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Jueves 28 de Marzo de 2024 |
 

Obras de José O. Álvarez

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Primera parte. Escape onírico. Fiebre de lotto. Paloma mensajera. Desamparado. Viaje. Iguana. Manifiesto antipoético. Arenas movedizas. Abelina. Elegía canina. Lágrimas congeladas. Regreso a la materia. Buscando empleo. Chucho, el obituario El Cristo palpitante. Hambre de inmortalidad. Vida asegurada. Constelación edípica. Fatal error. Paraíso recuperado. Razón de vivir. Amor al vuelo. Beverly Hills criollos. Voces sin voz. Anaquel de los recuerdos. LeonnoeL.

Agregado: 18 de JULIO de 2003 (Por Michel Mosse) | Palabras: 20777 | Votar | Sin Votos | Sin comentarios | Agregar Comentario
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    Obras de José O. Álvarez

    Escape onírico

    Después de la lluvia el hermoso verde se apoderó del paisaje poniendo en ridículo las pinturas bucólicas. La música callada hacía resonar la soledad. El olor de tierra preñada empezó a gestarse. Era el momento anhelado para interrogar el universo al creer conjuradas las iras salvajes. Una serpiente se abrió buscando la vida que pensaba hallar emponzoñando. Desde siempre me acechaba pero sólo hasta ese momento dudé de su sapiencia que escondía tras un velo de dulzura. Incapaz de soportar el oprobio rasgó el velo. Mi cuerpo saltó a tiempo pero mi mano detenida por un instante le sirvió de blanco. Pude salirme de su sueño sibilino y despertar del mío.

    Dos gotas de sangre corrían por el dorso de mi mano.

    Fiebre de lotto

    Para combatir los rumores de que en pocas semanas iban a ser absorbidos por el Banco Interamericano y posiblemente quedarían en la calle, los 160 trabajadores del Banco de Ahorros y Préstamos acordaron gastar los ahorros de toda su vida comprando conjuntamente medio millón de dólares en números de la lotería de la Florida que subía su acumulado por minutos. Los menos afortunados, que eran la mayoría, aprovechándose de las conexiones que tenían en el banco, pidieron prestadas sumas exageradas que respaldaron con sus joyas y sus bienes raíces.

    Al pie de las enormes carteleras regadas a lo largo y ancho del estado, un ejército de jóvenes, equipados con celulares, cada minuto cambiaban la cifra que subía al borde del hervor: 100 millones de Washingtones.

    En la historia de los sorteos nunca antes se había disparado el acumulado a alturas que igualaran la temperatura de las playas produciendo fiebre de lotto en cada nativo o turista de turno. La noticia se regó como pólvora y hasta los jugadores de otros estados y países viajaron expresamente a comprar miles y millones en boletos. Se supo de madres pobres que cambiaron sus cupones por boletos dejando a sus crías sin alimento, esperanzadas en que luego lo tendrían hasta la saciedad. Muchos matrimonios sufrieron la ruptura porque todo el dinero fue invertido en el juego. Los burócratas de la educación rebosaban de alegría: podrían aumentar sus primas y los fondos de retiro; aprobar licitaciones nepóticas y sólo un pequeño porcentaje, invertirlo en tratar de educar a una juventud indiferente a la escolaridad.

    Los trabajadores del banco, que cada semana ponían todas sus esperanzas en el premio gordo, decidieron contratar a un experto en combinaciones numéricas, el cual había sido expulsado de la Lotería Estatal por negociar con los secretos que dicha entidad maneja en cuestiones de sorteos. Este señor les cobró una cantidad exagerada, exigiendo de antemano no revelar la suma para evitar el implacable castigo de la administración de impuestos.

    Antes de mandar al mensajero a comprar los números, por escrito acordaron unas reglas que debían cumplirse al pie de la letra para evitar estropear la suerte.

    • Ninguno podía comprar por su cuenta la lotería
    • No se podía hablar con nadie acerca de lo mismo hasta el lunes siguiente a las ocho de la mañana luego de abrir un sobre con los datos que cada cual encontraría en su escritorio
    • Todos tendrían que dedicarse a la oración y a encender velitas a los inumerables santos de su preferencia para que en concilio extraordinario seleccionaran uno de los números comprados por ellos.

    Una fila que le daba vueltas a la manzana le armó una trifulca al mensajero por demorarse obteniendo los números. Lo salvaron otros mensajeros de otras entidades que estaban haciendo la misma diligencia.

    A medida que pasaba la semana la atención iba desmejorando progresivamente hasta casi llegar a la parálisis del jueves y viernes. En estos días atendieron con tal desgano que muchos clientes que se encontraban allí para retirar sus fondos para invertirlos en la misma inversión combinatoria, optaron por retirarse maldiciendo.

    El viernes hicieron una fiesta de despedida y muchos empeñaron lo poco que les quedaba para comprar bebidas y comidas a granel. La fiesta terminó en una francachela como de final de año. La policía tuvo que intervenir porque la mayoría salió a la calle a gritar pestes contra el banco. En improvisadas pancartas denunciaban los salarios de hambre que les pagaban contando a montones dinero que no era de ellos. Con paso de pavo real y desplante de torero, comentaban que ahora sí no los iban a ver ni en las curvas porque se iban a dar la gran vida tal como se la daban los dueños del banco.

    Ese fin de semana se convirtió en una tortura. Ninguno se atrevió a violar el pacto por temor a echar a perder la suerte del grupo. Nadie quería cargar con la culpa de seguir arrastrando una vida esclavizada, mecánica y sin sentido. Las iglesias de todas las denominaciones se vieron repletas de fieles que en silencio solicitaban el gran milagro. En el fondo sabían que nada hay más retrógrado que la pobreza.

    El lunes se vistieron con sus mejores ropas. No querían demostrar que eran unos miserables que la fortuna los había atropellado. El corazón latía aceleradamente. Hasta los que siempre llegaban con retraso, ese día se levantaron con tiempo para evitar el tráfico al que siempre le echaban la culpa de sus demoras.

    El sobre estaba sobre la mesa. La emoción los paralizó. Nadie se atrevía a dar el primer paso. Todos se miraban con recelo, como si súbitamente entre sus vidas se abriera un abismo profundo unido por un puente de desconfianza construido sobre tontas sonrisas. Poco a poco se empezaron a sentir gritos, desmayos, llantos. Agarrándose el pecho unos cuantos caían fulminados por una insoportable emoción. Varios elevaban los brazos al cielo hieráticamente elevados a la divina esencia.

    Al ver los ojos inconmensurablemente abiertos de otros, y un rictus de sorpresa en los demás, lentamente los últimos abrieron el sobre para enterarse de que habían sido despedidos y que el acumulado para la próxima semana sería de 200 millones de dólares.

    Paloma mensajera

        Tenía entrenada a la paloma para que volara alto y llevara presto mensajes de amor. Le había dado la entereza para remontar alturas inconcebibles a las águilas monarcas de los Andes. Le gustaba extasiarse en esas alturas donde el hambre de los vientos se saciaba con vapores andino amazónicos. Al descender desafiante las esquivaba. Día y noche el águila del Inca se disfrazaba de paloma, pero ella la evadía. Aun tenía presente la suerte que corrieron sus padres al dejarse tentar por el engaño. Había sobrevivido bajo la custodia de palomas esquivas a las trampas puestas por escritores iniciados. Cuando pudo volar se lanzó a la aventura del nuevo continente no porque la movieran utópicos dorados, sino porque veía cómo los parques se llenaban de artistas extranjeros muertos de hambre que buscaban la fama en las tinieblas de la ciudad luz, mientras sobrellevaban una vida de mastines arrancando de un tirón la de las palomas de la Plaza de la Concordia. A veces la nostalgia la embargaba y le daba por soñar mientras volaba. Esta costumbre le hizo bajar la guardia y fue así como en su último vuelo la garra certera del águila del Inca, alcanzó a herirla.

        En principio creyó despertar como en el sueño de la rosa de Colaridge, pero al verse en tierra enfrentada a una realidad cruda e inesperada, tuvo que avanzar de tumbo en tumbo por el empedrado sendero que conducía a la colina donde la esperaba ansioso. Le había prohibido volar a bajas horas, por eso a esas alturas mi preocupación crecía geométrica. Era la hora en que el sol moría extrangulado por las sombras. Caminaba con aspecto lánguido como si el sendero quisiera ahogarla. Con la misma pose con que seducía palomas, arrastraba el ala. Probablemente el amor es una herida desgarradora que hace bajar las alas, pensó.
        No tardó en escuchar el ladrido de los perros del vecino que olfatearon sus heridas. Eran perros que antes de escapar del paraíso, no ladraban. Les aburrió el hecho de no tener que cuidar nada en ese lugar donde la felicidad se compartía. Ahora hacían lo que les venía en gana, bajo la tutela de su poderoso amo, el de las grandes bolsas en las ojeras que competían con su papada y su panza, que sólo les exigía ciega lealtad. Veloces se deslizaron monte abajo llevándose consigo hasta a los diablos. Ella recibió a los agresores con aletazos de espanto que apenas el camino percibía. Logré llegar a tiempo para ponerle un palo entre las mandíbulas al más atrevido lebrel famoso por su entraña asesina. El tarascazo fue tan violento que volaron dientes como perlas escapadas de collar chamánico en trance de ayawasca.

        Por más que la he cuidado llenándola de mimos, la ausencia de las alturas la ha sumido en una profunda pena que ha puesto ceniciento su ropaje. Sus alas han quedado estropeadas y los mensajes de amor condenados al olvido.

    Desamparado

    Un movimiento leve de cabeza acompañado de cómplice mirada le basta a los perros del paraíso para interpretar los deseos del amo.

    Espero que hagan lo hay que hacer piensa el magnate.

    Un ingenuo desconcertado susurra preguntando a uno de los extasiados súbditos quién es esa dignidad cuya presencia impone el orden.

    ¿No lo sabe?

    No

    Si todo el mundo lo debería saber, para que perder el tiempo contestando estupideces. Es uno de los pocos privilegiados poseedores de la mitad de la riqueza planetaria que ha consolidado sus empresas. Los amparados bajo su alero lo reciben con veneración y gratitud que expresan con venias y sonrisas serviles mientras baja majestuoso de la limosina a participar de mala gana en el congreso sobre la creciente problemática de los marginados.

    En vista que es el primero en salir enmascarado con pañuelos exclusivos Christian Dior, se tapan las narices con Oscar de la Renta. Ni los perfumes, ni los pañuelos perfumados logran neutralizar el olor de los desamparados que pululan por las calles. Es un olor de animal muerto abandonado, enclaustrado y de pronto sacado a la intemperie, algo que se queda grabado no sólo en el olfato sino en la memoria y produce náusea el recordarlo.

    Entre tinieblas y luces mortecinas de la calle confundido en cartones, periódicos, botellas y jeringas cerca de allí emerge un bulto de humanoide apariencia. Sus ojos compiten con el sol que se derrama por el techo de los edificios. Son destellos producidos por las lágrimas que forman cauces salitrosos que se confunden con la nieve que cae de su cabeza. No se sabe el color de la cara ni de su piel. Los labios reventados por el frío de las noches le sangran y están llenos de cicatrices. Lo que parece ser una sonrisa es una mueca amarga de fiera en acecho que le deja entrever unos dientes amarillos tocados de verde en las encías. Levanta los brazos como si quisiera abrazar el mundo semejando el Mesias prometido que se le cuelga al sol recién nacido.

    Es un Cristo.

    Un Cristo de espaldas, replica mentalmente una mendiga adivinando el pensamiento de la beata que abandona la iglesia.

    El gesto mascullador que la última toma por plegaria unido a la aparición, conmueve los cimientos de su corazón. Al dar limosna la bondadosa mujer espera el consabido "Dios se lo pague" que ayudará a acrecentar su riqueza celeste.

    Dios se lo pague. La beata no escucha porque el viento arrastra las palabras junto con periódicos de enormes titulares anunciando la llegada a la ciudad del redentor.

    Desagradecidos! Deberían barrerlos a todos!

    Se lo habían repetido una y mil veces los de la congregación: "Dar limosna es alimentar la pobreza". Creyente de apariciones trata de acercarse al Cristo que se despereza. Un sudor recorre sus entrañas. Expoleada por el olor, alcanza a ver que la corona de espinas de ese Cristo imaginado no es de espinas.

    El cabello y la barba se entrelazan formando un nudo irrompible que en gajos se esparcen como corona cristera. Sus manos ásperas tatuadas de barro y aceite semejan dos aspas carcomidas por el óxido marino. Lo que fueron alguna vez uñas se han convertido en garras de oso siberiano revolcado en el fango. Chaqueta, pantalones y zapatos son hilachas que cuelgan formando una coraza que lo mantiene en soledad que arrastra como su pierna que parece no formara parte de su cuerpo. Su apariencia le quita las ganas de evolucionar a la materia inanimada. A su paso las flores y las plantas se doblegan inermes. Habla con una subterránea voz que se enfrenta a otros sonidos guturales en una pelea que nunca termina y que deja escapar de vez en cuando un dejo de melancolía.

    Por el sutil tono de dulzura de ese dejo se entrevé que hubo un tiempo feliz antes de que sus sueños fueran privatizados. En las noches de luna llena su alarido hace estremecer la ciudad cuya escarcha apozada en sus muros cae en pedazos cual Jericó vulnerada. Las ratas huyen despavoridas a esconderse en las vitrinas Versaci donde ve reflejada su forma deforme de poeta de la urbe. Allí es donde menos peligro corren. Filogenéticamente saben que en los muladares unas garras asesinas las diezman implacables.

    Ese ser que es pesadilla hasta para la escoria que se apila en escaleras catedralicias, maldice a los cielos mientras deletrea un grafiti lapidario que ha visto reproducido en los muros de la urbe contaminada:

    Combata la pobreza: mate un mendigo!

    Viaje

        El primer viaje lo hice el día que nací. Entré a este mundo con 28 días de retraso porque algo me amarraba umbilicalmente a ese paraíso que todos hemos perdido. Es muy paradójico que aunque parezca una persona lista, ordenada, trascendente, teleológica, hierática, totalizante y centrada, siempre por alguna u otra razón me descarrilo y llego tarde a todo. Por más que quiero combatir la discontinuidad, la dislocación y la rutina postmodernas; los segundos, minutos, horas, días, años, siglos e infinitos, se imponen a mis designios.

        Como la vida es un gran viaje y la mezquindad va sentada en primera clase, una angustia sartriana me apabulla. Puedo asumir entonces que llegue tarde a la cita con la muerte o que quede condenado a llevar la abúlica existencia de los dioses.

    Iguana

    Siempre me he opuesto a tener mascotas en la ciudad. Criado en medio de animales, me conmueve ver coartada la libertad de animalitos que muchos exhiben orgullosos en jaulas de oro pendientes de balcones. Mi mujer trató por todos los medios de convencerme. Puso de pantalla a mis hijos y sin querer queriendo me dejó sobre la mesita de noche un libro que ignoré como lo hago con Selecciones y todo escrito que tenga con ver con el mejoramiento humano. Ella misma me leyó pasajes de El beneficio síquico de las mascotas en los niños y en los ancianos de un autor que trataba de paliar su culpa temprana de depredador de animales. William Blake decía que "el gusano partido en dos perdona el arado", pero el autor de marras confesaba que lo hacía para comprobar cómo un ser podía reproducir la desdicha de haber nacido. A la manera cartesiana creía que guillotinando lograba separar cuerpo y alma. Entre contrito e indignado aceptaba que de niño maltrataba todo ser viviente que se le atravesaba hasta que llegó un depredador mayor que él y de un golpe lo dejó inválido.

