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Carlos Bongcam Wyss (Condenado a muerte en Chile)

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    CARLOS BONGCAM WYSS

    CHILE:

    CONDENADO

    A MUERTE

    1998 Carlos Bongcam Wyss, 1998

    (Prohibida su reproducción o uso con fines comerciales sin

    autorización del autor)

    Dedicatoria

    A mis nietos

    Agradecimientos

    A Gertie, mi esposa.

    A las compañeras y compañeros que

    con riesgo de sus propias vidas

    contribuyeron a salvar la mía.

    Capítulos:

    1 La condena

    2 En la cordillera

    3 La hora de la traición

    4 La ruta imposible

    5 La generosidad campesina

    6 A la orilla del mar

    7 El viaje a Puerto Montt

    8 El regreso a Santiago

    9 El Refugio Padre Hurtado

    10 Camino al exilio

    Bibliografía

    Los hechos que describo en este libro son auténticos.

    Los he reconstruido recurriendo

    a mi memoria y a los documentos citados

    en la bibliografía.

    1

    LA CONDENA. Dada la situación política que se comenzó a vivir en el país

    después de las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, el

    Comité Regional Osorno del Partido Socialista acordó que los

    Dirigentes Provinciales no debíamos dormir en nuestras casas, en

    previsión de posibles atentados de la derecha o de un Golpe de

    Estado repentino.

    Los partidos opositores al Gobierno habían ido a las

    elecciones parlamentarias con la meta de conseguir los dos tercios

    de los escaños en el Senado de la República, para destituir

    legalmente al Presidente Salvador Allende. Pero en aquellas

    elecciones ocurrió un hecho insólito, único en la historia de Chile:

    por vez primera, después de dos años y medio en el poder, un

    Gobierno lograba aumentar su contingente electoral.

    Cerrada la vía legal, los enemigos de Salvador Allende sólo

    tenían dos caminos para derribarlo: la Guerra Civil o el Golpe

    de Estado.

    De todos los Dirigentes Socialistas de la Provincia, yo era el

    único que cumplía con el acuerdo de llevar una vida

    semiclandestina. El resto se limitaba a hacer chistes sobre mi

    semiclandestinidad, debido principalmente a que sus mujeres no

    les permitían pasar la noche fuera de casa.

    De casas de seguridad me servían las viviendas de algunas

    personas amigas sin filiación política, cuyas simpatías por el

    Gobierno eran poco conocidas. Cada noche, sin previo aviso,

    elegía una casa diferente para dormir en ella.

    Yo iba a la Universidad a impartir mis clases y luego salía

    con rumbo para todos desconocido. En previsión de posibles

    atentados de parte de los terroristas de ultraderecha, que en la

    Provincia de Osorno eran numerosos, grupo de camaradas de la Juventud del Partido me servía de escolta.

    La Perla del Rahue

    La ciudad de Osorno, la Perla del Rahue, fue fundada en 1558

    por el español García Hurtado de Mendoza, sucesor de Pedro de

    Valdivia en el cargo de Gobernador de Chile. La ciudad recibió su

    nombre del homónimo condado español perteneciente a la noble

    familia de García, en el cual el Capitán había dejado a su amada.

    La villa de Osorno fue destruida en 1575 por un terremoto

    que arrasó todas las ciudades fundadas por los españoles en el sur

    de Chile. Desde su reconstrucción, dos siglos después, en 1796, la

    ciudad ha crecido callada y lentamente, soportando la lluvia, el frío

    y la humedad, y renaciendo tozudamente de incendios y

    terremotos.

    En el largo mapa de Chile, novecientos kilómetros al sur de

    la Capital del país, como una bandera a media asta flamea la

    Provincia de Osorno. En 1973 tenía alrededor de ciento sesenta mil

    habitantes. Más de la mitad de la población vivía en la ciudad de

    Osorno, la Capital de la Provincia.

    La Hora de la Verdad

    La Hora de la Verdad se nos presentó en Osorno el 29 de junio

    de 1973, cuando tanques a las calles de Santiago y fue a cañonear el Palacio

    Presidencial de La Moneda, con la intención de provocar un

    Golpe de Estado.

    Había llegado la hora de defender al Gobierno de Salvador

    Allende, nuestro Gobierno.

    En tanto escuché la noticia tomé una antigua escopeta de

    caza, dos rifles de salón calibre veintidós y tres revólveres, que

    eran todas las armas que poseía el Partido, y me trasladé a un

    campamento de pobladores donde teníamos una base partidaria.

    Allí se congregó una veintena de miembros de la Juventud y con

    ellos organizamos una red de correos en toda la ciudad.

    Hablando por radio al país aquella mañana, el Presidente

    Allende dijo:

    Llamo al pueblo a que tome todas las industrias, todas las

    empresas; que esté alerta, que se vuelque al centro, pero no para ser

    victimado; que el pueblo salga a las calles, pero no para ser

    ametrallado; que lo haga con prudencia, alerta, con cuanto elemento

    tenga en sus manos. Si llega la hora, armas tendrá el pueblo!

    Envié a un compañero a buscar al Presidente del Sindicato de

    la Construcción, el más numeroso y combativo de Osorno, quien se

    presentó de inmediato.

    Camarada le dije. Llegó el momento de cumplir con

    nuestro compromiso de defender al Gobierno.

    Noté que el compañero se puso nervioso, cosa que me

    pareció perfectamente normal.

    Quiero que vaya a buscar a los miembros de su Sindicato.

    No creo que quieran venir todos.

    Traiga a los más decididos, los socialistas. ¿Cuántos podrá

    reunir?

    Unos cien. ¿Hay armas, compañero?Sólo las que usted ve aquí.

    En ese momento comprendí lo ridículo y a la vez trágico de

    la situación. Había llegado la hora de defender al Gobierno y no

    teníamos armas. Recordando las palabras del Presidente Allende,

    hice un último esfuerzo. Le dije:

    Que los compañeros traigan lo que tengan a mano: chuzos,

    picotas, cualquier cosa.

    El Presidente del Sindicato se fue, pero no regresó. Nunca

    más lo volví a ver. Ni a él, ni a ningún miembro de su Sindicato.

    Para peor, los comunistas del campamento, al observar las

    actividades que desarrollábamos aquél día, nos amenazaron con

    denunciarnos a los Carabineros si no desmantelábamos nuestra

    base. Una urgente reunión con el Comité Regional Comunista

    evitó a último momento que aquella amenaza se consumara.

    El intento de sublevación militar no pasó a mayores, porque

    los Militares Golpistas fueron controlados personalmente por el

    General Carlos Prats, Comandante en Jefe del Ejército. Gracias a

    eso, nosotros en Osorno evitamos dejar en evidencia, frente a los

    reaccionarios, nuestra incapacidad de respuesta.

    Desde aquel día no tuve la menor duda de que con o sin

    armas no íbamos a contar con los Sindicatos para la defensa del

    Gobierno. Además estaba claro que sin un entrenamiento militar

    previo, imposible ya de realizar, a un Ejército profesional no se le

    podía resistir con probabilidades de éxito.

    Incluso una acción de masas, que hipotéticamente podría

    llegar a ser el comienzo de una resistencia generalizada, también

    debía ser preparada y organizada cuidadosamente. No se podía

    dejar a la improvisación y espontaneidad de la gente algo tan

    importante especialmente en aquel momento, era del todo imposible preparar

    algo semejante.

    Desgraciadamente para el pueblo de Chile, los Militares

    Golpistas no sólo controlaban las armas, sino que también tenían la

    iniciativa en sus manos.

    El Estado de Emergencia

    En vista de la delicada situación creada en el país por el abortado

    intento golpista del Comandante de la brigada de tanques del

    Ejército, el Presidente Salvador Allende solicitó al Congreso

    Nacional autorización para decretar el Estado de Sitio, pero el

    Parlamento, dominado por la oposición, rechazó de plano aquella

    demanda presidencial.

    En subsidio, el 30 de junio el Presidente decretó el Estado

    de Emergencia en las Provincias clave o más conflictivas del país.

    En cada una de ellas, el Comandante de la respectiva Guarnición

    Militar fue nombrado Jefe de Plaza.

    El Estado de Emergencia entregó a los Militares el control

    del orden público, al tomar éstos el mando de los efectivos de

    Carabineros de Chile. En tiempos normales, la policía civil y

    uniformada dependía del Ministro del Interior y, en las Provincias,

    de los Intendentes. Dentro del Estado de Emergencia, las fuerzas

    de Carabineros quedaban bajo la tuición directa del Jefe de Plaza.

    En la Provincia de Osorno fue nombrado Jefe de Plaza el

    Comandante del Regimiento Arauco, un distinguido Oficial que

    a su paso dejaba la inconfundible huella de sus perfumes franceses. Dentro de las condición y cuyo principal mérito había sido llenar de hermosas rosas el patio

    del Regimiento.

    El Intendente, el representante del Gobierno en la Provincia,

    perdió el control sobre las fuerzas de orden comandadas por un

    Oficial de Carabineros de rostro alcoholizado, quedando sólo como

    Autoridad Superior de las reparticiones administrativas.

    "No se preocupe, compañero"

    Siguiendo la estrategia diseñada y financiada por la Embajada de

    los Estados Unidos de América, a fines de julio comenzó el

    Segundo Paro Nacional de camioneros, elevados

    transitoriamente por la prensa de derecha a la categoría de

    transportistas. A esta huelga sediciosa se sumaron los Gremios

    Patronales y los Colegios Profesionales en los cuales la

    oposición al Gobierno tenía mayoría. De esta forma se inició el

    proceso insurreccional que sería definitivo.

    No van a ceder me dijo confidencialmente un industrial

    amigo. Quieren echar abajo al Gobierno

    Y usted, ¿cómo lo sabe?

    No se lo puedo decir. Pero créame, esta vez la cosa va en

    serio!

    Llegará un momento en que la situación económica

    obligará a los camioneros a volver al trabajo.

    Se equivoca, por cada día en paro reciben un bono en

    dólares.

    ¿En dólares? es que se vivían en el país, Sí. Usted no se imagina la cantidad de dólares que maneja

    el Comando de los huelguistas.

    En vista de la gravedad de estos hechos, llamé por teléfono al

    Comité Central del Partido.

    Sí, sí me dijo con displicencia el Dirigente al que le

    entregué la información. Eso es lo que ellos pretenden, pero no

    se van a salir con la suya.

    ¿Y qué están haciendo ustedes al respecto?

    Nada.

    Cómo que nada! Ésto es muy serio!

    Ésto se está manejando al más alto nivel. Está funcionando

    la muñeca de oro, usted me entiende.

    Al Presidente Allende, por su gran habilidad para maniobrar

    en política, le apodaban Muñeca de Oro.

    ¿Cuáles son las instrucciones para los Regionales?

