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Martes 19 de Marzo de 2024 |
 

Obras de Dante Castro Arrasco

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El cuento de guerra en el Perú. Cuento habanero. Ultima guagua en La Habana. Ebano de la nochenegra. Un cuento de la Amazonia. Shushupe.

Agregado: 18 de JULIO de 2003 (Por Michel Mosse) | Palabras: 10543 | Votar | Sin Votos | Sin comentarios | Agregar Comentario
Categoría: Apuntes y Monografías > Literatura >
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    Obras de Dante Castro Arrasco

    EL CUENTO DE GUERRA EN EL PERU

    Muchos hubieran querido que esta narrativa no floreciera. Muchos desearon que no se publicara. Pero surgió como una corriente indetenible, como los grandes ríos de los andes, dentro de la nueva generación de escritores peruanos. La guerra interna laceraba las entrañas del país; por eso los escritores no podían permanecer indiferentes. En la generación de los 80' Dante Castro (Callao, 1959) destaca con "El tiempo del dolor", cuento que ganó el Premio COPE 87. Esta narración ha sido recogida por diversas antologías del cuento peruano y traducida a varios idiomas en revistas especializadas.


    ÑAKAY PACHA
    (El tiempo del dolor)

                                                            "El cielo se iba mudo hacia la sierra

                                                            los árboles contaban los cadáveres

                                                            los árboles se fatigaron de contar."

                                                                        (Antonio Hernández Pérez)

     

     
        Hoy por fin lo conocí cuando le dimos su barrida al caserío de Santiago en la madrugada.  A la luz de las antorchas lo vi a Marcial y era tal como me contaba el Ciriaco Reynoso: alto, no muy blanco, de pelo largo como el arcángel que pisa la cabeza del dragón en los cuadros de las iglesias.  Algo más vería de él, cosas que trato de olvidar pero que tenía razón en hacerlas,
    cosas por las que no tengo el derecho de juzgarlo y ya las quiero borrar de mis recuerdos.  Al fin y al cabo, todos matamos esa noche y desde entonces supimos que ya nada sería igual que antes, porque el tiempo del dolor había empezado.
        Por boca de un compañero que vivía en Santiago, nos enteramos de la clave de los cabezas negras:  tres toques de silbato se responden con dos y ya se puede pasar por el abra de la cordillera sin ser atacados por los ronderos de Defensa Civil.  Otro pelotón de compañeros se vistió de árboles, con ramas por todos lados, para poder deslizarse en la oscuridad y un tercer
    pelotón se disfrazó con pieles de llama para confundirse entre los rebaños de los santiaguinos.  "A estos jarjachas les damos con todo ahora", dijo Marcial, y era que Santiago se había pasado al lado del enemigo robando los animales del resto de comunidades y quemando las cosechas de los caseríos que no constituyen Defensa Civil.  Por eso íbamos bien emponchados, ocultando las armas para agarrarlos por sorpresa.  Dimos tres pitadas fuertes y nos respondieron con dos.  Esperamos un rato no muy largo y dimos dos pitadas que nos devolvieron con tres.  Entonces un rondero apareció en el camino con su lanza y agitando el sombrero en alto.  "Atracó el muy cojudo", dijo el Ciriaco Reynoso, abriendo ladino los brazos para recibirlo.  Mas apenas lo tuvo cerca, le metió el cuchillo hasta el otro lado de las entrañas y feo sonó el suspiro del sorprendido.
       Inmediatamente Eriberto Quispe se puso el poncho del difunto y caminamos con el resto de compañeros hacia Santiago.  Los
    nuestros gritaban como fieras lanzándose al ataque y los santiaguinos sorprendidos en pleno sueño tardaron un rato todavía en responder a las sombras que los amenazaban.  Salieron a chocar fierros con nuestra gente como los ciegos cuando se pierden, pero a pesar de la desventaja sus hombres se ubicaron en los riscos de las laderas y desde allí lanzaban piedras con huaracas hacia los atacantes de Airabamba.  Marcial, con el grupo de armados, se había rezagado observando de lejos el choque entre las dos comunidades.  Cada vez caían más piedras desde las sombras altas de los cerros y los airabambinos comenzamos a retroceder.  Tratábamos de abrirnos paso a lanzazos y cuchilladas entre los recios de Santiago, pero las piedras seguían cayendo como el granizo rompiéndoles la cabeza a nuestros mejores hombres y los contrarios resistían a pie firme, devolviendo los golpes y cubriéndose bien de las estocadas.
         -Disparen carajo!...-gritó Ciriaco Reynoso al grupo de Marcial, que se había quedado rezagado mirando la bronca.  Pero ellos, a regular distancia, seguían observando cómo los nuestros perdían terreno y algunos ya comenzaban a correr con la frente chorreando sangre.
          -Disparen cojudos! -volvió a gritar el Ciriaco, esta vez con la sangre tibiecita corriéndose por el cuello hasta la espalda.
       Los airabambinos se replegaban perseguidos a punta de lanza por los yanahumas de Santiago, cuando en la oscuridad refulgieron los disparos del grupo de Marcial.  No disparaban hacia los santiaguinos que defendían su plaza, sino que las
    metralletas apuntaban hacia los cerros donde estaban apostados los que nos corrían a pedradas.  Y era que no todos tenemos la misma sesera, pues.  El camarada había estado contando cuántas hondas y huaracas tenían los cabezas negras y cuando las tuvo a todas ubicadas, mandó al tercer pelotón que abriera fuego en distintas direcciones que él daba.  Como la cancha tostada sonaban las metralletas botando fuego por el cañón y los hondazos empezaban a disminuir poco a poco, hasta que ya no nos caía ninguna piedra desde lo alto.
         -Jajaillas! -gritó jubiloso Eriberto Quispe, levantando su machete y todos lo seguimos aprovechando que la lluvia de piedras había amainado hasta desaparecer, lanzándonos sobre los malditos de Santiago para exterminarlos.
       Para toda mi vida me acordaré cómo el Alejo Velasco me rogaba para que no le quitara su malvada existencia.  "Perdóname, Demetrio, y les devolveremos todo con tal que nos dejen vivir".  Pero ya estaba amargo, cansado por haberlo correteado al Alejo hasta la acequia pegada al cerro y allí nomás le arrié con la guadaña en el pescuezo.  Me acordé entonces de todos sus abusos, de mis últimas cabezas de carnero y hasta de las gallinas que le quitara a mi mujer el muy desgraciado.
       Cuando nos juntábamos ya para cantar, vi lo que me arrepiento de haber visto, eso que cargo como recuerdo ingrato del escarmiento que les dimos a esos jarjachas, hijos del pedo.  El mismo Marcial con ojos de fuego, ángel convertido en demonio, mataba uno por uno a los rendidos de Santiago, así no fueran cabezas negras.  Su gente miraba con respeto lo que hacía el
    camarada y cuando se le acabaron las balas, alguien le extendió otra metraca ara que continuara barriendo a los que faltaban.
        Pena me daba un borrachito que había conocido antes.  Marcial lo iba a matar y él lloraba por su vida miserable.
       -Ama wañuchiwaychischu, taitallico... (no me mates, papacito) -decía suplicando, pero le metió un balazo en el estómago y el borrachito cayó con las manos juntas sobre su panza, abriendo la boca de dolor.
       -Imaynatan munanki ch'ayllanatataq munasunki (tal como trates igual te tratarán) -le respondió Marcial al moribundo antes de darle el tiro de gracia.
       -Atatau bendito... -dije en voz alta sin fijarme y me salió al paso Adelaida amenazando con su arma.
       -¿Qué pasa, compañero?... Vaya con su pelotón, compañerito.
       Caminé entonces hacia donde se encontraban los airabambinos curándose las heridas y cargando los cadáveres de los vecinos que habían muerto en el encuentro.  Sólo perdimos seis compañeros en el enfrentamiento, dos con tiro de escopeta y cuatro con huaraca o con lanza.  Todos los techos de paja ardieron como si fueran bosta de vaca.  Cuando nos retirábamos arreando el ganado de los derrotados, veíamos de lejos arder lo que había sido Santiago; sus mujeres lloraban harto a los muertos llamándolos por sus nombres y las guaguas también lloraban en medio de la confusión.  Hasta ahora sueño las caras de los difuntos devolviéndonos todo lo que nos robaban para entregárselo a los uniformados.
     