        Un día mi mujer llegó onda y oronda con una iguana. Mi ceño fruncido la hizo abrigar el reptil antes de que de un zarpaso se lo echara a los patos. "Los de la tienda de animales me dijeron que estos animales son los más inofensivos" me dijo con un gran interrogante en su cara a pesar de que estaba afirmando algo. La pobre iguana, acostumbrada a vivir encima o debajo de otras iguanas, mostraba una mirada de tristeza tan profunda que, por esa manía de buscar estructuras subyacentes heredada de mis estudios estructurales, me llevó a concluir que añoraba los tiempos cuando sus antepasados eran regentes del planeta. Mi mujer, siempre atenta a las desgracias ajenas, decidió conseguirle compañía. De esta forma mis dos hijos menores zanjaban sus diferencias quedando igualada la balanza.

        Al principio estaban encantados. Les colocaban comida a cada rato, cambiaban el agua, limpiaban los excrementos, los orines y las bañaban con jabón. Cuando llegaban visitas las cargaban para mostrarlas con orgullo zootécnico. Una vez que viajamos de vacaciones arriaron con ellas y el menor quiso ofrecerla como garante en el hotel cuando nos quedamos sin dinero y las tarjetas de crédito hasta el tope. Muchas mujeres melindrosas corrían despavoridas a esconderse, temerosas de que esos pequeños monstruos las devoraran a pedazos. Poco a poco las atenciones de mis hijos hacia los saurios fueron desmejorando hasta quedar en manos de la señora que cada tres días hace el aseo de la casa.

        Como estaban encerradas en un acuario un día el rasguño que hacían contra el vidrio me insufló ideales bolivarianos y las dejé libres. Las coloqué en una enredadera que llaman Miami y para mi sorpresa allí permanecieron todo el día. Tuve que bajarlas a la fuerza para acabar con su huelga de hambre. Por ahorrar energía acostumbro a abrir las puertas dejando puesta la de anjeo que impide la entrada de otras mascotas pequeñas que no dejan dormir con su zumbido y que transmiten la enfermedad que combate eficazmente el doctor Elkin Patarroyo. Agarradas de pies y manos treparon por la malla que se convirtió en el sitio predilecto durante el día. Cuando la tarde languidecía cubriéndose de sombras regresaban a su mata. Me obsesionaba verlas abiertas de piernas y de manos en posición de abrazo al vacío pascaliano. La mayor se lanzaba verticalmente desde la parte más alta y caía como sapo en la baldosa fría. Esto lo había interpretado como un acto suicida, pero cierta sonrisa a flor de sus ásperos labios me dejaba entrever que gozaba con ello pues, emulando a Sísifo, emprendía de nuevo su ascenso.

        A veces la pequeña incursionaba por la casa marcando territorio con sus huellas gredosas. Cierto día se metió detrás del armario de la biblioteca y duró dos días atrapada en medio de cables que conectan la computadora. La persistencia de mi mujer logró diferenciar un objeto que parecía otro cable. El camuflaje que les ha servido para sobrevivir cataclismos la estaba condenando al sueño eterno.

        No se sabe cómo desapareció la pequeña. Hicimos brigadas de búsqueda durante una semana revolcando toda la casa. Lo positivo de esta acción fue la cantidad de basura que se sacó. Pude llevar muchas cosas a Good Will a escondidas de mi mujer acostumbrada a guardar hasta el papel de regalo que quita cuidadosamente cada vez que recibe uno. Una pequeña nevera que le había dejado de recuerdo su abuelita no me atreví a sacarla aunque ganas no me faltaron. En mi interior me molestaba que la mantuviera conectada. Alzando los hombros condescendientemente, aceptaba su razonamiento de que así no cogía mal olor. Pensaba en el gasto adicional de energía.

        En un viaje a mi país acordamos llevar la pequeña nevera para regalársela a mi madrina a quien le acababan de instalar la electricidad. En las carreras del viaje nadie se preocupó por limpiar la neverita. Con todo y el óxido que empezaba a carcomer sus bordes fue metida en una caja de cartón. Mi madrina se puso contenta. Ahora no iba a sufrir más de esos terribles calores que quebraban las piedras.

        Al abrir la neverita, la iguana pegó un brinco. Salió corriendo hacia las enormes lajas que había en la finca donde se encontraba una biblioteca panche llena de petrogrifos que el pintor Olimpo había calcado. Muchas de esas figuras eran abstracciones que semejaban familias abundantes de reptiles ovíparos. Pude ver cómo la iguana miraba esos signos con el mismo interés que ponía de pequeño cuando iba a visitar a mi madrina. Posiblemente pudo descifrar algún enigma porque corrió a comerse unos enormes helechos. Según aseguraba el profesor Van der Hamen cuando íbamos los de la facultad a hacer trabajo de campo, estos polipodios eran de la era jurásica . Poco a poco empezó a crecer. De un sólo lengüetazo se tragó a mi madrina que ladraba de susto. Logré escapar por entre las lajas a dar la noticia. Como pólvora se regó llegando a los oídos del Mechudo, un mafioso que, huyendo de la DEA y de otros mafiosos a quienes había estafado, se había atrincherado en el pueblo donde actuaba como un moderno Robin Hood. Armados de bazukas, misiles, etc. atacaron a la bestia la cual crecía mientras se orientaba hacia Los Chorros, un bosque pluvial donde brota agua caliente milagrosa. A fuego de artillería sofisticada la gente del Mechudo y los guerrilleros circunvecinos que defendían los alcaloides cultivos del mafioso, lograron en pocas horas lo que a los meteoritos les costó mucho tiempo 65 millones atrás. Con gritos de triunfo vieron caer al monstruo. Su paquidérmica figura vino a formar el cerro de la Cruz mientras su cabeza quedaba sumergida como avestruz en las aguas termales.

        En verano cuando la reverberación del calor hace mover el cerro de la Cruz, muchos pirómanos justifican sus esotéricas creencias metiéndole candela con fervor ermitaño. Homologando a Heráclito pretenden devolverle las características del inextinguible fuego de que está compuesto el universo.

    Manifiesto antipoético

    Nelson leyó su manifiesto dejando escapar una sonrisa burlona que cubría su expresión agraz. Con media docena de Coronas encima, de la docena que sagradamente llevaba a cada reunión, la voz le pesaba como su barriga precoz toque de buda. Las saetas que lanzaba con ese tono pausado, mesiánico, behemothiano, fueron despertando la abulia de los que estábamos cansados de oir poemas. Los poetas se sobresaltaron y entre sí se miraron con evasivas como si estuvieran recibiendo una paliza. Unos pocos comenzamos sutilmente a llevar el ritmo con el pie como si los reflejos se nos hubieran desencadenado. El luto con que siempre Nelson y su mujer se enfundaban, pareció recibir el rayo de luz que emanaban sus ojos burlones. Hasta el sombrero del mismo color que no se quitaba aunque "la noche hubiera cubierto con su manto las hogueras de la tarde", parecía iluminarse. Sin proponérselo habían optado por ese color, presagiando funerales permanentes a que asistían, donde la poesía era el cadáver a velar en las tertulias literarias.

    El manifiesto, salido de tono en una época de nihilismo y cinismo rampante, dejaba sin pies ni cabeza todo lo sagrado y lo profano. Se detenía prolijamente en explicar que la causa del desastre ecológico era el gasto de papel que las imprentas utilizaban consignando dos o tres frases por dos o tres hojas en blanco. Los vates exigían ésto a los editores para abultar la obra y darle buena presentación posiblemente convencidos que esos espacios en blanco pertenecían al silencio sonoro logrado por Mallarmé. Unos llegaban al extremo de Emmet Williams de colocar una letra en las páginas para que los libros no fueran leídos sino que al ser hojeados rápidamente se encontraran las palabras. Las poetisas eran las que sufrían la peor andanada de improperios que respondían con gestos que las asemejaban a Gorgonias. Murmuraban que el orador se desquitaba con ellas del férreo matriarcado que la sacerdotisa del amor ejercía en su casa y fuera de ella.

    Emulando al Club de la Serpiente que Oliveira había establecido en París, un descendiente del prócer Miranda había formado el Círculo de mismo reptil en Miami con el objetivo de elevar el nivel cultural de esa metrópoli que lo tenía al nivel del mar que bañaba sus playas. No en vano sus disertaciones se remontaban hasta el origen del universo. Quería dar una visión completa a esa ciudad ciega a la cultura. Varios de los asistentes, irreverentes de por sí, comentaban a media voz que lo único que le quedaba de Miranda era la cola del equino que el héroe montó. Nos reuníamos cada segundo viernes de mes a escuchar poesía y cuentos pues el primer viernes lo dedicábamos a pasear y beber vino barato que daban en las galerías de Coral Gables.

    Los cuadros de la galería El Sol ubicada en Coconut Grove en el mismo boulevard en que muchos se solasaban bebiendo y comiendo en las aceras, nos miraban impávidos mientras los vates leían sus poemas. A veces me daba la impresión que querían salirse del marco ante tanta desfachatez. Para evitar que mis pensamientos se dejaran llevar de la mano de imágenes simples, me imaginaba metido en ellos siendo a veces unas manchas de color, otras naturaleza muerta con esas palabras insensatas que salían de la boca de quienes se proclamaban los destinatarios de las musas.

    En los intermedios unos osados críticos que eran los menos, se atrevían a formular oraciones patibularias condenando la pobreza metafórica, la ausencia filosófica y la falta de ritmo. Otros menos atrevidos, criticones al fin y al cabo pero con herramientas teóricas deplorables, torcían los labios. Los agraciados, familiares o amigos entrañables perdonadores de faltas graves, se dejaban cautivar de la rima consonante de infinitivos, gerundios y participios pasados. En gesto de aprobación arqueaban las cejas reprimiendo las manos que se les querían desbocar en aplausos. Estos, que eran la gran mayoría, ponían más furiosos a los cuadros y a las naturalezas muertas que parecían revolcarse en sus tumbas enmarcadas.

    A veces la discusión se adentraba por los vericuetos de la poética. Miranda remontaba vuelo desde los orígenes hasta llegar a las vanguardias. Ante el completo descarrío poético trataba como su antepasado de levantar el estandarte liberador. "Hay que aceitar al poema" proclamaba tratando vanamente de que los poetas se comprometieran con la vida, aclarando que esa toma de conciencia tenía que desenmascarar la esquizofrenia del amor por el presente, el cinismo rampante, el nihilismo exacerbado, el anarquismo recalcitrante y el neoliberalismo darwiniano propios de la postmodernidad.

    Esa empresa libertaria era encumbrada e inaccesible para burdos bardos. Al igual que la postmodernidad, el Círculo de la Serpiente empezó a moderse su propia cola y sufrió la desbandada apocalíptica. Al final terminamos por ir dos o tres pelagatos que no habíamos tomado en serio el manifiesto agorero. Como si una profecía autocumplida se ciñera sobre el lugar, los cuadros se dejaron contaminar de la falta de poesía de acuerdo a lo que manifestaban los compradores de arte. El dueño tuvo que cerrar. Decidió montar un restaurante apabullado por la convicción de que la comida para el cuerpo produce más que la de para el alma.

    Junto con los desamparados considerados desechables por The Establishment, los poetas poco a poco empezaron a desaparecer sin dejar rastro. Las brigadas de limpieza social encontraron el sustento teórico para establecer en la práctica lo formulado por el manifiesto nelsoniano:

    "Salve el planeta, mate un poeta"

    Arenas movedizas

    Mi padre construyó su casa sobre arenas movedizas. Me vine a dar cuenta cuando casi me tragan. Logré salirme de su boca devoradora agarrado de la pata de una mesa compacta de madera brasil afirmada a la orilla. El enorme hueco que quedó enmedio de la sala nos produjo pavor. Con escrupulosidad de genio mi padre me miraba como si con recelo comprobara que sus amenazas se hubieran cumplido. Suspicazmente empezó a torear el monstruo con un barretón. Al tomar confianza, lo introdujo un poco y se lo devoró. Por la rendija le echó toda la arena que pudo pero fue como lanzarla al vacío pascaliano porque el monstruo la devoraba como si fuera enorme agujero negro.

    Un día decidí enfrentarlo junto con mis hermanos. Quitamos la enorme lámina con la que mi padre le había tapado la boca y comenzamos a hurgarlo. Despacio, no tan rápido no va y sea que se despierte. Cuidado que ya empieza a dar vida. Pum, un enorme boquete se abrió. Desde arriba alcanzamos a ver una gigantesca galería iluminada por nuestras linternas. Bajamos por una soga y nos encontramos en un salón infinito lleno de piedras talladas. Parecía un taller de escultor agustiniano. Las megalíticas figuras eran semejantes a las halladas a flor de tierra en San Agustín.

    En esa época no sabíamos de esa cultura y pensamos que eran obras del diablo. Las figuras lo parecían con sus enormes colmillos y las serpientes enredadas en su cuerpo. Decidimos guardar el secreto. Cada uno tomó una figura pequeña y abandonamos el lugar.

    Mi madre limpiando las encontró. Se las mostró a mi padre quien con fruncido ceño, de dónde diablos sacaron ésto; nos las encontramos; que dónde, y el ceño más fruncido; que por el lado del cerro; que quiero ver dónde. El menor se afloja, llora y luego confiesa, de ahí, señalando el lugar que nos había prohibido pisar.

    "Estas son figuras agustinianas" plante meditativo y escuchar otra de sus largas disquisiciones que ahora extraño.

    Acostumbrado a dar lo mejor de su cosecha para alimentar la papada de obispo de los curas, donó la casa a la parroquia. No quiso hacer negocio con las cosas de ultratumba. Los curas pronto la cedieron al municipio al comprobar que muchos feligreses desviaban sus plegarias hacia esos ídolos de piedra dejando vacías las arcas de los santos de palo. Ahora es un museo descuidado que en principio fue el orgullo de la región. Las administraciones que se han turnado, expertas en los malos manejos de la pública res, se las han ingeniado para borrar el pasado amerindio.

    Caminando por la Quinta Avenida capitalina varias veces me he detenido a ver las figuras recién envejecidas expuestas a la venta por vendedores ambulantes que juran y rejuran que son originales. Los originales deben estar en museos extranjeros como el monumental ídolo de piedra que volví a encontrar sorpresivamente en el Palacio de Chaillot. En principio creí que mi astigmatismo progresivo me hacía ver espejismos, pero mi tacto de molusco y mi olfato de perro no me engañaban. Allí en el Museo del Hombre se encuentra catalogado como de la cultura Maya posiblemente para tapar con datos etnográficos la rapiña milenaria que los civilizados infringen a los bárbaros.