    Oportunamente recibirá las instrucciones.

    ¿Oportunamente?

    Sí. No se preocupe, compañero.

    Allí estaba mi puesto

    En aquellos días mis tres hijos menores se encontraban en Santiago

    aprovechando las vacaciones escolares de invierno. Convencido de

    que se había puesto en marcha la ofensiva final de los enemigos

    del Gobierno, le mandé un telegrama a mi madre pidiéndole que

    dejara a los niños con ella, hasta nuevo aviso.

    A mediados de julio, luego de constatar que en la Provincia

    de Osorno el Gobierno y las fuerzas populares perdíamos a ojos vistas el control de la situación política, decidí enviar a mi hijo

    mayor a Santiago con la instrucción de que él y sus hermanos

    debían quedarse en la Capital. Enfáticamente le advertí que

    ninguno de ellos, bajo ninguna circunstancia, debía regresar a

    Osorno.

    Una semana después, cuando la situación general del país

    indicaba que los opositores al Gobierno de Salvador Allende, con

    la complicidad de la mayoría de los Altos Mandos de las Fuerzas

    Armadas, llevaban adelante un proceso insurreccional irreversible,

    convinimos con mi mujer que ella viajaría a Santiago a hacerse

    cargo de nuestros hijos.

    En ese momento yo también pude haberme ido de Osorno,

    pero me quedé en la Provincia por una cuestión de imagen y de

    responsabilidad política, y a pesar de que tenía claro que muy poco

    íbamos a poder hacer cuando el Golpe de Estado se produjera.

    Entre 1970 y 1973, la Unidad Popular en Osorno había

    aumentado el apoyo popular en un 74 por ciento. No podíamos

    defraudar la confianza depositada en nosotros por aquellos miles

    de electores y sus familias. Los Dirigentes Políticos de la Provincia

    no podíamos huir de los acontecimientos.

    No fue una decisión apresurada y sin esperanza. Allende

    había dicho: "Si llega la hora, armas tendrá el pueblo". Yo estimé

    que aquello significaba que Allende confiaba en la lealtad de

    algunos Militares y Carabineros, quienes se opondrían al Golpe

    de Estado defendiendo al Gobierno Constitucional. Por lo tanto,

    si en el sur había Oficiales leales yo, como Dirigente político, no

    podía abandonar mi puesto de combate en la Provincia. En función

    de esto estimé que mi deber era permanecer en Osorno. Decidí

    estar en mi puesto cuando la hora llegara.

    La Fiscalía Militar

    A comienzos de agosto, el Fiscal Militar encarceló a Domingo

    Cerviño, Miembro del Comité Central del Movimiento de Acción

    Popular Unitaria, MAPU, y máximo Dirigente de este Partido en

    la Provincia. Con gran despliegue de fuerzas, los Militares

    rodearon la manzana donde se encontraba el domicilio de Cerviño

    y allanaron su casa. En aquellos momentos se encontraban

    reunidos todos los Dirigentes Provinciales del MAPU, quienes

    fueron detenidos.

    Luego se hizo evidente para mí que el Fiscal me tenía en su

    lista, después de Cerviño, cuando los Carabineros comenzaron a

    llevar a mi domicilio las citaciones que me mandaba la Fiscalía

    Militar.

    Como no encontraban a nadie, dejaban los papeles donde la

    vecina del frente y se iban muy contentos. Al parecer ellos no

    sabían que las citaciones no entregadas personalmente eran

    legalmente nulas o, tal vez, como yo también lo supuse, aquel

    detalle no tenía ninguna importancia.

    El juego de las citaciones reiteradas era sólo una forma de

    crear la ficción legal de desacato, destinada a justificar una acción militar de otro tipo. Después de muchas conversaciones plagadas de evasivas, llegamos

    a un acuerdo con los comunistas de la Provincia para hacer un

    balance en serio de nuestras fuerzas. En el país se estaban viviendo

    momentos muy delicados y ya no tenía ningún sentido seguir

    engañándonos entre nosotros mismos.

    El MAPU no participó en la reunión porque sus Dirigentes

    estaban detenidos y no nos atrevimos a invitar a los radicales.

    Nos comprometimos a intercambiar información, con

    absoluta honestidad, acerca de cuántas armas poseía cada cual y de

    qué tipo. Así me enteré que entre ambos partidos, los más

    importantes de la Unidad Popular, apenas reuníamos una docena

    de revólveres, seis rifles de salón calibre veintidós y algunas viejas

    escopetas de caza.

    Después nosotros hicimos un recuento con el Movimiento de

    Izquierda Revolucionaria, MIR, que sólo agregó al inventario un

    fusil Máuser de la Primera Guerra Mundial ("como nuevo",

    según ellos) y algunos revólveres de pequeño calibre.

    Me quedó claro que el arsenal de la Unidad Popular y de la

    ultra izquierda de Osorno era clara y ostensiblemente insuficiente,

    no sólo para defender al Gobierno, sino para defendernos nosotros

    mismos.

    Sin embargo, en el fondo del negro túnel que parecía ser el

    futuro, una leve luz de esperanza brillaba intermitentemente. La

    había encendido Salvador Allende:

    "Si llega la hora, armas tendrá el pueblo!"

    Me dejaron de a pié

    Cumpliendo con mis obligaciones de Secretario Regional del

    Partido Socialista, consciente de la grave situación que se vivía en

    el país, en aquél período realizaba yo una febril actividad política.

    Además de mis continuas visitas a los núcleos partidarios,

    participaba en las reuniones de los campesinos, de los pobladores y

    de los cordones industriales, en toda la Provincia.

    Para movilizarme usaba diferentes vehículos facilitados por

    los compañeros, dado que mi automóvil particular se encontraba en

    reparaciones. Uno de éstos era una camioneta de propiedad del

    Banco Osorno y La Unión. A fines de la primera semana de

    agosto, los compañeros del Banco, en cuyo directorio el Gobierno

    tenía mayoría, me notificaron que no me iban a facilitar más la

    camioneta, porque los empleados de la oposición "andaban

    murmurando".

    Después de este ultimátum bancario comencé a utilizar una

    Renoleta de propiedad de la Universidad de Chile, que estaba a

    cargo del Vicerrector de la Sede Osorno.

    El jueves 16 de agosto, mientras me encontraba dictando

    clases en la Universidad, el Vicerrector subió al vehículo y, sin

    hacer caso de las protestas del joven de mi escolta que lo cuidaba,

    se lo llevó a su casa.

    Posteriormente me explicó su conducta: la Contraloría

    General de la República le estaba haciendo un sumario a los

    Directivos de la Sede, pedido por un grupo de ex funcionarios de la

    Universidad militantes del MIR y unos profesores de derecha. El

    compañero temía que la Contraloría le podría sancionar por

    prestarme el automóvil.

    En medio de aquel proceso sedicioso en marcha, me quedé.

    La escolta

    Sin embargo, no fueron los vehículos lo único que perdí aquella

    semana. También me quedé sin escolta.

    Los compañeros se habían ido restando por diversos motivos.

    Recuerdo que a uno que le llamaban El Indio, yo mismo lo había

    dejado de lado meses atrás, en tanto le perdí la confianza.

    A otro, que había sido detenido por los Militares a mediados

    de julio, un ex Socialista que oficiaba de informante de los

    Militares le había hecho prometer bajo amenaza de represalias,

    ante el Jefe del Servicio de Inteligencia Militar, SIM, que se

    retiraría de inmediato de las actividades que cumplía dentro del

    Partido. Después que me informó del incidente, aquel joven

    desapareció para siempre.

    A un tercero, a quien le decíamos El Gordo, sus padres le

    prohibieron continuar en aquella tarea partidaria, considerando con

    razón que era muy peligrosa.

    El resto desapareció sin dar excusas, salvo un joven que me

    acompañó hasta la noche del sábado 18 de agosto. A él le dije que

    permaneciera en su casa hasta que yo lo volviera a llamar.

    Mi último discurso

    El sábado 18 de agosto, por la tarde, asistí a la reunión del

    Cordón Industrial Chuyaca, que se realizó en la Escuela

    Industrial. Intervine ante los trabajadores analizando la grave situación

    que se vivía en el país. Expliqué los peligros que nos amenazaban

    y, como conclusión, exhorté a los presentes a estar preparados

    porque, según todos los indicios, importantes sectores dentro de las

    Fuerzas Armadas estaban tramando un Golpe de Estado en

    contra del Gobierno. Aquella fue mi última aparición en público en

    Osorno.

    Mientras hablaba, tuve la sensación de que los obreros me

    escuchaban sin dar crédito a mis palabras, aferrados a los mitos de

    la prescindencia política de las Fuerzas Armadas, de su respeto

    a la Constitución y de su obediencia al poder civil, mitología

    que la propia Unidad Popular había contribuido a difundir durante

    los últimos años.

    Salí de la reunión bastante desanimado, al ver la actitud

    pasiva y la incredulidad de los compañeros. Sin automóvil y sin

    escolta, por primera vez me sentí cansado e impotente. Un profesor

    me llevó en su camioneta hasta el centro de la ciudad. Caminando

    llegué hasta la casa de unos amigos, donde permanecí hasta el

    martes siguiente.

    Durante aquel fin de semana dominó el escenario político el

    episodio protagonizado por el General Ruiz, Comandante en Jefe

    de la Fuerza Aérea, enfrentándose al Presidente Salvador Allende.

    Fue un abortado intento sedicioso que llevó a la designación del

    General Leigh como nuevo Comandante de la Aviación Militar. Al

    escuchar la breve alocución de Leigh, en el acto de transmisión del

    mando, me desagradó profundamente su voz. Entonces me dió la

    impresión de que salíamos del fuego, para caer en las brasas.

    sin vehículo. Declarado reo

    El martes 21 de agosto, tres semanas antes del Alzamiento que

    estaban preparando los Altos Mandos de las Fuerzas Armadas con

    el apoyo de los norteamericanos y de todos los partidos de la

    oposición política para derrocar a Salvador Allende, me levanté

    tarde.

    Los dueños de casa se habían ido temprano a sus trabajos. El

    prolongado descanso me había devuelto el buen ánimo. Me sentía

    reconfortado, aunque no optimista.

    Al mediodía, después de almorzar, caminando por calles

    poco frecuentadas me dirigí a la casa de Darío, uno de los

    Dirigentes Regionales del Partido. El día estaba despejado y

    luminoso, pero frío. El sol no lograba calentar a causa de la helada

    brisa.

    Al doblar una esquina vi que por la misma acera caminaba a

    mi encuentro una pareja de Carabineros. Me sorprendí. Era inusual

    que los Carabineros recorrieran las calles secundarias.

    Simulando que me arreglaba el poncho, para ocultar mi

    rostro, crucé tratando de no mostrar prisa a la acera de enfrente.