    *****

     

          De tanto que le insistí a Eriberto Quispe para que me contara por qué tenía tanto rencor el camarada Marcial esa noche, terminó hablando de esa historia tan triste que me duele recordar.  Junto con Ciriaco Reynoso somos los más instruidos de esta comunidad de analfabetos y juntos los tres masticamos coca esa mañana calentándonos con la pequeña fogata que prendí y lamentando la desgracia del compañero de armas.
       "¿Qué harías tú, compañero Demetrio, si teniéndolo todo en la vida y vienes a ayudar a estos miserables, terminan dándote una patada en el culo?" Me preguntó Eriberto antes de comenzar, mientras los palos ardían reventando algunas veces, haciendo fulgurar el rostro de nuestro vecino.
       "El buen Marcial, buen camarada, buen guerrillero, honesto como lo conocemos los del partido, vino hace muchos años por acá para instruir a estos indios de Santiago.  Vino antes de la guerra, cuando todo estaba tranquilo, y llegó con su compañera caminando por ese sendero de herradura que sube por atrás."
       -¿Por Piquichaki? -preguntó Ciriaco Reynoso.
       "Ese mesmo.  Y bueno, ustedes tampoco conocieron a su compañera que le decíamos Rosa.  Bonita era la china, blanconcita y con cara inteligente.  Ellos tuvieron la mala suerte de llegar en plena celebración de la fiesta de San Isidro Labrador.  Ustedes sí conocen cómo es la fiesta por estos pagos: se come, se baila, se toma mucho aguardiente casi hasta morir."
       -Jor, jor, jor -enseña los dientes Ciriaco recordando las fiestas.  Los tiene incompletos y los que aún se sostienen en pie están negros de caries.
       "Y los chutos de Santiago que son tan buenos bebedores salieron tumbando a Marcial, dejándolo inconsciente.  A Rosa también le habían hecho beber pero sólo estaba mareadita la pobre.  Marcial, borracho hasta su mano, no pudo darse cuenta de lo que hacían con su china."
       -¿Y qué hicieron, vecino? -pregunté temiendo lo peor.
       Eriberto Quispe me miró dudando si contarme o no las cosas que pasaron en la fiesta.  Bajó la mirada hacia las brasas de la fogata y volvió a clavarme los ojos con más valor.
       "Cosas feas pasaron, compañero.  Cosas que dan pena y vergüenza contarlas, porque somos de la misma provincia de estos jarjachas que hemos matado.  A Rosa se la montaron cerca de veinte indios borrachos y luego, cuando se dieron cuenta de lo que habían hecho, los botaron de la comunidad."
       -Atatau, caracho... -susurró Ciriaco Reynoso espantado.
       "Así es, paisano.  No le dieron cuartel a la pobre.  Cuando despertó Marcial, su mujer había sido forzada tantas veces que ya no tenía razón en su cabeza.  Luego, luego, los botaron a pedradas amenazándoles de que no volvieran por ahí.  Los de Airabamba teníamos que castigar a los yanahumas por todo lo que les robaron a nuestras familias, por el ganadito que se
    llevaron para entregárselo a los cachacos y por los abusos que les han hecho a otras comunidades vecinas.  Pero lo de Marcial es cosa justa."
       -¿Y qué pasó con la Rosa, compañero? -me atreví a preguntar.
       -Murió en un encuentro con los sinchis en Huanta.  Ahora nuestro comandante trata de olvidarla con el amor de Adelaida, que es una buena mujer.  Ojalá tenga mejor suerte que la anterior... -dijo Eriberto Quispe cerrando la historia.  Los últimos palos secos de la fogata se iban apagando.
     
     

    *****

     
          Ya habíamos caminado seis días perdiéndonos de las patrullas que nos buscaban por lo que hicimos contra Santiago. Pasábamos por otros caseríos de amigos y los encontrábamos con tanto miedo que se negaban a darnos comida para que no los mataran luego los cachacos.  Nos cerraban la puerta en las narices y hasta nos insultaban aquellos que antes aplaudían nuestra presencia.  Evaristo Porras mató a un comerciante que venía de las montañas de San Francisco cortando camino por la cordillera.  Primero lo tomaron prisionero y cuando revisaron su alforja le encontraron un kilo de droga. Entonces Evaristo le rebanó las orejas al infeliz y luego de verlo sufrir, le hundió el cuchillo varias veces en el pecho.  "Esa gente para qué sirve", dijo.
       Al noveno día de camino, con hambre y sin cartuchos, nos vimos de frente con los de la Marina.  Era muy lejos para que nos alcanzaran y disparaban por gusto sabiendo que a esa distancia no nos hacían ningún muerto.  No sabíamos que terminando la bajada de Huamanmarca, al décimo día de babear de hambre, nos batirían a su regalado gusto causándonos tantas bajas.     Braulio Vílchez, danzante de tijeras muy querido en Airabamba, quedó destrozado a balazos sobre los cactos de la quebrada.  Ni reconocerlo se podía de lo feo que le dieron.  Evaristo Porras ni siquiera se dio cuenta de que lo habían matado: se quedó quietecito con un balazo en la frente y los ojos en blanco.  La tierra recibió su sangre que caía por goterones.  A Custodio Contreras lo tomaron prisionero cuando trataba de huir arrastrando la pierna herida.  Le encontraron los petardos que cargaba en la alforja; le amarraron su dinamita al estómago y así arrodillado en medio de la pampa, lo volaron como escarmiento para que lo viéramos los que estábamos escondidos en los roquedales.
       Gritaban feo los marinos y supimos entonces que los sinchis no eran ni la mitad de sanguinarios de lo que eran éstos.  No me moví de entre las piedras donde estaba escondido y los vi pasar a ellos patrullando el camino.  Eran altos, con el rostro pintado de negro, más fuertes que otros cachacos que habíamos conocido y bien armados.  Gritaban lisuras insultándonos para que saliéramos.  Pateaban a nuestros muertos con odio y hasta podría jurar por la Virgen de Sillapata que escuché a alguien hablar como argentino. (Lo sé porque he conocido turistas argentinos en Ayacucho. Por eso reconoci ese dejo raro.).
          Después de dos días de verlos dar vueltas por la cordillera azul de Huamanmarca, decidí moverme.  Había sido piedra durante todo ese tiempo, olvidando el hambre por el miedo que todavía insistía en paralizarme. Arrastrándome, cogí una lagartija atontada por el sol y le arranqué su cabeza viva aún para masticarla.  Eriberto Quispe me reconoció a lo lejos y nos
    juntamos con otros asustados más que iban saliendo de entre las piedras y hasta debajo de la tierra.  "Creo que estamos muertos", me dijo todo pálido y ojeroso.  Caminamos solamente, sin hablar nada ni miramos, buscando siquiera un sitio en la tierra para sentarnos.  Pronto comprobaríamos que ese sitio no existía, que no habían caminos ni lugar a donde ir.
     

    *****

     

       Los de Parcorán nos regalaron víveres no porque estuvieran con nosotros, sino porque les causábamos lástima de tan sólo vernos.  Nos rogaban que nos fuéramos.  Un día má allá de Parcorán encontramos el camino hacia las crestas de Airabamba, donde estaban muchos de los nuestros.  Allí nos unimos con la gente armada de Marcial, vi su rostro de arcángel que pisa la
    cabeza del dragón en las iglesias y escuché su palabra.  Su quechua estaba mejor que antes.
       La primera noche en Airabamba soñé con los muertos que nos hicieron en la bajada de Huamanmarca.  Braulio Vílchez vino hacia mí saltando en el aire con sus tijeras que cortaban el viento, ocultando el rostro destrozado por las balas.  Evaristo Porras sonreía con su balazo en la frente y me enseñaba las orejas cortadas al pichicatero de San Francisco.  Los muertos más jóvenes de quienes ni siquiera conocí sus nombres sonreían tendidos en el piso, riéndose de las patadas que les daban los cachacos. Pendejos, pues... Si ya no podían sentir nada.
         Cinco días duró el descanso en Airabamba y luego caminaríamos de noche siempre, bajo las órdenes de Marcial.  Dejé por fin de ser "base" y me incorporaron al partido.  Me bautizaron con otro nombre y ahora me llaman "Celso", aunque los vecinos viejos de la comunidad siempre se les antoja llamarme Demetrio.  Ya no cargo con el rejón, sino que me dieron una escopeta vieja para cazar perdices.  Ahora íbamos a Vizcachero, según nos dijeron, para atacar el puesto de la Guardia Civil.  Nunca me imaginé que fuera tan fácil: les avisamos a los guardias que íbamos a atacarlos y que si se iban antes que llegáramos, podían salvar el pellejo.  Y los muy sabidos escaparon dejándonos las armas para que no los siguiéramos.  Eriberto Quispe me dijo que Marcial había conversado el asunto con los tombos antes. Y así, con cuatro metralletas más bajamos para la Esmeralda a ajustarles las cuentas a algunos soplones y abigeos que colaboraban con el Ejército.
     

