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Obras de Dante Castro Arrasco
Muchos hubieran querido que esta narrativa no floreciera. Muchos desearon que no se publicara. Pero surgió como una corriente indetenible, como los grandes ríos de los andes, dentro de la nueva generación de escritores peruanos. La guerra interna laceraba las entrañas del país; por eso los escritores no podían permanecer indiferentes. En la generación de los 80' Dante Castro (Callao, 1959) destaca con "El tiempo del dolor", cuento que ganó el Premio COPE 87. Esta narración ha sido recogida por diversas antologías del cuento peruano y traducida a varios idiomas en revistas especializadas.
ÑAKAY PACHA
(El tiempo del dolor)
"El cielo se iba mudo hacia la sierra
los árboles contaban los cadáveres
los árboles se fatigaron de contar."
(Antonio Hernández Pérez)
Hoy por fin lo conocí cuando le dimos su barrida al caserío
de Santiago en la madrugada. A la luz de las antorchas lo vi a Marcial y
era tal como me contaba el Ciriaco Reynoso: alto, no muy blanco, de pelo largo
como el arcángel que pisa la cabeza del dragón en los cuadros de las
iglesias. Algo más vería de él, cosas que trato de olvidar pero que tenía
razón en hacerlas,
cosas por las que no tengo el derecho de juzgarlo y ya las quiero borrar de mis
recuerdos. Al fin y al cabo, todos matamos esa noche y desde entonces
supimos que ya nada sería igual que antes, porque el tiempo del dolor había
empezado.
Por boca de un compañero que vivía en Santiago, nos
enteramos de la clave de los cabezas negras: tres toques de silbato se
responden con dos y ya se puede pasar por el abra de la cordillera sin ser
atacados por los ronderos de Defensa Civil. Otro pelotón de compañeros se
vistió de árboles, con ramas por todos lados, para poder deslizarse en la oscuridad
y un tercer
pelotón se disfrazó con pieles de llama para confundirse entre los rebaños de
los santiaguinos. "A estos jarjachas les damos con todo ahora",
dijo Marcial, y era que Santiago se había pasado al lado del enemigo robando
los animales del resto de comunidades y quemando las cosechas de los caseríos
que no constituyen Defensa Civil. Por eso íbamos bien emponchados,
ocultando las armas para agarrarlos por sorpresa. Dimos tres pitadas
fuertes y nos respondieron con dos. Esperamos un rato no muy largo y
dimos dos pitadas que nos devolvieron con tres. Entonces un rondero
apareció en el camino con su lanza y agitando el sombrero en alto.
"Atracó el muy cojudo", dijo el Ciriaco Reynoso, abriendo ladino los
brazos para recibirlo. Mas apenas lo tuvo cerca, le metió el cuchillo
hasta el otro lado de las entrañas y feo sonó el suspiro del sorprendido.
Inmediatamente Eriberto Quispe se puso el poncho del difunto y
caminamos con el resto de compañeros hacia Santiago. Los
nuestros gritaban como fieras lanzándose al ataque y los santiaguinos
sorprendidos en pleno sueño tardaron un rato todavía en responder a las sombras
que los amenazaban. Salieron a chocar fierros con nuestra gente como los
ciegos cuando se pierden, pero a pesar de la desventaja sus hombres se ubicaron
en los riscos de las laderas y desde allí lanzaban piedras con huaracas hacia
los atacantes de Airabamba. Marcial, con el grupo de armados, se había
rezagado observando de lejos el choque entre las dos comunidades. Cada
vez caían más piedras desde las sombras altas de los cerros y los airabambinos
comenzamos a retroceder. Tratábamos de abrirnos paso a lanzazos y
cuchilladas entre los recios de Santiago, pero las piedras seguían cayendo como
el granizo rompiéndoles la cabeza a nuestros mejores hombres y los contrarios
resistían a pie firme, devolviendo los golpes y cubriéndose bien de las
estocadas.
-Disparen carajo!...-gritó Ciriaco Reynoso al grupo
de Marcial, que se había quedado rezagado mirando la bronca. Pero ellos, a
regular distancia, seguían observando cómo los nuestros perdían terreno y
algunos ya comenzaban a correr con la frente chorreando sangre.
-Disparen cojudos! -volvió a gritar el Ciriaco,
esta vez con la sangre tibiecita corriéndose por el cuello hasta la espalda.
Los airabambinos se replegaban perseguidos a punta de lanza por
los yanahumas de Santiago, cuando en la oscuridad refulgieron los disparos del
grupo de Marcial. No disparaban hacia los santiaguinos que defendían su
plaza, sino que las
metralletas apuntaban hacia los cerros donde estaban apostados los que nos
corrían a pedradas. Y era que no todos tenemos la misma sesera,
pues. El camarada había estado contando cuántas hondas y huaracas tenían
los cabezas negras y cuando las tuvo a todas ubicadas, mandó al tercer pelotón
que abriera fuego en distintas direcciones que él daba. Como la cancha
tostada sonaban las metralletas botando fuego por el cañón y los hondazos
empezaban a disminuir poco a poco, hasta que ya no nos caía ninguna piedra
desde lo alto.
-Jajaillas! -gritó jubiloso Eriberto Quispe,
levantando su machete y todos lo seguimos aprovechando que la lluvia de piedras
había amainado hasta desaparecer, lanzándonos sobre los malditos de Santiago
para exterminarlos.
Para toda mi vida me acordaré cómo el Alejo Velasco me rogaba para
que no le quitara su malvada existencia. "Perdóname, Demetrio, y les
devolveremos todo con tal que nos dejen vivir". Pero ya estaba amargo,
cansado por haberlo correteado al Alejo hasta la acequia pegada al cerro y allí
nomás le arrié con la guadaña en el pescuezo. Me acordé entonces de todos
sus abusos, de mis últimas cabezas de carnero y hasta de las gallinas que le
quitara a mi mujer el muy desgraciado.
Cuando nos juntábamos ya para cantar, vi lo que me arrepiento de
haber visto, eso que cargo como recuerdo ingrato del escarmiento que les dimos
a esos jarjachas, hijos del pedo. El mismo Marcial con ojos de fuego,
ángel convertido en demonio, mataba uno por uno a los rendidos de Santiago, así
no fueran cabezas negras. Su gente miraba con respeto lo que hacía el
camarada y cuando se le acabaron las balas, alguien le extendió otra metraca
ara que continuara barriendo a los que faltaban.
Pena me daba un borrachito que había conocido antes.
Marcial lo iba a matar y él lloraba por su vida miserable.
-Ama wañuchiwaychischu, taitallico... (no me mates, papacito)
-decía suplicando, pero le metió un balazo en el estómago y el borrachito cayó
con las manos juntas sobre su panza, abriendo la boca de dolor.
-Imaynatan munanki ch'ayllanatataq munasunki (tal como trates
igual te tratarán) -le respondió Marcial al moribundo antes de darle el tiro de
gracia.
-Atatau bendito... -dije en voz alta sin fijarme y me salió al
paso Adelaida amenazando con su arma.
-¿Qué pasa, compañero?... Vaya con su pelotón, compañerito.
Caminé entonces hacia donde se encontraban los airabambinos
curándose las heridas y cargando los cadáveres de los vecinos que habían muerto
en el encuentro. Sólo perdimos seis compañeros en el enfrentamiento, dos
con tiro de escopeta y cuatro con huaraca o con lanza. Todos los techos
de paja ardieron como si fueran bosta de vaca. Cuando nos retirábamos
arreando el ganado de los derrotados, veíamos de lejos arder lo que había sido
Santiago; sus mujeres lloraban harto a los muertos llamándolos por sus nombres
y las guaguas también lloraban en medio de la confusión. Hasta ahora
sueño las caras de los difuntos devolviéndonos todo lo que nos robaban para
entregárselo a los uniformados.
*****
De tanto que le insistí a
Eriberto Quispe para que me contara por qué tenía tanto rencor el camarada
Marcial esa noche, terminó hablando de esa historia tan triste que me duele
recordar. Junto con Ciriaco Reynoso somos los más instruidos de esta
comunidad de analfabetos y juntos los tres masticamos coca esa mañana
calentándonos con la pequeña fogata que prendí y lamentando la desgracia del
compañero de armas.