    Caminando con lentitud, incluso deteniéndome a medias,

    aparenté concentrarme en la tarea de encender un cigarrillo.

    Al cruzarnos, desde el otro lado de la calle los Carabineros

    me dirigieron una rutinaria mirada de control. Pudieron constatar

    que el campesino que caminaba por la acera contraria tenía grandes

    dificultades con el viento para encender su cigarrillo.

    Llegué a la casa de Darío faltando pocos minutos para la una

    de la tarde. Mi amigo, su mujer y su suegra terminaban de

    almorzar escuchando las noticias en la Radio SAGO, la radioemisora de la reaccionaria Sociedad Agrícola y Ganadera de

    Osorno.

    La suegra de Darío me ofreció una taza de café y me la sirvió

    en el momento en que terminaban las noticias. Inmediatamente

    después se oyó la característica musical que anunciaba los flashs

    noticiosos. El locutor leyó:

    La Fiscalía Militar ha declarado reo a Carlos Bongcam Wyss,

    Secretario Regional del Partido Socialista de Osorno, quien debe

    presentarse de inmediato ante las Autoridades Militares.

    Según la Fiscalía Militar, Bongcam estaría implicado en la

    creación y entrenamiento militar de organizaciones guerrilleras, en

    abierta infracción de la Ley de Control de Armas. La Fiscalía Militar

    ha dado orden de aprehensión en contra de Bongcam a todas las

    unidades policiales.

    El acuerdo de la Comisión Política

    Le pedí a Darío que fuera a buscar a los Miembros de la Comisión

    Política del Comité Regional del Partido para discutir la situación y

    tomar acuerdos. A la reunión llegaron los integrantes de la

    Comisión Política, más un Dirigente Regional.

    Dado que todos habían oído el flash de Radio SAGO, les

    hice una sola pregunta:

    ¿Me entrego a la Justicia Militar o paso a la

    clandestinidad?

    Luego le di la palabra a cada uno de ellos. Todos opinaron

    que no debía entregarme. Era lo mismo que yo estaba pensando,

    pero que me cuidé muy bien de expresar, para que después nadie

    dijera que les había presionado. Precisé el acuerdo:

    Entonces se acuerda por unanimidad que yo no me entrego

    a la Fiscalía Militar y que paso a la clandestinidad.

    Como nadie hizo ninguna objeción, el acuerdo quedó a

    firme.

    A continuación, les dije:

    Me imagino que todos ustedes tienen claro lo que esto

    significa. Ustedes asumen su responsabilidad como Dirigentes del

    Partido y se comprometen a no abandonarme a mi suerte. Y no se

    olviden que yo sigo siendo el Secretario Regional.

    Le entregué dinero a un compañero para los gastos a que

    hubiera lugar y al camarada que tenía en su poder las escasas

    armas del Partido, le dije:

    Tú me harás llegar las armas cuando te las solicite. ¿De

    acuerdo?

    De acuerdo!

    Recuerdo haberles dicho a los compañeros que la actitud de

    la Justicia Militar en la Provincia estaba demostrando que el Golpe

    Militar contra el Gobierno estaba en marcha, que el tiempo corría

    en contra nuestra. Les insistí, además, que ellos debían cumplir con

    el acuerdo del Comité Regional de llevar una vida semiclandestina,

    en preparación para el necesario paso a la clandestinidad en tanto

    se desencadenara el Golpe de Estado. Todos dijeron que estaban

    de acuerdo y que entendían la situación de la misma manera.

    Entonces di por terminada la reunión.

    Condenado a muerte

    Darío me llevó en su camioneta a un barrio de la ciudad donde yo

    tenía una casa de seguridad. La dueña de la casa era una

    compañera de mucha entereza. Ella también había escuchado la

    noticia de Radio SAGO, pero cuando me vio llegar ni siquiera se

    puso nerviosa.

    Un par de horas después llegó su compañero, quien trabajaba

    en una empresa cuyos propietarios eran del Partido Nacional.

    Compañero me dijo: Usted está condenado a muerte!

    ¿Y quiénes me condenaron?

    Los momios, compañero. Mis patrones lo comentaban

    hoy.

    ¿Y usted cree que hablaban en serio?

    Va a tener que cuidarse, porque no hablaban en broma.

    Entonces, la situación es grave.

    Eso creo yo también. Además, no sólo los Militares y los

    Carabineros están tratando de ubicarlo. Los momios también se

    están movilizando.

    Yo conocía a los reaccionarios de Osorno. Sabía del odio que

    me tenían y de lo que eran capaces de hacer, máxime si contaban

    con la complicidad de los Carabineros y los Militares.

    Eso quiere decir que mi situación es aún más grave de lo

    que yo me había imaginado. Tendré que tomar precauciones en los

    caminos rurales.

    Los caminos son muy peligrosos, compañero, porque los

    camioneros andan armados y dispuestos a matarlo allí donde le

    encuentren.

    El comienzo de la clandestinidad

    Por pura casualidad, la compañera Rosana llegó a la casa donde me

    encontraba. Ella fue de opinión de que en aquel sitio yo corría

    demasiado peligro y salió en busca de un lugar más seguro.

    Regresó al anochecer para conducirme a la vivienda de unos

    amigos suyos que habían aceptado recibirme. Se trataba de un

    matrimonio que tenía una casa grande con varias habitaciones,

    donde mi presencia pasaría desapercibida para los vecinos.

    Aquella noche, las noticias de Santiago reafirmaron mis

    apreciaciones acerca de la gravedad del momento político que

    vivía el país. Entre otras cosas, la Radio informó:

    Que la Central única de Trabajadores de la Provincia de

    Santiago, donde eran mayoría los Dirigentes Sindicales demócratas

    cristianos, había declarado una huelga general contra el Gobierno,

    a la que se plegaron los empleados y técnicos estatales, pero no los

    obreros;

    Que el Colegio Médico, que era dirigido por la oposición,

    había llamado a los médicos a paralizar sus actividades por

    cuarenta y ocho horas prorrogables, en protesta contra el Gobierno;

    Que la policía civil había detenido en Santiago a dieciocho

    Jefes de Comandos de Patria y Libertad, en una reunión en la

    que estaban organizando los atentados que cien Comandos

    fascistas iban a realizar en Santiago el 23 de agosto. Planeaban

    atacar los locales de los Partidos de la Unidad Popular y de las

    organizaciones de masas; las casas de Dirigentes Políticos; las

    Radioemisoras y los Periódicos de izquierda; los buses de la

    locomoción colectiva y los camiones que no habían acatado el paro

    y seguían trabajando, y

    Que los Generales del Ejército habían enviado a sus

    mujeres a gritar groserías frente a la casa de Carlos Prats, su Comandante en Jefe, en vez de enfrentarlo virilmente dentro de la

    Institución. A partir de aquel incidente, la prensa comenzó a llamar

    a estas mujeres, con razón, las genéralas.

    La Justicia Militar

    El 22 de agosto envié a imprimir y distribuir, esta declaración:

    La opinión pública se ha enterado por intermedio de

    Radio SAGO, que la Justicia Militar me ha declarado

    reo en una causa que desconozco, haciéndome cargos falsos.

    En otras palabras, esta justicia me ha condenado de

    antemano, dando muestras de parcialidad y sin ningún

    respeto por las normas procésales vigentes.

    Al respecto declaro públicamente que he tomado la

    decisión de no presentarme ante una tal justicia que obra

    de esta forma. El día que en Chile exista una verdadera

    Justicia me presentaré ante ella voluntariamente, pero este

    no es el caso en el día de hoy.

    El acuerdo de la Cámara de Diputados

    Según el Reglamento de la Cámara de Diputados, ésta podía tomar

    Acuerdos de Fiscalización, que sólo eran expresión de voluntad

    de la mayoría circunstancial que concurría a su aprobación. Pero

    que carecían de fuerza legal y no obligaban a nadie a gritar groserías frente a la casa de Carlos Prats, El 22 de agosto, la oposición, que tenía mayoría en la

    Cámara de Diputados, aprobó un Acuerdo de Fiscalización. En

    este libelo, los opositores afirmaban que el Gobierno había

    "quebrantado el ordenamiento constitucional y legal de la

    República."

    El Acuerdo de Fiscalización instaba a las Fuerzas Armadas

    y Carabineros a derrocar al Presidente Salvador Allende e instaurar

    una Dictadura Militar, según los Diputados de la mayoría

    opositora, para "asegurar el orden constitucional de nuestra patria y

    las bases esenciales de convivencia democrática entre los

    chilenos."

    Para curar la enfermedad, mataban al enfermo.

    La sonrisa del General

    El 23 de agosto permanecí en la casa de los amigos de Rosana

    leyendo los diarios y escuchando las noticias de las radios. Al

    término de la tarde, las radioemisoras de Santiago informaron que

    el General Carlos Prats había renunciado a sus cargos de

    Comandante en Jefe del Ejército y Ministro de Defensa.

    Al frente del Ejército lo reemplazó el General Pinochet, un

    hombre de fiero rostro cuya sonrisa helaba la sangre. Este General

    había dicho durante el Paro de Octubre del año anterior, con su

    arrotada voz de falsete: "Cuando los soldados salimos a la calle,

    salimos a matar."

    Tuve la certeza de que en el Ejército, los Oficiales golpistas

    habían eliminado el último escollo que se oponía a sus oscuros

    propósitos. El Golpe de Estado ya no era una amenaza teórica. Estaba

    en marcha.

    El artículo del Diario Tribuna

    El 24 de agosto, el Diario Tribuna de Santiago, vocero del

    derechista Partido Nacional, publicó:

    PRóFUGO EL JEFE DEL PARTIDO SOCIALISTA EN OSORNO

    Declarado reo, con orden de detención, y prófugo de la justicia se

    encuentra el Secretario Regional del Partido Socialista de Osorno,

    Carlos Wong-Kam Wyss, a quien se le comprobó ser el principal

    promotor de organizaciones guerrilleras con entrenamiento militar en la

    referida Provincia. (...)

    A través de una paciente y bien financiada labor subversiva, creó

    brigadas terroristas en la sede de la Universidad de Chile osornina,

    estuvo vinculado en la organización de campamentos guerrilleros en la

    zona de Entre Lagos y en la costa. Al ser designado interventor de la

    industria Mohrfoll (que trabaja en metalurgia) inició clandestinamente

    la fabricación de cascos de granadas y cargadores para metralletas,

    llegando incluso a producir algunos pequeños cañones. (...)