     ******

       No les gustó a los uniformados lo que hicimos en Vizcachero y mucho menos los muertos que les dejamos en la Esmeralda.  Entre los ajusticiados hubo uno que era del servicio de inteligencia -¿así le dicen?- y lo que más me sorprendió que era chuto como todos, cholo como yo, feo como yo, igualito a los demás.  Solo Marcial pudo reconocerlo al verle las manos sin huella de trabajo y por esa chispa de inteligencia que llevan en los ojos los instruidos.  Le hicimos juicio popular delante del pueblo y la gente no le perdonó al maldito supaypaguagua ese.  Yo mismo lo ejecuté con el machete y eso fue lo que menos les gustó a los cachacos.  Y sería bien importante a pesar de ser cholo como uno, porque después de cinco días los marinos nos cerraron el paso con helicópteros en Razuhuillca y por el callejón de Huayllay nos buscaban también muchas patrullas de sinchis. Marcial y los que decidían con él prefirieron enfrentar a los sinchis que a los marinos.
        -Los sinchis son borrachos, pichicateros, no aguantan mucho la altura... -nos dijeron.
         Entonces emprendimos confiados el camino a Quebrada Huachanga para bajar por ahí hacia otras bases que podían ocultarnos en los alrededores de Luricocha.  Mi coca se acabó en poco tiempo y empecé a comer yuyos que arrancaba con las manos de cualquier saliente.   Y el encuentro con el enemigo otra vez nos agarró hambrientos y cansados.  Lo peor: no había
    mucha bala para meterle a las armas, en cambio ellos hasta disparaban por gusto.  Por eso en Quisoruco nos despedazaron con ráfagas  y granadas.
    Una vez que rompieron con la formación del pelotón, se dedicaron a chumbearnos a cada uno por separado.  Vi morir a varios de los nuevos reclutados de la Esmeralda, maq'titos que aún no habían cumplido quince años, que no podían cubrirse porque las balas venían desde lo alto.
          Marcial nos condujo a los de Airabamba por una quebradita muy angosta que bajaba hacia el otro lado de la cordillera. Eramos unos cuantos que resbalábamos asustados sobre las piedras, sin saber hacia donde.  Nos ocultamos al extremo de la quebrada, en un lugar seco donde podíamos esperar a que pasara el tiempo y los sinchis se olvidaran de nuestras cabezas.
    Sentados en el suelo caliente por el sol, tomábamos aire sin hablar, mirando entre los árboles secos una parvada de palomas serranas que iba y venía de banda a banda, sin advertir la presencia de ninguno.  Descansaban un rato en cualquiera de las laderas y luego seguían volando de una banda a la otra, como si se tratara de un juego entre ellas.  El corazón me saltaba en el pecho y el estómago quería aflojárseme de miedo, pero tan sólo de ver su juego inocente me tranquilicé un poco. Así, cubiertos por esos árboles tan secos que el viento los hacía silbar, fuimos recuperando fuerzas sin terciar palabra, esperando que las balas dejaran de sonar al otro lado.  Ciriaco Reynoso empezó a susurrar una canción mirando a las palomas serranas cruzar el cielo por momentos.

    "...Sonkuy ujupin uywakurqani urpichata

     lulupayaspa,  qhawapayaspa, tukuy sonqoywan...

    Mana uywanaqa, raphran hunt'asqa phaqarikapun...

    purullantaña  saqerparispa,  sonqoy  ujupi..."

    (En las entrañas de mí corazón cuidé una tortolita

    Con qué ternura! Con qué cuidado! Con todo amor!

    Y  la ingrata, crecidas sus alas, se fue volando

    dejándome sus plumas dentro de mi corazón)

          Más tarde los cachacos se dejaron sentir con sus pasos torpes, botas gruesas que desprendían piedras al bajar por la pendiente.  "No nos han visto, hay que dejar que se vayan", dijo Marcial, y todo hubiera salido bien si no fuera por esas cosas de la casualidad.  Me convertí en piedra nuevamente y los otros trataron de volverse árboles secos, cactos, sombras de la montaña. Engañamos a los sinchis que pasaron casi a nuestro lado amoratados por la altura, cargando sus armas como si pesaran un millón de arrobas.  Pero no logramos engañar a las palomas que trataron de refugiarse en el risco cubierto de malezas y espinares, donde estábamos escondidos.  Vinieron espantadas por la columna de uniformados que bajaba tan torpemente, pero se encontraron con que otro grupo de hombres estaba invadiendo su lugar y terciaron el vuelo así, de repente, sorprendidas por nuestra presencia.
       Ese cambio de rumbo que hicieron las torcazas, lo vieron los sinchis y comenzaron a disparar con fuego graneado en aquella dirección.  Las balas hacían saltar pedazos de roca y levantaban mucho polvo que cegaba los ojos.  Los arbolitos espinosos y sedientos se quebraban como si fueran de carrizo . Entonces Marcial contestó y Adelaida le siguió, como siempre, cuidando las balas para no desperdiciarlas.  Disparaba también Eriberto Quispe con la metralleta que consiguió en Vizcachero, al igual que nuestro vecino Ciriaco. Yo también disparaba ese vejestorio de escopeta para matar perdices y que parecía no alcanzar al enemigo.  Mi sobrino Matías Uripe les lanzó un petardo prendido con la huaraca y los hizo retroceder.  Pobre Matías, las chinas de Airabamba llorarán su muerte en plena flor de juventud: no bien lanzó el petardo recibió más de veinte plomos en el cuerpo.  Cogí su huaraca de lana y prendí un petardo para frenar su avance, así como lo hizo mi sobrino, y, Jajaillas!, claro que lo conseguí haciéndolos recular hasta la otra banda.  Pero ya no sentía nada y mi cuerpo se fue adormeciendo como si el sueño me agarrara de pronto, y ya no pude alcanzar la escopeta perdiguera que se quedó allí calentándose al sol.  Las fuerzas se me escurrieron por los brazos y las piernas como muñeco de carnavalito que quiere pararse y no puede.  Todo era oscuro y más negro se volvió el cielo hasta que ya no vi nada.
     

    *****

     