"¿Qué harías tú, compañero Demetrio, si teniéndolo todo en la
vida y vienes a ayudar a estos miserables, terminan dándote una patada en el
culo?" Me preguntó Eriberto antes de comenzar, mientras los palos ardían
reventando algunas veces, haciendo fulgurar el rostro de nuestro vecino.
"El buen Marcial, buen camarada, buen guerrillero, honesto
como lo conocemos los del partido, vino hace muchos años por acá para instruir
a estos indios de Santiago. Vino antes de la guerra, cuando todo estaba
tranquilo, y llegó con su compañera caminando por ese sendero de herradura que
sube por atrás."
-¿Por Piquichaki? -preguntó Ciriaco Reynoso.
"Ese mesmo. Y bueno, ustedes tampoco conocieron a su
compañera que le decíamos Rosa. Bonita era la china, blanconcita y con
cara inteligente. Ellos tuvieron la mala suerte de llegar en plena
celebración de la fiesta de San Isidro Labrador. Ustedes sí conocen cómo
es la fiesta por estos pagos: se come, se baila, se toma mucho aguardiente casi
hasta morir."
-Jor, jor, jor -enseña los dientes Ciriaco recordando las
fiestas. Los tiene incompletos y los que aún se sostienen en pie están
negros de caries.
"Y los chutos de Santiago que son tan buenos bebedores
salieron tumbando a Marcial, dejándolo inconsciente. A Rosa también le
habían hecho beber pero sólo estaba mareadita la pobre. Marcial, borracho
hasta su mano, no pudo darse cuenta de lo que hacían con su china."
-¿Y qué hicieron, vecino? -pregunté temiendo lo peor.
Eriberto Quispe me miró dudando si contarme o no las cosas que
pasaron en la fiesta. Bajó la mirada hacia las brasas de la fogata y
volvió a clavarme los ojos con más valor.
"Cosas feas pasaron, compañero. Cosas que dan pena y
vergüenza contarlas, porque somos de la misma provincia de estos jarjachas que
hemos matado. A Rosa se la montaron cerca de veinte indios borrachos y
luego, cuando se dieron cuenta de lo que habían hecho, los botaron de la
comunidad."
-Atatau, caracho... -susurró Ciriaco Reynoso espantado.
"Así es, paisano. No le dieron cuartel a la
pobre. Cuando despertó Marcial, su mujer había sido forzada tantas veces
que ya no tenía razón en su cabeza. Luego, luego, los botaron a pedradas
amenazándoles de que no volvieran por ahí. Los de Airabamba teníamos que
castigar a los yanahumas por todo lo que les robaron a nuestras familias, por
el ganadito que se
llevaron para entregárselo a los cachacos y por los abusos que les han hecho a
otras comunidades vecinas. Pero lo de Marcial es cosa justa."
-¿Y qué pasó con la Rosa, compañero? -me atreví a preguntar.
-Murió en un encuentro con los sinchis en Huanta. Ahora
nuestro comandante trata de olvidarla con el amor de Adelaida, que es una buena
mujer. Ojalá tenga mejor suerte que la anterior... -dijo Eriberto Quispe
cerrando la historia. Los últimos palos secos de la fogata se iban
apagando.
*****
Ya habíamos caminado seis días perdiéndonos de
las patrullas que nos buscaban por lo que hicimos contra Santiago. Pasábamos
por otros caseríos de amigos y los encontrábamos con tanto miedo que se negaban
a darnos comida para que no los mataran luego los cachacos. Nos cerraban
la puerta en las narices y hasta nos insultaban aquellos que antes aplaudían
nuestra presencia. Evaristo Porras mató a un comerciante que venía de las
montañas de San Francisco cortando camino por la cordillera. Primero lo
tomaron prisionero y cuando revisaron su alforja le encontraron un kilo de
droga. Entonces Evaristo le rebanó las orejas al infeliz y luego de verlo
sufrir, le hundió el cuchillo varias veces en el pecho. "Esa gente
para qué sirve", dijo.
Al noveno día de camino, con hambre y sin cartuchos, nos vimos de
frente con los de la Marina. Era muy lejos para que nos alcanzaran y
disparaban por gusto sabiendo que a esa distancia no nos hacían ningún
muerto. No sabíamos que terminando la bajada de Huamanmarca, al décimo
día de babear de hambre, nos batirían a su regalado gusto causándonos tantas
bajas. Braulio Vílchez, danzante de tijeras muy querido
en Airabamba, quedó destrozado a balazos sobre los cactos de la quebrada.
Ni reconocerlo se podía de lo feo que le dieron. Evaristo Porras ni
siquiera se dio cuenta de que lo habían matado: se quedó quietecito con un
balazo en la frente y los ojos en blanco. La tierra recibió su sangre que
caía por goterones. A Custodio Contreras lo tomaron prisionero cuando
trataba de huir arrastrando la pierna herida. Le encontraron los petardos
que cargaba en la alforja; le amarraron su dinamita al estómago y así
arrodillado en medio de la pampa, lo volaron como escarmiento para que lo viéramos
los que estábamos escondidos en los roquedales.
Gritaban feo los marinos y supimos entonces que los sinchis no
eran ni la mitad de sanguinarios de lo que eran éstos. No me moví de
entre las piedras donde estaba escondido y los vi pasar a ellos patrullando el
camino. Eran altos, con el rostro pintado de negro, más fuertes que otros
cachacos que habíamos conocido y bien armados. Gritaban lisuras
insultándonos para que saliéramos. Pateaban a nuestros muertos con odio y
hasta podría jurar por la Virgen de Sillapata que escuché a alguien hablar como
argentino. (Lo sé porque he conocido turistas argentinos en Ayacucho. Por eso
reconoci ese dejo raro.).
Después de dos días de verlos dar vueltas por la
cordillera azul de Huamanmarca, decidí moverme. Había sido piedra durante
todo ese tiempo, olvidando el hambre por el miedo que todavía insistía en
paralizarme. Arrastrándome, cogí una lagartija atontada por el sol y le
arranqué su cabeza viva aún para masticarla. Eriberto Quispe me reconoció
a lo lejos y nos
juntamos con otros asustados más que iban saliendo de entre las piedras y hasta
debajo de la tierra. "Creo que estamos muertos", me dijo todo
pálido y ojeroso. Caminamos solamente, sin hablar nada ni miramos,
buscando siquiera un sitio en la tierra para sentarnos. Pronto
comprobaríamos que ese sitio no existía, que no habían caminos ni lugar a donde
ir.
*****
Los de Parcorán nos regalaron víveres no porque
estuvieran con nosotros, sino porque les causábamos lástima de tan sólo
vernos. Nos rogaban que nos fuéramos. Un día má allá de Parcorán
encontramos el camino hacia las crestas de Airabamba, donde estaban muchos de
los nuestros. Allí nos unimos con la gente armada de Marcial, vi su
rostro de arcángel que pisa la
cabeza del dragón en las iglesias y escuché su palabra. Su quechua estaba
mejor que antes.
La primera noche en Airabamba soñé con los muertos que nos
hicieron en la bajada de Huamanmarca. Braulio Vílchez vino hacia mí
saltando en el aire con sus tijeras que cortaban el viento, ocultando el rostro
destrozado por las balas. Evaristo Porras sonreía con su balazo en la
frente y me enseñaba las orejas cortadas al pichicatero de San Francisco.
Los muertos más jóvenes de quienes ni siquiera conocí sus nombres sonreían
tendidos en el piso, riéndose de las patadas que les daban los cachacos.
Pendejos, pues... Si ya no podían sentir nada.
Cinco días duró el descanso en Airabamba y luego
caminaríamos de noche siempre, bajo las órdenes de Marcial. Dejé por fin
de ser "base" y me incorporaron al partido. Me bautizaron con otro nombre
y ahora me llaman "Celso", aunque los vecinos viejos de la comunidad
siempre se les antoja llamarme Demetrio. Ya no cargo con el rejón, sino
que me dieron una escopeta vieja para cazar perdices. Ahora íbamos a
Vizcachero, según nos dijeron, para atacar el puesto de la Guardia Civil.
