún barrio de Buenos Aires, me importara mucho menos
que el lugar con el que soñaba y del que me hablaba a veces, como si hablara en
sueños, sin poner ninguna atención en que ciertos detalles descriptivos
coincidieran o no. En segundo lugar, noté algunas cosas que podría haber notado
mucho antes, lo que de paso agravó mi temor retrospectivo, el miedo inesperado
de lo que podría faltarme si ella no hubiera vuelto. Me di cuenta, por ejemplo,
de que la quería, y me parecía inconcebible haberlo descubierto gradualmente.
También me di cuenta de que no había que hostigarla con preguntas, ni
atemorizarla. La violencia le daba miedo, y la ironía y la vulgaridad la
llenaban de tristeza. Hoy sé que cuando un hombre comienza a tener en cuenta
estas cosas mejora mucho su visión general de la vida o se vuelve idiota. Yo
sigo pensando que la vida es horrible; tal vez por eso estoy buscando el
pueblo. Una o dos semanas después de ese regreso me preguntó, por primera vez,
qué me pasaba. No era de hacer este tipo de preguntas, lo que bien mirado podía
ser un rasgo de egoísmo infantil, en el que la palabra infantil explica, mejor
que ninguna otra cosa, lo que digo más arriba sobre la visión generosa del
mundo y la idiotez. Tuve una intuición súbita y le dije que no, que no me
pasaba nada, que sólo estaba pensando en si habría vuelto a ver el faro cuando
estuvo allá. Después la tomé del hombro y le señalé el baldío de una
demolición. Mirá aquella pared, le dije, con los dibujos que quedan en la
medianera uno puede reconstruir cómo era la casa. "Sí", dijo,
"es cierto, pero no se puede saber si eso es lindo o triste. No, el faro
no está más y yo creo que nunca lo vi, debe ser una de esas historias que me
cuenta el abuelo". Le pregunté por qué habrían plantado una hilera doble
de moreras a los costados del camino. Se rió y me preguntó de qué estaba hablando.
"No son moras", dijo, "son plátanos altísimos y viejísimos, la
calle de las moras es la de la vieja Eglantina, la que nos regalaba semillas de
mirasol". Yo insinué que los médanos, al correrse con el viento, debían
taparlo todo. Seguía riéndose. Los médanos están hacia el otro lado, como quien
sale del pueblo. Y no tapan las casas pero es cierto que se mueven, a la noche,
y cuando uno despierta todo está cambiado y es como si el pueblo entero se
hubiera ido a otro lugar. Se calló. Me estaba mirando con desconfianza, no lo
sentí en sus ojos, que no veía, sino en la rigidez de su piel bajo mi mano. Era
como si cualquier lugar de su cuerpo estuviera tramado con la misma materia
sensible e intensa. Le dije que tenía sueño, que tal vez debiera ponerse la capelina.
Me dijo que no había traído la capelina ni los anteojos negros ni las pinturas
y que odiaba los hoteles. Iba a contestarle que la última vez no parecía
odiarlos tanto, pero reconocí con cautela que, si lo pensaba un poco, yo
también les tenía rencor. Caminamos hacia mi departamento. Yo subo, le dije en
la puerta. Me siguió. Cuando llegamos al dormitorio tuve otra intuición. Y
ahora te ponés la capelina y me mostrás el pie. Volvió a reírse. Y, por lo
menos esa noche, sentí que a veces poseo cierta habilidad natural para hacer
bien algunas cosas.
Todos tenemos tendencia a creer que la felicidad está en el
pasado. Yo también he sentido que algunos minutos de ese tiempo fueron la
felicidad, pero no podría vivir si pensara que todo lo que se me ha concedido
ya sucedió. Un día de estos voy a envejecer de golpe, lo sé; pero también sé
que si cruzo aquel puente ella podrá reconocer mi cara. Ya conozco el lugar
como si yo mismo hubiera nacido en él, no con exactitud porque la memoria
altera, sustituye y afantasma los objetos, pero con la suficiente certeza como
para saber cuáles son sus formas esenciales. Una vez leí que todos los pueblos
se parecen. El que escribió eso debe odiar a la gente. No hay un solo pueblo,
tenga médanos o no, que sea idéntico a otro, porque es uno el que inventa sus
lugares, levanta sus casas, traza sus calles y decide el curso de sus arroyos
entre las piedras. Todos los que no somos de acá, sabemos esto. Me costó más de
cuarenta años aprender esta verdad, que una alta chica loca de pie árabe
conocía a los dieciséis. Cuando ella por fin desapareció, yo todavía ignoraba
estas cosas, pero ya conocía los detalles, la topografía, el color del pueblo.