       -Los que mueren así de repente vienen para acá, Demetrio -sentí que me decía sonriendo Eriberto Quispe.
       -Yo no estoy muerto, vecino... -le respondí y él se burló.
       -No seas cojudo, Demetrio.  Mira que en este lado de la quebrada también está Matías Uripe, tu sobrino.
       -Así es Demetrio... -me dice Matías, y yo retiro mi hombro para que no me ponga su mano manchada de sangre fresca.
       Ciriaco Reynoso también está sentado con nosotros mirando cómo se agota la batalla en lo profundo de la hondonada. Los sinchis le meten bala a los últimos espinares que se secan donde se unen las dos laderas.  Alguien les responde desde allí, calculando sus tiros para no agotar la munición.
       -Ese es Marcial... -me dice con desgano Ciriaco.  Otra metralleta se siente tabletear desde la parte alta, como si lo apoyaran.
       -Esa es Adelaida -señaló con el índice ensangrentado Matías Uripe.
        Los sinchis no dejan de disparar en esas dos direcciones y parece que tuvieran muchas balas porque no se les acaban nunca.  Han avanzado bastante cerca de ellos.  Ahora sí disparan con rabia contra la herida de rocas y espinos, y dos uniformados se lanzan hacia adentro del monte. Salen con Marcial y Adelaida, los dos con las manos sobre la nuca, empujándolos, pateándolos y sacándoles la madre.
       -Ya se jodieron -murmura Eriberto Quispe.
       -Mala suerte de Marcial para con las warmichas... ¿Por qué no la mató a la hembra, carajo? -dice Ciriaco acongojado.
       Ahora que estoy muerto no sufro tanto con las penas de otro, pero aún así me dolió ver lo que hacían estos malvados.  La desnudan a Adelaida y se colocan de uno en fondo, por orden de rango y luego por antigüedad, mientras que otros sujetan a Marcial para que vea cómo se aprovechan de su mujer.  El último la mata, como es su costumbre.  Vendría después el martirio de nuestro comandante y si yo hubiera tenido cuerpo habría llorado de ver cómo lo retaceaban a cuchillo.
       -Taitallay! Taitallayco!... ¿Manacho pacha quicharicuspa sonccompe milpunca llapa sua nácacc maldicionta? (Padre mío! Padre nuestro!... ¿No se abrirá la tierra para tragarlos en sus entrañas a todos estos ladrones y carniceros malditos?) -dijo mi sobrino Matías Uripe, queriendo llorar como si estuviera vivo.  La tierra madre recibió la sangre de ambos y se fundió con ella, como lo hace con aquellos a los que la muerte les ha costado mucho dolor.
       -Quisiera abrazarlo al comandante... -me oigo decir. Ciriaco y Eriberto, vecinos míos hasta en la muerte, me miran con tristeza.
       -Mira mejor las torcazas serranas que inocentemente nos entregaron a la muerte, míralas como bandean la quebrada, Demetrio.  Así, muertos como estamos, seremos como ellas... No sufriremos más.

       Entonces vino aquel remolino que hasta hoy nos lleva en su seno por los farallones pedregosos de esta hondonada tan seca, nos estrella contra las paredes de roca y nos filtra entre las ramas de los árboles sedientos que se mecen despacio y son nuestras voces tristes las que escuchan los caminantes ululando en el viento de invierno.

     

    CUENTO HABANERO


    ULTIMA GUAGUA EN LA HABANA

                                                               "Le propuse que fundáramos juntos

                                                                el marxismo mágico :  mitad  razón,

                                                                mitad pasión,  y  una  tercera  mitad

                               de misterio."        (Eduardo Galeano)

     

       Esa noche fue pesada para los dos. Se me ocurrió decirle la verdad, que me iba en una semana hacia Lima, que  ya  no  nos  volveríamos  a ver. Teníamos pendiente un viaje a las provincias de Oriente, pasando por Santa Clara, Ciego de Ávila, Camagüey y de allí hasta Santiago de Cuba. Teníamos entonces un sueño difícil de realizar. Tan difícil como encontrar una guagua en La Habana después de las once de la noche. Y eran las once.
       Habíamos visto pasar la última media hora atrás. Intentamos abordarla inútilmente. Junto a nosotros corría, ágil como una gacela, un joven negro que gritó barbaridades cuando el chofer no quiso esperarnos. "Sevápalapingaaa!", dijo aminorando el trote, viéndola partir envuelta en una humareda negra. Era como el viaje a Santiago que nunca realizaríamos. El joven negro parecía acostumbrado a la cotidiana frustración del transporte: limpió un lugar cerca a la parada, se tendió en la acera y tapándose con un viejo impermeable, delgadísimo, buscó conciliar el sueño. Nosotros preferimos caminar.
       -Es la última 174   -le dije-.  Mejor buscamos la 79...
       -¿Hasta Miramar?   -protestó ella.
       -Eso, si no quieres esperar la confronta.
       Qué terrible era lo de la confronta: La última guagua de las últimas, a las tres de la mañana, si es que venía. Si no llegaba, había que esperar la de las cinco. Era pasar de ser noctámbulos a compartir la guagua con los más esforzados madrugadores. Escogimos el malecón; era mejor que ir por la calle Línea o por Calzada mirando casas y edificios, envidiando a los que ya descansaban cómodamente. En el malecón nadie duerme ni se aburre; ni las parejas que ensayan hacer el amor inadvertidos sobre el muro, ni las jineteras que esperan turistas mostrando sus encantos, ni los negros vendedores de la bolsa negra. Y era prudente no hablar, si no volveríamos a lo mismo. Que si regresas con tu familia. Que sí, que regreso, que tú sabías que era
    casado. Que sí, que lo sabía, pero una siempre... Entonces no pongas esa cara que me haces sentir mal. Que qué descarado eres tú. Que yo dije siempre la verdad. Pero con la verdad y todo, una se acostumbra. Que me cago en la mierda, cojones! Y para eso, mejor ir en silencio.
       Si se daba el caso la invitaría a soñar con el viaje a las provincias de Oriente; total, quedaba una semana por delante. Pasaríamos de largo por Santa Clara, Ciego de Avila, Camaguey; ya no visitaría a los amigos ni nos detendríamos en Holguín, en casa de un mulato que odiaba a los prietos.
       -Debes estar feliz -me dijo. Tenía los brazos cruzados mientras
    caminaba fingiendo mirar el mar.
        -Y...no puedo negarlo. Discúlpame.
        -No tengo que disculparte. Yo ya no cojo lucha con nada.
        -Entonces comprende...No te engañé. Siempre supiste.
        -Claro, y yo hice el papelazo; fui la comemierda, ¿no?
      Estábamos ya en Quinta Avenida caminando sobre las flores muertas que el viento había botado en la acera central. Esas flores sofocadas, pisoteadas, desprendiendo aromas sensuales como los de aquellas jineteras que taconeaban solitarias calle abajo. De pronto me hacían recordar las sesiones para examinar la conducta de la compañera involucrada con un extranjero. Y  ella, enamorada  de un imposible, defendiéndose contra todos por un forastero que se iría finalmente.
    Reprochada, señalada, enamorada. Que con las compañeras es diferente, compañero; que no son jineteras. Y el amor es la ecuación más difícil en todos los sistemas.
       No íbamos a repetir lo mismo de siempre. Con ese silencio impuesto entre los dos se hacía más largo el camino desde El Vedado a Miramar. Solo nos atrevíamos a romperlo ocasionalmente para pedir a cualquier auto una botella a gritos. Pero también era imposible el auto stop a esas horas: nadie nos quería llevar. Llegamos a Miramar treinta minutos después y nos sentamos en el sardinel de la parada. Allí esperaríamos la 79.
       -Compañero... ¿Hace rato bajó la guagua? ¿Que no? ¿No hay ninguna
    para allá abajo? Ñó, caballero!
       -¿Qué hora tienes ahí, Pishtaco?   -por fin volvía a dirigirme la palabra.
        -Las doce menos veinte... Hacía tiempo que no me llamabas así.
      -También tengo que olvidarme de eso, ¿eh? Ahora que sé que te vas...
    recién estoy haciendo conciencia.  Dicen que cuando alguien se va a
    morir, se acuerda de todo.
       -Por lo menos no vas a tener que tomar la guagua a estas horas...
       -Cabrón.
       Otra vez venía a castigarnos el silencio. En las casas los televisores anunciaban el cierre de la programación; luego se despedirían los locutores y comenzarían con las primeras notas del himno nacional. Un himno que ya se había hecho mío. En la oscura soledad de la calle 42 danzaban a sus anchas los murciélagos y el viento marino traía los aromas lascivos de Quinta Avenida. Era del todo inútil hablar del viaje a las provincias de Oriente que jamás íbamos a realizar. En pocos días estaría volando hacia Lima, a mi hogar, y me sentía culpable de ser feliz.
       Seguía contemplando el vacío, sentada con los brazos cruzados encima de las rodillas y el mentón descansando en ellos. Cada cierto tiempo se escuchaba mugir un motor a lo lejos y ella se incorporaba de un salto, con la mirada espectante, creyendo que era la guagua. Eso sucedía en La Habana en plena crisis del transporte: la desesperación por viajar hacía que la gente creyera en cualquier cosa; al primer ruido de motores en la noche, se incorporaban ansiosos; luego regresaban a
    sus lugares decepcionados.
       Planeaba inventarle algo, bajarle una estrella para que riera, y pensé en ese ruido lejano que nos hacía incorporar creyendo que era la 79. Ese ómnibus que sentíamos bramar en medio de la noche, pero que no veíamos aparecer: tal vez una ilusión auditiva, tal vez otro bus de destino incierto, quién sabe si recogiéndose totalmente vacío hacia el depósito. Esperé a que nuevamente se pusiera de pie y regresara desilusionada.
        -Es la guagua fantasma   -murmuré.
        -¿Eh?
       -¿No lo sabes? Hay una guagua fantasma y estamos justamente en la hora de los muertos. Fíjate que van a dar las doce.
       -Ahora sí que acabaste. Encima que no voy a llegar a mi casa, tú sales con la cabrona metafísica.
       "Cabrona metafísica", claro. Y el camarada Afanasiev, el último cabrón que simplificó el materialismo, dijo que el idealismo contradice a la ciencia y que está ligado con la religión.  -Já!... Coñó, que si no le invento un cuento dejo de ser yo-  Y la cabrona metafísica viene sola, como cuando hay que sentarse a escribir. El fresco de la madrugada la puso más cerca de mi hombro, los dos sentados en la calzada con las rodillas a la altura del mentón sin atrevernos a un abrazo.
        -El Estado les oculta estas cosas a ustedes. Imagínate el pánico, en pleno período especial, si es que la gente se entera. La guagua fantasma existe, aunque se resistan a aceptarlo. A cada rato te pones de pie creyendo que es tu guagua, ¿no?... La escuchas, pero no la ves. ¿Te das cuenta? Y lo que realmente pasa, es que no ha llegado tu hora todavía... La hora de que te recojan para siempre en cuerpo y alma.
        -No seas bobo. ¿Quién te va a creer eso?
       -Cuando sea tu hora, la verás llegar. Serán las doce o algo más y creerás que tienes suerte de no seguir esperando toda la madrugada. Por eso subirás rápido y no te darás cuenta de nada al principio.
        -Acaba ya, chico. Háblame del juego de pelota...
       -Espera que ahora acabo. La guagua fantasma te lleva a una gran velocidad y ya no se detiene en ninguna parada una vez que te ha recogido. Dirás que así es mejor -corre, chófer, corre- que así haz de llegar más rápido a casa... Pero nunca llegarás.
       -Fíjate lo que una tiene que escuchar... Como si no tuviéramos ya bastante.
       -Atiende: cuando tú quieras bajar, no podrás hacerlo. Le dirás al chofer que pare el bus, pero él... como si no te oyera. La gente que va contigo tampoco te escucha, sinó...ya tú sabes: te apoyarían, protestarían por ti. Vas hacia la puerta de adelante, pretendes llamarle la atención al chofer: "Hey, compañero, ¿no oyó que bajo?". Y ahí recién te das cuenta. El chofer se está descarnando, los pasajeros también. Todos son muertos que se ríen de tu ingenuidad. Esa guagua a mucha velocidad sigue su
    camino. Nunca se detendrá... Será  realmente la última... ¿Me estás copiando?
        -Oyemé... Ahora sí creo que estás tostáo... Estás loco.
      Y no volvimos a discutir. Terminaban de sonar los acordes del himno nacional de Cuba en los televisores de las casas. Las doce en punto. El fresco de la brisa marina, la calle oscura y solitaria, los murciélagos danzando en las ondas del viento. Y no nos atrevíamos a abrazarnos.
       Ella seguía en la misma posición: con el mentón apoyado en las rodillas, sujetándose los tobillos con las manos. Pensé que podía tenerlas frías como las mías y mis dedos buscaron los suyos allá abajo. Manos semejantes a peces sorprendidos por las olas, registro del corazón en cada yema de los dedos, cuello de gatito negro que puedes sujetar suavemente, inicio de algo que...
        -Hay Dió!   -gritó espantada, ya de pie en un solo impulso.
        -Muchacha!... ¿Qué te hice? ¿Qué te pasa?
       Temblaba. Había pánico en sus ojos. Entonces supe que mi cuento estaba bueno y que Afanasiev no había servido de mucho en tantos años. Que una mano fría cogiéndome, chico, que quién iba a pensar que era la tuya, que para qué inventas esas cosas.
       Y vino la 79 al fin, la última guagua de la noche. Era de las nuevas, donación del gobierno español, toda plena de bombillos y con muchos asientos vacíos. Ella no quiso subir.
      -Fíjate que es la última. Ya no hay otra después.
       -Que no, tato... Que no subo
       -Pero no vas a llegar a tu casa.
       -Que no, mi amor... Déjala ir.
       -¿Y el trabajo mañana?  Decídete que ya arranca.
       -Con el trabajo me arreglo luego, papi. Que se vaya, que no subo.
      Dice Afanasiev -en una página digna de olvido- que en el socialismo no hay explotadores, por eso no existe gente interesada en el idealismo y este no encuentra difusión. Cuentan los babalawos en Cuba que Ochún se untó de miel para tentar a Ogún y así sacarlo del monte. Dice mi conciencia que inventé lo de la guagua fantasma para que ambos camináramos hasta la posada de Playa a revisar ciertos conceptos.
       Y Eleguá abría los caminos, y Changó y Yemayá ayudaban descansando.... Porque Ochún quiso que la noche terminara allí.
     