Nunca me imaginé que fuera tan fácil: les avisamos a los guardias que íbamos a
atacarlos y que si se iban antes que llegáramos, podían salvar el pellejo.
Y los muy sabidos escaparon dejándonos las armas para que no los
siguiéramos. Eriberto Quispe me dijo que Marcial había conversado el
asunto con los tombos antes. Y así, con cuatro metralletas más bajamos para la
Esmeralda a ajustarles las cuentas a algunos soplones y abigeos que colaboraban
con el Ejército.
******
No les gustó a los uniformados lo que hicimos en
Vizcachero y mucho menos los muertos que les dejamos en la Esmeralda.
Entre los ajusticiados hubo uno que era del servicio de inteligencia -¿así le
dicen?- y lo que más me sorprendió que era chuto como todos, cholo como yo, feo
como yo, igualito a los demás. Solo Marcial pudo reconocerlo al verle las
manos sin huella de trabajo y por esa chispa de inteligencia que llevan en los
ojos los instruidos. Le hicimos juicio popular delante del pueblo y la
gente no le perdonó al maldito supaypaguagua ese. Yo mismo lo ejecuté con
el machete y eso fue lo que menos les gustó a los cachacos. Y sería bien
importante a pesar de ser cholo como uno, porque después de cinco días los
marinos nos cerraron el paso con helicópteros en Razuhuillca y por el callejón
de Huayllay nos buscaban también muchas patrullas de sinchis. Marcial y los que
decidían con él prefirieron enfrentar a los sinchis que a los marinos.
-Los sinchis son borrachos, pichicateros, no aguantan mucho
la altura... -nos dijeron.
Entonces emprendimos confiados el camino a Quebrada
Huachanga para bajar por ahí hacia otras bases que podían ocultarnos en los
alrededores de Luricocha. Mi coca se acabó en poco tiempo y empecé a
comer yuyos que arrancaba con las manos de cualquier saliente. Y el
encuentro con el enemigo otra vez nos agarró hambrientos y cansados. Lo
peor: no había
mucha bala para meterle a las armas, en cambio ellos hasta disparaban por
gusto. Por eso en Quisoruco nos despedazaron con ráfagas y
granadas.
Una vez que rompieron con la formación del pelotón, se dedicaron a chumbearnos
a cada uno por separado. Vi morir a varios de los nuevos reclutados de la
Esmeralda, maq'titos que aún no habían cumplido quince años, que no podían
cubrirse porque las balas venían desde lo alto.
Marcial nos condujo a los de Airabamba por una
quebradita muy angosta que bajaba hacia el otro lado de la cordillera. Eramos
unos cuantos que resbalábamos asustados sobre las piedras, sin saber hacia
donde. Nos ocultamos al extremo de la quebrada, en un lugar seco donde
podíamos esperar a que pasara el tiempo y los sinchis se olvidaran de nuestras
cabezas.
Sentados en el suelo caliente por el sol, tomábamos aire sin hablar, mirando
entre los árboles secos una parvada de palomas serranas que iba y venía de
banda a banda, sin advertir la presencia de ninguno. Descansaban un rato
en cualquiera de las laderas y luego seguían volando de una banda a la otra,
como si se tratara de un juego entre ellas. El corazón me saltaba en el
pecho y el estómago quería aflojárseme de miedo, pero tan sólo de ver su juego
inocente me tranquilicé un poco. Así, cubiertos por esos árboles tan secos que
el viento los hacía silbar, fuimos recuperando fuerzas sin terciar palabra,
esperando que las balas dejaran de sonar al otro lado. Ciriaco Reynoso
empezó a susurrar una canción mirando a las palomas serranas cruzar el cielo
por momentos.
"...Sonkuy ujupin uywakurqani urpichata
lulupayaspa, qhawapayaspa, tukuy sonqoywan...
Mana uywanaqa, raphran hunt'asqa phaqarikapun...
purullantaña saqerparispa, sonqoy ujupi..."
(En las entrañas de mí corazón cuidé una tortolita
Con qué ternura! Con qué cuidado! Con todo amor!
Y la ingrata, crecidas sus alas, se fue volando
dejándome sus plumas dentro de mi corazón)
Más tarde los cachacos se
dejaron sentir con sus pasos torpes, botas gruesas que desprendían piedras al
bajar por la pendiente. "No nos han visto, hay que dejar que se
vayan", dijo Marcial, y todo hubiera salido bien si no fuera por esas
cosas de la casualidad. Me convertí en piedra nuevamente y los otros
trataron de volverse árboles secos, cactos, sombras de la montaña. Engañamos a
los sinchis que pasaron casi a nuestro lado amoratados por la altura, cargando
sus armas como si pesaran un millón de arrobas. Pero no logramos engañar
a las palomas que trataron de refugiarse en el risco cubierto de malezas y
espinares, donde estábamos escondidos. Vinieron espantadas por la columna
de uniformados que bajaba tan torpemente, pero se encontraron con que otro
grupo de hombres estaba invadiendo su lugar y terciaron el vuelo así, de
repente, sorprendidas por nuestra presencia.
Ese cambio de rumbo que hicieron las torcazas, lo vieron los
sinchis y comenzaron a disparar con fuego graneado en aquella dirección.
Las balas hacían saltar pedazos de roca y levantaban mucho polvo que cegaba los
ojos. Los arbolitos espinosos y sedientos se quebraban como si fueran de
carrizo . Entonces Marcial contestó y Adelaida le siguió, como siempre,
cuidando las balas para no desperdiciarlas. Disparaba también Eriberto
Quispe con la metralleta que consiguió en Vizcachero, al igual que nuestro
vecino Ciriaco. Yo también disparaba ese vejestorio de escopeta para matar
perdices y que parecía no alcanzar al enemigo. Mi sobrino Matías Uripe
les lanzó un petardo prendido con la huaraca y los hizo retroceder. Pobre
Matías, las chinas de Airabamba llorarán su muerte en plena flor de juventud:
no bien lanzó el petardo recibió más de veinte plomos en el cuerpo. Cogí
su huaraca de lana y prendí un petardo para frenar su avance, así como lo hizo
mi sobrino, y, Jajaillas!, claro que lo conseguí haciéndolos recular hasta la
otra banda. Pero ya no sentía nada y mi cuerpo se fue adormeciendo como
si el sueño me agarrara de pronto, y ya no pude alcanzar la escopeta perdiguera
que se quedó allí calentándose al sol. Las fuerzas se me escurrieron por
los brazos y las piernas como muñeco de carnavalito que quiere pararse y no
puede. Todo era oscuro y más negro se volvió el cielo hasta que ya no vi
nada.
*****
-Los que mueren así de repente vienen para acá,
Demetrio -sentí que me decía sonriendo Eriberto Quispe.
-Yo no estoy muerto, vecino... -le respondí y él se burló.
-No seas cojudo, Demetrio. Mira que en este lado de la
quebrada también está Matías Uripe, tu sobrino.
-Así es Demetrio... -me dice Matías, y yo retiro mi hombro para
que no me ponga su mano manchada de sangre fresca.
Ciriaco Reynoso también está sentado con nosotros mirando cómo se
agota la batalla en lo profundo de la hondonada. Los sinchis le meten bala a
los últimos espinares que se secan donde se unen las dos laderas. Alguien
les responde desde allí, calculando sus tiros para no agotar la munición.
-Ese es Marcial... -me dice con desgano Ciriaco. Otra
metralleta se siente tabletear desde la parte alta, como si lo apoyaran.
-Esa es Adelaida -señaló con el índice ensangrentado Matías Uripe.
Los sinchis no dejan de disparar en esas dos direcciones y
parece que tuvieran muchas balas porque no se les acaban nunca. Han
avanzado bastante cerca de ellos. Ahora sí disparan con rabia contra la
herida de rocas y espinos, y dos uniformados se lanzan hacia adentro del monte.
Salen con Marcial y Adelaida, los dos con las manos sobre la nuca,
empujándolos, pateándolos y sacándoles la madre.
-Ya se jodieron -murmura Eriberto Quispe.
-Mala suerte de Marcial para con las warmichas... ¿Por qué no la
mató a la hembra, carajo? -dice Ciriaco acongojado.