    Toda la actividad violentista de Osorno, está ligada directamente

    a su persona. Incluso, hace pocos días, fue allanado el domicilio de un

    ingeniero agrónomo, Domingo Cerviño, que tiene actividades

    conspirativas comunes con el jefe Socialista y en cuya casa se hallaron

    comprometedores documentos con planos de las instalaciones militares

    de la zona, nómina de Oficiales de las Fuerzas Armadas en lista negra

    para ser eliminados en un momento dado, cantidades de explosivos y

    armamentos y otras evidencias de cómo están funcionando las

    organizaciones guerrilleras organizadas y dirigidas por el alto Dirigente

    Socialista. (...)

    Ahora, al intervenir en el esclarecimiento de los graves hechos la

    Justicia Militar, la cosa cambió fundamentalmente, y por ello se encuentra en calidad de reo y prófugo de la justicia, seguramente oculto

    en alguno de los varios focos sediciosos que él mismo ha organizado en

    la zona sur.

    Debajo de mi fotografía, escribieron una leyenda en la cual

    destacaban las frases siguientes:

    Este es el prófugo Secretario Regional del Partido Socialista de

    Osorno, Carlos Wong-kam.

    Huye armado y con harta plata.

    El artículo del Diario Tribuna presentaba una imagen de

    mi persona con todos los ingredientes que los fascistas de la

    Provincia de Osorno necesitaban para justificar públicamente la

    pena de muerte decretada en mi contra.

    La deformación de la escritura de mi apellido tenía por

    objeto mostrarme como extranjero. En aquel tiempo los

    japoneses, coreanos y asiáticos en general eran objeto en Chile de

    una velada discriminación racista.

    Con el propósito de presentarme como un personaje

    peligroso al que era necesario eliminar, el Diario me

    responsabilizaba de "toda la actividad violentista de Osorno"; de

    crear organizaciones guerrilleras y brigadas terroristas

    universitarias; de dirigir la fabricación de granadas, metralletas y

    pequeños cañones, y de poseer grandes cantidades de explosivos

    y armamentos.

    Adelantándose a la historia, o tal vez bien enterado de lo que

    se estaba tramando para el futuro inmediato, el Diario difundía lo

    que después sería el punto central del llamado Plan Zeta: la

    lista de Oficiales Militares a ser eliminados.

    Esta patraña formaba parte del programa de desinformación

    hacia el interior del Ejército del Servicio de Inteligencia Militar, SIM, que tenía como meta, tal como ellos mismos lo dirían poco

    después, predisponer a los miembros de las Fuerzas Armadas en

    contra del pueblo.

    Completando el cuadro, para tentar de paso a los cazadores

    de recompensa y justificar por anticipado la aplicación de la Ley

    de Fuga en mi contra, estaba aquella frase al pié de mi retrato:

    "Huye armado y con harta plata."

    Las confesiones del terrorista

    Roberto Thieme, el cabecilla de Patria y Libertad, la

    organización terrorista de ultraderecha responsable de la ola de

    atentados que estremecía al país, en febrero de 1973 había

    declarado a la revista Chile Hoy:

    El sistema democrático liberal muere para nosotros el 4 de marzo de

    1973 (fecha de las elecciones parlamentarias). O sea, hay un plebiscito,

    hay mucha gente que se va a defraudar y que va a decir que aquí ya no

    hay solución. Pero nosotros vemos que no hay solución política,

    nosotros sabemos que la solución no se va a dar por los cauces

    tradicionales de los partidos políticos. Se va a dar por los cauces de las

    Fuerzas Armadas, de los hombres de trabajo.

    El 25 de agosto de 1973, el Servicio de Investigaciones

    detuvo a Roberto Thieme. El terrorista reconoció ante el juez de

    instrucción que Patria y Libertad apoyaba el paro de los

    camioneros atacando a los camiones que seguían trabajando,

    volando puentes, líneas de alta tensión eléctrica y oleoductos y

    saboteando las líneas férreas. Entregó una larga lista de sus cómplices y colaboradores. Se

    jactó de que estaban trabajando dentro de las Fuerzas Armadas

    para ganar adeptos dispuestos a dar un Golpe de Estado.

    Reconoció haber recibido dinero para comprar armas a fin de

    desencadenar la Guerra Civil, en caso de no producirse el

    Alzamiento Militar, y señaló su cantidad y cuándo y por dónde

    iban a ingresar al país.

    Muchos pensábamos que los terroristas de Patria y

    Libertad actuaban con la colaboración de Militares, dado el tipo

    de explosivos utilizados y la factura técnica de las explosiones que

    habían volado puentes, gaseoductos y torres eléctricas de alta

    tensión.

    Después se pudo confirmar que también había agentes

    secretos extranjeros participando en los actos de terrorismo de la

    derecha.

    La excesiva franqueza de Thieme sólo podía significar una

    cosa: que estaba seguro de su impunidad. Este fue otro indicio que

    mostraba que el fin del Gobierno Popular estaba cerca.

    2

    EN LA CORDILLERA

    Desde que entré a la casa de los amigos de Rosana, ella fue mi

    único contacto con el Partido. Durante los primeros días me fue

    imposible conversar con el compañero Avendaño, que había

    quedado como cabeza visible. No lo llamé por teléfono al local del

    Partido, porque sospechaba que los Militares tenían intervenida la

    línea.

    Yo me había criado en Santiago, por lo que mi sentido del

    transcurso del tiempo nunca había coincidido con el de mis

    camaradas osorninos. Para ellos no tenía demasiada importancia

    que las cosas se hicieran un día o al siguiente. En aquellos meses

    comprobé que tampoco coincidía nuestra percepción del peligro.

    Los Dirigentes osorninos parecían no ver al fascismo, que ya

    teníamos encima. De hecho, ninguno logró desprenderse de su

    diaria rutina; ninguno se salió de los horarios establecidos para

    tiempos normales, y ninguno tomó las medidas extraordinarias de

    seguridad que la situación exigía.

    Avendaño tampoco fue la excepción. En todo momento él

    dio prioridad al fiel cumplimiento de sus tareas habituales en el

    hospital donde trabajaba y en el local del Partido, al cual iba por

    las tardes. Tal vez debido a eso no tuvo tiempo para preocuparse

    como era debido de mi situación en la clandestinidad. Pero

    tampoco hizo nada en favor de sí mismo.

    Yo creo que en el fondo, todos los Dirigentes Regionales del

    Partido vieron la arremetida de los Militares en mi contra como

    mi problema; no como el desembozado intento de la reacción

    local de eliminar a un Dirigente que calificaban allá los

    reaccionarios y sus razones como un peligro. Transcurridos algunos días, estimé que mi permanencia en

    aquella casa amiga no podía prolongarse por más tiempo. Por

    intermedio de Rosana le comuniqué al camarada Avendaño que

    deseaba trasladarme al campo con urgencia.

    Al lado del Regimiento

    El domingo 26 de agosto, por la noche, un compañero llegó a

    buscarme.

    Después de subir a su automóvil, le pregunté:

    ¿Adónde vamos?

    Tengo órdenes de llevarlo a una casa de seguridad.

    ¿Así que no vamos al campo?

    Nó! Lo llevo a la casa de un Sindicato.

    ¿A un local sindical? Los locales sindicales no son lugares

    seguros.

    Es una casa recién comprada.

    Y eso, ¿qué tiene que ver?

    El Sindicato no funciona allí.

    El compañero hizo un recorrido por calles apartadas, de poco

    tráfico y finalmente se detuvo frente a una vivienda para mí

    desconocida.

    La casa que había comprado el Sindicato estaba ubicada a

    dos cuadras del Regimiento Arauco.

    Estamos al lado del Regimiento! En caso de Golpe de

    Estado de aquí no podré salir. Aquí no me bajo!

    Tengo instrucciones de Avendaño de traerlo hasta aquí.

    Lléveme al campo, compañero. No, compañero! Las patrullas Militares recorren la ciudad

    y tienen vigilados los caminos vecinales. Yo no lo llevo a ninguna

    parte!

    Me bajo con una condición: que le vaya a decir a

    Avendaño que mañana mismo me tiene que trasladar al campo.

    El camarada me aseguró que iría a comunicar mi exigencia.

    Entonces me bajé.

    Aquella noche dormí en esa vivienda, que estaba al cuidado

    de un matrimonio con varios hijos pequeños.

    El paquete de dinamita

    Durante todo el día siguiente estuve esperando noticias de

    Avendaño. Nadie se presentó. Entrada la tarde, casualmente, llegó

    el Presidente del Sindicato, quien se mostró muy sorprendido al

    encontrarse conmigo. Él creía, como muchas otras personas, que

    yo me había ido de la Provincia.

    Coincidió plenamente conmigo en que aquella vivienda no

    era adecuada como casa de seguridad para mí. Porque los Militares

    de la Provincia, amparados en la Ley de Control de Armas,

    efectuaban continuos y brutales allanamientos en los locales

    sindicales, con el propósito de amedrentar a los trabajadores.

    El compañero accedió a llevarle mis exigencias a Avendaño

    y también a Darío.

    Avendaño le respondió, muy suelto de cuerpo, que no podía

    hacer nada, que por el momento no tenía otro lugar a donde

    llevarme. Darío me mandó a decir que vendría a buscarme al día

    siguiente. En vista de estas respuestas, le pedí al compañero que

    regresara donde Darío y le dijese que si él no venía a buscarme

    antes de la medianoche, yo iría a su casa a requisarle la camioneta

    para irme al campo.

    Faltando pocos minutos para aquel plazo, frente a la vivienda

    se detuvo la camioneta de Darío. Venía acompañado de Pedro, un

    joven ingeniero que había llegado a Osorno recientemente.

    Con cierto malestar, a Darío le dije:

    No es conveniente involucrar innecesariamente a la gente

    del Partido en las tareas clandestinas.

    Pedro es un compañero de confianza.

    No es un problema de confianza. A Pedro yo también le

    tengo confianza. Pero el camarada tiene mujer e hijos y al venir

    con nosotros está corriendo un peligro innecesario.

    Él me quiso acompañar. Vino voluntariamente.

    Entonces me acerqué a Pedro, que esperaba sentado en la

    cabina de la camioneta, y le pregunté:

    ¿Has pensado en el peligro que corres al ir con nosotros?

    Pedro me miró y me respondió con una sonrisa.

    El viaje que vamos a hacer no es precisamente de placer.

    Antes de salir de la ciudad te podemos pasar a dejar a tu casa.

    Estoy consciente del peligro. Voy bajo mi responsabilidad.

    Para no perder más tiempo subí a la camioneta. Darío se

    sentó al volante, yo al centro y Pedro se acomodó junto a la puerta.

    A Darío le mencioné el lugar al que quería ir, pero él se

    mostró en desacuerdo. Durante los últimos días, los Carabineros

    habían practicado allanamientos en aquella zona. Había mucha

    vigilancia de parte de los momios y los campesinos estaban

    atemorizados. El pretexto para esos allanamientos había sido un paquete

    con cartuchos de dinamita, envueltos en afiches de mi campaña

    electoral, que alguien había dejado a la orilla de un camino. Un

    burdo ardid destinado a justificar las acciones de amedrentamiento

    contra los campesinos.