     

    Ébano de la noche negra

        Por ahí se dice que los negros no tenemos historias, señor. Y así, sentaditos como usted está escuchándome, mueven la cabeza como si uno les contara mentiras. Qué si yo le cuento de una negra bendita que tejía historias cuando éramos niños. Qué si le digo que a esa negra la conocieron nuestros padres, nuestros abuelos y los abuelos de nuestros abuelos. ¿Ah?... ¿No ve que yo está dudando?

    Pues esa negra se llamaba Mamá Lázara, y los muchachitos que ya nada teníamos que hacer en los sembríos la íbamos a buscar pa' escucharla. Salíamos al camino, a eso de las seis, pa' ir a su choza que lindaba con la playa. Sí señor. Allá donde ahora terminan los plantíos de calabaza y comienza la arena a efrentarse con las olas.

    -Quiáce tanto neguito ocioso pol ahí! -nos decía como peliando. Voz chascosa que espantaba a los chaucatos. Y los chaucatos avisan de la culebra; y el guardacaballo se come el gusano del lomo de las bestias; y el huanchaco pica la fruta pa' comerse su gusano. Y Mamá Lázara contaba cuentos a las seis. óigame, tan lindos sus cuentos como si los hubiera hecho con la espuma del mar, como el sol de la tarde que pinta los plantíos de luz colorá. Así de lindos eran sus cuentos. Pero pa' gozarlos había que ser negro por dentro también; no d'esos quiay ahora, que ni agarran lampa, que ni saben trabajar.

    Nos juntábamos como moscardones mirándola a la anciana y ella empezaba:

    -Qué se van a acordal de Papá Samuel, si no le conocieron. Nego gande era mi Samuel, como una palma de cocos d'esas que se levantan en las plazas de los pueblos...

    Los más creciditos sabíamos poco de ese negro Samuel, por oído nomás. Decían los viejos que a él lo trajeron en barco, por los tiempos en que don Alonso González del Valle era dueño de todo lo que había acá. Decían también los viejos que ese godo era remalo y que nunca le quitó el collar de bronce a Papá Samuel. Eso sólo se lo vino a quitar la gente de don Ramón Castilla, que Dios tenga en su gloria, ya cuando Samuel era muy viejo, ya cuando todo le daba lo mismo.

    A ella la mirábamos con cariño cuando se emocionaba con su recuerdo. Con lástima también: toda hueso y pellejo, unas cuantas crenchas blancas que ni le cubrían bien el cráneo, y los nudillos tiesos como requiebros de raíz agarrando el bastón de huarango. Un ojo muerto en lágrimas y con el ojo bueno mirando más allá de la reventazón, más allá de las gaviotas.

    -Poque nadies se acuelda de mi nego Samuel. De joven doblada la herradura del caballo con una mano...Y con l'otra, podía tranquilizá una res de un sopapo... No había varón como él!

    Eso nos gustaba de las historias de Samuel. Más que un buchito de miel de caña. Con tanta exageración! Como esa de que había heredáo el gran grito de los mandingas, de los abuelos de nuestros abuelos.