Ahora que estoy muerto no sufro tanto con las penas de otro, pero
aún así me dolió ver lo que hacían estos malvados. La desnudan a Adelaida
y se colocan de uno en fondo, por orden de rango y luego por antigüedad,
mientras que otros sujetan a Marcial para que vea cómo se aprovechan de su
mujer. El último la mata, como es su costumbre. Vendría después el
martirio de nuestro comandante y si yo hubiera tenido cuerpo habría llorado de
ver cómo lo retaceaban a cuchillo.
-Taitallay! Taitallayco!... ¿Manacho pacha quicharicuspa
sonccompe milpunca llapa sua nácacc maldicionta? (Padre mío! Padre
nuestro!... ¿No se abrirá la tierra para tragarlos en sus entrañas a todos
estos ladrones y carniceros malditos?) -dijo mi sobrino Matías Uripe, queriendo
llorar como si estuviera vivo. La tierra madre recibió la sangre de ambos
y se fundió con ella, como lo hace con aquellos a los que la muerte les ha
costado mucho dolor.
-Quisiera abrazarlo al comandante... -me oigo decir. Ciriaco y
Eriberto, vecinos míos hasta en la muerte, me miran con tristeza.
-Mira mejor las torcazas serranas que inocentemente nos entregaron
a la muerte, míralas como bandean la quebrada, Demetrio. Así, muertos
como estamos, seremos como ellas... No sufriremos más.
Entonces vino aquel remolino que hasta hoy nos lleva en su seno por los farallones pedregosos de esta hondonada tan seca, nos estrella contra las paredes de roca y nos filtra entre las ramas de los árboles sedientos que se mecen despacio y son nuestras voces tristes las que escuchan los caminantes ululando en el viento de invierno.
ULTIMA GUAGUA EN LA HABANA
"Le propuse que fundáramos juntos
el marxismo mágico : mitad razón,
mitad pasión, y una tercera mitad
de misterio." (Eduardo Galeano)
Esa noche fue pesada para los
dos. Se me ocurrió decirle la verdad, que me iba en una semana hacia Lima,
que ya no nos volveríamos a ver. Teníamos
pendiente un viaje a las provincias de Oriente, pasando por Santa Clara, Ciego
de Ávila, Camagüey y de allí hasta Santiago de Cuba. Teníamos entonces un sueño
difícil de realizar. Tan difícil como encontrar una guagua en La Habana después
de las once de la noche. Y eran las once.
Habíamos visto pasar la última media hora atrás. Intentamos
abordarla inútilmente. Junto a nosotros corría, ágil como una gacela, un joven negro
que gritó barbaridades cuando el chofer no quiso esperarnos. "Sevápalapingaaa!",
dijo aminorando el trote, viéndola partir envuelta en una humareda negra. Era
como el viaje a Santiago que nunca realizaríamos. El joven negro parecía
acostumbrado a la cotidiana frustración del transporte: limpió un lugar cerca a
la parada, se tendió en la acera y tapándose con un viejo impermeable,
delgadísimo, buscó conciliar el sueño. Nosotros preferimos caminar.
-Es la última 174 -le dije-. Mejor
buscamos la 79...
-¿Hasta Miramar? -protestó ella.
-Eso, si no quieres esperar la confronta.
Qué terrible era lo de la confronta: La última guagua de
las últimas, a las tres de la mañana, si es que venía. Si no llegaba, había que
esperar la de las cinco. Era pasar de ser noctámbulos a compartir la guagua con
los más esforzados madrugadores. Escogimos el malecón; era mejor que ir por la
calle Línea o por Calzada mirando casas y edificios, envidiando a los que ya
descansaban cómodamente. En el malecón nadie duerme ni se aburre; ni las
parejas que ensayan hacer el amor inadvertidos sobre el muro, ni las jineteras
que esperan turistas mostrando sus encantos, ni los negros vendedores de la
bolsa negra. Y era prudente no hablar, si no volveríamos a lo mismo. Que si regresas
con tu familia. Que sí, que regreso, que tú sabías que era
casado. Que sí, que lo sabía, pero una siempre... Entonces no pongas esa
cara que me haces sentir mal. Que qué descarado eres tú. Que yo dije siempre la
verdad. Pero con la verdad y todo, una se acostumbra. Que me cago en la
mierda, cojones! Y para eso, mejor ir en silencio.
Si se daba el caso la invitaría a soñar con el viaje a
las provincias de Oriente; total, quedaba una semana por delante. Pasaríamos de
largo por Santa Clara, Ciego de Avila, Camaguey; ya no visitaría a los amigos ni
nos detendríamos en Holguín, en casa de un mulato que odiaba a los prietos.
-Debes estar feliz -me dijo. Tenía los brazos cruzados
mientras
caminaba fingiendo mirar el mar.
-Y...no puedo negarlo. Discúlpame.
-No tengo que disculparte. Yo ya no cojo lucha con
nada.
-Entonces comprende...No te engañé. Siempre
supiste.
-Claro, y yo hice el papelazo; fui la comemierda,
¿no?
Estábamos ya en Quinta Avenida caminando sobre las flores
muertas que el viento había botado en la acera central. Esas flores sofocadas, pisoteadas,
desprendiendo aromas sensuales como los de aquellas jineteras que taconeaban solitarias
calle abajo. De pronto me hacían recordar las sesiones para examinar la
conducta de la compañera involucrada con un extranjero. Y ella,
enamorada de un imposible, defendiéndose contra todos por un forastero
que se iría finalmente.
Reprochada, señalada, enamorada. Que con las compañeras es diferente,
compañero; que no son jineteras. Y el amor es la ecuación más difícil en todos
los sistemas.
No íbamos a repetir lo mismo de siempre. Con ese silencio
impuesto entre los dos se hacía más largo el camino desde El Vedado a Miramar. Solo
nos atrevíamos a romperlo ocasionalmente para pedir a cualquier auto una
botella a gritos. Pero también era imposible el auto stop a esas horas: nadie
nos quería llevar. Llegamos a Miramar treinta minutos después y nos sentamos en
el sardinel de la parada. Allí esperaríamos la 79.
-Compañero... ¿Hace rato bajó la guagua? ¿Que no? ¿No hay
ninguna
para allá abajo? Ñó, caballero!
-¿Qué hora tienes ahí, Pishtaco? -por fin
volvía a dirigirme la palabra.
-Las doce menos veinte... Hacía tiempo que no me
llamabas así.
-También tengo que olvidarme de eso, ¿eh? Ahora que sé que te
vas...
recién estoy haciendo conciencia. Dicen que cuando alguien se va
a
morir, se acuerda de todo.
-Por lo menos no vas a tener que tomar la guagua a estas
horas...
-Cabrón.
Otra vez venía a castigarnos el silencio. En las casas
los televisores anunciaban el cierre de la programación; luego se despedirían
los locutores y comenzarían con las primeras notas del himno nacional. Un himno
que ya se había hecho mío. En la oscura soledad de la calle 42 danzaban a sus
anchas los murciélagos y el viento marino traía los aromas lascivos de Quinta
Avenida. Era del todo inútil hablar del viaje a las provincias de Oriente que
jamás íbamos a realizar. En pocos días estaría volando hacia Lima, a mi hogar,
y me sentía culpable de ser feliz.
Seguía contemplando el vacío, sentada con los brazos
cruzados encima de las rodillas y el mentón descansando en ellos. Cada cierto tiempo
se escuchaba mugir un motor a lo lejos y ella se incorporaba de un salto, con
la mirada espectante, creyendo que era la guagua. Eso sucedía en La Habana en
plena crisis del transporte: la desesperación por viajar hacía que la gente
creyera en cualquier cosa; al primer ruido de motores en la noche, se
incorporaban ansiosos; luego regresaban a
sus lugares decepcionados.
Planeaba inventarle algo, bajarle una estrella para que
riera, y pensé en ese ruido lejano que nos hacía incorporar creyendo que era la
79. Ese ómnibus que sentíamos bramar en medio de la noche, pero que no veíamos
aparecer: tal vez una ilusión auditiva, tal vez otro bus de destino incierto,
quién sabe si recogiéndose totalmente vacío hacia el depósito. Esperé a que
nuevamente se pusiera de pie y regresara desilusionada.