    Si fueron capaces de llevarse hasta París el ídolo más trabajado de enorme bulto, lo pequeño no aguantó la voracidad que resultó más violenta que la del monstruo que nos quitaba el sueño cuando de pequeños decíamos inocentes mentiras aunque mirando con temor hacia el suelo. Según la creencia de los viejos, los que dicen mentiras se los come la tierra.

    Abelina

    Abelina se había quedado con sus noventa y dos años y sus dos nietas a merced de las circunstancias orteguianas. Decir que dependía de su hijo era mucho decir. Serenatero de poca monta, lo poco que ganaba lo gastaba en cerveza. Borracho, descargaba sus frustraciones en el lomo de sus pequeñas hijas huérfanas de una madre que había muerto de inanición.

    Siempre pasaban por el frente de mi casa como perritas regañadas agobiadas por el peso de un hambre pálida y huesuda. Una vez que pasaron con la abuela "sin el zángano ése" mi padre de reojo vio cómo ellas de la misma forma miraban las frutas prohibidas. Mirando al cielo, torciendo la boca y dando un chasquido le abrió paso a la compasión y las dejó entrar a la granja a que cogieran las frutas que quisieran. Mi viejo tenía una especie de laboratorio agrícola que superaba en resultados los experimentos realizados en las instalaciones del SENA. Muchas veces vi llenarse la finca de estudiantes de esa institución que atentos escuchaban a mi padre quien compartía orgulloso los resultados exitosos de sus experimentos, entre otros los de clonación cítrica que le valió la visita de delegaciones de organismos internacionales. En una mochila raída, las dos pequeñas colocaban mangos, anones, naranjas, limas y limones. Cuando la cosecha de melón, piña, guanábana, banano y maiz estaba en su apogeo, mi padre les regalaba buenos frutos de "la tierra mineral que agradece con delicias los cuidados del homo sapiens" según afirmaba con autoridad. La viejita se sentaba en cualquier tronco a conversar con mi padre.

    Mi padre la observaba con la misma curiosidad que observaba las plantas y descubrió que la comparaba con las mejores orquídeas de su envidiado jardín. Podía ser que los años le hubieran caído encima pero no habían borrado ciertos rasgos que denotaban un rostro bello realzado por una elegancia que no opacaban sus ropas pobres bien remendadas. Se dejó llevar por la ensoñación y la imaginó rodeada de galanes pero un gesto cansado de Abelina lo trajo a tierra. La natural predisposición de mi padre de adivinar los caracteres le dejaba entrever que a pesar de la madurez de sus años y de sus pesares, conservaba en su porte las muestras de una juventud bella y distinguida, la expresión amorosa en el tono de su voz. Cuando joven llevó vida acomodada, tuvo goces y se rozó con gente bien criada y de buenas maneras pero vino a caer en las garras del peor, el más mujeriego y empedernido borracho.

    Había llegado con embustes a la casa de sus padres quienes se dejaron embrujar de su labia como le había sucedido a ella. Ellos, que siempre habían tenido cuidado de no dejarla un momento sola, la ofrecieron en bandeja a ese intruso que luciendo ropa prestada, carro robado, y labia afilada, pregonaba tener mucha riqueza. En cosa de días, podría decirse de horas, había escapado con él. La madre murió de dolor y el padre cayó de un caballo. Los hermanos dilapidaron la herencia sin que ella se diera cuenta. No había querido decirles que su príncipe azul era un pobre diablo. El hijo que le dejó era igual a él. "Qué se puede esperar de ese zángano" le oí decir mientras remataba con una sentencia que comprendí el día que vi a mi abuelo rajar leña con precisión de relojero : "De tal palo tal astilla".

    Tres nuevos comensales se sumaron al enorme ejército que había en casa. En una banqueta que mi padre había construído se sentaban calladas y con recogimiento, como si estuvieran orando, consumían sus alimentos. Al terminar se retiraban con una parsimonia que interpretaba de cansancio existencial pero que era de respeto ya que iba acompañada de un Dios se lo pague. No sabíamos por qué esos tres seres compartían nuestros alimentos hasta que mi padre nos contestó una vez que nos vio cruzar miradas interrogativas. "Mientras viva no les faltará un pedazo de pan de esta mesa" sentencia que retumbó en mi compasión de niño a quien le prometen el cielo si acumula méritos con obras de esa naturaleza.

    Mi padre siempre se había negado a visitar a "matasanos" como les decía a los médicos. Curaba no sólo sus malestares sino los de mucha gente, con yerbas cultivadas en el huerto. Las continuas resolanas a las que se sometía estoicamente para cuidar con mano de seda a sus queridas plantas le cobraron duro su impuesto. Al igual que Abelina empezó a confundir el camino a casa y a irse a otras donde lo atendían con una amabilidad que borraba las diferencias entre la nuestra y la de los fraternales vecinos. En ellas entraba como lo hacía Abelina en la nuestra. Cuando mi madre lo encontró desmayado una vez que se demoraba a la hora del almuerzo lo llevó al hospital donde inmediatamente lo operaron de una hernia que siempre había manejado a su antojo, cuando lo que de lo que debían operar era de una obstrucción intestinal.

    El hospital nos entregó una cuenta extratosférica junto con el cadáver de mi padre. Sentí no haberle podido dar el último adiós por seguir el consejo que me dieron cuatro enfermeras que a ocho manos trataban de subirlo a la cama la víspera de su deceso. Cuando estaban a punto de inyectarlo alcanzó a distinguir mi voz que le sirvió de calmante. "Creí que no ibas a llegar" me dijo con una voz que trataba de inhalar todo el oxígeno del planeta. En esas palabras sentí que había una especie de súplica, de perdón y de arrepentimiento. La fiebre normal de joven revolucionario me había separado bruscamente de él. Talvez en su último momento se dio cuenta de la estupidez de su terquedad conservadora como después me di cuenta de la mía radical.

    "Corazón de piedra" me dijo mi hermana menor al ver que no derramaba una sóla lágrima. Todo el engorroso trámite que como mayor tuve que hacer no me dio cabida ni salida a ellas. Acumulé un enorme dique que Abelina voló en pedazos cuando vi sus manos temblorosas, más cadavéricas que las del difunto, tratando vanamente de agarrar el féretro en que estaba mi padre descansando para siempre.

    Una semana no más me dió la oportunidad Abelina de ganar indulgencias que entraron en saco roto porque se negó a pasar bocado prefiriendo seguir la ruta que mi padre le señalaba.

    Las dos nietas desaparecieron del mapa. Alguien dijo, lo cual es probable por la pobreza que arrastraban, que eran mantenidas a la fuerza bajo el manto macabro de un tratante de blancas que suplía con su comercio humano los grandes prostíbulos de las capitales.

    Elegía canina

    Alguna misteriosa energía convirtió mi pierna en la pareja de Yiyi. Mi pierna rechazaba su jineteada, y de no ser por el cariño que le tenía a la dueña, la hubiera mandado al cielo canino de un solo patadón. Ese amor frustrado, más masturbación que coito, se acrecentaba cuando salían para sus casas los noveles escritores y nos quedábamos solos la anfitriona, Yiyi y yo. Todo el pudor que Yiyi conservaba mientras discutíamos de literatura, se desbordaba y mi pierna adquiría el protagonismo. Su obsceno acto continuaba hasta que la anfitriona, muerta de vergüenza, la sacaba de la enorme sala.

    Yiyi llegó a mi vida por casualidad una vez que se había escapado de los brazos de su dueña. Nos encontrábamos desarrollando un ejercicio de creación colectiva en el taller literario que cada jueves realizábamos en la librería de Peggy's Books cuando de pronto sentí que algo se recostaba a mi pierna. En principio creí que una de las escritoras quería seducirme, pero el grito de la dueña desbarató esta fantasía.

    -Yiyi! ¿Qué haces? -y suspirando con altura remató -Te estás poniendo insoportable!

    La brusca interrupción del ejercicio acabó con el taller por esa tarde. Las mujeres empezaron a alabar a la hermosa poodle lo que le dio confianza a la dueña para tomar asiento en medio de los creadores. Al enterarse del motivo de nuestra reunión se desbordó en zalamerías y terminó ofreciendo su casa "mucho más cómoda" para realizar los talleres literarios.

    Pensando que esta mecenas caída del cielo podría en parte paliar mi desamparo, acepté la oferta. Ese recelo hacia una clitocracia, impuesta con subterfugios por las cacatuas del departamento de letras exóticas de la Universidad de Yoayo, de donde fuera expulsado "por demasiado macho" como lo sugirió una de ellas, se vio aminorado por su dulzura, su porte, su atención y su belleza. Por otro lado, la dueña se encontraba en esa edad en que las mujeres se ponen como las frutas maduras: en su punto. Un día más y se echan a perder.

    La anfitriona quiso revivir las veladas que en Europa le habían dado alguna fama. Nos atendía a las mil maravillas y varios creadores, que cargábamos la misma desgracia, encontramos un paraíso de colaciones, vino importado y libros a granel que ella con gusto exquisito se encargaba de mantener al día.

    Mientras se desarrollaba el taller, Yiyi permanecía en los marmóreos brazos, pero a la primera oportunidad demostraba con ahinco su amor por mi pierna izquierda. Su instinto animal le hacía adivinar mis inclinaciones que eran las culpables de mi situación paria.

    El reclamo de una herencia incalculable hizo que mi mecenas se fuera del país. Para no perder el contacto, todos los días nos cruzábamos emilianos que leía en la biblioteca de Miami Lakes, donde Yiyi era el motivo principal de los mensajes. La hermosa perrita empezó a desmejorarse y la dueña no hallaba qué hacer. El veterinario le diagnosticó depresión canina. Más que extrañar a Miami, la perrita extrañaba mi pierna siniestra como lo sospechaba mi lejana protectora.

    Un amigo siquiatra que había llegado a la conclusión que era más fácil curar las fobias animales que las del homo sapiens, me sugirió que le hiciera una visita. Mi mecenas accedió gustosa y me envió los pasajes. La felicidad de Yiyi fue exorbitante. Casi se muere de la dicha al volver a cabalgar mi pierna que la dejé a su libre albedrío convencido en parte que en mi pierna se había reencarnado un karma emparentado con los cánidos.

    Por unas semanas los tres vivimos felices. Yiyi se recuperó vertiginosamente y la dueña me ofreció matrimonio. Mis perennes sobresaltos de desempleado iban a ser subsanados por un amor de perros.

    En una visita rutinaria al veterinario, un labrador, creyendo que era un peluche, le clavó los cuatro colmillos que penetraron por las arterias y se ajustaron en el delicado cuello de Yiyi. Al zangolotearla de lado a lado el espíritu de Yiyi ascendió al cielo canino. Dos horas después de haberla dejado en las buenas manos del veterinario llamaron a mi prometida para darle la mala nueva.

    No dejó que la cremaran en la clínica. Me hizo cargar la bolsa plástica en que nos entregaron a Yiyi. Al sugerirle que le pusiéramos una demanda a la clínica veterinaria me miró con una mirada de desprecio que pronosticaba la vida perra a la que me vería abocado. 

    Con sus marmóreas manos, que posiblemente tocaban por primera vez la tierra, cavó una fosa en la huerta que daba al rellano de la mansión y, elevando una elegía al paraíso de los perros, confundió sus lágrimas con las de la lluvia torrencial que caía inmisericorde.

    Lágrimas congeladas

    Como de costumbre, después de salir de la oficina y mirar su reloj que marcaba las 6:13 de aquel 30 de febrero del año del dragón, llegó a la casa de su padres sin percibir que había recorrido miles de kilómetros en un abrir y cerrar de ojos.

    Al transpasar el umbral de la enorme casona de tierra caliente, se encontró ante una cantidad infinita de coronas de flores que tapaban el féretro de alguien que velaban entre cuatro cirios enormes de catedral metropolitana. A pesar de la solemnidad de este hecho, por los rincones se oían las voces de un enjambre avasallador de huéspedes que bebían aguardiente, paladeaban diversos platos típicos, jugaban a las cartas y contaban chistes verdes. Como el ambiente era más de carnaval que de funeral, se divertían tanto que no oían, veían, ni sentían nada que fuera más allá de sus narices, olvidando por momentos el motivo de la reunión.

    En el salón principal, completamente circular, adornado con cuadros del pintor Olimpo, se encontraba la madre y la hermana menor en actitud compungida, quienes empañaban con su llanto las octogonales gafas Ray Ban traídas exclusivamente para la ocasión por alguien del extranjero. Ellas no detectaron su presencia porque solo veían, oían y sentían lo que tuviera que ver con el muerto.

    -Esto no puede ser Dios mío..., yo estoy segura que está dormido porque él siempre ha tenido pesado el sueño!, -decía la madre, con esa voz suave y esa dignidad de terciopelo que tienen las señoras cuarentonas cuyo sufrimiento no les ha producido muchas huellas. Aunque era mucho mayor, su tez suave la hacía aparecer más joven y no le faltaban pretendientes, los cuales iban no solo detrás de sus heredadas riquezas.

    -Debe estar soñando..., yo estoy segura, porque él es un soñador atormentado-, decía la hija en tono melancólico mientras consolaba a la madre con un abrazo. Esta era muy ligada a su madre, ligazón que no solo era de género fisionómico. Cabellos claros al igual que sus ojos, tenía la estatura de las personas medianas que sobresalen por su encanto personal. No era una belleza extrema, pero su presencia hacía volver la cabeza más de una vez a los transeúntes cuando caminaba por las calles del pueblito que quedaba a media hora de la hacienda La Ponderosa.

    Varios pretendientes de ambas en su segunda edad o la etapa primera, las consolaban con estrujones que iban más allá del pésame. Antes de dar el abrazo, se daban un retoque en el baño y la mayoría, ceja derecha arqueada, mirada prepotente, pechos inflamados, barriga sumergida, ajuste de cuello, peinada bidimensional, con sólidas cachetadas resbaladizas hacían penetrar el Oscar de la Renta for men para afirmar con un golpe de hombros su posición de gallos finos.

    En uno de los cuartos adyacentes, ubicados en la parte occidental de la casona y adornado con afiches de Ricky Martin, una algarabía de muchachas consolaba al hermano mayor. Con una cara de aburrimiento que le pesaba toneladas, daba las gracias mientras aprovechaba la situación para sentir el cuerpo caliente de cada una de ellas y medir el caudal de su abulia en la exuberancia de los senos al apretarlos contra su pecho. Ellas gustosas se dejaban manosear. "Tal vez en su tristeza profunda no se dé cuenta de su atrevimiento", pensaban. Inconcientemente comparaban esas caricias con las del que ya no podía darlas. Por respeto al muerto, calladamente lo pensaban, poco a poco, en forma conspiracional lo comentaban y con el tiempo abiertamente lo divulgaban.

    -Sus abrazos -decía una chica de curvas exuberantes como las de la letra S-, me hacían arder por dentro.

    -Yo también me ponía como una galaxia a punto de estallar -decía otra de cuerpo de guitarra española, mientras aspiraba y espiraba en espirales un cigarrillo Malboro juntando los dedos como la actriz de la película "Fumando espero".

    Un gordito de unos siete años, menor de todos los hermanos, jugaba animadamente en el patio con otros niños. Por momentos sus gritos llegaban al cielo espantando las aves que anidaban en la centenaria ceiba. Doña Bárbara, la más regañona de las madres presentes, les hacía señas agresivas de que se callaran. Los surcos extremadamente marcados en su rostro, hablaban de la amargura profunda que le había marchitado el alma.