    -En ese tiempo no habíamos apalencáo, sin sabé que ya entonce éramos libres poque el Mariscal Castilla lo había querío así. Papá Samuel estaba reviejo y no podía peliar, cuando su vecino, el mulato Matías Mogollón, le robó el agua de las acequias y le faltó de palabra. Entonce Papá Samuel se subió al cerro de las lechuzas y desde ahí se quedó mirando tóo lo que había sembrao el enemigo con su agua. Temblaba de pura cólera mi marío. Qué rabia que hasía, Jesú!... Recoldando las mañas de los brujos de Changó y Obatalá, tomó aigre hasta el tuétano de sus güesos. Largo rato aguantó ese aigre poniéndose morao. Y con toda la rabia que le nasía de las verijas, gritó...Gritó!... Y mucho grito fue ese, óiganme. Tan fuelte que mató los pajaritos, las vacas, los piajenos, los puelcos; arrancó de cuajo los huarangos, quebró las cañas del maíz que Matías Mogollón había plantao. Mató a su mujé y a sus hijos rompiéndole los oídos, y al mismo enemigo que se quedó ahí tirao botando espuma po la boca. Con ese gran grito del mandinga, se telminó el pleito po'el agua...

    Y ya no quiero seguir recordando más historias, porque una noche Mamá Lázara nos iba a contar la última sin saberlo. Era que nadie sabía qué estaba esperando ella pa' morirse, así tan viejita y dando lástima. Por Cristo que esa noche no nos iba a cansar con cuentos de negros cimarrones ni de fantasmas que se roban la fruta. No! Algo viejo le comía el tuétano esa noche de Jueves Santo. Algo que era de Papá Samuel.

    -Así, anciano como estaba, no podía lavalse solo mi Samuel. Yo, de tan vieja, me cansaba de lavalo en su tremenda humanidá. Y las vecinas de otras sementeras, venían a ayudá... Polque era un olgullo lavalo al nego Samuel tan gande. Es que too grande tenía él! Como que era un gusto pa' cualquié mujé lavale sus cosas que Dios le dio. Desde la primera vez que lo lavaban, ya siempre querían venil a ayudá. Derpué que habían tocao sus cosas, ya no querían a sus maríos...

    Estirábamos la jeta, pelábamos los dientes pa' reír. Pero hasta entonces, nunca nos había contao cómo murió Samuel. Y en Jueves Santo se le ocurrió contarlo, como pa' hacernos rechinar los dientes de susto.

    -Estaba ya muy viejo Papá Samuel. Ya ni podía encontrá su ropa en un cordel y siempre se orvidaba ónde había dejao las cosas. Así, una vez se orvidó el camino de la plantación a la casa. En Semana Santa jué, me acueldo. Caminó lejos, derpué de su café, pa' ir a soltá el agua de l'acequia. Pue nunca golvió. Las lechuzas me contaron cómo se peldió: desesperáo, enloquecío, toos los caminos le paresían lo mismo. Entonce escuchó un cantito meloso que venía buscando atajo po' el mar: "Nego Samuel déjate amal po' las mujeres de la mar"... ¿Y qué creen que dijo Samuel?... "Me voy pa'l mar", eso dijo. Se adentló con pisada fuelte po la arena de la playa, hasta que'l agua le daba po la sintura. Luego, hasta el pecho. Derpué, hasta las orejas. Y flotando ensima del agua, le seguían llegando cancioncitas melosas: "Nego Sauel, déjate amal que somo mitá mujé, mita pescao". ¿Y acaso conosen d'eso, neguitos mostrencos?

    -Sirenas, abuela... Mitá mujé, mitá bacalao...-decíamos ñatos de risa, puro ojo saltón, puro diente pelao.

    -Eso que nunca vieron una... Así es que se jué adentlando. Me lo contó la lechuza, como que la mar no me lo iba a devolvé nunca...

    Fue lo último que quiso contar Mamá Lázara ya con las estrellas sobre su cabeza. Como que en Jueves Santo, por Cristo nuestro Señor, se ven las estrellas más grandes; como que en esos días aflora el pescao hasta la orilla y los entierros de los antiguos asoman por la arena. Como que en esas noches los perros se vuelven locos ladrando a los muertos.

    El tiempo quiso cambiar entonces. Ya la neblina venía ganándole a la playa, al arenal, a los sembríos. Mamá Lázara mascaba su recuerdo mirando con el ojo sano tanta curiosidad. Toda decrepitud y harapos. Y sus nudillos venosos ajustando el bastón.

    -Mucha niebla, abuela... -temblábamos de frío o de miedo; de miedo y de frío, nadie sabe.

    -Y eso que ahora no oyen los tambores que'toy oyendo. Son los cueros de tanto mandinga sumergío allá abajo. Y a esos tambores les acompaña el cajón de Papá Samuel.... Está sonando adentlo del mar...

    Ahí sí que nadie quería reír, señor. Ojos grandes la miraban. Pura boca abierta con la bemba caída, como que nosotros también estábamos oyendo esos tambores, mi don. En la neblina se sentían pasos fuertes, de gente grande. Oigame! Unos pasos que hacían temblar la playa, A Mamá Lázara no le daban miedo, parecía conocer de esas cosas y con el ojo sano quería ver adentro de la niebla.

    -Con miedo, ¿no?... No he conocío nego cobalde!

    Después de gritarnos así, ya no volvió a hablar. Tampoco quiso mirarnos. Soltó el bastón de huarango, se puso de pie y caminó despacito. Primero un paso, luego otro. Solita enfiló pa' la playa, con sus piernas cansadas de tantos años. Se iba neblina adentro, con sus brazos flacos por delante. Sí señor. Casi agarrándose de la niebla. Y esos pasos fuertes del otro lado. Y ese olor a mar enfermo.

    Vimos la sombra enorme de Papá Samuel abrazándola: negro gigante cubierto de estrellas de mar, algas, yuyos, malaguas. Un remolino de viento que arrastraba cangrejos y plumas de gaviota, se los llevó a los dos.

    ¿Que no me cree, señor?... ¿Cómo va a ser?... Mire usté sinó esos dos peñones adentro del mar. "Parece que estuvieran mirándose desde siempre", dicen los viajeros.

    Y es que se quedaron allí... pa' toda la vida, señor.


    UN CUENTO DE LA AMAZONIA

    La víbora más ponzoñosa de la amazonía peruana, la Shushupe (Lachesis Muta), se convierte en objeto de este cuento. Los colonos andinos en la zona amazónica, tratan de aprender diferentes recursos de supervivencia de quienes han poblado los bosques por centurias. Los colonos aprenden de los nativos a conjurar el miedo y otros peligros. Que el lector saque sus propias conclusiones, considerando que desde la comodidad de su hogar es muy difícil que se imagine una Shushupe dispuesto a morderlo. Este cuento forma parte del libro "Tierra de Pishtacos", con el cual Dante Castro ganó el Premio Internacional Casa de las Américas 1992.



     

    SHUSHUPE
     
     

           Resbaló sobre la superficie húmeda del tronco que hacía de puente entre la
    trocha y el rocotal.  Quiso sujetarse pero las manos también resbalaron.  Crisóstomo cayó pesadamente en medio de la vegetación que cubría la acequia de aguas estancadas y uno de sus pies desnudos tocó aquel cuerpo blando, de escamas gruesas, cuyo contacto le hizo lanzar un alarido de pánico a la vez que se desesperaba por salir hacia el camino.  El machete había desaparecido entre la hojarasca que formaba un colchón natural sobre la zanja y, en medio de la maraña de totorillas, ya se alzaba el cuerpo oscuro de dibujos perfectos en posición de ataque.
     

          Crisóstomo logró cogerse del puente y salió por fin hacia la pampa recién
    quemada, esquivando las raíces ennegrecidas que obstaculizaban su fuga.  Se dejó llevar por la bajada que lo traía acelerado, como su corazón, hacia  el tambo donde acostumbraban descansar los jornaleros esperando el refrigerio   de las seis.
     

       -Míralo al Crisóstomo, óe... -comentó Manuel, arrugando el rostro enjuto en gesto burlón.
     

       -Corriendo como endiablado viene ¿no?... ¿Qué habrá hecho con la herramienta? -habló Sebastián, chascando la lengua contra su bola de coca.
     

       Algunos del grupo creían adivinar de qué se trataba.  "Lo mismo de siempre",
    murmuró alguien bajo la penumbra.  Meneaban la cabeza, sonreían.  El hombre que se veía pequeño a lo lejos se acercaba sudoroso calmando el trote, tratando de aparentar serenidad frente al grupo.
     