-Es la guagua fantasma -murmuré.
-¿Eh?
-¿No lo sabes? Hay una guagua fantasma y estamos
justamente en la hora de los muertos. Fíjate que van a dar las doce.
-Ahora sí que acabaste. Encima que no voy a llegar a mi
casa, tú sales con la cabrona metafísica.
"Cabrona metafísica", claro. Y el camarada
Afanasiev, el último cabrón que simplificó el materialismo, dijo que el
idealismo contradice a la ciencia y que está ligado con la religión.
-Já!... Coñó, que si no le invento un cuento dejo de ser yo- Y la
cabrona metafísica viene sola, como cuando hay que sentarse a escribir. El
fresco de la madrugada la puso más cerca de mi hombro, los dos sentados en la
calzada con las rodillas a la altura del mentón sin atrevernos a un abrazo.
-El Estado les oculta estas cosas a ustedes.
Imagínate el pánico, en pleno período especial, si es que la gente se entera.
La guagua fantasma existe, aunque se resistan a aceptarlo. A cada rato te pones
de pie creyendo que es tu guagua, ¿no?... La escuchas, pero no la ves. ¿Te das
cuenta? Y lo que realmente pasa, es que no ha llegado tu hora todavía... La
hora de que te recojan para siempre en cuerpo y alma.
-No seas bobo. ¿Quién te va a creer eso?
-Cuando sea tu hora, la verás llegar. Serán las doce o
algo más y creerás que tienes suerte de no seguir esperando toda la madrugada. Por
eso subirás rápido y no te darás cuenta de nada al principio.
-Acaba ya, chico. Háblame del juego de pelota...
-Espera que ahora acabo. La guagua fantasma te lleva a
una gran velocidad y ya no se detiene en ninguna parada una vez que te ha recogido.
Dirás que así es mejor -corre, chófer, corre- que así haz de llegar más rápido
a casa... Pero nunca llegarás.
-Fíjate lo que una tiene que escuchar... Como si no
tuviéramos ya bastante.
-Atiende: cuando tú quieras bajar, no podrás hacerlo. Le
dirás al chofer que pare el bus, pero él... como si no te oyera. La gente que
va contigo tampoco te escucha, sinó...ya tú sabes: te apoyarían, protestarían
por ti. Vas hacia la puerta de adelante, pretendes llamarle la atención al
chofer: "Hey, compañero, ¿no oyó que bajo?". Y ahí recién te das
cuenta. El chofer se está descarnando, los pasajeros también. Todos son muertos
que se ríen de tu ingenuidad. Esa guagua a mucha velocidad sigue su
camino. Nunca se detendrá... Será realmente la última... ¿Me
estás copiando?
-Oyemé... Ahora sí creo que estás tostáo... Estás
loco.
Y no volvimos a discutir. Terminaban de sonar los acordes del
himno nacional de Cuba en los televisores de las casas. Las doce en punto. El fresco
de la brisa marina, la calle oscura y solitaria, los murciélagos danzando en
las ondas del viento. Y no nos atrevíamos a abrazarnos.
Ella seguía en la misma posición: con el mentón apoyado
en las rodillas, sujetándose los tobillos con las manos. Pensé que podía tenerlas
frías como las mías y mis dedos buscaron los suyos allá abajo. Manos semejantes
a peces sorprendidos por las olas, registro del corazón en cada yema de los dedos,
cuello de gatito negro que puedes sujetar suavemente, inicio de algo que...
-Hay Dió! -gritó espantada, ya de pie
en un solo impulso.
-Muchacha!... ¿Qué te hice? ¿Qué te pasa?
Temblaba. Había pánico en sus ojos. Entonces supe que mi
cuento estaba bueno y que Afanasiev no había servido de mucho en tantos años.
Que una mano fría cogiéndome, chico, que quién iba a pensar que era la tuya,
que para qué inventas esas cosas.
Y vino la 79 al fin, la última guagua de la noche. Era de
las nuevas, donación del gobierno español, toda plena de bombillos y con muchos
asientos vacíos. Ella no quiso subir.
-Fíjate que es la última. Ya no hay otra después.
-Que no, tato... Que no subo
-Pero no vas a llegar a tu casa.
-Que no, mi amor... Déjala ir.
-¿Y el trabajo mañana? Decídete que ya arranca.
-Con el trabajo me arreglo luego, papi. Que se vaya, que
no subo.
Dice Afanasiev -en una página digna de olvido- que en el
socialismo no hay explotadores, por eso no existe gente interesada en el
idealismo y este no encuentra difusión. Cuentan los babalawos en Cuba que Ochún
se untó de miel para tentar a Ogún y así sacarlo del monte. Dice mi conciencia
que inventé lo de la guagua fantasma para que ambos camináramos hasta la posada
de Playa a revisar ciertos conceptos.
Y Eleguá abría los caminos, y Changó y Yemayá ayudaban descansando....
Porque Ochún quiso que la noche terminara allí.
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Ébano de la
noche negra Por ahí se dice que los negros no tenemos historias, señor. Y así, sentaditos como usted está escuchándome, mueven la cabeza como si uno les contara mentiras. Qué si yo le cuento de una negra bendita que tejía historias cuando éramos niños. Qué si le digo que a esa negra la conocieron nuestros padres, nuestros abuelos y los abuelos de nuestros abuelos. ¿Ah?... ¿No ve que yo está dudando? Pues esa negra se llamaba Mamá Lázara, y los muchachitos que ya nada teníamos que hacer en los sembríos la íbamos a buscar pa' escucharla. Salíamos al camino, a eso de las seis, pa' ir a su choza que lindaba con la playa. Sí señor. Allá donde ahora terminan los plantíos de calabaza y comienza la arena a efrentarse con las olas. -Quiáce tanto neguito ocioso pol ahí! -nos decía como peliando. Voz chascosa que espantaba a los chaucatos. Y los chaucatos avisan de la culebra; y el guardacaballo se come el gusano del lomo de las bestias; y el huanchaco pica la fruta pa' comerse su gusano. Y Mamá Lázara contaba cuentos a las seis. óigame, tan lindos sus cuentos como si los hubiera hecho con la espuma del mar, como el sol de la tarde que pinta los plantíos de luz colorá. Así de lindos eran sus cuentos. Pero pa' gozarlos había que ser negro por dentro también; no d'esos quiay ahora, que ni agarran lampa, que ni saben trabajar. Nos juntábamos como moscardones mirándola a la anciana y ella empezaba: -Qué se van a acordal de Papá Samuel, si no le conocieron. Nego gande era mi Samuel, como una palma de cocos d'esas que se levantan en las plazas de los pueblos... Los más creciditos sabíamos poco de ese negro Samuel, por oído nomás. Decían los viejos que a él lo trajeron en barco, por los tiempos en que don Alonso González del Valle era dueño de todo lo que había acá. Decían también los viejos que ese godo era remalo y que nunca le quitó el collar de bronce a Papá Samuel. Eso sólo se lo vino a quitar la gente de don Ramón Castilla, que Dios tenga en su gloria, ya cuando Samuel era muy viejo, ya cuando todo le daba lo mismo. A ella la mirábamos con cariño cuando se emocionaba con su recuerdo. Con lástima también: toda hueso y pellejo, unas cuantas crenchas blancas que ni le cubrían bien el cráneo, y los nudillos tiesos como requiebros de raíz agarrando el bastón de huarango. Un ojo muerto en lágrimas y con el ojo bueno mirando más allá de la reventazón, más allá de las gaviotas. -Poque nadies se acuelda de mi nego Samuel. De joven doblada la herradura del caballo con una mano...Y con l'otra, podía tranquilizá una res de un sopapo... No había varón como él! Eso nos gustaba de las historias de Samuel. Más que un buchito de miel de caña. Con tanta exageración! Como esa de que había heredáo el gran grito de los mandingas, de los abuelos de nuestros abuelos. -En ese tiempo no habíamos apalencáo, sin sabé que ya entonce éramos libres poque el Mariscal Castilla lo había querío así. Papá Samuel estaba reviejo y no podía peliar, cuando su vecino, el mulato