A las siete de la tarde, en otoño, uno entrecierra los ojos en los médanos, y
es como una ceniza apenas dorada. Cuando existe el arroyo, la zona del puente,
a la noche, parece un cielo invertido, de un azul muy oscuro, móvil, porque las
luciérnagas se reflejan en el agua y es como si las constelaciones salieran de
la tierra . Hay dos molinos. El viejo Matías tiene un caballo matusalénico, de
más de treinta años. "Tiene casi tu edad, Abelardo", me dijo alarmada
una de las últimas noches que nos vimos. Yo le contesté que los caballos, por
lo menos en algún sentido, no son siempre como las personas. Ya he dicho que el
tono irónico la molestaba o la desconcertaba. "Por qué decís en algún
sentido", me preguntó. Yo estaba cansado y algo distraído esa noche, hice
una broma acerca del comportamiento sexual que ciertas jóvenes de su edad consideraban
natural en el varón. Tardé una hora en explicarle que era una broma, y otra
hora en convencerla de que debía acostarse conmigo. El cansancio produce
efectos paradójicos, el pudor herido de las mujeres también. Aquello fue como
ser sacrificado y asesinar al mismo tiempo a una deidad loca, como cambiar el
alma por un cuerpo y vaciarse en el otro y llenarse de él y despertar diez
veces en un cielo y en un infierno ajenos. Lo que aún no conocía del lugar, lo
conocí esa noche. No sólo porque ella habló horas en el entresueño, sino porque
lo vi. Lo vi dentro de ella mientras yo era ella. Cuando se despertó, a las
cuatro de la mañana, simulé estar dormido. Cuando salió de casa, me vestí a
medias, me eché un sobretodo encima y la seguí. El cansancio me daba la lucidez
y la decisión de un criminal. No era sólo el afán de saber adónde iba cuando me
dejaba; era la voluntad de recuperarla cuando no volviera. Porque esa noche
supe también que, por alguna razón, aquello no podía durar mucho tiempo más, y
que ella, sin saberlo, decidiría el momento de la separaeión. Vi su casa, su
casa real, en un sórdido y real barrio casi en el límite de Buenos Aires. Era
una casa baja, en una cuadra de tierra de esas que aún quedaban, o todavia
existen, por la zona de Pompeya. Tenía una verja de alambre tejido y, al
frente, un jardín con malvones y un arbolito raquítico. Ella cortaba algo del
arbolito y lo iba poniendo en la palma de su otra mano. Después se llevó la
palma de la mano a la boca y entró en la casa sin encender la luz. Esperé más
de una hora y no volvió a salir. Ahí vivía y no sabía que la había seguido.
Cuando llegué a mi departamento iba repitiendo el nombre de la calle y la
numeración de la cuadra. No era ese el modo de volver a hallarla, pero uno se
aferra hasta el último momento al consuelo de lo real. Volví a verla, por
supuesto; algunas veces. Nada cambió. Ni los cines de barrio ni los encuentros
en el parque ni siquiera el rito de la capelina en los hoteles. Un día me dijo
que el abuelo estaba muriéndose, y supe, por fin, lo que ni ella sabía: que ya
no iba a verla más. Dejé pasar un tiempo y fui hasta Pompeya. Pensé algo en lo
que no había pensado hasta ese momento. Me van a decir que no la conocen, que
nunca la vieron. La conocían, sin embargo. La chica del pelo negro, que
visitaba al abuelo de la casa amarilla. Ya no andaba por allí, a decir verdad
no vivía en la casa, venía y se iba, y cuando murió el señor no volvió más.
Pregunté por la tía Amelia. Nunca hubo una tía Amelia, eran ellos dos. En
realidad, él solo; la chica venía a veces.
Y es todo. Esto fue hace quince años; desde hace diez estoy
buscando el pueblo. Sé que existe, porque ella soñaba con él y sabía cómo se
llega. Tengo también otras razones, que ustedes no compartirán. En una cortada
de tierra, en Pompeya, vi unos plátanos. El árbol del jardín de la casita era
una mora.
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