        -¿Otra vez, cho ... ?
     

        -Otra vez, pues.  Me ha vuelto a sorprender -se rindió al fin avergonzado por las risas de los compañeros de faena.
     

        -¿On' tá tu machete?  Seguro que lo has abandonado sobre el sitio de nuevo.
    -dijo Manuel mientras afilaba el suyo con una lima oxidada.
     

       La lluvia había empezado a mojar las quebradas cubiertas de selva y los cafetales de los colonos.  Los jornaleros, con plásticas sobre los hombros, se dirigieron hacía la cabaña de Manuel para tomar el café de las seis y fuego retornar cada uno a sus pagos.
     

       -¿Cómo así, pues, te dejas sorprender? -le preguntó Pancha, la mujer de Manuel, mientras preparaba el refrigerio entre el olor de la leña y la ceniza.
     

       Los goterones implacables arrancaban a las calaminas un sonido estremecedor y parejo, comparable con la creciente súbita del río.  Pancha sacó yucas humeantes de la olla y las ofreció en un plato que fue corriendo de mano en mano; se rió de los dos perros y del gato que se acurrucaban juntos bajo la cocina de leña.  Sirvió café en anchas tazas de plástico y volvió a reír.
     

       -Maricones son los hombres -dijo sonriéndole a Crisóstomo- Pensar que el otro domingo maté una faninga con la escoba nomás.
     

       -El michi la habrá matado -le respondió la voz de Sebastián  con los carrillos
    llenos de yuca cocida.  Todos rieron menos Crisóstomo.  Manuel tampoco quiso reír.
     

       -La faninga no es culebra peligrosa, pues.  A ver, quisiera verte con la que lo
    asusta a Crisóstomo -dijo a su mujer-. Esas cosas no son pa' andarse burlando.
    Nadies tiene miedo porque quiere.
     

      En la oscuridad el cielo escampaba y los hombres iban retirándose con las plásticas recogidas y las herramientas al hombro.  Crisóstomo se quedaba a dormir como siempre, junto a  la cocina de la cabaña, mientras Manuel y Pancha subían al altillo para pasar la noche.  El río bramaba furioso arrastrando rocas en medio de la crecida.
     

        -Mañana vas a tomarte el día libre, Crisos... -dijo Manuel antes de subir al altillo con su mujer- ...Sólo quiero que recuperes la herramienta y recojas del rocotal un saco de maduros.  De ahí te vas pa' la otra banda a visitarlo a Vega.  Llévale ese regalo al viejo.  Seguro que él te puede ayudar.
     

         Lo miró con lástima antes de subir.  Crisóstomo, herido en su amor propio, quedaba allí junto a los perros y el gato para compartir el calor de la cocina y el perfume de las cenizas.  Se revolvería toda la noche tratando de dormir, escuchando sapos y chicharras, sobresaltándose con los ladridos de los perros que avisan el paso de alguna fiera o de la carachupa ladrona, rememorando en sueños de pesadilla la imagen de la shushupe dispuesta a morderlo.
     

     
     
     
     
     

       El día despertó con amago de diluvio.  Las cumbres  selváticas se hallaban
    cubiertas por la densa neblina mañanera y el río había dejado de crecer,
    manteniéndose parejo el caudal de aguas ocres.  Crisóstomo cargaba un saco de rocotos  suspendido mediante la vincha que rodeaba su frente.  Había pasado por el puente de metal a la otra banda de río y cogió la subida que conducía a la cabaña de Alfredo Vega.  El viento se llevaba los nubarrones negros hacia los cafetales de Tambo  Real, donde seguramente iba a llover.
     

       -Me traes rocoto como pa' un ejército -le dijo Vega viéndolo llegar, mientras
    desgranaba el maíz en posición de cuclillas.
     

        Vivía solo, sin más compañía que sus perros chuscos, en esa choza que nunca conoció mujer.  Crisóstomo descargó el saco junto a uno de los poyos de argamasa y piedra que sostenían la vivienda.
     

       -Buenas, don Alfredo... Este rocotito se lo mandan los Olorte.
     

       -Ven pa' que me ayudes a desgranar.  Así la muerte no te agarra ocioso.
     

       Crisóstomo tomó el tronco donde picaban la leña para usarlo como asiento.  Con manos expertas empezó a desgranar las mazorcas sobre los sacos vacíos que don Alfredo Vega había tendido en el piso.
     

       -Dicen que las penas se confiesan mejor desgranando maíz.  Mejor que el cura en su confesionario.... Debería desgranar maíz   y así termina confesándonos a toditos los de por acá.
     

       -¿Qué cosas dice usted, don Alfredo? -contestó Crisóstomo  con la mirada en las manos que iban dejando desnudas las corontas.
     

       -¿Mejor por qué no me cuentas tu pena, Crisos?  Así en un ratito acabamos con todo este fruto de Dios y me entero de tus tristezas.  Vamos a ver quién gana... Sigue desgranando ese poco con las manos, mientras que con la boca me vas contando de ese demonio que azota tu alma.
     

       -De repente ya le contaron... Es la shushupe, don Alfredo.
     

       Confesó Crisóstomo sonrojado ante la mirada inquisidora del dueño de casa.  El rostro del viejo se arrugó en una sonrisa compasiva y sus ojos rasgados lo
    observaron con lástima.  Cuatro manos competían desgranando.
     

        -¿No te digo que el maíz es mejor para confesarse?  Seguro que el animalito ese te persigue adonde vas.  No te deja trabajar porque te espantas al verlo.  La sangre se te enfría y el corazón quiere salirse de tu pecho... No sabes qué hacer, a pesar que tienes el machete en la mano.  Nada te libra de sus ojos. ¿No es así, Crisos?
     

       -Parece usted adivino.  Capaz ya le han contado.
     

       -Soy algo más que adivino, mi amigo.  No necesito del chisme para enterarme de cómo son estas cosas.  Pero dejémonos de hablar de uno.  Terminas estito nomás pa' que luego me acompañes al monte, aprovechando que todavía es temprano.
     
     
     
     
     
     

       El hombre joven abría camino entre las ramas y lianas que cicatrizaban una trocha olvidada en medio del bosque.  El hombre maduro pisaba sobre sus pasos con la escopeta calzada entre sus manos venosas y ambos subían la quebrada surcada por manantiales cubiertos de vegetación.  Se agachaban, resbalaban, volvían a resbalar, pero nuevamente se incorporaban para recuperar el camino.  Crisóstomo golpeaba con fuerza sobre los bejucos rebeldes y a pesar de que salieron con los cuatro perros del viejo, a ninguno se le veía.  Sólo en contadas ocasiones sentían ladridos en medio del follaje y el dueño identificaba al animal.
     

       -Ese es mi Coronel.  Por su ladrido sé lo que ha visto... Está acosando al rucupe en su guarida.  Pensará que hemos salido a cazar el pobre.  Ojalá no se deje hacer daño, como l'otra vez.
     

       -¿Y qué le hicieron al Coronel? -preguntó Crisóstomo con la respiración agitada.
     

       -El rucupe pendejo le clavó los dientes en el hocico y casi me lo mata al perro.  Le iba a suceder lo mismo que a mi Chino.  El pobrecito Chino murió cuando el sajino le clavó los colmillos en la panza.  El perro quería cortarle la huida al sajino, pero por mi vejez llegué tarde.  Blanquito era el pobre, mi pichicito lindo.
     

       -No se acuerde de cosas tristes, don... -dijo Crisóstomo sin dejar de machetear.
     

       -Qué me haría sin mis perros.  Ellos conocen los senderos del animal.  Por ahí
    mismito se meten a seguirlo, agachaditos nomás pa' dentro.  Si es venado o sajino, arman su laberinto en grupo, rodeándolo, mordiendo aquí y allá, jalando y tirando hasta que yo me ocupo de darle su bala.
     

       -¿Pa' ónde estamos subiendo, don Alfredo? -preguntó por fin deteniéndose y
    tratando de recobrar la respiración.
     

       -Por curioso y flojo no debería contestarte... Más arriba, donde la selva se junta con las nubes, hay una meseta de piedras solamente.  Una pampa de piedras con otra vegetación, donde se refugia el oso y el tigrillo.  A veces he encontrado boa por ahí durmiendo.  Seguro serás el segundo hombre que llega a ese lugar, después de mí.  El sol tampoco asoma en esos sitios, porque hay árboles gigantescos cubiertos de lianas y de orquídeas como nunca habrás visto en tu vida. Pero sigamos subiendo para aprovechar el día.
     