Matías Mogollón, le robó el agua de las acequias y le faltó de palabra. Entonce Papá Samuel se subió al cerro de las lechuzas y desde ahí se quedó mirando tóo lo que había sembrao el enemigo con su agua. Temblaba de pura cólera mi marío. Qué rabia que hasía, Jesú!... Recoldando las mañas de los brujos de Changó y Obatalá, tomó aigre hasta el tuétano de sus güesos. Largo rato aguantó ese aigre poniéndose morao. Y con toda la rabia que le nasía de las verijas, gritó...Gritó!... Y mucho grito fue ese, óiganme. Tan fuelte que mató los pajaritos, las vacas, los piajenos, los puelcos; arrancó de cuajo los huarangos, quebró las cañas del maíz que Matías Mogollón había plantao. Mató a su mujé y a sus hijos rompiéndole los oídos, y al mismo enemigo que se quedó ahí tirao botando espuma po la boca. Con ese gran grito del mandinga, se telminó el pleito po'el agua... Y ya no quiero seguir recordando más historias, porque una noche Mamá Lázara nos iba a contar la última sin saberlo. Era que nadie sabía qué estaba esperando ella pa' morirse, así tan viejita y dando lástima. Por Cristo que esa noche no nos iba a cansar con cuentos de negros cimarrones ni de fantasmas que se roban la fruta. No! Algo viejo le comía el tuétano esa noche de Jueves Santo. Algo que era de Papá Samuel. -Así, anciano como estaba, no podía lavalse solo mi Samuel. Yo, de tan vieja, me cansaba de lavalo en su tremenda humanidá. Y las vecinas de otras sementeras, venían a ayudá... Polque era un olgullo lavalo al nego Samuel tan gande. Es que too grande tenía él! Como que era un gusto pa' cualquié mujé lavale sus cosas que Dios le dio. Desde la primera vez que lo lavaban, ya siempre querían venil a ayudá. Derpué que habían tocao sus cosas, ya no querían a sus maríos... Estirábamos la jeta, pelábamos los dientes pa' reír. Pero hasta entonces, nunca nos había contao cómo murió Samuel. Y en Jueves Santo se le ocurrió contarlo, como pa' hacernos rechinar los dientes de susto. -Estaba ya muy viejo Papá Samuel. Ya ni podía encontrá su ropa en un cordel y siempre se orvidaba ónde había dejao las cosas. Así, una vez se orvidó el camino de la plantación a la casa. En Semana Santa jué, me acueldo. Caminó lejos, derpué de su café, pa' ir a soltá el agua de l'acequia. Pue nunca golvió. Las lechuzas me contaron cómo se peldió: desesperáo, enloquecío, toos los caminos le paresían lo mismo. Entonce escuchó un cantito meloso que venía buscando atajo po' el mar: "Nego Samuel déjate amal po' las mujeres de la mar"... ¿Y qué creen que dijo Samuel?... "Me voy pa'l mar", eso dijo. Se adentló con pisada fuelte po la arena de la playa, hasta que'l agua le daba po la sintura. Luego, hasta el pecho. Derpué, hasta las orejas. Y flotando ensima del agua, le seguían llegando cancioncitas melosas: "Nego Sauel, déjate amal que somo mitá mujé, mita pescao". ¿Y acaso conosen d'eso, neguitos mostrencos? -Sirenas, abuela... Mitá mujé, mitá bacalao...-decíamos ñatos de risa, puro ojo saltón, puro diente pelao. -Eso que nunca vieron una... Así es que se jué adentlando. Me lo contó la lechuza, como que la mar no me lo iba a devolvé nunca... Fue lo último que quiso contar Mamá Lázara ya con las estrellas sobre su cabeza. Como que en Jueves Santo, por Cristo nuestro Señor, se ven las estrellas más grandes; como que en esos días aflora el pescao hasta la orilla y los entierros de los antiguos asoman por la arena. Como que en esas noches los perros se vuelven locos ladrando a los muertos. El tiempo quiso cambiar entonces. Ya la neblina venía ganándole a la playa, al arenal, a los sembríos. Mamá Lázara mascaba su recuerdo mirando con el ojo sano tanta curiosidad. Toda decrepitud y harapos. Y sus nudillos venosos ajustando el bastón. -Mucha niebla, abuela... -temblábamos de frío o de miedo; de miedo y de frío, nadie sabe. -Y eso que ahora no oyen los tambores que'toy oyendo. Son los cueros de tanto mandinga sumergío allá abajo. Y a esos tambores les acompaña el cajón de Papá Samuel.... Está sonando adentlo del mar... Ahí sí que nadie quería reír, señor. Ojos grandes la miraban. Pura boca abierta con la bemba caída, como que nosotros también estábamos oyendo esos tambores, mi don. En la neblina se sentían pasos fuertes, de gente grande. Oigame! Unos pasos que hacían temblar la playa, A Mamá Lázara no le daban miedo, parecía conocer de esas cosas y con el ojo sano quería ver adentro de la niebla. -Con miedo, ¿no?... No he conocío nego cobalde! Después de gritarnos así, ya no volvió a hablar. Tampoco quiso mirarnos. Soltó el bastón de huarango, se puso de pie y caminó despacito. Primero un paso, luego otro. Solita enfiló pa' la playa, con sus piernas cansadas de tantos años. Se iba neblina adentro, con sus brazos flacos por delante. Sí señor. Casi agarrándose de la niebla. Y esos pasos fuertes del otro lado. Y ese olor a mar enfermo. Vimos la sombra enorme de Papá Samuel abrazándola: negro gigante cubierto de estrellas de mar, algas, yuyos, malaguas. Un remolino de viento que arrastraba cangrejos y plumas de gaviota, se los llevó a los dos. ¿Que no me cree, señor?... ¿Cómo va a ser?... Mire usté sinó esos dos peñones adentro del mar. "Parece que estuvieran mirándose desde siempre", dicen los viajeros. Y es que se quedaron allí... pa' toda la vida, señor.
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La víbora más ponzoñosa de la amazonía peruana, la Shushupe (Lachesis Muta), se convierte en objeto de este cuento. Los colonos andinos en la zona amazónica, tratan de aprender diferentes recursos de supervivencia de quienes han poblado los bosques por centurias. Los colonos aprenden de los nativos a conjurar el miedo y otros peligros. Que el lector saque sus propias conclusiones, considerando que desde la comodidad de su hogar es muy difícil que se imagine una Shushupe dispuesto a morderlo. Este cuento forma parte del libro "Tierra de Pishtacos", con el cual Dante Castro ganó el Premio Internacional Casa de las Américas 1992.
SHUSHUPE
Resbaló sobre la superficie húmeda del tronco que hacía de
puente entre la
trocha y el rocotal. Quiso sujetarse pero las
manos también resbalaron. Crisóstomo cayó pesadamente en medio de la
vegetación que cubría la acequia de aguas estancadas y uno de sus pies desnudos
tocó aquel cuerpo blando, de escamas gruesas, cuyo contacto le hizo lanzar un
alarido de pánico a la vez que se desesperaba por salir hacia el camino.
El machete había desaparecido entre la hojarasca que formaba un colchón natural
sobre la zanja y, en medio de la maraña de totorillas, ya se alzaba el cuerpo
oscuro de dibujos perfectos en posición de ataque.
Crisóstomo logró cogerse del
puente y salió por fin hacia la pampa recién
quemada, esquivando las raíces ennegrecidas que
obstaculizaban su fuga. Se dejó llevar por la bajada que lo traía
acelerado, como su corazón, hacia el tambo donde acostumbraban descansar
los jornaleros esperando el refrigerio de las seis.
-Míralo al Crisóstomo, óe... -comentó Manuel,
arrugando el rostro enjuto en gesto burlón.
-Corriendo como endiablado viene ¿no?... ¿Qué
habrá hecho con la herramienta? -habló Sebastián, chascando la lengua contra su
bola de coca.
Algunos del grupo creían adivinar de qué se
trataba. "Lo mismo de siempre",
murmuró alguien bajo la penumbra. Meneaban la
cabeza, sonreían. El hombre que se veía pequeño a lo lejos se acercaba
sudoroso calmando el trote, tratando de aparentar serenidad frente al grupo.