    En atención a estos antecedentes, le dí la razón a Darío y

    acepté ir al lugar que me propuso y que él estimaba como el más

    adecuado en aquel momento.

    La barrera de control

    Durante el último tiempo, en Osorno se había hecho común que los

    Carabineros pusieran barreras en los caminos de la Provincia, para

    detener y revisar los vehículos que circulaban.

    Para llegar a nuestro destino, Darío había elegido un camino

    secundario poco transitado, pero que pasaba frente a un Retén de

    Carabineros.

    Cerca de un kilómetro antes de llegar al Retén, les pregunté:

    ¿Andan armados?

    No. No traemos armas.

    Si los Carabineros tienen puesta una barrera le dije a

    Darío, simula que te vas a detener y un poco antes de llegar al

    Control, acelera y pasa por encima.

    Darío me quedó mirando y no dijo nada.

    Yo les voy a disparar. No voy a dejar que me detengan.

    Saqué mi pistola de su funda y me quedé con ella en la mano.

    Mis camaradas se miraron, dándose cuenta en ese instante de

    lo grave que podía llegar a ser la situación. De acuerdo dijo Darío y continuó la marcha.

    Afortunadamente, aquella noche no había ninguna barrera de

    control frente al Retén de Carabineros y pudimos pasar sin

    contratiempos. Cerca de las dos de la madrugada llegamos a la

    casa de un camarada donde me dieron alojamiento.

    Antes de separarnos, le encargué a Darío que me hiciera

    llegar, a la brevedad posible, una carpa y dos sacos de dormir que

    se encontraban en la casa de uno de mis ex escoltas; los alimentos

    de reserva, y las armas del Partido que estaban a cargo de un

    compañero del Comité Regional, cuyo nombre le dí a conocer en

    ese momento. Darío me aseguró que cumpliría con mi encargo y

    nos despedimos.

    Mis huéspedes, a pesar de que eran Dirigentes Locales del

    Partido, no estaban muy conscientes de la gravedad de la situación

    que estábamos viviendo. Por eso, cuando le pedí a Hilario que me

    fuera a dejar a la cordillera en su camión, estuvo de acuerdo pero le

    dió largas al asunto.

    El artículo del Diario La Prensa

    En su edición del 28 de agosto, el Diario La Prensa de Osorno

    publicó:

    CARLOS BONGCAM ELUDE LA JUSTICIA MILITAR

    Por supuesta implicancia en la formación de grupos paramilitares y por

    trasgresiones a la Ley de Control de Armas es buscado el Secretario

    Regional del Partido Socialista de Osorno, Carlos Bongcam Wyss.

    El Dirigente Socialista, del grupo duro de esa colectividad,

    estaría seriamente involucrado en la distribución de panfletos injuriosos

    contra las autoridades como asimismo de las Fuerzas Armadas. Estoslibelos los habría entregado al término de una reunión realizada por el

    Comando Operativo Revolucionario, efectuada en un plantel escolar

    situado en la población Huertos Obreros.

    Bongcam, según numerosos testigos, andaría vestido de

    campesino (manta, pantalones y sombrero), además, usaría barba y

    bigote.

    De acuerdo a antecedentes recogidos por La Prensa, sobre el

    Dirigente (para muchos de doble militancia) pendería una orden de

    aprehensión, diligencia que estaría a cargo de los efectivos de la policía

    uniformada.

    En fuentes jurídicas se dijo que el desaparecimiento del Secretario

    Regional del Partido Socialista, constituiría un acto de fuga y de eludir

    la acción de la Justicia Militar.

    Pese a este hecho, se ha comentado insistentemente que Bongcam

    habría concurrido en los últimos días a una reunión de los trabajadores

    de la salud, en la que denunció a las Fuerzas Armadas como enemigas

    del pueblo, ya que éstas estarían planeando un allanamiento al hospital

    San José en cumplimiento de diligencias relacionadas con la Ley de

    Control de Armas. Sobre esta última afirmación, el Jefe de plaza,

    Teniente Coronel Lizardo Abarca señaló oportunamente que dicha

    aseveración era falsa, y que el rumor aquel tenía por objeto indisponer

    a los efectivos Militares en contra de la población civil (SIC).

    Al lector le puede resultar extraña la demora del Diario en

    dar a conocer la noticia y el lenguaje aparentemente no

    comprometido utilizado. Sin embargo, el Director cumplió a su

    modo con las exigencias dictadas por los dueños del Diario.

    La frase: "para muchos de doble militancia", estaba

    destinada a desacreditarme ante las bases de mi Partido. El párrafo:

    "En fuentes jurídicas se dijo que el desaparecimiento del Secretario

    Regional del Partido Socialista, constituiría un acto de fuga",

    proporcionaba el antecedente necesario para aplicarme la Ley de

    Fuga, vale decir, asesinarme disparándome por la espalda. Respecto de la reunión citada por el Diario, en realidad

    aquella se efectuó a mediados de agosto. Fue una reunión del

    Cordón Industrial Centro, en la cual participaron los

    representantes de los trabajadores del Hospital San José. Lo que

    allí expresé fue: "dentro de las Fuerzas Armadas, los sectores

    enemigos del pueblo están preparando un Golpe de Estado para

    derrocar al Gobierno."

    Por su parte, el Teniente Coronel al redactar su declaración,

    resultó traicionado por su subconsciente. Sin quererlo se refirió a

    los rumores que el propio SIM difundía dentro del Ejército,

    entre los Militares, y cuyo objetivo era precisamente, tal como el

    Jefe de Plaza lo expresó: "indisponer a los efectivos Militares en

    contra de la población civil."

    Estos rumores formaban parte de la guerra psicológica de los

    Servicios Secretos de las Fuerzas Armadas, destinada a neutralizar

    a los Oficiales que no deseaban involucrar a sus Instituciones en la

    trágica aventura de un Golpe de Estado.

    Los autores de este plan le atribuían a la Unidad Popular la

    intención de asesinar a los Militares y a sus familias; dividir a las

    Fuerzas Armadas y a las Fuerzas de Orden; provocar la Guerra

    Civil; implantar una dictadura marxista, y colocar a Chile en

    calidad de satélite de la Unión Soviética.

    Los acontecimientos posteriores demostraron que la guerra

    psicológica interna implementada por los Servicios Secretos

    Militares logró plenamente sus propósitos.

    Mi guía. A la casa donde me encontraba llegó el compañero Tito a quien le

    pedí, como tarea partidaria, que me sirviera de guía en la

    cordillera. El joven aceptó de buena gana. Su primera tarea sería

    conducirme a la montaña utilizando aquellos senderos perdidos

    que atraviesan los campos y que sólo conocen los campesinos.

    Tito era un joven del lugar y conocía toda la zona como la

    palma de su mano. Yo sabía de su valentía y lealtad a toda prueba.

    Al caer las primeras sombras de la noche, partimos. Antes de

    salir del pueblo y a la espera de que la noche avanzara, nos

    detuvimos en la casa de su madre. Allí sus hermanas nos sirvieron

    café.

    Aún no habíamos terminado de bebernos el café, cuando un

    camión se estacionó en la calle frente a la casa. Era el vehículo de

    Hilario, quien venía a hablar con su hermana, la madre de Tito.

    En tanto el joven entró a la cocina, le dije:

    Hilario: ¿Nos puedes llevar a la cordillera en tu camión?

    Esta noche no puedo. Tengo que cumplir un encargo. Pero

    mañana les llevo sin falta.

    Quedamos de acuerdo en que nosotros pasaríamos la noche

    en la vivienda de un camarada que vivía en las afueras del pueblo y

    que él nos pasaría a buscar al día siguiente.

    Hilario nos llevó a la casa del campesino, quien

    gustosamente nos dió alojamiento.

    El cruce de caminos. Durante todo el 29 de agosto estuvimos esperando la llegada de

    Hilario, pero el compañero no apareció. Al anochecer, su vehículo

    pasó a toda velocidad, sin detenerse, en dirección a la cordillera.

    Molesto porque el joven no había cumplido con su palabra y

    estimando que ya había permanecido demasiado tiempo en aquel

    lugar, a mi guía le dije:

    Vámonos de inmediato a la cordillera.

    ¿A pié?

    Tu tío no ha venido a buscarnos como prometió y ahora ha

    pasado de largo. No tenemos más remedio que irnos a pié.

    De acuerdo.

    Habíamos avanzado un buen trecho cuando vimos las luces

    de un vehículo que se aproximaba en sentido contrario. Me oculté

    en una de las cunetas del camino mientras mi acompañante seguía

    caminando.

    Las luces eran del camión de Hilario, que venía de regreso.

    Al ver a su sobrino, el joven detuvo el vehículo. Entonces salí de

    mi escondite y le reproché su incumplimiento. Molesto le dije que

    yo no andaba jugando, que si tenía miedo o no me quería llevar a

    la cordillera, me lo dijera directamente.

    Sin pronunciar palabra, dio media vuelta con su camión y

    nos llevó hasta el cruce de caminos desde donde salía un sendero

    hacia la montaña. Desde ese punto había que seguir de a pié.

    La primera ascensión

    Sin esforzarnos mayormente atravesamos una planicie hasta llegar

    al pié de un cerro. A partir de allí, la senda que subía por la ladera era un antiguo camino maderero, una

    rojinegra cicatriz abierta por las carretas y luego profundizada por

    la lluvia.

    Debido al cigarrillo y la falta de ejercicios, yo no tenía las

    condiciones físicas que se requerían para subir por aquel escarpado

    camino. Cada cierto trecho me veía obligado a descansar. A

    medida que subíamos, aquellas paradas se fueron haciendo más

    frecuentes.

    Llegó el momento en que le dije a mi guía que nos

    echáramos a dormir entre los arbustos a la orilla del sendero, pero

    el joven, con muy buen criterio, me exigió continuar la marcha con

    el argumento de que era peligroso que alguien nos viera subiendo

    la montaña.

    Yo concordaba con él en que para estar seguros en aquel

    sector cordillerano, teníamos que subir sin ser vistos hasta la

    cumbre e internarnos en el bosque, que en la cima se veía como

    una enorme y difusa mancha oscura.

    Pero mi cansancio aumentaba a cada paso y los deseos de

    tenderme a dormir se hacían cada vez más irresistibles. Haciendo

    grandes esfuerzos para vencer la tentación del sueño, continué la

    dura ascensión tras los pasos de mi compañero.

    Más arriba las paradas se hicieron mucho más frecuentes y

    los descansos cada vez más largos. Levantarse para proseguir la

    marcha se fue transformando en una verdadera tortura.