    -No frieguen la vida! ...si quieren jugar háganlo en silencio para que no despierten al difunto!, -gruñía en tono grave con cierta tirantez en la mandíbula que inflamaba las pupilas y acentuaba sus arrugas de uva pasa.

    Por un momento los chiquillos se calmaban temerosos de la mirada fulminante de la vieja y del sonido corrosivo de su ladrido. Cuando se apaciguaba ese soslayado rayo y cesaban las vibraciones caninas, continuaban con el alboroto que, mezclado con la tertulia de los mayores, el rezo de las mujeres, el llanto de las plañideras y el trino asustadizo de los pájaros, parecía el día del juicio final.

    Uno por uno vio a sus tres hermanos y a sus dos hermanas. Ninguno respondió a su fraternal saludo, ocupados en agradecer el sentido pésame de la multitud. Educados con todas las de la ley como para violarla olímpicamente en su edad madura, sabían que los modales exigían portarse a la altura de esa circunstancia imprevista. Una expresión circunfleja en el rostro, les mostraba a flor de piel el usual "a mí qué me importa", acompañado por esa expresión de "hago lo que me da la gana" de los niños que les sobra todo pero que les falta lo principal.

    Una duda lo asaltó, pero no quiso darle crédito. Por esta razón se mezcló en la muchedumbre a decodificar los murmullos. Su duda se acrecentaba al oir los comentarios sarcásticos a media voz de los presentes, quienes se referían al difunto como idiota inútil de ideologías utópicas condenadas al fracaso.

    En su mente se agolpó el súbito recuerdo de su mejor amigo considerado como su hermano gemelo. Ninguno desconocía el profundo aprecio que le profesaba su madre, el cual despertaba celos entre sus hermanos, ni el amor eterno que le había jurado su hermana menor.

    -Pobre Hugo..., siempre lo confundían conmigo. Lo que menos esperaba era encontrarte metido en un ataúd- -se dijo así mismo como encontrando la forma de combatir la duda y alimentar la nostalgia.

    Durante la infancia compartieron todo, hasta las primeras novias, sin sentir celos, con la misma actitud con que compartían la bicicleta. Los ojos, verdes, el pelo indio y hasta los hoyitos que se les formaban en las mejillas al sonreir, eran como sus parejos gustos que fueron motivos de habladurías. Igual que las habladurías que tuvieron hacia los abuelos de cada uno, quienes también fueron uña y mugre, cosa que nunca llegaron a entender sus madres porque sus padres eran dos polos opuestos. Las chicas sabían que entre ellos había un pacto amigable, por eso aceptaban acostarse con los dos, porque era más estimulante. Al igual que sus abuelos, mientras uno realizaba el trabajo de exploración, el otro hacía el de penetración y viceversa. La última vez que la había preguntado le habían contestado con recelo que estaba en la zona de distensión.

    -Seguramente vino por estos lados a desandar los pasos y se encontró con un reguero de pólvora -pensó resignadamente. Igual le había pasado a varios compañeros de la universidad quienes pensaban que la vía armada era la respuesta consecuente con ese mundo que los llamaba como una liberación.

    Quitando los ramos de flores, la hermana menor abrió la ventanilla que dejaba al descubierto el rostro del muerto. Con el sigilo propio de las ánimas en pena, se acercó a mirar el cadáver.

    Los pensamientos sobre su entrañable amigo de la infancia se desvanecieron dejando congeladas sus lágrimas en sus mustios párpados.

    Regreso a la materia

    Allí se vio encarcelado en la madera suavizada por las colchas de seda que con la delicadeza de solteronas piadosas construían las hijas del dueño de la funeraria Gutiérrez. Vestía impecablemente con el traje azul oscuro comprado en Milán. El maquillaje lo hacía lucir más joven, casi un adolescente. Así se vio en el espejo el día que fue a la fiesta de graduación. En esa oportunidad aspiró el perfume de las chicas más lindas del pueblo con quienes bailó toda la noche. Ahora, sin aspirar, por su respingada nariz entraba el polen de las flores cargado de gusanitos.

    No quiso ver la destrucción de ese cuerpo que lucía bello, aún rozagante. Esos rasgos faciales se delineaban perfectamente en las sombras proyectadas sobre la pared blanca. Las pobladas cejas y enormes pestañas lo asemejaban a un dios cobrizo descansando placidamente. Por la claraboya que su padre había mandado construir para iluminar la casa, se colaba una luz diáfana.

    Un esfuerzo sobrehumano le ayudó a seguir el camino que le trazaba esa luz y como falo luminoso, erecto hacia la vagina celestial, rompió el velo del lucero de la mañana. Entrando como daga en esa dimensión desconocida, un goce pagano y profundo lo invadió haciéndole exhalar un gemido orgásmico. Al mirar hacia el oriente vio una enorme estrella y se dejó guiar por ella. La felicidad era tal que pensó que todo era un sueño. La música más hermosa del mundo estalló en sus oídos. Los primeros movimientos de las sinfonías creadas por inspirados compositores y por miles de shamanes de todas las comunidades, se confundían en finales apoteósicos con resonancia de selva amazónica. Era como si los mejores intérpretes de toda la humanidad se hubieran reunido bajo la batuta de sus gestos siguiendo el capricho de sus deseos, muy superiores a los perseguidos infructuosamente por Skriabin.

    Los olores más deliciosos le aguaron la boca de un sabor exquisito que le hacía relamer una y mil veces los labios. Los movimientos veloces de la lengua no alcanzaban a detener el torrente de saliva, ante esa sazón jamás lograda por cocinero alguno a través de la historia. Las explosiones de luz eran indefinibles. Los juegos pirotéctnicos de las guerras apocalípticas eran un pálido reflejo ante tanta magnificencia. La multicolor combinación de los colores primarios, nacía y moría a pasos inalcanzables. Las fórmulas del color rojo, que lo hacían el único jamás conocido y conservadas en secreto por la mayor embotelladora de la tierra, eran una frágil proyección de los rojos desplegados. Al extender sus brazos notó que cada poro se alargaba como mano con dedos innumerables que palpaban, saboreaban y aspiraban todo el orbe adentrándose como raíces en la infinita noche oscura. Aún las cosas ásperas, inodoras e inoloras al ser apreciadas producían la suave sensación de relajación. Este caleidoscopio generaba y regeneraba la síntesis absoluta de todas las artes y todos los sentidos, cual arcoiris de amor.

    -Posiblemente sin quererlo -pensó- he encontrado el paraíso perdido.

    Una felicidad totalizante, para alguien no acostumbrado a ella, embriaga. Aunque efímera, le produjo un vértigo que se apoderó de todos sus sentidos, obnubilándolos. La estrella de oriente lo desorientó y con unas náuseas infernales se percató que su penetración había ido demasiado lejos. Dando tumbos, bordeó las fronteras de la creación antes de ser asaltada por el big-bang dejando de existir los puntos cardinales, el abajo, el arriba, el derecho, el izquierdo. No era de día, no era de noche, sólo era un punto con el infinito circundándolo. Sin reglas, sin melodías, sin compás, sin tiempo y sin espacio, en el centro de la supersimetría de la nada. Solo la absoluta oscuridad y el caos.

    Congelado de terror empezó a rezar, implorando al mismo Dios que renegaba. En respuesta a su solicitud de ayuda recibió una andanada de rayos y centellas que le perforaron los intestinos haciéndole expeler metano, helio, gases azules, orines violeta y greda biliosa. Esa excresión le produjo una sed del diablo. Quiso beberse una nube, pero resultó ser una nebulosa que se abría como una rosa galáctica. Se conformó con atragantarse un sorbo de su propia saliva que le supo a orines de cabra montés.

    El ascenso a esos infiernos le hicieron aceptar su simple condición mortal. Por eso hizo el camino de regreso y juntando sus moléculas se metió en el nido de seda preparado cuidadosamente por las piadosas hijas del dueño de la Funeraria Gutiérrez. Comprendió que al meterse en su propio cadáver, los minúsculos animalitos que se arremolinaban en torno a él, se encargarían de borrar sus huellas y sepultarlo en el olvido.

    Buscando empleo

    Sentado solo, en mi destartalada oficina de la Universidad de Yoayo, adonde me enviaron las envidiosas cacatúas del departamento de lenguas exóticas, luego de ser nominado profesor del año por varios años consecutivos, llegó una escuálida mujer vestida de negro, con un bolso negro raído como la expresión de su cara. Los profundos surcos de su frente me recordaron los rostros curtidos del habitante de las estepas.

    -Quiero enseñar alemán -me dijo con voz de hombre-. El marcado acento, que retumbó por los pasillos, lo sentí como la marcha de los ejércitos en la película Thiumph of the Will de Leni Reifenstahl.

    La invité a sentarse y lo hizo con desgano, como si no hubiera probado alimento desde hacía una eternidad.

    -Yo ya no soy el coordinador -le dije sin convencimiento, igualando su falta de energía-, me han degradado. Tal vez quieran sustituirme por alguien que esté al subterráneo nivel que exigen abúlicos alumnos.

    Me di cuenta que estaba agobiada de problemas y que cargarla con los míos era aplastarla con el peso.

    -Entonces... ¿con quién debo hablar? -dijo con voz de recluta. Posiblemente un desfile de hambre cruzó por su mente.

    -Ahora lo coordina una intransigente lesbiana, -le contesté levantando los hombros como lo hacen los condenados a la horca.

    Su mirada atravesó como una bala los estadios de la sublevación a la sumisión.

    -Era lo único que me faltaba -dijo y su cuerpo cayó sobre la silla como reino que claudica.

    En esa posición relajada noté cierto estado de gracia. Una especie de áurea la envolvía.

    Por primera vez en mi vida, un sentimiento de ternura y bondad se apoderó de mí.

    -Si habla español -le dije conmovido hasta el alma-, le puedo ceder mi puesto. Total, luego de lo que me han hecho, se me han quitado las ganas de enseñar una lengua en proceso de corrupción.

    Como elevada a la divina esencia la mujer se recuperó.

    -No esperaba esta respuesta. Era la última puerta que pensaba tocar. A pesar de haber tenido todo el poder del universo, ahora me encuentro peor que un habitante de Biafra-, me dijo haciendo el gesto de abrazarme.

    Creí que era una loca enviada por mi amigo el siquiatra que le gusta curar sus depresiones suicidas con bromas de este talante.

    -He sido expulsada del paraíso. Gente diabólica me ha degradado como a usted y ando en busca de trabajo -dijo recuperando una energía celestial.

    Al ver mi extrañeza tan profunda, colocó su mano extendida en el pecho y emulando con el índice al Sagrado Corazón, con una voz que emanaba timbres celestiales, dijo:

    -Yo soy Dios.

    Chucho, el obituario

    Hoy me he enterado de la muerte de Chucho y me ha pesado no estar allá para lanzar en su tumba el último manojo de tierra.

    Como una apariencia de ser venido de otro planeta donde lo ferroso impone su dominio, Chucho parecía un hombre de hierro por fuera y por dentro.

    Escuchaba como un bobo o como lo hacen los ciegos. La ropa que vestía era regalada, usada o nueva, que se ponía hasta que caía hecha pedazos. Solo en ese momento se bañaba en Los Chorros, sacando con limpiagrasa toda la mugre acumulada por meses. Las lavanderas que asistían a ese espectáculo, aún las más mojigatas, no dejaban de admirar el enorme animal bien dotado que relucía al quedar como nuevo. Un suspiro las hacía añorar esas cualidades en sus esposos o amantes.

    De pequeño siempre lo vi en la plaza cargando bultos enormes y llevando el mercado de viejas arribistas que lo trataban como a una bestia y le tiraban cualquier centavo como pago. Admiraba su hercúleo cuerpo. Me decían que se debía al constante ajetreo de mula de carga.

    Nadie sabía de donde había llegado. Muchos aseguraban que había aterrizado en Plazacolombia venido de otro planeta y yo lo creía. Parecía denunciar la nostalgia por su lugar de origen al caminar con paso lerdo como si llevara una herida clavada en el corazón.

    Las chicas huían espantadas siguiendo el consejo de sus madres que lo catalogaban como un violador en potencia. Los chicos admirábamos sus pectorales de gigante de casi dos metros. Parecíamos liliputienses alrededor de Gulliver pidiendo que jugara con los poderosos músculos de sus brazos. Nos encantaba poner nuestras manecitas en sus bíceps de hierro que se movían como enormes bolas de cañon. Eran las únicas veces que sonreía.

    Se alimentaba de verduras y frutas que los mercaderes botaban antes de que se dañaran y que colocaban en la plaza en un canasto dispuesto para él. Trabajaba como una mula y como una mula comía.

    Cuando las campanas de la iglesia sonaban incesantes anunciando la muerte de algún feligrés, Chucho abandonaba su trabajo y esperaba en la esquina central de la plaza que colocaran el anuncio obituario elaborado en letras góticas por las piadosas hijas del dueño de la Funeraria Gutiérrez.

    No valían amenazas ni promesas. Chucho se disponía a realizar su trabajo ad honorem de copista como si Tánatus se lo exigiera del más allá. Sagradamente se posesionaba de los escalones que conducían a la plaza y usando las escalas como escritorio y silla, copiaba en su totalidad todo el cartel dejando un espacio donde iba el nombre del difunto que colocaba al final.

    Reproducía hasta los bordes sinuosos del aviso de tal forma que parecía una copia en formato 11 x 8 del mismo. Seguidamente la colocaba en una bolsa plástica y la depositaba en unas cajas que guardaba bajo las escaleras abiertas de madera que llevaban a la Voz de los Chorros, una pequeña emisora que transmitía complacencias de amor y desamor, pregonaba funerales y emitía propagandas de dos o tres tiendas que se daban el lujo de anunciarse. Nadie se atrevía a tocar esas cajas por temor a que las únicas palabras que le oyeron mascullar un día con tono severo, se cumplieran al pie de la letra:

    -"El que toque estas cajas mientras yo viva, será infeliz".

    Por razones ajenas a mi voluntad tuve que irme de mi pueblo y de mi país y la distancia le echó tierra a muchas cosas incluyendo la de Chucho.

    Al morir mi madre volví a ver a Chucho. Estaba en la posición de costumbre copiando el obituario donde decía que nosotros y demás familiares invitábamos al sepelio de quien "descansó en la paz del Señor" para lo cual quedaríamos eternamente agradecidos.

    Así como nadie lo interrumpía en esa labor que el pueblo consideraba normal, tampoco nadie se atrevío a molestarme mientras detrás de Chucho miraba cómo con destreza increíble copiaba al pie de la letra y estilo todo el anuncio. Al colocar el nombre de mi madre, "la distinguida señora Elena de la Concepción Sarache viuda de Vásquez del Pino", me di vuelta tratando de disimular las lágrimas que empañaban mis ojos.