-¿Otra vez, cho ... ?
-Otra vez, pues. Me ha vuelto a sorprender
-se rindió al fin avergonzado por las risas de los compañeros de faena.
-¿On' tá tu machete? Seguro que lo
has abandonado sobre el sitio de nuevo.
-dijo Manuel mientras afilaba el suyo con una lima
oxidada.
La lluvia había empezado a mojar las quebradas
cubiertas de selva y los cafetales de los colonos. Los jornaleros, con
plásticas sobre los hombros, se dirigieron hacía la cabaña de Manuel para tomar
el café de las seis y fuego retornar cada uno a sus pagos.
-¿Cómo así, pues, te dejas sorprender? -le
preguntó Pancha, la mujer de Manuel, mientras preparaba el refrigerio entre el
olor de la leña y la ceniza.
Los goterones implacables arrancaban a las
calaminas un sonido estremecedor y parejo, comparable con la creciente súbita
del río. Pancha sacó yucas humeantes de la olla y las ofreció en un plato
que fue corriendo de mano en mano; se rió de los dos perros y del gato que se
acurrucaban juntos bajo la cocina de leña. Sirvió café en anchas tazas de
plástico y volvió a reír.
-Maricones son los hombres -dijo sonriéndole a
Crisóstomo- Pensar que el otro domingo maté una faninga con la escoba nomás.
-El michi la habrá matado -le respondió la voz
de Sebastián con los carrillos
llenos de yuca cocida. Todos rieron menos
Crisóstomo. Manuel tampoco quiso reír.
-La faninga no es culebra peligrosa, pues.
A ver, quisiera verte con la que lo
asusta a Crisóstomo -dijo a su mujer-. Esas cosas no
son pa' andarse burlando.
Nadies tiene miedo porque quiere.
En la oscuridad el cielo escampaba y los hombres iban
retirándose con las plásticas recogidas y las herramientas al hombro.
Crisóstomo se quedaba a dormir como siempre, junto a la cocina de la
cabaña, mientras Manuel y Pancha subían al altillo para pasar la noche.
El río bramaba furioso arrastrando rocas en medio de la crecida.
-Mañana vas a tomarte el día libre,
Crisos... -dijo Manuel antes de subir al altillo con su mujer- ...Sólo quiero
que recuperes la herramienta y recojas del rocotal un saco de maduros. De
ahí te vas pa' la otra banda a visitarlo a Vega. Llévale ese regalo al
viejo. Seguro que él te puede ayudar.
Lo miró con lástima antes de
subir. Crisóstomo, herido en su amor propio, quedaba allí junto a los
perros y el gato para compartir el calor de la cocina y el perfume de las
cenizas. Se revolvería toda la noche tratando de dormir, escuchando sapos
y chicharras, sobresaltándose con los ladridos de los perros que avisan el paso
de alguna fiera o de la carachupa ladrona, rememorando en sueños de pesadilla
la imagen de la shushupe dispuesta a morderlo.
El día despertó con amago de diluvio. Las
cumbres selváticas se hallaban
cubiertas por la densa neblina mañanera y el río
había dejado de crecer,
manteniéndose parejo el caudal de aguas ocres.
Crisóstomo cargaba un saco de rocotos suspendido mediante la vincha que
rodeaba su frente. Había pasado por el puente de metal a la otra banda de
río y cogió la subida que conducía a la cabaña de Alfredo Vega. El viento
se llevaba los nubarrones negros hacia los cafetales de Tambo Real, donde
seguramente iba a llover.
-Me traes rocoto como pa' un ejército -le dijo
Vega viéndolo llegar, mientras
desgranaba el maíz en posición de cuclillas.
Vivía solo, sin más compañía que sus
perros chuscos, en esa choza que nunca conoció mujer. Crisóstomo descargó
el saco junto a uno de los poyos de argamasa y piedra que sostenían la
vivienda.
-Buenas, don Alfredo... Este rocotito se lo
mandan los Olorte.
-Ven pa' que me ayudes a desgranar. Así la
muerte no te agarra ocioso.
Crisóstomo tomó el tronco donde picaban la leña
para usarlo como asiento. Con manos expertas empezó a desgranar las
mazorcas sobre los sacos vacíos que don Alfredo Vega había tendido en el piso.
-Dicen que las penas se confiesan mejor
desgranando maíz. Mejor que el cura en su confesionario.... Debería
desgranar maíz y así termina confesándonos a toditos los de por
acá.
-¿Qué cosas dice usted, don Alfredo? -contestó
Crisóstomo con la mirada en las manos que iban dejando desnudas las
corontas.
-¿Mejor por qué no me cuentas tu pena,
Crisos? Así en un ratito acabamos con todo este fruto de Dios y me entero
de tus tristezas. Vamos a ver quién gana... Sigue desgranando ese poco
con las manos, mientras que con la boca me vas contando de ese demonio que
azota tu alma.
-De repente ya le contaron... Es la shushupe,
don Alfredo.
Confesó Crisóstomo sonrojado ante la mirada
inquisidora del dueño de casa. El rostro del viejo se arrugó en una
sonrisa compasiva y sus ojos rasgados lo
observaron con lástima. Cuatro manos competían
desgranando.
-¿No te digo que el maíz es mejor para
confesarse? Seguro que el animalito ese te persigue adonde vas. No
te deja trabajar porque te espantas al verlo. La sangre se te enfría y el
corazón quiere salirse de tu pecho... No sabes qué hacer, a pesar que tienes el
machete en la mano. Nada te libra de sus ojos. ¿No es así, Crisos?
-Parece usted adivino. Capaz ya le han
contado.
-Soy algo más que adivino, mi amigo. No
necesito del chisme para enterarme de cómo son estas cosas. Pero
dejémonos de hablar de uno. Terminas estito nomás pa' que luego me
acompañes al monte, aprovechando que todavía es temprano.
El hombre joven abría camino entre las ramas y
lianas que cicatrizaban una trocha olvidada en medio del bosque. El
hombre maduro pisaba sobre sus pasos con la escopeta calzada entre sus manos
venosas y ambos subían la quebrada surcada por manantiales cubiertos de
vegetación. Se agachaban, resbalaban, volvían a resbalar, pero nuevamente
se incorporaban para recuperar el camino. Crisóstomo golpeaba con fuerza
sobre los bejucos rebeldes y a pesar de que salieron con los cuatro perros del
viejo, a ninguno se le veía. Sólo en contadas ocasiones sentían ladridos
en medio del follaje y el dueño identificaba al animal.
-Ese es mi Coronel. Por su ladrido sé lo
que ha visto... Está acosando al rucupe en su guarida. Pensará que hemos
salido a cazar el pobre. Ojalá no se deje hacer daño, como l'otra vez.
-¿Y qué le hicieron al Coronel? -preguntó
Crisóstomo con la respiración agitada.
-El rucupe pendejo le clavó los dientes en el
hocico y casi me lo mata al perro. Le iba a suceder lo mismo que a mi
Chino. El pobrecito Chino murió cuando el sajino le clavó los colmillos
en la panza. El perro quería cortarle la huida al sajino, pero por mi
vejez llegué tarde. Blanquito era el pobre, mi pichicito lindo.
-No se acuerde de cosas tristes, don... -dijo
Crisóstomo sin dejar de machetear.
-Qué me haría sin mis perros. Ellos
conocen los senderos del animal. Por ahí
mismito se meten a seguirlo, agachaditos nomás pa'
dentro. Si es venado o sajino, arman su laberinto en grupo, rodeándolo,
mordiendo aquí y allá, jalando y tirando hasta que yo me ocupo de darle su
bala.
-¿Pa' ónde estamos subiendo, don Alfredo?
-preguntó por fin deteniéndose y
tratando de recobrar la respiración.
-Por curioso y flojo no debería contestarte...
Más arriba, donde la selva se junta con las nubes, hay una meseta de piedras
solamente. Una pampa de piedras con otra vegetación, donde se refugia el
oso y el tigrillo. A veces he encontrado boa por ahí durmiendo.