    Llegó un momento en que comencé a quedarme dormido en

    tanto me sentaba a descansar. Me parecía que recién me había

    tumbado, cuando Tito ya me estaba despertando, remeciéndome

    sin ningún miramiento. A duras penas me levantaba a caminar

    dormido, como un sonámbulo. Entre sueños respondía a los

    implacables empujones de mi compañero. Por último, casi no era capaz de levantar los pies los músculos de las piernas no me

    obedecían.

    De pronto, cerca de la cumbre, el sendero comenzó a

    internarse en la selva. Me dió la impresión de que entrábamos en

    un túnel vegetal. La oscuridad no permitía distinguir los árboles

    del bosque circundante. A ambos lados de la huella, surcada de

    raíces y llena de baches pantanosos, la vegetación era una masa

    espesa, oscura y amenazante.

    Caminábamos en cámara lenta, mientras aquella interminable

    y agobiante marcha de pesadilla parecía no tener fin. Por fin

    llegamos al filo del cerro. Para mi decepción, aquel punto no era

    nuestra meta. Restaba un buen tramo de camino. El sendero

    descendía por la vertiente contraria del cerro. Tropezando en las

    innumerables raíces que atravesaban la senda y que la oscuridad

    tornaba invisibles, bajamos hacia una planicie cubierta de árboles

    derribados por el fuego y a medio quemar. Allí se encontraba la

    rancha de don José. Eran las dos de la madrugada.

    La rancha estaba vacía. Mi compañero se las ingenió para

    abrir la puerta que estaba asegurada con los restos de una vieja

    cadena y un herrumbroso candado.

    Don José debe haber ido al pueblo. Seguro que regresará

    mañana.

    ¿Y no se enojará al encontrarnos adentro? le pregunté,

    dejando en claro para el muchacho mi completa ignorancia acerca

    de las costumbres de los habitantes de la montaña.

    No. A don José le gusta que lo vengan a visitar.

    Nos acostamos de inmediato, sin fuerzas para sacarnos la

    ropa ni quitarnos los zapatos. Tito ocupó el camastro del dueño de

    casa, que tenía una cantidad difícil de precisar de cueros de oveja

    sin curtir, a modo de colchón, y unas raídas mantas por cubiertas. En el otro camastro sólo había algunos sacos de yute sobre los

    tablones. Me tendí y me dormí de inmediato, tal si hubiese llegado

    al mejor hotel de la región.

    El operativo infructuoso

    Aquella madrugada, mientras nosotros dormíamos en los

    camastros de la rancha de don José, en pleno centro de la ciudad de

    Osorno el Fiscal Militar encabezaba un aparatoso allanamiento

    destinado a capturarme.

    En su edición del 31 de agosto, el Diario La Prensa de

    Osorno informó:

    Infructuosa búsqueda de Bongcam

    ESPECTACULAR OPERATIVO DEL EJÉRCITO

    Una amplia y espectacular operación de despliegue militar, con

    acordonamiento de toda una manzana, se efectuó en la madrugada de

    ayer 30 de agosto, destinada a detener al Secretario Regional del

    Partido Socialista, Carlos Bongcam Wyss, quien es intensamente

    buscado con orden de aprehensión por presunta implicancia en

    delitos penados por la Ley de Control de Armas.

    La acción, que alarmó a los vecinos de las calles Bilbao, Manuel

    Rodríguez, Brasil, Andrés Bello y Zenteno ocurrió a las tres de la

    mañana.

    A esa hora, y según antecedentes reunidos por la Fiscalía Militar,

    los efectivos de las Fuerzas Armadas llegaron hasta el inmueble ubicado

    en la esquina de Andrés Bello con Manuel Rodríguez, habitada por el

    profesor universitario Jorge Cerón.

    Mientras tanto, en las casas vecinas los moradores asomaban

    tímidamente su cabeza a las ventanas, en medio de una tensión que

    resultaba dramática. La patrulla, al mando de un Oficial, procedió a

    allanar la casa. La búsqueda del Dirigente Socialista resultó infructuosa. A pesar de este fallido intento por apresar a Carlos Bongcam,

    trascendió que en los próximos días continuarán realizándose

    operaciones similares para ubicarlo y detenerlo, ya que existirían

    fundadas presunciones que estaría involucrado en la formación de

    grupos paramilitares, como asimismo de distribución de panfletos

    injuriosos en contra de las Fuerzas Armadas y de otras autoridades,

    representantes del Poder Ejecutivo y del Poder Judicial, además de

    Carabineros.

    La rancha de don José

    A la mañana siguiente nos despertó un frío que calaba los huesos.

    Nos levantamos ateridos de frío. Yo sentía todo el cuerpo

    adolorido, como si hubiese recibido una brutal paliza. Tito trajo

    leña y encendió el fogón y como por milagro el interior de la

    rancha se temperó.

    Mi guía puso agua a calentar y luego, utilizando las reservas

    de don José preparó té de yerba mate, que bebimos con azúcar.

    Unos minutos después dormitábamos sentados cerca del fogón, del

    que se desprendía un grato y soporífero calor.

    Don José había levantado su vivienda al borde mismo de la

    quebrada donde estaba la vertiente que lo surtía de agua potable.

    La cabaña, de forma rectangular, medía dos metros y medio

    de ancho por cuatro metros y medio de largo. Las paredes eran

    toscos tablones, labrados con hacha y azuela, enterrados

    directamente en la tierra. El techo de dos aguas estaba construido

    con tablones superpuestos que en el centro, la parte más alta, se

    afirmaban sobre un larguero montado sobre sus extremos sobre dos horcones firmemente hundidos en la tierra. En las paredes laterales

    había unas aberturas a modo de ventanucos.

    El piso de la vivienda lo formaban gruesos tablones

    asentados sobre la tierra. La puerta se abría hacia la planicie por la

    que habíamos llegado la noche anterior. Cerca de la muralla

    contraria a la puerta, sobre unos ladrillos, estaba montada la mitad

    de un tambor de latón de doscientos litros, que hacía las veces de

    fogón y cocina. Un viejo cañón de hojalata permitía al humo salir

    verticalmente a través del techo.

    Un destartalado estante, una pequeña mesa, un banco para

    dos personas y un par de banquillos individuales, constituían todo

    el rústico mobiliario de la rancha. El interior de la cabaña estaba

    dividido en dos habitaciones por una cortina confeccionada con

    una mezcla indescriptible de restos de tejidos. Detrás de aquella

    cortina, adosados a las murallas, estaban los camastros de tablones

    donde habíamos dormido durante la noche.

    Don José, el leñador

    Don José llegó después del mediodía, acompañado de su perro. Lo

    vimos venir por el sendero que serpenteaba entre los muñones de

    los árboles quemados por el fuego. A la plena luz del día, no

    obstante algunos manchones de renovales, aquella planicie tenía un

    aspecto desolado. Los restos de los árboles carbonizados, que aún

    seguían en pié, semejaban figuras de pesadilla. La planicie estaba

    cubierta de troncos semi calcinados derribados en todas

    direcciones. Entre los renegridos escombros crecía el pasto que

    don José había sembrado a voleo al año siguiente del siniestro que el mismo había provocado con la intención de ganarle un

    minúsculo pedazo de tierra a la montaña. Una vez quemado el

    bosque virgen había comprobado que aquel terreno era inservible

    para la agricultura y tan sólo permitía el pastoreo.

    Don José era alto y delgado y aparentaba tener sesenta años.

    Sus brazos de leñador eran nervudos y fuertes. Llevaba el pelo

    corto al estilo campesino. Sus ojos se hundían en sus cuencas

    debajo de unas pobladas cejas y desde allí miraban atentamente,

    sin perderse ni un detalle. Sus pómulos se veían abultados debido a

    que sus mejillas se pegaban a sus mandíbulas desmueladas. Sus

    últimos dientes se asomaban cuando sonreía. Sus ropas eran pobres

    y viejas, pero limpias y remendadas con esmero. El aspecto del

    viejo mostraba a las claras sus escasos ingresos. Un increíble

    orgullo de leñador independiente sostenía aquella solitaria vida de

    ermitaño en plena cordillera.

    Don José había ido a comprar provisiones a un caserío

    cercano y como no esperaba visitas aceptó la invitación que le hizo

    un amigo a pasar la noche en su casa. Tal como mi guía me había

    dicho, el viejo se alegró al vernos. Mi compañero me presentó con

    el nombre de Fernando, explicándole al dueño de casa que yo iba a

    pasar una temporada en la cordillera.

    Luego de escuchar atentamente que yo era un Dirigente del

    Partido buscado por los Militares, don José aceptó de buena gana

    darme hospedaje. Al término del día ya estaba dando ideas acerca

    de dónde se podía construir una cabaña secreta para mí, oculta en

    una quebrada.

    El artículo del Diario ClarínEn su edición del 31 de agosto, el Diario Clarín de Santiago

    informó:

    CONMOCIóN EN OSORNO: LOS TRABAJADORES

    PROTESTAN

    OSORNO. Conmoción existe en estos instantes en esta ciudad. Una

    verdadera caza de brujas estimulada y dirigida por el Fiscal Militar,

    mayor Antonio Ramírez, mantiene prácticamente en la clandestinidad a

    todos los Dirigentes de la Unidad Popular y la izquierda revolucionaria.

    Ayer, cerca de las 15 horas fue allanado el domicilio del Secretario

    Regional del Partido Socialista, Carlos Bongcam. El Dirigente y

    profesor de la Universidad de Chile fue detenido por orden militar (Dato

    erróneo, nota del autor), sin que se sepa concretamente de qué se le

    acusa. La información la proporcionó telefónicamente a Clarín el

    Intendente de la Provincia, Edualdo Echenique, militante del Partido

    Radical.

    OTRO GOBIERNO

    La ciudad de Osorno prácticamente está sometida a la órdenes de

    una especie de Gobierno Militar, que ha montado el golpe blanco. El

    Intendente de la Provincia manifestó que el jueves 23 de agosto, cerca de

    las diez horas se dirigió con el Jefe de la Dirección de Industria y

    Comercio, DIRINCO, Armando Liemlaf a comunicarle al Jefe de

    Plaza, Teniente Coronel Lizardo Abarca, que él había determinado,

    junto con el Jefe de DIRINCO, la apertura del almacén Burnier, ya

    que se contaba con la seguridad que en su interior había gran cantidad

    de alimentos que la población necesitaba. Al mismo tiempo se le solicitó

    la fuerza pública para prevenir cualquier desorden y proteger la acción

    requisitoria. La Autoridad Militar le comunicó esta determinación del

    Intendente al Mayor de Carabineros Jorge Uribe, para que se preparara.

    A las 14,30 horas de ese día debía resolverse la situación. Carabineros,

    sin embargo, retrasó su llegada al lugar por más de una hora.