    A la hora del entierro lo volví a ver otra vez. En esta oportunidad ayudó, como siempre lo hacía, a bajar al sepulcro el pesado ataúd. Todos se fueron, pero Chucho se quedó impertérrito como ciego mirando el horizonte. Comprendí que quería quedarse solo. Oculto detrás del mausoleo de la familia Bernatte, lo vi tirar el último puñado de tierra sobre la tumba de mi madre y abandonar el camposanto con paso lerdo como si cargara los yerros de todos los que ahora gozaban del sueño eterno.

    Hoy que llamé a mi hermano me enteré de lo de Chucho.

    -Creyeron que se había dormido copiando un obituario, -me dijo con una voz que denotaba tristeza. "Al tocarlo, lo sintieron tieso como el hierro. Al ver que no reaccionaba lo voltearon y se dieron cuenta que estaba muerto".

    -Y ¿de quién era el obituario? -le pregunté para confirmar mi sospecha.

    -No sé si sería el de él o el de otro difunto.

    -¿Por qué? -le interrumpí intrigado.

    -Porque donde colocaba el nombre ..., lo dejó en blanco.

    El Cristo palpitante

    El Cristo de mi hermano pagó los servicios funerales de primera de mi madre.

    Admirador ferviente de Velásquez y Rembrandt, mi hermano el pintor quiso superarlos con un cuadro tamaño natural de Jesús crucificado.

    Con la paciencia propia de relojero de agua fina logró emular con creces a esos dos maestros. Las últimas palabras de "perdónalos que no saben lo que hacen", parecían repercutir como eco misterioso y celestial en las paredes de la enorme sala de la casa.

    En medio del dolor por la muerte de mi madre, a alguien se le ocurrió la grandiosa idea de adornar con el cuadro la capilla de velación de la Funeraria Gutiérrez.

    A regañadientes mi hermano aceptó que su obra fuera colgada en una capilla. Sus temores se cumplieron al pie de la letra. La gente se impresionó al ver ese enorme Cristo tratando de abrazar tantas coronas que cubrían el ataúd donde reposaba mi madre.

    A medianoche, cuando una de las piadosas hijas del dueño de la funeraria pasaba la cuarta ronda de tintos para los dolientes y plañideras que rodeaban el féretro, hizo un alboroto al dejar caer la bandeja.

    -El Cristo está vivo! -gritó aterrada. Luego petrificada como estatua de sal, señalando diagonalmente a las alturas masculló con dulce voz. -Su corazón palpita!

    Los que no estaban arrodillados repitiendo las monótona letanía "que Dios la saque de pena y la lleve a descansar", cayeron extasiados a adorar al Cristo palpitante.

    A pesar de la neblina que empañaba mis ojos pude corroborar que efectivamente parecía que el corazón del Cristo palpitara en medio de esos claroscuros rembrandtnianos magistralmente plagiados por mi hermano.

    La bola se regó como pólvora, sacando a todo el mundo de la cama. La capilla se abarrotó y no había cómo entrar o salir de ella.

    La gente se golpeaba el pecho siguiendo el ritmo de las relajadas palpitaciones por segundo del Cristo y en sus rostros empezó a dibujarse esa paz infructuosamente perseguida en las mesas de negociaciones.

    El dolor que en principio había abatido a mi hermana menor se vio paliado al ver tanta gente velando la madre todo el tiempo hasta que pudimos sacarla al otro día para la misa solemne en la Catedral y su posterior entierro en un hermoso mausoleo preparado por los de la funeraria.

    Después de dejar descansando a mi madre para toda la eternidad, fui con mi hermano el pintor a cancelar los elevados gastos de ese funeral de primera que hicimos por capricho de mi hermana menor para evitar que le diera un patatús y siguiera los pasos de nuestra madre.

    -Déjenme el cuadro como pago -dijo la hermana mayor de las Gutiérrez. Su piedad no impedía tener el carácter fuerte para diferenciar entre el negocio y el dolor.

    -Lo siento -dijo mi hermano.

    -Entonces..., -dijo la Gutiérrez con la actitud de subastador experimentado. -póngale precio!

    -Es que ese cuadro no tiene precio -contestó mi hermano con ese atisbo de impaciencia que mostraba ante todo lo que no respirara arte.

    -Mejor así -dijo la Gutiérrez levantando el entrecejo en señal de victoria. Luego de una breve pausa en la que pasó del triunfo a la benevolencia replicó: -Entonces les regalo el funeral y ustedes me regalan el cuadro.

    -El hecho de no tener precio significa lo contrario -le dije admirado de que de mí saliera a relucir un regateador jamás conocido.

    La agileza de mercadera de la muerte de la Gutiérrez nació en su esplendor. Nos explicó con miles de detalles como morirse se había vuelto más caro que vivirse. Para concluir ese asunto tan vital, en tono salomónico dijo:

    -Ustedes, ni ninguno de su familia hasta la tercera generación tendrán que preocuparse por los matadores gastos de cada uno de sus funerales.

    -Pero eso es infame -dijo el pintor con rabia.

    -Es como pagar ahora para viajar luego, -dije repitiendo inconcientemente el slogan con que la misma funeraria se anunciaba por La Voz de los Chorros.

    -Sí..., -remató con malicia la Gutiérrez. -... pero lo harán en primera.

    Hambre de inmortalidad

    -"Vamos a tener que aumentar los servicios funerales"-dijo la hija mayor del dueño de la Funeraria Gutiérrez.

    -¿Por qué? -refiró la menor previendo que tendría que repartir tintos 24/7 y por consiguiente perderse las rumbas de El Montecarlo.

    -"Porque el corazón del Cristo sólo funciona en presencia de los que se ausentan para siempre de este mundo", -contestó con ese tono que ponía punto final.

    Desde que el pintor accediera a regañadientes dejar la obra del Cristo parodiado de Velásquez en la capilla de velación en pago a los servicios funerarios completos de toda su familia hasta la tercera generación, toda la región del Tequendama se volcó a solicitar los servicios funerales, desde el arreglo del cadáver hasta dejarlo acostado en el barrio que para ello había construido la Funeraria Gutiérrez al pie del viejo cementerio.

    Los ricos del área pagaban por adelantado sus exequias convencidos que al estar cerca del Cristo palpitante les daba las indulgencias plenarias para sacarlos de pena y llevarlos a descansar.

    Hasta la gente que no tenía ninguna relación con el difunto de turno rezaba a la imagen palpitante pidiendo por su descanso eterno. Los deudos aceptaban estas oraciones como cuotas adicionales que agilizarían los trámites para entrar al paraíso. Los dueños no los estorbaban porque siempre dejaban algo en la alcancía.

    Los rumores sobre curaciones milagrosas empezaron a circular. Varios que pedían para mitigar sus dolencias de la lepra fueron curados del todo. La mayoría se integró a la vida civil, pero algunos renegaron del milagro porque los dejaba sin la ración que sagradamente recibían del gobierno central.

    Trascendió las fronteras y su fama llegó al Museo del Prado. Representantes del mismo viajaron al pueblo de La Esperanza a conocer al Cristo Palpitante. Al ver la vitalidad que emanaba esa copia ofrecieron el original a cambio para llevárselo consigo a la Madre Patria, pero las Gutiérrez, que sólo sabían de muertes y velorios, no aceptaron tan jugosa y artística oferta.

    En la ubérrima madre decidieron entonces enviar a uno de sus célebres hijos conocido autor de un sesudo tratado sobre "El Cristo de Velásquez". Unamuno, a pesar de su prepotencia de filósofo vasco, aceptó la oferta de viajar a ese pueblo alejado sólo porque quería recuperar la fe en la inmortalidad que había perdido luego de confrontar duramente a Kierkegaard y ver que sus nebulosos personajes se le escapaban de sus escritos para evitar el sentimiento trágico de sus alienadas vidas que él autor les ponía a soportar. La agonía que sufría a flor de piel era producto de su hambre de inmortalidad imposible de conciliar una vez por todas esa tensión entre fe y razón.

    Al confrontar el cuadro sintió el impacto que se siente ante las cosas imponentes, mucho más fuerte que el que había sentido ante la monumental obra del filósofo danés. No podía creer que un pintor de aldea llegara a sobrepasar al maestro del realismo, a alguien que hasta la fecha no habían sobrepasado en la destreza de asir las características esenciales divinas y humanas para fijarlas en el lienzo con dos o tres pinceladas seguras y contundentes. La copia mezclaba los colores, luz, espacio, ritmo en una manera superior a la que le imprimía el maestro de los maestros y que iba más allá, por otro lado, de los claroscuros rembrandtianos.

    No valió que Unamuno sacara a relucir de memoria todas las disquisiciones de su tratado. Las Gutiérrez no eran presa fácil de las convenciones arribistas. Lo que movía su estrecho mundo era lo contante y lo sonante que les quedaba luego de cada servicio.

    Quitándose las gafas en un gesto de impotencia el genio vasco maldijo el momento en que se rebajó a servir de mensajero. "Indios retrasados", le oyeron murmurar; "viejo barbas de chivo", contestaron varios en letanía que se confundió con los rezos de los deudos, familiares, amigos y curiosos.

    Vida asegurada


     - 1- 

         Cuando llegué a Miami sentí el sopor del caribe como una recia cachetada. En el pináculo del verano, la ciudad ardía. Venido de las alturas de Santa Fe de Bogotá, la poderosa luz miamense hería mis pupilas acostumbradas al gris capitalino.

         Mientras esperaba en el primer piso del Aeropuerto Internacional de Miami, sentí que me asaba. El alboroto de los pasajeros, altoparlantes, carros, rodachines, gritos de bienvenida, me mostraban un mundo nuevo que era similar en el ruido y la contaminación al dejado atrás. El calor era la nota extra que lo hacía asfixiante.

         Afortunadamente mi mujer llegó a recogerme rápido. Ya en el carro el A/C me devolvió la cordura. Llegamos a casa de la suegra que me esperaba con una Corona que me hizo dar un mua! como si llegara del Sahara.

         Mi hijo no me reconoció. Dos años son un siglo en la mente de un bebé. A los dos meses mi suegra se lo trajo para evitar que cumplieran la amenaza "recuerda que ya no está solo" que me habían repetido varias llamadas sicarias a altas horas de la noche.

         Un mes después salió mi mujer. La falta del hijo estaba acabando con ella. "Aquí me quedo hasta que se me agoten todas las posibilidades", le dije presintiendo que con su partida se acababa mi pequeño núcleo familiar.

         Años atrás había sido llamado a desempeñar el cargo de jefe de departamento de una entidad gubernamental importante del país. Querían que repitiera a escala estatal la exitosa labor realizada a nivel privado. El tratar de imponer el dinamismo empresarial al mastodonte público, me convirtió en declarado enemigo de los altos ejecutivos que estaban allí por conexiones familiares para quienes era un comunista y de los trabajadores del sindicato para quienes era un reaccionario. El hecho de cuestionar con mi trabajo su ineficacia unió a ambos extremos y con artimañas lograron dejarme en la calle.

         Saltando matones, dando una clase aquí, un taller allá, una conferencia acullá, logré sobrevivir dos años, pero la fuerza de la sangre opacó mi recelo a emigrar al país que jamás había puesto en mi mira. Cuando soñaba en viajar, lo hacía a la ciudad luz, de la que quedé prendado al recorrer sus calles bajo una refrescante lluvia de abril por ese no sé qué agarrador que atrapa a los intelectuales y donde me esperaba todavía una mujer que me tenía un pequeño nido preparado.

         Mi corazón indiferente al sentimiento, se dejó arrastrar de la nostalgia que aún el hermoso cielo de Miami, no lograba contrarrestar. Algo me decía que lo dejado atrás, atrás quedaba y que una nueva vida se abría en mi camino.

         -¿No te da alegría de que por fin estemos juntos? -decía mi mujer.

         Un desganado sí, no alcanzaba a enmascarar la angustia que producía enfrentarme a un porvenir incierto.

         Acostumbrado a trabajar de sombra a sombra, pronto me vi en la desesperación de buscar trabajo que se hacía difícil por no tener el permiso para hacerlo.

         El primer domingo lo dediqué a devorar la sección de empleos de todos los avisos clasificados hasta que me topé con éste:

    "Si usted habla perfecto español, es profesional y desea tener su propia empresa, usted es la persona correcta para empezar con un salario mínimo de cien mil dólares al año. Inglés no necesario. Llamar al teléfono 1-800-BERRACO".

         Por simple curiosidad llamé, convencido que detrás de esa palabra había un colombiano emprendedor.

         -Precisamente buscamos gente como tú que tenga aspiraciones muy altas. -me contestó una voz que me dejó subyugado por lo hermosa, firme y provocadora. Sin darme cuenta le conté mi vida. Me dio una cita para el día siguiente a las diez de la mañana.

         Esa noche los pocos momentos que pude conciliar el sueño fue para soñar con una casa con lago al frente, garaje doble y habitación para cada uno de los siete hijos que pensaba tener.

         Una hermosa secretaria me recibió en la recepción. Mientras esperaba al director me ofrecieron un tinto. Me había vestido con el traje paño inglés que me hacía sudar los sobacos.

         Al pasar a la oficina del director quedé deslumbrado por el gusto exquisito. Cuadros de Obregón, Botero y Olimpo colgaban de las paredes de madera y me sentía volando por el espesor de la alfombra.

         Al verme, el director se levantó de su enorme sillón y salió a recibirme con un fuerte apretón de manos. Era un hombre corpulento de hermosa presencia, con unos cincuenta años que irradiaban confianza, fe en el futuro, y otro medio siglo de prosperidad.

         El traje nos igualaba en gustos. Lo mismo la música clásica que sonaba sutilmente al fondo. Este alto ejecutivo, amable, era el mentor que necesitaba para lograr escalar y arribar al sueño americano.

         -Florentino Benavides, para servirle -me dijo con una voz cuya resonancia ponía en tela de juicio las falsas ideas que me había forjado de los lobos ejecutivos.

         Esa semana Florentino despertó el vendedor que yacía dormido, opacado y humillado por todas esas ideas acumuladas en la universidad que me hacían mirar con suspicacia la plusvalía y el capital.

    -2-

         -Señor González, este es Carlos Sarache. Tiene un minuto para hablar por teléfono ahora o prefiere que lo llame después.

         -No sé. ¿Qué desea?

         -Mi negocio es proveer a la gente de dinero para que pague su casa, eduque a sus hijos y tenga un retiro digno. ¿Está disponible hoy en el día o por la noche?

         -Uhmm...

         -En la mañana o en la tarde. ¿Cuál hora es mejor?

         -En la tarde es mejor..., pero, ¿de qué se trata?

         -Yo le tengo una idea con la cual usted puede solucionar sus problemas financieros. Si me regala quince minutos se lo explicaré personalmente a usted y a su esposa hoy a las dos p.m.

         -Que no sea nada de ventas, porque no voy a comprar nada.

         -Señor González, si yo le presento un plan que sea el mejor que usted jamás haya visto y basado en planes que usted ya ha adquirido con los cuales está malgastando su dinero, ¿qué diría usted?

         -No me interesa cambiar ningún plan.

         -Eso me parece perfectamente correcto, porque esto no va contra sus intereses. Entonces nos vemos a las dos de la tarde.

         Esa conversación la había aprendido de memoria de tanto repetirla y sonaba tan natural que los clientes caían como mosca en leche. Era una de las tácticas que me había enseñado Florentino en el curso acelerado de vendedor de seguros de vida.