Seguro serás el segundo hombre que llega a ese lugar, después de mí. El
sol tampoco asoma en esos sitios, porque hay árboles gigantescos cubiertos de
lianas y de orquídeas como nunca habrás visto en tu vida. Pero sigamos subiendo
para aprovechar el día.
Tras una hora de machetear, vieron de nuevo el
sol en el claro de una cascada que descendía de altos roquedales. El
ruido del agua amortiguaba sus pasos sobre las piedras cubiertas de musgo. Los
hombres sudorosos se miraron con
satisfacción.
-En esas peñas asoma el tigrillo por una
vez. Luego ya no lo verás jamás, porque sabe que el hombre mata de lejos.
Vega silbó fuerte en varias direcciones.
Del follaje intrincado y sacudiendo las ramas más bajas de la vegetación,
aparecieron sus desnutridos perros con los lomos cubiertos de humedad.
Con las lenguas afuera y respirando agitadamente, contemplaban a su amo.
Dio una palmada y silbó algo inentendible para que los canes obedientes
corrieran por la trocha recién abierta.
-Ahora sí mi amigo... Desde aquí andaremos solos
-sonrió mirando la cara de
incertidumbre de Crisóstomo. Vega se puso la
escopeta a la bandolera y frotándose las manos miró hacia la parte superior de
la cordillera selvática: la parte más empinada y áspera del camino que aún les
faltaba recorrer.
Para subir las manos se prendían como garfios de
toda rama o liana gruesa, así como los pies buscaban acomodarse en cualquier
saliente de los roquedales. Los hombres resbalaban y volvían a sujetarse
de cualquier elemento que facilitara la ascensión. Bufaban y resoplaban
como toros furiosos tratando de vencer los obstáculos naturales y el machete de
Crisóstomo relució en escasas oportunidades.
Luego de ganar la cumbre, Crisóstomo supo que lo
que había detrás de aquella cadena de montañas donde los colonos sacaban
algunas cuadras al monte, no era ninguna pendiente inclinada como podía
suponerse desde abajo. Ante sus ojos se extendía una meseta de selva
tupida rodeada por otras crestas de cordillera, igualmente cubiertas de
espesura. Don Alfredo Vega miró regocijado la sorpresa que causaba el
descubrimiento al colono.
-¿Cuánto tiempo habremos hecho hasta acá?
-preguntó el viejo.
-Más de tres horas.
-Entonces vamos apurándonos... No vaya a ser que
la lluvia nos coja por
confiados.
Descendieron agarrándose de lianas secas
los pocos metros que habían de
diferencia para alcanzar la llanura selvática.
El terreno era seco, pedregoso. Las piedras se deshacían con sólo tocarlas
y la vegetación, compuesta por árboles diferentes a los que anteriormente
conociera, no permitía ver el sol sino por tenues haces de luz. El
follaje no era tan intrincado como en las tierras más húmedas y por eso el
machete fue de escasa utilidad para avanzar entre los claros. El novato
caminaba por sendas naturales entre troncos fabulosos rodeados de lianas y de
neblina, absorto contemplando las orquídeas que se cultivaban solas en los
troncos podridos por la lluvia. Con los brazos acribillados de picaduras
separaba las lianas colgantes y seguía avanzando sin percatarse que su
acompañante se había rezagado. Vega, desde un rincón del bosque, trataba
de escuchar los pasos de Crisóstomo mientras encendía un cigarro de tabaco
fuerte.
Entonces empezó a silbar tenuemente, casi
sin arrancarle sonidos a su dentadura incompleta, en diferentes tonos
acompasados. Absorbía el humo del tabaco y lo botaba inmediatamente con
energía. Siguió silbando, cambiando paulatinamente de ritmo, acelerando el
compás para luego disminuirlo y convertirlo en un susurro monótono. De pronto
oyó el grito desgarrador del compañero. Sonrió.
Separando raíces aéreas y bejucos, llegó hasta
el lugar desde donde había
partido el grito. La selva se tornó silenciosa
y ni los pájaros más pequeños se
movieron de sus ramas. Allí vio la figura de
Crisóstomo paralizada y con la
mandíbula trabada en un gesto grotesco de pánico. El
machete yacía a un costado. A su alrededor zigzagueaban cerca de una docena de
shushupes, con su piel oscura de hermosos dibujos de ochos. La más grande
se erguía en posición de ataque, con las fauces abiertas y enseñando el juego
de colmillos venenosos desde los cuales caía una baba gruesa hasta el piso de
piedra volcánica. El viejo sonrió a prudente distancia, al ver a su amigo
paralizado frente a las víboras.
-No se mueva pa' nada, mi amigo... Sereno,
quietecito nomás... Ni pestañees.
Desde aquella distancia de diez metros,
sobre el claro natural de la meseta, Vega empezó de nuevo a susurrar algo en
lengua yanesha. Crisóstomo trataba de reprimir el temblor de sus rodillas
juntas, en posición de firmes. Vega silbaba y fumaba llenando la selva de
humo amargo. Subió de pronto el tono de los cánticos guerreros y ante los
ojos aterrorizados de Crisóstomo, las serpientes iban retirándose de una en
una, menos la más grande que conservaba alerta su postura de ataque.
-Quieto, jovencito. Quietecito sino me arruina
toda la operación. No se me vaya a escapar la más treja...
Desenfundó el cuchillo y cortó una rama verde y
larga que crecía con otras entre el manto de rocas pulverizadas. Botó el
tabaco sin dejar de silbar y, paso a paso, se fue acercando al hombre acechado
por la serpiente. La vara flexible cayó certera sobre la cabeza del
reptil, como un látigo. El segundo golpe fue del todo inútil.
El viejo Alfredo Vega, sin pérdida de tiempo,
abrió de largo a la shushupe muerta y llamó al muchacho. No quiso
acercarse presa aún del miedo.
-¿No ves que ya está muerta, hom...?
Hasta muerta le tienes miedo a la culebra! Ven de una vez pa' curarte!
Con cautela y luego con rapidez caminó
Crisóstomo hacia donde estaba el viejo acuclillado. La serpiente, abierta
de par en par, enseñaba sus entrañas. Dentro de ella yacía una ardilla
alargada y cubierta de babas espesas.
-La hemos agarrado antes que se echara a dormir
una siesta larga. Todavía la hubiéramos salvado a la ardilla, si
llegábamos antes.
Vega le extendió algo sanguinolento, de forma
alargada, al joven.
-Es su corazón todavía vivito... Trágatelo,
hom... Este es el fin de tus temores. Desde ahora la shushupe correrá de tu
presencia y te dejará pasar sin molestarte... -le extendió el corazón.
Algo asqueroso que todavía se movía, crudo y
sanguinolento, con una mucosa amarga a su alrededor, se deslizó lentamente por
el paladar de Crisóstomo. Difícil de tragar, quiso devolverlo o vomitar en
arcadas, sacudido por el escalofrío y las náuseas que se apoderaban de su
cuerpo. Pero hubo decisión de no seguir huyendo de la víbora, más pudo la
mirada del viejo Alfredo Vega que su propio asco. Haciendo un último esfuerzo
para sobreponerse a la náusea y con los ojos lagrimeantes, deglutió el órgano
del ponzoñoso animal.
-Eso es mi amigo. Eso es... Te acordarás
de este viejo para siempre, cada vez
que la veas a la shushupe huir de tu presencia.
Sácate la camisa y déjala por ahí cerquita nomás, pa' que su pareja se
revuelque un rato. Sino puede perseguimos buscando venganza.
El trueno les recordó que debían volver a
casa. Los páucares chismosos
anunciaron desde sus nidos colgantes que dos hombres
regresaban por donde
vinieron. Antes de ascender a la cresta,
Crisóstomo volteó a mirar el sitio donde quedaba abierto el cuerpo de la
víbora. Pero ya no estaba allí el animal
despanzurrado por el cuchillo del cazador: en su
lugar se hallaba tendido un cuerpo humano, abierto por un tajo que bajaba desde
la barbilla hasta el pubis, exhibiendo sus entrañas bajo el haz de luz que se filtraba
en el claro del bosque. Las hormigas anayo comenzaban a dar buena cuenta
de él. Era sólo un pobre infeliz con su mismo rostro: el rostro de
Crisóstomo.
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