    Mientras tanto explicó el Intendente, en la Central única de

    Trabajadores, CUT, cerca de quinientos trabajadores esperaban

    organizadamente a las autoridades para protegerlos y garantizar el

    cumplimiento del Decreto. Cuando Carabineros se hizo presente se procedió a despejar la

    calle de público. Repentinamente agregó el Intendente, apareció un

    fuerte contingente militar del Regimiento Arauco los que venían en

    cuatro camiones. Junto con los vehículos militares venía un jeep que

    transportaba al Capitán de Ejército Héctor Orrego.

    Insólitamente siguió diciendo el Intendente, este militar se me

    acercó y me dijo:

    Le voy a allanar su camioneta.

    Yo no me opuse manifestó la autoridad provincial, porque en

    realidad fue muy sorpresiva la comunicación.

    En la camioneta fiscal y perteneciente a la Intendencia, estaban

    cinco funcionarios de DIRINCO que tenían en su poder diablitos

    (Patas de cabra, nota del autor), herramientas que sirven para

    descerrajar candados y que siempre se usan en estas acciones.

    RETIRO DE LA FUERZA PúBLICA

    Más adelante, el Intendente señaló: Luego del allanamiento de la

    camioneta y cuando todavía no abríamos el almacén, apareció el

    Comandante Abarca y me dijo:

    Voy a hacer retirar la fuerza pública.

    ¿Y por qué? fue mi pregunta.

    Porque en la Plaza de Armas hay desorden. Hay un grupo de

    trabajadores y me han dicho que uno de ellos le dió un combo a un señor

    que pasaba por allí.

    Yo le respondí:

    Pero esa no es una razón, señor Comandante.

    El relato del Intendente prosigue:

    Me fuí a la Intendencia y me encontré con la sorpresa que los

    Militares habían repelido a los trabajadores hacia la Intendencia y que

    mantenían el edificio rodeado apuntando con ametralladoras a los

    trabajadores. Pasaron más de diez minutos después que los obreros

    habían despejado el lugar y los Militares seguían apuntando hacia la

    Intendencia.

    Finalmente, el Intendente informó que al Presidente de la CUT

    se le allanó dos veces su casa. Al mismo tiempo se mantiene vigilancia

    militar en el local del Partido Comunista y de la CUT. Toda persona que ingresa a esos recintos es allanada por orden militar. No ocurre lo

    mismo con los locales fascistas.

    Los hechos relatados por el Intendente al Diario Clarín,

    confirmaron las denuncias que yo había estado realizando en las

    reuniones de los trabajadores. En Osorno, la actitud de los

    Militares era claramente sediciosa y antipopular. Estimulados por

    la reacción osornina, le habían perdido el respeto al representante

    del Poder Ejecutivo.

    Los latifundistas y sus servidores uniformados se preparaban

    con entusiasmo para darnos "una lección" a los Dirigentes de la

    Unidad Popular y reprimir al pueblo.

    Nuestros aperos

    A la rancha de don José habíamos llegado con algunos alimentos,

    pero no disponíamos de ropas adecuadas para vivir a la intemperie.

    Mi guía vestía una pequeña manta campesina, chaqueta de

    paño, chaleco de lana, pantalones de mezclilla, sombrero, medias

    de lana y calzaba gastadas botas de goma. Cargaba una viejísima e

    inútil carabina Mauser con sólo tres balas.

    Mi indumentaria consistía en manta y chaleco de lana cruda

    de oveja, ambas prendas confeccionados por campesinas de la

    zona, pantalón de casimir y chaquetón de cuero. Calzaba medias de

    lana y botas de cuero. Me cubría la cabeza con un jockey de cuero

    café, prenda muy poco común entre los campesinos, que me había

    regalado Darío la noche en que salí de la ciudad de Osorno. Desde la campaña electoral de principios de año, dado que

    los adversarios políticos de la Provincia solían agredirnos con

    armas de fuego, yo jamás me separaba de mi pistola Browning

    de nueve milímetros, con dos cargadores de reserva, una caja de

    balas y el permiso para cargar armas debidamente autorizado.

    También llevaba siempre conmigo un radioreceptor a pilas.

    Antes de trasladarme a la casa del Sindicato, Rosana me

    había llevado una mochila con ropa interior de repuesto, utensilios

    de aseo, mi cortaplumas multiuso made in Switzerland, un

    cuchillo de monte y un par de botas de goma recién compradas.

    Reconociendo la montaña

    Guiado por Tito hice un reconocimiento del sector en que nos

    encontrábamos. Exploramos las tres quebradas que rodeaban la

    rancha de don José.

    La quebrada de la vertiente del agua conducía hacia el este

    de la cordillera. Bajando por una escabrosa huella perdida entre la

    vegetación, que sólo podían seguir los baquianos, se llegaba al

    valle central.

    La quebrada que bajaba hacia el Sur era muy abrupta y

    estaba cubierta de grandes árboles y matorrales. Por el fondo de

    ella discurría un arroyo que en su curso iba aumentando de caudal

    hasta desembocar en el mar convertido en un río cordillerano.

    La tercera quebrada que exploramos descendía con cierta

    suavidad hacia el Suroeste. Allí el bosque nativo había sido

    cortado. Aquella pendiente con impenetrables bosquecillos de maquis que habían reemplazado al

    bosque natural.

    En caso de peligro, todas las quebradas podían ser utilizadas

    con ventaja como vías de escape.

    También recorrimos un buen trecho del sendero que ascendía

    la montaña hacia la cumbre más alta del sector. Se trataba de un

    cerro coronado de grandes árboles autóctonos, donde no habían

    llegado las voraces llamas de los incendios forestales.

    Hecho el reconocimiento, le pedí a mi guía que fuera al

    pueblo a comprar alimentos y pantalones para mí, dado que los que

    yo andaba trayendo no eran apropiados para andar en la montaña.

    Tito partió de madrugada y regresó al día siguiente por la

    tarde. Llegó con algunos alimentos pero sin latas de conserva.

    Éstas habían desaparecido de la tienda del pueblo debido al

    acaparamiento de comestibles que realizaban los contrarios al

    Gobierno para crear desabastecimiento.

    No obstante, sus hermanas me compraron agujas, hilo y un

    par de anchos pantalones que ajusté al largo de mis piernas. Los

    pedazos de género sobrantes los guardé para futuros remiendos.

    Aquellos pantalones servían perfectamente para realizar con

    facilidad los movimientos habituales en el bosque, como pasar

    sobre o bajo los troncos que había atravesados en los senderos,

    entre los arbustos o subir y bajar por las abruptas laderas.

    El emisario del Comité Regional

    Sorpresivamente, un día apareció un emisario del Comité

    Regional. Se trataba de un compañero indígena, profundo conocedor de la zona. El camarada me traía algunos alimentos y un

    saco de dormir de color rojo que me mandaba Nicolás, quien

    además se ofrecía para llevarme hasta Valdivia en su vehículo.

    Según los camaradas del Comité Regional, en Valdivia yo

    me iría a integrar a un recientemente creado comando del

    Partido para las Provincias de Valdivia, Osorno y Llanquihue.

    Conociendo la realidad orgánica del Partido en estas Provincias, la

    creación de aquel comando, en aquella etapa del proceso

    sedicioso que vivía el país, me pareció un chiste cruel.

    Considerando que mi puesto estaba en Osorno, me negué

    terminantemente a salir de la Provincia. Además, pensé que irme

    en aquel momento iba a ser interpretado como una cobardía. En

    aquellos días estaba convencido que los camaradas de la Dirección

    Regional iban a cumplir con los acuerdos tomados para el caso de

    producirse un Alzamiento Sedicioso: pasar a la clandestinidad, huir

    al campo y por ningún motivo entregarse a los Militares.

    En consecuencia, me negué a desertar de mi puesto a la

    espera de los camaradas que la Rebelión Militar iba a desplazar a

    la montaña donde podríamos ocultarnos e incluso defendernos de

    los fascistas uniformados y civiles, a la espera de las armas

    prometidas por el Presidente Allende el día del levantamiento de la

    división de tanques.

    Yo estaba convencido que Salvador Allende contaba, además

    de la fidelidad del Alto Mando de Carabineros de Chile, con un

    sector importante de Oficiales dentro del Ejército.

    Con el emisario del Comité Regional le mandé un mensaje a

    Avendaño, pidiéndole que viniera hasta el cruce de caminos a

    entrevistarse conmigo. Por todo lo que estaba ocurriendo en el

    país, esta reunión me parecía imprescindible. El sector de la cordillera donde me encontraba reunía buenas

    condiciones para dar refugio a todos los que vinieran, siempre que

    contáramos con alimentos, armas y que los compañeros estuvieran

    dispuestos a soportar las inevitables incomodidades de vivir en la

    montaña, y también a defenderse. Tenía yo el convencimiento, en

    aquellos días de que, llegada la hora, muchos camaradas iban a

    reunirse conmigo en el monte.

    Durante los días siguientes estuve esperando la llegada de

    Avendaño, pero éste no apareció. Tampoco lo hizo Darío, a quien

    también le había enviado un recado.

    El 4 de septiembre

    Al atardecer, las radioemisoras de Santiago dieron a conocer a todo

    el país los detalles de la gigantesca manifestación organizada por la

    Unidad Popular en celebración del Tercer Aniversario del triunfo

    electoral de Salvador Allende.

    A la manifestación acudió masivamente el pueblo a

    demostrar su respaldo al Gobierno.

    Más de un millón de personas! exclamó Tito.

    Después de esta manifestación, nadie va a sublevarse.

    Justo dijo don José.

    A esta altura de los acontecimientos les dije, la

    sedición en marcha no se va a detener con manifestaciones, por

    muy grande que sea el número de personas que asistan a ellas.

    Mis compañeros me miraron sorprendidos. La gente común

    de la Unidad Popular tenía un concepto muy errado acerca de la

    fuerza real de las manifestaciones parecía imprescindible.

    Se estrecha el cerco al Gobierno

    Unos días después escuchamos en la radio la noticia de que la

    industria textil Sumar había sido allanada con inusitada

    violencia por efectivos de la Fuerza Aérea de Chile. Se hacía

    evidente que las Fuerzas Armadas estaban provocando a los

    obreros a lo largo de todo el país, aprovechando que la Ley de

    Control de Armas les entregaba la iniciativa en la materia.

    Al día siguiente, sábado 8 de septiembre, nos enteramos que

    habían desalojado con la fuerza pública el Canal 9 de televisión,

    perteneciente a la Universidad de Chile. Los trabajadores del canal

    lo habían mantenido ocupado durante varios años, siendo en la

    práctica el único canal televisivo que estaba a favor del Gobierno.