         Nunca se me había pasado por la cabeza que la muerte era negociable y que producía frutos de por vida si sabía presentarse en un paquete vital que hiciera imposible el rechazo de parte de las víctimas.

         Florentino aconsejaba que debía empezar a ofrecer el producto primero a los familiares quienes recomendarían a otros en una cadena infinita que evitaría el toque en frío. "Solamente en caso extremo y como última opción debe recurrir uno a este método que está reservado sólo a los mejores", señalaba con sapiencia.

         Dispuesto a probarme a mí mismo, empecé por lo último. Escogí el mismo edificio de apartamentos donde vivía.

         Al llegar al lunes siguiente con diez ventas, Florentino se quedó pasmado. Creyó que las había conseguido con amigos que se prestaban al fraude. El mismo se puso en la tarea de llamar a cada uno de los asegurados para comprobar que estaban contentos con el producto, que jamás me habían visto pero que habían accedido a comprarlo porque era un caballero que irradiaba un no sé qué que inspiraba confianza absoluta y que de paso les había abierto una luz en su camino lleno de tinieblas.

         Florentino me pagó con cheques chimbos que rebotaron de entrada.

         -No le haga eso a mi marido -le dijo mi mujer-. Mire que tenemos un niño. Además ha dejado de renegar y tiene sueños grandes. Hasta hemos salido a Benihana a celebrar por lo alto sus primeras ventas.

         Florentino la engatusó diciéndole que me dijera que fuera el lunes siguiente por otros cheques de otro banco porque iba a demandar a ese banco que lo había hecho quedar tan mal con un vendedor más talentoso que Og Mandino.

         Ese fin de semana me animé a golpear puertas de nuevo. Un señor de aspecto distinguido aunque desarreglado me invitó a seguir a su pequeño apartamento lleno de libros por el piso y por las paredes. Me dijo que era escritor, que perdonara el desorden pero ese era el ambiente que necesitaba para inspirarse.

         Con cierto aire de disgusto escuchó mi perorata de loro amaestrado que me había enseñado Florentino y que recitaba de corazón. Antes de terminarla me interrumpió con un brillo luzbeliano en sus ojos azules.

         -Véndame un millón -me dijo en tono convincente como si hubiera encontrado el eureka siracusano que andaba buscando. Traté de explicarle otros beneficios pero cortésmente me insinuó que dónde había que firmar. "Total, esa era la suma que esperaba por otro lado, pero ya estoy hastiado de tanta lata", concluyó el escritor.

         Pensando que la suma a que se refería era una herencia o la notificación de Estocolmo como me había asegurado, le hice firmar todos los papeles para asegurarlo.

         Al terminar de firmar entró una mujer de aspecto recatado, acompañada de una hermosa niña que era lo contrario por su vitalidad exuberante. Los ojos iguales a los de su padre y su rubia cabellera la asemejaban a la muñeca que andaba en las portadas del Enquirer supuestamente asesinada por sus padres.

         Arribé a la oficina de Florentino media hora antes de lo estipulado. La secretaria no me dejó pasar a pesar de ser uno de los empleados. Sin embargo, de buena fe le entregué los papeles de la venta al escritor que ella diligente la llevó al despacho de su jefe.

         En vista que se hacían los de la vista gorda me metí a la sala de juntas donde Florentino preparaba a un grupo de profesionales que habían sido atrapados como yo.

         Al verme empezó a decir que él era un ejecutivo de alto turmequé, que no pusieran de pantalla a la mujer o a los hijos, que los reclamos los hicieran de hombre a hombre.

         -Habla conmigo, o con ellos -interrumpí con un grito.

         Todos, incluyendo Florentino, saltaron de sus sillas y me miraron sorprendidos.

         -Si va a hablar conmigo -le dije tratando de controlar mi furia que trastabillaba en mis mandíbulas-, míreme a los ojos, hijo-de-puta.

         Esta última palabra se la silabié en marcados cinco segundos.

         El sobresalto fue mayor. Saqué la decena de cheques y se los mostré a las futuras víctimas.

         -Si se fijan -dijo dirigiéndose a sus pupilos-, esos cheques no están a su nombre.

         -Porque acordamos que los hiciera a nombre de mi esposa que es la que tiene social security-, le dije conteniendo aun más mi rabia.

         Florentino trató de arrebatarme los cheques, pero aproveché para darle la vuelta a la enorme mesa y mostrarle la firma del jefe a los sorprendidos profesionales que posiblemente habían soñado como yo con yates y casas a orilla del mar.

         Al salir del salón de juntas, varios de ellos me siguieron. Querían enterarse de los detalles.

         -A ustedes les hará lo mismo porque se aprovecha de nuestra condición de ilegales-, les dije.

         Al regresar a casa llamé a todos los que me habían comprado el seguro de vida y les dije que lo cancelaran porque me habían engañado y seguramente correrían el mismo riesgo.

         Por la línea telefónica alcancé a notar la decepción enorme. Habían puesto sus esperanzas en ese producto tan fabuloso que solucionaría los problemas económicos del que sobreviviera al sacrificio que haría uno de ellos por el bien de los suyos, siguiendo los designios divinos que la suerte diera en la ruleta rusa.

    El domingo siguiente, en las noticias, opacada por tantas relacionadas con Fidel Castro, El Nuevo Herald hablaba del suicidio del escritor Arnaldo Morales y del éxito que estaba teniendo en las librerías que lo estaban vendiendo como pan caliente. Luego de buscarlo en varias librerías donde se encontraba agotado, traté Barnes and Noble donde logré hacerme a una copia en medio de una algarabía de gente que se arrebataba el libro.

    Al leer sus cuentos pude comprender que lanzándose de cabeza desde el último piso del Aventura Mall donde acostumbraba ir a medirse su traje de madera era la forma expedita de dejar una vida asegurada a los suyos sin el contratiempo de la espera infructuosa de la esquiva notificación de Estocolmo.

    Constelación edípica

    Al saltar a este mundo empujado por una comadrona experta en menjurjes y brujerías, pegó un grito de terror que levantó de la silla al padre que esperaba impaciente la llegada del primogénito.

    Envuelto en una nube de sangre, añoraba el cielo recién perdido. La ira que tenía se la calmó el regazo de su madre que, sacando fuerzas de donde no las tenía, pidió que se lo dieran así: resbaloso, viscoso, amoratado.

    Cada vez que lo apartaban de ella, su furia regresaba. Un cordón umbilical invisible, que no había roto con la pregenitalidad kleiniana mucho menos lacaniana, lo unía poderosamente a esa joven madre, todavía una niña para estar en esos trotes que desde ese día ignoró al hombre que le había hecho insaciables cosas por donde había llegado su hermoso hijo. Desde ese día cerró por completo toda posibilidad de ser manchada de nuevo.

    El padre, que esperaba una niña, se llenó de celos que superaron los de Otelo y lo mandó matar. Quería evitar que unos sueños recurrentes, convertidos ya en pesadilla, se cumplieran. Supersticioso como era gastaba una enorme fortuna visitando a un pitoniso que se anunciaba por la televisión al igual que Liberache. Dicho brujo le había pronosticado que el vástago primogénito lo reemplazaría luego de asesinarlo de un balazo y su imperio levantado a pulso caería en la bancarrota.

    Los sicarios contratados para realizar el trabajo lo llevaron a una agencia de adopción que no sólo traficaba con material vivo sino con partes de gente que desaparecía.

    Ojos, riñones, hígados, piernas, brazos, etc. tenían buen precio en el globalizado mercado, pero los bebés dados en adopción superaban el precio pagado por el celoso padre.

    Una familia extranjera que había tratado por todos los medios de tener un bebé ofreció la suma más alta en la subasta que dicha agencia puso en Ebay.com, compañía especializada en subastas cibernéticas que estaba siendo cuestionada porque varios de sus usuarios, dispuestos al desmembre, utilizaban sus servicios.

    -Es mejor darse la buena vida con un ojo, una pierna y un pie que vivir en ascuas de cuerpo entero, -decía un tuerto, manco y cojo que había subastado sus respectivas partes, en declaraciones a una revista que se regodeaba en los chismes frescos de la jet set.

    Con sus prótesis adquirió la elegancia inglesa que le abrió las puertas a clubes de aristócratas, reforzada por el hecho de ser nuevo millonario.

    El bebé creció en medio de mimos. Los padres dejaron de echarse la culpa el uno al otro de su infertilidad que los había llevado a recurrir a los métodos de inseminación artificial, inseminación de semen capacitado, fecundación In Vitro e inyección intracitoplasmática de esperma. Todos los esfuerzos que antes habían realizado vanamente persiguiendo un imposible fueron concentrados en malcriar al niño. Desde el momento de levantarse, hasta el momento de acostarse, el niño imponía sus designios.

    En la tierra de la libertad y casa de los hombres bravos, el chico se crió aprisionado a sus caprichos; que no quiero ese cereal sino ese otro, que mejor Burger King, no mejor MacDonald, al final Taco Bell.

    Haciendo lo que se le daba la real gana, llegó a la pubertad.

    Incapaces de soportar ese bulto de necedades los padres decidieron regresarlo a su país de origen donde las necesidades que tenían que soportar la mayoría de sus habitantes forjaba gente dedicada, juiciosa, laboriosa, callada, dispuesta a vadear cualquier adversidad.

    En la capital santafereña se dio a la tarea de conocer los metederos dedicados al goce pagano hasta que dio con un bar en la zona Rosa donde se reunían treintañeras clase alta a disipar el tedio que les daba la buena vida.

    Fue amor a primera vista. Quedó prendado del espigado cuerpo de esa hermosa mujer que conservaba intacto en sus medidas y frescura lo que había enloquecido al marido 18 años atrás.

    A ella le pasó lo mismo. El deseo platónico y hegeliano que había sido truncado al perder su hijo pareció renacer en sus entrañas. Sus recuerdos fueron asaltados por el de su primo Orlando que apodaban "el furioso", que con sus profundos ojos negros de seminarista la había subyugado cuando empezaba a despuntar como mujer y de la que la separaron brutalmente casándola con un desconocido para evitar el incesto que producía hijos con cola de cerdo como ya había pasado por esa inclinación endogámica que existía en su familia.

    En el pasillo hacia el baño la besó apasionadamente.

    -Vamos a otro lugar donde estemos solos -le dijo. Caricias devoradoras recorrían el cuello de la treintañera. Sentía explotar una constelación de deseos enterrados, resucitando en todo su esplendor.

    Camino a un motel que quedaba en las afueras de la sabana bogotana, no se dieron cuenta que un Mercedes negro SEL 560, vidrios ahumados, a prueba de balas, les chupaba rueda.

    Al llegar al motel, un hombre maduro, gordo, medio calvo, les salió al paso y les apuntó con un revólver. Acostumbrado a los juegos de Nintendo, de Sega, Nintendo, Super Nintendo, Play Station 1, Play Station 2, Xbox, etc., sacó la pistola que sus padres le habían empacado "por si las moscas" y con un balazo certero le atravesó el corazón al furioso hombre que los amenazaba.

    -Gracias mi vida -le dijo la mujer. -Me has librado de un cerdo.

    Esperó a que ella depositara unas flores que arrancó de un decoroso mirto para tapar el hueco que había dejado la bala. Al detener la hemorragia de sangre negra que brotaba como manatial, con un guiño de ojo que brilló como centella, le agarró la mano y entraron al motel.

    Fatal error

        Cuando Esperanza, su prima, me dijo que vivía en Houston, una corriente alterna me recorrió de arriba abajo mientras mis vellos se erizaban. Nadie detectó mi inquietud porque cambié el hilo de la conversación.

    Una vez que sobrevolábamos Houston me la imaginé en cualquiera de las casas que hay en los suburbios; feliz, con una pareja de hijos y sin que el paso del tiempo hubiera horadado su hermosura.

    De pequeños, ella me quiso y yo no la quise. De adolescentes, fue lo contrario.

    Deyanira, la mujer que enloqueció a más de uno, se fue de mi vida para nunca más volver, como se fue de la vida del loco Jorge, del maneco Pedro y del tatareto Humberto, amigos de farras memorables que terminaban al amanecer en el toldo de doña Carmen quien ahuyentaba nuestras borracheras con un caldo de menudencias que tenía.

    El tatareto fue el más afectado. Hasta las ganas de comer se le quitaron en esos tres días seguidos que inundó en cerveza para ahogar el dolor de la partida. Por todos los medios había tratado de acercarse a Deyanira, pero el padre no dejaba que nadie se atreviera a poner siquiera el ojo encima porque cuidaba como pastor alemán su rebaño de siete hijas que competían en belleza. Varias veces los perros de don Roberto arrancaron en pedazos las innumerables prendas y disfraces que Humberto se ponía para hacerse pasar por vendedor, por jornalero, por electricista, por fontanero, por qué sé yo a estas alturas de mi vida.

    Nos tocaba conformarnos con verlas pasar con ese aire altivo de reinas de belleza.

    Y Deyanira lo era. No en vano Esperanza me contó que había sido elegida la mujer más hermosa en el club social en Houston en que la inscribió su esposo, un nuevo rico de dudosa procedencia que llegó una vez al pueblo y con subterfugios se llevó a la perla más hermosa precisamente cuando se encontraba en su máxima definición.

    El semestre pasado la encontré sentada en una de las clases que dictaba en la Universidad de Yoayo. Al entrar a clase me choqué con sus hermosos ojos verdes y su sonrisa matadora. Por un momento creí que en lugar de entrar a clase había entrado a una dimensión ya vivida que se repetía como un espejo. Hasta la frescura de un aire adolescente sentí que resucitaba en mí. Los estudiantes se miraron interrogándose mutuamente sobre el motivo de mi perturbación. Luego de pasar saliva varias veces y carraspear otras tantas pude presentarme. Acostumbraba a romper el hielo haciendo que cada uno se presentara. Varios dijeron sus nombres, de dónde venían, para dónde iban, pero a ninguno le presté atención. Era el momento que aprovechaba para memorizar sus nombres, profesiones, inquietudes, para sorprenderlos en la clase siguiente llamándolos por su nombre y dirigirles palabras específicas de acuerdo a sus intereses particulares. Aunque sólo esperaba que ella dijera: "Me llamo Deyanira, vengo de Houston y quiero estudiar filosofía", cuando lo dijo, como si estuviera leyendo mi pensamiento, me pellizqué para asegurarme que estaba despierto. Un suspiro que atravesó el cosmos no fue suficiente para darme la energía de mantenerme en pie. Tuve que sentarme. Deyanira, sorprendida, con una mueca interrogante, con su mirada preguntaba a todos y todos la seguían en su expresión que empezaba en la cara, seguía por los hombros, continuaba en brazos y terminaba en las manos que expresaban what the heck!

    Deyanira se clavó en mi pensamiento como una espina como clavada la tuve en la primavera de mi vida. No la buscaba pero soñaba con encontrarla por los pasillos del departamento, en la biblioteca, en la cafetería, en el centro estudiantil, en cualquier lugar. El sueño continuaba todo el día con la ansiedad de que acabara pronto para que llegara el otro y poderla ver de nuevo en clase.