       Tras una hora de machetear, vieron de nuevo el sol en el claro de una cascada que descendía de altos roquedales.  El ruido del agua amortiguaba sus pasos sobre las piedras cubiertas de musgo. Los hombres sudorosos se miraron con
    satisfacción.
     

       -En esas peñas asoma el tigrillo por una vez.  Luego ya no lo verás jamás, porque sabe que el hombre mata de lejos.
     

       Vega silbó fuerte en varias direcciones.  Del follaje intrincado y sacudiendo las ramas más bajas de la vegetación, aparecieron sus desnutridos perros con los lomos cubiertos de humedad.  Con las lenguas afuera y respirando agitadamente, contemplaban a su amo.  Dio una palmada y silbó algo inentendible para que los canes obedientes corrieran por la trocha recién abierta.
     

       -Ahora sí mi amigo... Desde aquí andaremos solos -sonrió mirando la cara de
    incertidumbre de Crisóstomo.  Vega se puso la escopeta a la bandolera y frotándose las manos miró hacia la parte superior de la cordillera selvática: la parte más empinada y áspera del camino que aún les faltaba recorrer.
     

       Para subir las manos se prendían como garfios de toda rama o liana gruesa, así como los pies buscaban acomodarse en cualquier saliente de los roquedales.  Los hombres resbalaban y volvían a sujetarse de cualquier elemento que facilitara la ascensión.  Bufaban y resoplaban como toros furiosos tratando de vencer los obstáculos naturales y el machete de Crisóstomo relució en escasas oportunidades.
     

       Luego de ganar la cumbre, Crisóstomo supo que lo que había detrás de aquella cadena de montañas donde los colonos sacaban algunas cuadras al monte, no era ninguna pendiente inclinada como podía suponerse desde abajo.  Ante sus ojos se extendía una meseta de selva tupida rodeada por otras crestas de cordillera, igualmente cubiertas de espesura.  Don Alfredo Vega miró regocijado la sorpresa que causaba el descubrimiento al colono.
     

       -¿Cuánto tiempo habremos hecho hasta acá? -preguntó el viejo.
     

       -Más de tres horas.
     

       -Entonces vamos apurándonos... No vaya a ser que la lluvia nos coja por
    confiados.
     

        Descendieron agarrándose de lianas secas los pocos metros que habían de
    diferencia para alcanzar la llanura selvática.  El terreno era seco, pedregoso.  Las piedras se deshacían con sólo tocarlas y la vegetación, compuesta por árboles diferentes a los que anteriormente conociera, no permitía ver el sol sino por tenues haces de luz.  El follaje no era tan intrincado como en las tierras más húmedas y por eso el machete fue de escasa utilidad para avanzar entre los claros.  El novato caminaba por sendas naturales entre troncos fabulosos rodeados de lianas y de neblina, absorto contemplando las orquídeas que se cultivaban solas en los troncos podridos por la lluvia.  Con los brazos acribillados de picaduras separaba las lianas colgantes y seguía avanzando sin percatarse que su acompañante se había rezagado.  Vega, desde un rincón del bosque, trataba de escuchar los pasos de Crisóstomo mientras encendía un cigarro de tabaco fuerte.
     

        Entonces empezó a silbar tenuemente, casi sin arrancarle sonidos a su dentadura incompleta, en diferentes tonos acompasados. Absorbía el humo del tabaco y lo botaba inmediatamente con energía. Siguió silbando, cambiando paulatinamente de ritmo, acelerando el compás para luego disminuirlo y convertirlo en un susurro monótono. De pronto oyó el grito desgarrador del compañero.  Sonrió.
     

       Separando raíces aéreas y bejucos, llegó hasta el lugar desde donde había
    partido el grito.  La selva se tornó silenciosa y ni los pájaros más pequeños se
    movieron de sus ramas.  Allí vio la figura de Crisóstomo paralizada y con la
    mandíbula trabada en un gesto grotesco de pánico. El machete yacía a un costado. A su alrededor zigzagueaban cerca de una docena de shushupes, con su piel oscura de hermosos dibujos de ochos.  La más grande se erguía en posición de ataque, con las fauces abiertas y enseñando el juego de colmillos venenosos desde los cuales caía una baba gruesa hasta el piso de piedra volcánica.  El viejo sonrió a prudente distancia, al ver a su amigo paralizado frente a las víboras.
     

       -No se mueva pa' nada, mi amigo... Sereno, quietecito nomás... Ni pestañees.
     

        Desde aquella distancia de diez metros, sobre el claro natural de la meseta, Vega empezó de nuevo a susurrar algo en lengua yanesha.  Crisóstomo trataba de reprimir el temblor de sus rodillas juntas, en posición de firmes.  Vega silbaba y fumaba llenando la selva de humo amargo.  Subió de pronto el tono de los cánticos guerreros y ante los ojos aterrorizados de Crisóstomo, las serpientes iban retirándose de una en una, menos la más grande que conservaba alerta su postura de ataque.
     

       -Quieto, jovencito. Quietecito sino me arruina toda la operación.  No se me vaya a escapar la más treja...
     

       Desenfundó el cuchillo y cortó una rama verde y larga que crecía con otras entre el manto de rocas pulverizadas.  Botó el tabaco sin dejar de silbar y, paso a paso, se fue acercando al hombre acechado por la serpiente.  La vara flexible cayó certera sobre la cabeza del reptil, como un látigo.  El segundo golpe fue del todo inútil.
     

       El viejo Alfredo Vega, sin pérdida de tiempo, abrió de largo a la shushupe muerta y llamó al muchacho.  No quiso acercarse presa aún del miedo.
     

       -¿No ves que ya está muerta, hom...?  Hasta muerta le tienes miedo a la culebra! Ven de una vez pa' curarte!
     

       Con cautela y luego con rapidez caminó Crisóstomo hacia donde estaba el viejo acuclillado.  La serpiente, abierta de par en par, enseñaba sus entrañas.  Dentro de ella yacía una ardilla alargada y cubierta de babas espesas.
     

       -La hemos agarrado antes que se echara a dormir una siesta larga.  Todavía la hubiéramos salvado a la ardilla, si llegábamos antes.
     

       Vega le extendió algo sanguinolento, de forma alargada, al joven.
     

       -Es su corazón todavía vivito... Trágatelo, hom... Este es el fin de tus temores. Desde ahora la shushupe correrá de tu presencia y te dejará pasar sin molestarte... -le extendió el corazón.
     

       Algo asqueroso que todavía se movía, crudo y sanguinolento, con una mucosa amarga a su alrededor, se deslizó lentamente por el paladar de Crisóstomo. Difícil de tragar, quiso devolverlo o vomitar en arcadas, sacudido por el escalofrío y las náuseas que se apoderaban de su cuerpo.  Pero hubo decisión de no seguir huyendo de la víbora, más pudo la mirada del viejo Alfredo Vega que su propio asco. Haciendo un último esfuerzo para sobreponerse a la náusea y con los ojos lagrimeantes, deglutió el órgano del ponzoñoso animal.
     

       -Eso es mi amigo.  Eso es... Te acordarás de este viejo para siempre, cada vez
    que la veas a la shushupe huir de tu presencia.  Sácate la camisa y déjala por ahí cerquita nomás, pa' que su pareja se revuelque un rato.  Sino puede perseguimos buscando venganza.
     

       El trueno les recordó que debían volver a casa.  Los páucares chismosos
    anunciaron desde sus nidos colgantes que dos hombres regresaban por donde
    vinieron.  Antes de ascender a la cresta, Crisóstomo volteó a mirar el sitio donde quedaba abierto el cuerpo de la víbora.  Pero ya no estaba allí el animal
    despanzurrado por el cuchillo del cazador: en su lugar se hallaba tendido un cuerpo humano, abierto por un tajo que bajaba desde la barbilla hasta el pubis, exhibiendo sus entrañas bajo el haz de luz que se filtraba en el claro del bosque.  Las hormigas anayo comenzaban a dar buena cuenta de él.  Era sólo un pobre infeliz con su mismo rostro: el rostro de Crisóstomo.
     
     


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