    La edad es un policía que uno contrata cuando se cuida un jardín en el cual se prohíbe tomar una flor, contemplarla, tocarla, amarla. Además, el estatuto docente era claro en señalar cualquiera de esas cosas como acoso sexual. Tomando al pie de la letra esas leyes espartanas, ponía ceño fruncido e ignoraba su presencia.

    En una de las clases, luego de darles instrucciones para que buscaran por su cuenta la piedra filosofal, me senté a revisar los ensayos de alumnos de otras clases.

    Súbitamente un eclipse me asaltó. Una cascada de cabello cayó como la noche de San Juan de la Cruz sobre mi cara. El aroma de frutas frescas se metió por mis narices. Al medio levantar la mirada, dos hermosos duraznos, que veinte años atrás había visto de refilón al correr atento a recoger algo que se había caído de las manos de Deyanira, se develaron en todo su esplendor. Ella, inclinada, tratando de controlar la cascada y de tapar púdicamente con su mano las deliciosas frutas, me hizo una pregunta que la ceguera y sordera momentáneas no me dejaron comprender.

    El policía me disparó prudencia. Traté de recuperarme para no mostrar la flaqueza de mi espíritu. Evadí la hermosa visión y mirando a la ventana, con pose de a mí no me afectas le dije muy digno, académico, como lo exigían los estatutos, que qué quería.

    Algo me dijo pero seguí sin comprender. Aunque no estoy seguro, me parece que le contesté que fuera a la oficina porque en ese momento tenía que tropezar de nuevo con la piedra filosofal.

    La cascada me cegó y el aroma me embriagó. Levitando quedé hasta la siguiente clase en que llegué dispuesto a no caer en la tentación y arrancar de raíz esa obsesión que me tenía en vilo.

    La ignoré toda la clase aunque para cualquier lado que mirara la veía. Mi olfato de perro sólo me dejaba detectar su aroma. Los estudiantes se dieron cuenta y volvieron a poner la cara de what the heck! Saben que los maestros escogemos en cada clase a la mascota preferida, como dicen ellos, y todos supieron desde el primer momento quién era. El hecho que la ignorara era sospechoso. Despecho, impotencia, resignación, acato a la ley, miedo, estar casado, edad madura, motivos, sí, motivos, pero no suficientes para que el profesor se echara una canita al aire.

    Con el pretexto de que no había entendido la cuadratura del círculo que había explicado profusamente en clase, la encontré esperando en la puerta de mi oficina luego de terminar con otras clases donde volvía a repetir la misma cháchara apoyado en categorías polidireccionales que, iluso de mí, echaban dizque por el suelo las concepciones euclidianas.

    Nuevamente me fallaron las piernas. Los ojos verdes me penetraron como lanzas en costado de crucificado que agoniza. Tuve que abrir rápido la puerta y sentarme para no caer como una piltrafa derretida por la nostalgia.

    -¿Por qué me miras así?

    -Hace mucho tiempo -le dije tratando de recuperar el soplo de vida que me quedaba-, cuando tú no eras siquiera un proyecto, navegué por unos ojos como los tuyos.

    Otra vez dio vida a una sonrisa que me mataba.

    -Si quieres -me dijo mientras los abría desmesuradamente dejando ver el aleph borgiano-, ¿por qué no lo haces de nuevo?

    No quise confesarle que ya el Ulises que se lanzaba a cualquier océano se sentía sin fuerzas para nuevas odiseas y se había sentado en su Itaca a soñar despierto.

    Las horas de oficina las acaparó. Al enterarse que preparaba un libro de cuentos, se convirtió en mi amanuense. Las horas de oficina no alcanzaron. Ocupamos las horas del almuerzo, de las onces, de la tarde, mediatarde, noche y medianoche, hasta que la cascada de su cabellera se enredó en mi cuerpo y el aroma de su piel penetró la mía.

    Jamás quise preguntarle por sus ancestros para evitar que la pompa onírica se rompiera.

    El día que les dije a mis alumnos que me retiraba de la Universidad de Yoayo, vi que el Aleph se inundaba de unas perlas inmensas que caían de sus ojos mientras los otros disfrutaban de mi despedida que hice con cantos y ocurrencias.

    Dispuesto a olvidarla, para poder concentrarme en mis escritos, no contesté los dos o tres e-mails que me envió desde Australia donde se había ido a estudiar no sé qué. Algo planteaba sobre la cuadratura del círculo, pero tampoco supe qué era porque el mensaje se interrumpía con la frase "fatal error".

    Paraíso recuperado

        Eva, aburrida de tanta felicidad paradisiaca, empezó a hacerse las preguntas que se hacen los ociosos. ¿De dónde vengo? Había aceptado, a regañadientes, que venía de una costilla de Adán. ¿Para dónde voy? Eso no lo sabía y no quería conformarse con el letargo que produce el vivir como los dioses.

    El creador les había prohibido que se devanaran los sesos con cuestiones que no les incumbían. Cuestionarse era adentrarse en los laberintos del bien y del mal para adorar o matar al minotauro. Cuestionarse era un acto de rebelión castigado con el ostracismo.

    Eva comenzó a tentar a Adán con esos cuestionamientos. Al principio Adán no le hacía caso porque se lo pasaba embobado como Leibniz viendo y agradeciendo las maravillas de la creación.

    La duda contaminó a Eva. No podía dormir y no dejaba dormir a Adán.

    -¿Tú no crees que el viejo se guarda algo para sí y por eso no quiere que indaguemos? -insistía Eva en las noches de desvelo- ¿No crees que detrás de esa noche profunda se esconden otros paraísos mejores que éste?

    Adán cayó. El vacío pascaliano lo enfermó y empezó a cuestionar todo. Los cuestionamientos, retomados luego por los atenienses, los animaron a confrontar al amo quien al sentir que movían sus cimientos los echó del paraíso. No podía soportar que simples criaturas creadas del barro se atrevieran a pensar.

    Al ver que lo habían perdido todo, se culparon mutuamente. Cada uno cogió por su lado. Por primera vez sintieron la angustia existencial de los mortales. El tiempo hacía mella en ellos y el espacio era ancho y ajeno. Al llegar a las antípodas, volvieron a encontrarse.

    El encuentro fue revelador. Cada uno tenía lo que le faltaba al otro. Descubrieron la caricia que les hizo deducir cómo llenar el vacío de sus vidas.

    Al llenarlo, recuperaron el paraíso.

    Razón de vivir

    1

        Orlando llevó a Maribel a presentársela a su madre y a su padrastro quienes mostraron mucho interés en ella. Por primera vez su madre era complaciente. Madre y padrastro siempre habían sido displicentes con sus cosas, pero con Maribel todo fue diferente. Sintió por primera vez que el calor de familia existía. La madre le costeó la boda. El padrastro regaló los pasajes para viajar a París acompañados por ellos. La miel de la luna parecía caer en llovizna endulzando sus vidas cuando caminaban por las calles parisinas.

    Al año nació una hermosa niña. Esos nueve meses la cuidaron tanto que temió se le iban a echar a perder con tanto mimo y atención. Aunque Orlando quería un varón, la llamaron como a su madre, Esperanza. La niña se convirtió en la razón de vivir de todos.

    Orlando trabajaba como agente viajero y tenía que desplazarse por lo largo y ancho de un país que cada vez se hacía más peligroso recorrer. Al comienzo le gustaba viajar por carro, pero se aburrió de que lo pararan para exigirle impuestos de guerra los grupos que estaban al margen de la ley. Empezó a hacerlo por avión, pero hasta las naves eran secuestradas. Ese ambiente de zozobra le hacía pensar en irse para otro lugar donde pudiera estar tranquilo y disfrutar con su adorada familia.

    Afortunadamente Maribel contaba con el cariño profundo que le profesaban en casa de su madre. Podía viajar sin problema porque quedaba en buenas manos.

    El día que los paramilitares asaltaron la población donde iba a hacer unos negocios, logró escapar de la caravana de la muerte. Huyendo como otros, por un camino sembrado de cadáveres, logró salir del lugar y regresar a casa. Con el pavor en su cara se dirigió a donde su madre donde sabía que estaba su esposa.

    Para darles una agradable sorpresa decidió entrar por la parte trasera de la casa. Pasó por el cuarto donde dormía la niña plácidamente. Mientras la contemplaba embelesado sintió unos gemidos. Creyó que algo le pasaba a su madre y corrió a auxiliarla. Su mujer era la que gemía mientras su madre la acariciaba. No se dieron cuenta de su presencia. Un pavor mayor que el que había tenido cuando confrontó la caravana de la muerte se apoderó de él. Horrorizado de cometer una locura optó por tomar en brazos a su pequeña hija y huir de ese sitio sin dejar rastro alguno.

    2

    Mi padre dice que mi madre murió en un accidente. Cuando le pido que me hable de mi madre, me engaña con evasivas y cambia el hilo de la conversación. Por la expresión de su rostro adivino que algo me esconde. Aunque dice qué es americano, tengo mis dudas porque no habla bien el inglés y cuando lo hace su acento me hace morir de la risa.

    últimamente he notado que aumenta el flujo de personas que tienen el acento de mi padre. A los que les he preguntado me han dicho que vienen de Colombia. De Colombia sé que es un país donde se producen las plantas que procesan y exportan para que mis amigos se droguen.

    Cuando empecé a remedar su acento noté que se ponía nervioso. Al confrontarle me confesó que efectivamente éramos colombianos. Me habló de la violencia epidémica de ese país, de que le había tocado salir corriendo y que en la huida una bala perdida había encontrado la cabeza de mi madre. Lo del accidente era un cuento que se había inventado para no entrar en detalles.

    Después de muchas pesquisas y en forma accidental pude dar con una mujer que decía ser mi madre. A pesar de sus caricias y sus súplicas sentí que era una extraña. Notando mi indiferencia y detectando el profundo amor que le profesaba a mi padre me soltó una frase lapidaria:

    -Ese no es tu padre!

    Le di una cachetada y la dejé atragantándose con sus lágrimas. No podía soportar que el ser que se desvivía por mí no tuviera nada qué ver conmigo. La frase era una daga pero era algo que al darme vueltas en mi cabeza me llamaba como una liberación.

    3

    No entiendo por qué mi hija se porta tan extraño. Sus besos y caricias no son como antes. Anda obsesionada con un vídeo de la National Geographic donde se plantea que los egipcios tenían en un pedestal el amor filial y fraternal. Su comportamiento no me deja dormir, menos ahora que quiere dormir conmigo como cuando de pequeña tenía pesadillas. Como un ángel se dormía entre mis brazos.

    Hija mía! Eres mi razón de vivir.

    Amor al vuelo

        Los domingos por la mañana mientras mi mujer y mis hijos duermen llamo a mi amante que acude presurosa. Mi llamado incita la pasión de otros amantes que a orillas del lago comienzan a hacer arrumacos, decirse cositas y hacer el amor poniendo al cielo abierto como testigo.

    Aprender el lenguaje de amor de las aves tuvo en principio un fin práctico. Silvano, el capataz de la hacienda La Ponderosa, me enseñó a llamar al diablo. Con sus rústicas manos hacía una ocarina cuyo sonido penetraba los bosques y montañas y, según él, llegaba hasta los profundos infiernos.

    Varias veces lo intenté. Me internaba en un bosque cercano a la hora en que las sombras se alargaban. Los murmullos que siempre estaban presentes adquirían una dimensión extraordinaria. Antes de que el pánico me petrificara corría como un loco hasta la casa y me metía entre las cobijas y no abría los ojos hasta el otro día. Nunca pude ver el diablo posiblemente porque no lo hice a media noche como recomendaba Silvano, pero tenía el presentimiento que rondaba cerca esperando que olvidara mis rezos para caerme encima.

    Un día por casualidad descubrí que con mi ocarina manual podía imitar el canto de amor de las torcazas que engañadas con mi canto se ponían a boca de jarro. Se me hace agua el paladar al recordar el arroz de torcaza que mi madre preparaba.

    -¿Cómo pudiste ser tan desalmado de quitarle la vida a esos inofensivos animalitos? -me reprocho ahora haciendo eco de los que me hace mi mujer cuando las ve comiendo las migajas de pan que les dejo en el patio.

    Este domingo me despertó su canto y respondí con el mío. Presurosa acudió y en la cerca de aluminio se desperezó, abanicó su cola y extendió sus alas esperando mi abrazo. En esa posición la encontraron los que cortan el pasto.

    -Está buena para un sudado -dijo uno de ellos mientras el otro se agachaba a buscar una piedra. Posiblemente vienen de algún lugar lejano donde las hambres lo vuelven a uno desalmado.

    Con el ceño fruncido aplaqué sus asesinas intenciones mientras con mi mano ahuyentaba a la torcaza para evitar la tentación.

    Un pájaro agorero se atrevió a acercarse demasiado, casi a quitarme el pan que despedazaba en migas. Con ojo de águila detectó el atrevimiento del ave agorera y celosa se lanzó en picada. De perseguida por estos pájaros se convirtió en perseguidora. Su graznido dejaba entrever que no quería intrusos en ese patio.

    Cuando sobrevuela por donde tengo el nido y detiene su vuelo encima de mí como colibrí o como el Espíritu Santo, siento mucha pena.

    A pesar de que trato, no he podido aprender el canto de despecho de las torcazas. Me gustaría decirle que se olvide de este viejo temeroso de lanzarse a la aventura del amor, aunque a veces siento unos deseos enormes de echarme a volar con ella.

    Sólo me detiene el temor de una pedrada.

    Beverly Hills criollos

        La suerte de los Beverly Hills cayó en mi casa. Mi padre, cuya visión franciscana de la vida lo llevaba a conformarse con poco y sentir que ese poco era demasiado, vio con recelo la intrusión de topógrafos, ingenieros y gringos en su campo cultivado con amor.

    Después de un interrogatorio, con intérprete al lado, se enteraron que allí brotaba un aceite negro que mi padre usaba de combustible para encender antorchas que competían con las estrellas en las noches decembrinas.

    La descansada vida que mi padre había escogido al huir del mundanal ruido voló en pedazos con las explosiones, perforaciones y ruido de motores que ululaban día y noche.

    Así como llegaron con toda su parafernalia petrolera así se fueron dejando la finca convertida en una Jericó derrumbada. Arrume de cables multicolores se amontonaban por todas partes. Mi padre los organizó y con la paciencia de Job los cortó para que sirvieran de argamasa de los bloques de cemento que elaboró para cambiar el rancho de paja en una casa de concreto hecha a prueba de balas.

    Los ripios que pagaron por utilizar nuestra tierra apenas alcanzaron para levantar paredes y techo. Puertas no colocó porque en esa época, según mi padre, nadie se atrevía a entrar en casa ajena sin ser invitado.

    Después de 30 años han vuelto a merodear la finca las compañías petroleras en busca del obelisco tatuado de códigos que dejaron en el sitio donde más brotaba la sustancia viscosa que le servía a mi padre para encender antorchas en las noches decembrinas.

    No lo encontraron en el sitio que señalaban los satélites interplanetarios sino en el patio de mi casa donde lo había colocado con mi hermano menor con el fin de despistar a buscadores de oro negro.

    Ahora quieren repetir lo que hicieron 30 años atrás. Nos han ofrecido el cielo y la tierra si aceptamos vender la casa y la finca.

    -Podrían emular a los Beverly Hill -nos dijo un gringo arrastrando las erres.

    Una sonrisa sarcástica que pisoteaba nuestra ingenuidad campesina brotó de los labios de quienes acompañaban al rubio personaje convertido en camarón por el calor de la tierra.

    Uno de los representantes del gobierno nos aconsejó que lo mejor que podíamos hacer era vender para evitar el desalojo.

    -En definitiva lo que existe en el subsuelo es propiedad del estado, -sentenció el empleado oficial.

    -Y la propiedad del estado es propiedad del amo, -concluyó mi hermano, cuyas arengas revolucionarias todavía se le escapan en presencia de los imbéciles.

    Voces sin voz

        Los argentinos se suicidan lanzándose de su ego. Los colombianos de su super-ego. Lo confirmé la noche que fui a una presentación de las Voces de Miami y las encontré apagadas.

    Cuando ya empezaba a especular que las huestes de la muerte habían extendido su macabro brazo para atentar contra los que habían abandonado la patria, vimos un letrero que pendía de la puerta del consulado de Colombia ubicado en Coral Gables que decía:

        Voces de Miami se quedaron sin voz.

        Creí que era una broma pesada del grupo de escritores que querían reunirse a puerta cerrada. Con la firmeza de despachador de vuelos, cruzando los brazos a la altura de la cintura, el celador nos hizo señas de que todo estaba cancelado.

        -Lo bueno del consulado es que queda al frente de Books and Books, -le dije al pintor Olimpo tratando de apaciguar la impertinencia de haberlo sacado de su estudio.

        Una mirada cruzada de complicidad intelectual nos alentó para meternos a hojear libros: Olimpo de arte, yo de literatura.

        Al otro día al leer los emails me enteré que la sacerdotisa del amor, había depuesto la coordinación de aunar las Voces de Miami por haber sido encumbrada a una posición ejecutiva de alto vuelo en la empresa de comunicaciones donde laboraba. Al quedarse las voces acéfalas, ninguno de los otros levantó la voz para continuar con el proyecto.

        Uno de los escritores cuya obra dejaba constancia de ser "El último de los colombianos" en abandonar el país, enviaba un email a todos felicitando a la sacerdotisa por el tremendo ascenso, pero filtraba cierto cuestionamiento que me dejó intrigado por su vaguedad.

        Otro mensaje más abierto y contundente de la académica que iba a hacer la presentación de la Voces planteaba que en su mundo no cabían las pequeñeces porque ella se movía en el platónico de las ideas.

        El mensaje del Cacique de Bolombolo engrandecía esa pequeñez y en un tratado sobre la inutilidad de la literatura paradójicamente colocaba en un nicho a cada uno de los escritores agrupados como Voces de Miami.

        Otro email del escritor de la barba negra emulaba a Eliot al plantear que el infierno que llevamos dentro no le da chance a la utopía.

        El mismo subject: "carta a la cónsul de Miami" se repetía tantas veces que por temor a que fuera un virus lo borré de mi computadora. Ya me había pasado con el mensaje "I love you" y no quería repetir la amarga experiencia de esos amores que matan.

        Mi interés al asistir al programa cultural del consulado había sido el de poder apreciar esas Voces de Miami. Había convencido al pintor Olimpo de que ya era hora de lanzarnos a la aventura de publicar una antología con los autores de la diáspora.

        -Si "Cien voces de América" ha agotado varias ediciones nosotros podemos hacer lo mismo con la Voces de Miami -le había comentado una y otra vez a Olimpo con la certeza absoluta de quien sabe invertir en la bolsa.

        -Lo malo es que no tienes emisora que te respalde como la tiene Enrique Córdoba -había contestado Olimpo con la seriedad de quien ya viene de regreso.

        Luego de un rato hojeando libros y cuando ya la jartera empezaba a surcar el rostro amerindio de Olimpo, me hizo la señal con la cabeza de que nos fuéramos.

        -Si no se pusieron de acuerdo para presentarse en el consulado mucho menos lo harán para la antología que insistes que te patrocine -me dijo al salir a la calle que nos recibió con una bocanada de calor salpicado de humedad de ciento por ciento.

        No tuve más remedio que asentir con la cabeza.

        -Por otro lado, no creo que estén dispuestos a compartir costos si les diera por editarla conjuntamente -remató como para que me olvidara del asunto.

        Olimpo no se deja deslumbrar. Según me contó mientras caminábamos por Ponce de León y nos tomábamos un café en Starbucks en la esquina de Miracle Mile, había perdido la inocencia en manos de varios editores que le sacaron obra y dinero para aparecer en magazines o diccionarios de arte. Para alimentar su equilibrado ego hasta había llegado a pagar miles de dólares a críticos de arte de los principales diarios a sabiendas que era la forma exigida por el mercado del arte. Había intrigado también para hacerse entregar galardones y premios de periódicos e instituciones que promovían el bombo y el autobombo a cambio de lentejas. En las subastas llegó al extremo de hacer subir el precio por las nubes por medio de amigos que le ayudaban a pujar, en principio sin dinero y luego colocando altas sumas de su propio bolsillo. Por eso estaba en la cima y cada cuadro en las seis cifras de washingtones.

        -Si no tuvieran el ego tan desequilibrado hasta les patrocinaría una edición de lujo a cada uno de ellos -me dijo Olimpo al ver que estaba con la mirada perdida como buscando una voz en el desierto.

        -Yo no pierdo la esperanza -le dije aunque la duda alcanzaba a asomarse por los resquicios de mi alma.

        Olimpo alcanzó a detectar en mi voz y caída de hombros cierto estado de claudicación y empezó nuevamente a decirme lo que siempre me recalcaba acerca de que los colombianos no teníamos remedio, que colombiano come colombiano y que por eso había abandonado el país para dejar que la nostalgia embargara su corazón que se aferraba a guardar a la bella Colombia libre de la cicatería de esos habitantes que no estaban dispuestos a deponer sus super-egos.

        -Nosotros podemos también emular a los cubanos que ya han llegado al Capitolio ..., -le dije para echar por tierra ese pesimismo desnaturalizado.

        -... pero a los cubanos del exilio los une Fidel -me interrumpió con esa sonrisa de nihilista consagrado con que matiza el veneno que le pone a sus palabras.

        -A nosotros nos unen las tertulias del consulado -le contesté con la incertidumbre de quien dice una verdad a medias.

        -Nos unían ... -dijo Olimpo resoplando por sus amplias narices con un sarcasmo que convertía mi afirmación de presente colectivo en un pasado sin esperanza pero que yo me aferraba a ver como un futuro de posibilidad.

    Anaquel de los recuerdos

        Héctor, el siquiatra, ha tenido tantos trabajos como semanas tiene el calendario. De tanto repetirse ese ciclo de renuncias y aceptaciones ha logrado establecer un horario que sigue a cabalidad:

    • Lunes: luna de miel
    • Martes: ya le ve un pero
    • Miércoles: la jefa es una cacatúa
    • Jueves: los cuerdos son los locos
    • Viernes: Shopenhauer tenía razón y se quedaba corto.

        Sábado y domingo no cuentan porque se queda echado en cama recuperándose de una angina que va creciendo a medida que crece la semana para manifestarse en todo su esplendor cada viernes por la noche. Para ese día su caminar lerdo se hace más lerdo y su cuerpo se reduce a los escombros de una Jericó derribada.

        Toma tan en serio su papel de redentor que se echa encima el peso de las sandeces que tiene que escuchar y que lo sumen en el calvario que termina en el gólgota del fin de semana.

        Afortunadamente para él, y desafortunadamente para el mundo, las gentes que necesitan sus servicios aumentan en progresión geométrica a medida que se globaliza más la economía. Tiene trabajo asegurado porque se lo disputan las proliferantes clínicas de reposo sabedoras de su enorme sacrificio expiatorio.

        Antes los curas se dormían escuchando las culpas de sus fieles en el confesionario. Los siquiatras los han suplantado y persona que se respete se vanagloria de tener uno de cabecera. Poder contar con estos servicios es un triunfo obtenido de las luchas obreras. El seguro los paga. Una sociedad que le ha dado la voz a todo el mundo y cuya vocinglería ensordece, necesita tener a alguien que la escuche y nada mejor que los siquiatras.

        Le sigo la pista a Héctor porque uso sus servicios y de acuerdo a mi estado de ánimo busco el día propicio para ir a su consultorio. Es una oportunidad que no me pierdo porque en lugar de exponer en el sillón de Freud todos los demonios que llevo adentro, hablamos de literatura.

        Tanto ha sido mi cuestionamiento sobre sus pacientes que Héctor, a través de hipótesis y deducciones aprendidas en la escuela de siquiatría, ha auscultado mi mente para descubrir que me interesa ese material en bruto que recoge en cada una de las sesiones con sus clientes.

        -Deseo estudiar siquiatría -le dije la vez que sentí que me había descubierto.

        -No lo hagas -me dijo arrastrando la voz. Era un viernes.

        -¿Por qué? -le dije extrañado. El había descolgado su título de Doctor en Literatura y lo había reemplazado por el de siquiatría.

        -El exceso mata -dijo después de tomar un poco de aire como si la frase se cumpliera en sí mismo. -La realidad supera a la ficción, -concluyó luego de otro suspiro apenas perceptible.

        -Pero tú has escrito una novela sobre "Las memorias del sanatorio"-le dije con un interrogante que me hizo alzar los hombros y arquear las cejas.

        -Sí, -contestó al rato -pero son un pálido reflejo de lo que tengo que enfrentar.

        -Hagamos lo siguiente -le dije con la determinación de quien ha encontrado un eureka. -Cada semana tu escoges el caso que más te impacte y me lo cuentas.

        -Eso no es posible -contestó con un rictus de impaciencia. -La confidencialidad me lo impide-. Luego cambiando a movimiento de péndulo positivo dijo: -puedo perder la licencia y ya sabes que tengo dos bocas que alimentar.

        Sabía que en él pesaba más el juramento hipocrático que una ley impuesta por los mismos hipócritas que la violaban.

        Héctor se expuso a perder su licencia. Sin decirme el nombre del paciente me contó varios casos que eran imposibles de plasmar en el papel. Superaban cualquier expectativa y eran un reto mayor al que enfrentó Menard el de Borges.

        Esa avalancha me dejó anonadado como si toda la resaca del mundo hubiera caído de golpe encima mío. Opté por colgar la pluma al comprobar que la mejor literatura no es la que se escribe sino la que reposa en el anaquel de los recuerdos.

    LeonnoeL

        LeonnoeL llegó a mi casa huyendo de la violencia.

        Convencí a mi mujer para que se estuviera una semana.

        -Que sea una semana -aclaró ella marcando en la frase una orden inapelable.

        Esa orden la habían recibido amigos lejanos cuando iba y me les instalaba en sus casas. Aunque era empleado oficial, viajaba sin viáticos. Amantes del arte y la literatura me acogían gustosos a disgusto de sus esposas.

        LeonnoeL es un artista y ésto lo hermana conmigo. Por eso mi casa era su casa como la casa de los otros fue la mía.

        "Sé que se va a quedar una semana", pensé, conocedor de la conchudez de artistas como LeonnoeL.

        -Sé que se va a quedar más de una semana -dijo mi mujer torciendo el pico. -Pero esta vez no lo voy a soportar, -remató con esa coraza que coloca para cerrarse al diálogo.

        La luna de miel de los primeros días LeonnoeL empezó a estropearlos con su desorden. Eso puso en alerta a la nana que ordenaba el desorden de los niños pero "no el de grandulones desordenados" como se lo dijo a mi mujer quien con la mirada con empujón de quijada me recordó la frase dicha al principio.

        LeonnoeL ni se daba cuenta del territorio que iba marcando por todo lado. Lienzos, marcos, bastidores, cuadros, pinturas, vasos, iban quedando regados. Necesitaba el caos para crear a partir de él como lo hacen los dioses.

        Para complicar las cosas, aunque esa no era mi intención, se me ocurrió hacer una venta de arte y convertí mi casa en una galería. Pusimos un cartel en la esquina de la casa y nos sentamos a esperar. Llegaron muchas personas pero ninguna compró. Esperaban encontrar reproducciones como las que se ofrecen en las ventas de arte del Ramada Inn de Hialeah.

        LeonnoeL acostumbraba a cobrar precios altos por sus obras cuando la situación del país lo permitía. Pero había bajado los precios por el piso y aun así a la gente se le hacía muy caro. Ocultaban con excusas el quedar como cicateros y decían que en últimas los cuadros no jugaban con los muebles.

        -Los vecinos se van a quejar y van a poner una multa -dijo mi mujer al ver interrumpido su sueño sabatino y dominical a tan tempranas horas.

        Una multa por mil dólares llegó notificada en el correo de los miércoles.

        "Te lo dije", fue la frase que se me vino a la mente. Era tan repetitiva en mi mujer que parecía que resonaba en el ambiente a tal punto que cuando ella lo dijo me pareció que era un eco a mis pensamientos.

        LeonnoeL se desencajó más que cuando le dijeron que tenía que abonar 18 millones de dólares para que soltaran a su hijo que habían secuestrado. El blanco de sus cabellos adquirió la fuerza de un Malevich. LeonnoeL había logrado juntar 10 millones de dólares que los guerrilleros generosamente aceptaron luego de haber vendido hasta el nido de la perra.

        Llevaba días sin recibir un peso y esos mil dólares pesaban más que los 18 millones. El golpe había acabado con su patrimonio llevándose consigo toda la inspiración que resucitó el hecho de haberle tendido una mano cuando todos "sus amigos" le sacaron el cuerpo.

        Quiso recuperar el tiempo perdido y con pinceladas y brochazos que emulaban a Obregón creaba obras de una calidad tal que sobrepasaba el rasero gusto de "no juega con los muebles" de los curiosos que se acercaron a novelear.

        Al fracaso de la venta se sumó no solo la multa sino el pago urgente del arreglo de los carros. La cristiana señora que cuidaba los niños que combinaba biblia con superstición dijo que se iba antes de que esa racha de mala suerte "que trajo su amigo", como lo repitió varias veces, le cayera encima con todo el peso de esas desgracias apocalípticas que ella proclamaba especialmente después de llegar del círculo de oración. Su carro también se había descompuesto y, aunque era de esperar por lo viejo, le echaba la culpa al pintor. "Algún karma debe estar pagando", mascullaba como si fuera un rezo.

        -O se va él, o me voy yo -lo dijo de tal manera que creí que era parte de una de las alabanzas mezcladas con el estribillo de la Gota fría, la canción vallenata que no se cansaba de escuchar.

        La mirada que me cruzó mi mujer fue como un sablazo que cortaba de tajo cualquier solicitud de clemencia hacia el artista.

        LeonnoeL tuvo que regresar a Colombia con el rabo entre las piernas. En mi cabeza se agolparon las historias de los artistas que sólo la muerte resucita. Una nostalgia grande que vidrió mis ojos me embargó cuando lo dejé en el aeropuerto. La despedida tenía el sabor amargo de los adioses que se dan al borde de la tumba.

        Por unos breves momentos, LeonnoeL había liberado en mí al músico, poeta y loco que se encuentra aprisionado en la burbuja del sueño americano.


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