    Yo había seguido muy de cerca los esfuerzos que dentro de

    la Universidad, en la Comisión del Consejo Normativo Superior de

    la que formaba parte, realizaban los consejeros demócratas

    cristianos y de derecha para recuperar el control sobre tan

    importante medio informativo.

    En aquellos días se veía con meridiana claridad cómo la

    embestida insurreccional de los sediciosos estrechaba el cerco en

    torno al Gobierno de Salvador Allende.

    "Vamos a incendiar el país!" El domingo 9 de septiembre amaneció luminoso y despejado.

    Desde temprano, los alegres rayos del sol comenzaron a derretir la

    escarcha que todas las mañanas blanqueaba sobre los negros

    troncos de los árboles carbonizados.

    Inesperadamente, a media mañana llegó Hilario a la cabeza

    de un grupo de campesinos, todos ellos miembros de la Juventud

    Socialista. Venían a saludarme.

    De inmediato hice un aparte con Hilario y le dije:

    No estoy de acuerdo que hayas venido con todos estos

    jóvenes. Así se va a difundir la noticia de mi presencia en esta

    comarca.

    Todos los camaradas que vienen conmigo me respondió

    el joven, un tanto ofendido, son de absoluta confianza.

    No es sólo un problema de confianza le repliqué, en

    la clandestinidad hay una regla de oro que consiste en que cada

    compañero debe saber sólo lo necesario para llevar a buen término

    sus tareas. Pero lo menos posible del resto de las actividades

    clandestinas.

    Como el error era ya irreparable, aproveché la presencia de

    los jóvenes para pedirle a tres de ellos que le fueran a comprar un

    cordero y papas a un agricultor que vivía al pié de la montaña,

    justificando de paso su presencia en la zona con el cuento de que

    habían venido a ver a don José, para ponerse de acuerdo en un

    trabajo de producción de leña que pensaban realizar en el futuro.

    Mientras los jóvenes iban en busca del cordero, nosotros

    escuchamos en la radio la manifestación que el Partido Socialista

    realizaba aquella mañana en Santiago. El acto culminó con el

    discurso del Secretario General del Partido.

    Fue un discurso encendido, en el cual nuestro líder, que se

    había opuesto tozudamente a los esfuerzos del Presidente Allende de dialogar para salvar la democracia, reiteró que se seguía

    oponiendo a cualquier compromiso con la Democracia Cristiana,

    llamando en subsidio a crear el poder popular.

    Sorpresivamente, en medio de su discurso nuestro máximo

    Dirigente cometió un error imperdonable: reconoció haberse

    entrevistado con los Suboficiales antigolpistas de la Marina de

    Guerra, quienes en aquellos momentos estaban bajo arresto y eran

    torturados por los Oficiales.

    Nuestro Secretario General terminó su alocución a lo Nerón,

    amenazando con incendiar el país de Arica a Magallanes, si se

    producía un Golpe de Estado. Pero no entregó a la militancia ni

    una sola directiva de acción concreta.

    Considerando la realidad interna del Partido y la situación de

    la Unidad Popular, la amenaza del líder Socialista de incendiar el

    país, me pareció una bravata esquizofrénica.

    El compromiso

    Los jóvenes que habían ido a comprar regresaron con las papas y

    un cordero destripado, descuerado y partido en dos, listo para ser

    ensartado en los asadores.

    Aquella tarde comimos cordero asado al palo, acompañado

    de papas cocidas, y bebimos la chicha de manzana que los

    visitantes habían traído en una damajuana forrada en mimbre.

    Las noticias del mediodía, que escuchamos en la radio,

    fueron en general negativas para el Gobierno. Por eso, en la charla

    política que aquella tarde les dí a los camaradas de la Juventud

    Socialista, mi conclusión fue clara: la Rebelión Militar estaba marcha y había que estar preparados para intentar defender al

    Gobierno.

    En una segunda conversación aparte que sostuve con Hilario,

    le dije:

    Si los milicos se sublevan, los camaradas de la Juventud

    deben ocultarse para no ser detenidos, y quiero que tú me vengas a

    buscar de inmediato.

    Muy bien me dijo Hilario. ¿Y qué vamos a hacer?

    Lo veremos en ese momento le respondí, pero no

    vamos a quedarnos de brazos cruzados. ¿No te parece?

    Sí dijo Hilario. Habría que hacer algo.

    ¿Me vendrás a buscar? ¿Estamos de acuerdo?

    De acuerdo! Lo vendré a buscar, compañero.

    Los jóvenes se fueron al anochecer, sin imaginarse que al

    Presidente Salvador Allende y a la democracia chilena le quedaban

    sólo unas pocas horas de vida.

    Aquel mismo día, en Osorno los Oficiales de Reserva de las

    Fuerzas Armadas pertenecientes al Grupo Cien Águilas, se

    acuartelaron secretamente en el Regimiento Arauco.

    Mientras tanto, los dueños de la tierra completaban las listas

    de los Dirigentes Políticos y Sindicales que iban a ser pasados por

    las armas.

    El Diario La Prensa prepara el escenario

    En su edición del lunes 10 de septiembre, el Diario La Prensa de

    Osorno, preparando el escenario del crimen, publicó:enUNA NOVELA DE SUSPENSO TEJIDA SOBRE LA SUERTE

    DEL HIJO DE BONGCAM

    ESTARíA HERIDO, MUERTO O EN CUBA

    Una verdadera novela de suspenso, y de muerte, se ha tejido en estos

    últimos días en torno a la persona del Dirigente estudiantil del Partido

    Socialista de Osorno, Erik Bongcam Rudloff, hijo del Secretario

    Regional del PS Carlos Bongcam Wyss, quien está siendo buscado por

    la responsabilidad que le cabe en la organización y dirección de un plan

    terrorista, que sería aplicado en la Provincia, como asimismo por el

    delito de injurias contra las Fuerzas Armadas y Carabineros.

    Durante la última semana, en diversos círculos estudiantiles,

    políticos, gremiales y sociales de Osorno, circularon dos versiones sobre

    la suerte corrida por el joven activista de ultra izquierda, Erik Bongcam.

    La primera de las cuales señalaba que habría sido muerto a tiros en un

    enfrentamiento de los muchos ocurridos en los últimos días en Santiago;

    la segunda versión indicaba que se encontraba gravemente herido y en

    peligro de muerte a consecuencias de tres balazos que le habrían

    comprometido partes vitales de su organismo.

    Averiguaciones practicadas por La Prensa, en círculos

    políticos a los cuales pertenece el Dirigente estudiantil, coinciden en

    negar ambas posibilidades, agregándose que por el contrario, Erik

    Bongcam se encontraba perfectamente bien y, aún más, que se habría

    dirigido disfrazado a Cuba, en donde se encontraría en estos momentos.

    Tal vez con el propósito de reafirmar esta versión, desde ayer se

    ha hecho circular profusamente entre los vecinos de la población Cuarto

    Centenario, lugar en donde vivía hasta hace un mes la familia Bongcam,

    una carta escrita a máquina, sin firma, que el Dirigente estudiantil y

    miembro de la Juventud Socialista de Osorno, Erik Bongcam, habría

    dirigido a su madre desde Cuba, en la cual, junto con referirse a asuntos

    de carácter netamente familiar, expresa que "se siente todo raro con el

    pelo corto y teñido de rubio".

    Sin lugar a dudas, queda en evidencia el carácter apócrifo de la

    supuesta misiva del joven Bongcam, ya que por una parte su madre viajó

    con el resto de sus hijos a la Capital, hace poco menos de diez días y la

    mencionada carta la muestra una propiedad que ocupaban los Bongcam, en la cual aún permanecen los

    muebles y enseres.

    Lo único cierto que hay, hasta el momento, en la novela de

    suspenso que viven los miembros de la mencionada familia, es que la

    Dirección del Liceo de Hombres de Osorno, en carácter de urgente y

    trabajando hasta las 24 horas del lunes pasado, canceló y arregló todos

    los antecedentes de matrícula del estudiante Erik Bongcam, para que

    éste pudiera matricularse, a su vez, en algún establecimiento educacional

    de Santiago.

    Asimismo, con respecto al paradero del buscado Dirigente

    Provincial del Partido Socialista, Carlos Bongcam Wyss, circulan una

    serie de datos "extremadamente confidenciales", en los cuales se le hace

    aparecer escondido, entre otros lugares, en la Sede Osorno de la

    Universidad de Chile; alojando en las calderas del hospital San José; en

    uno de los asentamientos de la CORA del sector de Puyehue o Puerto

    Octay; en las cabañas de Aguas Calientes; en el balneario de Maicolpué;

    en el sector de San Juan de la Costa, o bien en el hospital clandestino

    que mantiene la Unidad Popular.

    Por otra parte, numerosas personas aseguran haber visto al

    escurridizo Dirigente extremista, viviendo tranquilamente en la casa de

    un Dirigente de su partido, ubicada a muy pocas cuadras de distancia de

    su domicilio en la población Cuarto Centenario.

    La Operación Unitas y el Golpe Militar en Chile

    Aquel mismo día, la Marina de Guerra de Chile zarpó del puerto

    de Valparaíso. El objetivo aparente era reunirse en alta mar con la

    Flota del Pacífico Sur de la Marina de Guerra de los Estados

    Unidos de América para realizar un capítulo más de la llamada

    Operación Unitas, ejercicios navales conjuntos que se venían

    realizando desde tiempo atrás. En aquella ocasión hubo algunos cambios. El Alto Mando de

    la Escuadra chilena se reunió en aguas internacionales con el

    Estado Mayor yanqui, en el buque insignia de la flota

    estadounidense. Después de esta reunión, que terminó a la

    medianoche y cuyo contenido fue secreto, las unidades de guerra

    norteamericanas se desplegaron en aguas territoriales entre

    Quintero y San Antonio.

    Aquel amanecer, mientras los marinos desembarcaban en pié

    de guerra en Valparaíso, dando por iniciado el Golpe de Estado,

    los barcos norteamericanos, listos para intervenir, se mantuvieron

    durante todo el día en aguas territoriales chilenas a la espera del

    resultado de la sublevación. Sólo se retiraron a aguas

    internacionales en la noche del martes 11 de septiembre, cuando el

    primer episodio de la tragedia chilena estuvo consumado.

    3

    LA HORA DE LA TRAICIóN

    El martes 11 de septiembre de 1973 amaneció frío y lloviznando.

    En la cima de la montaña donde yo me encontraba, las nubes

    arrastradas por el viento dejaban jirones de neblina entre los

    árboles. Abajo se veía algodones que se desplazaban de norte a sur, variando

    constantemente su forma y las tonalidades de gris oscuro.

    Como todos los días, temprano por la mañana había

    encendido el radiorreceptor para escuchar las noticias.

    Tenía sintonizada la Radio Corporación porque en ella

    iban a anunciar, tocando repetidamente una conocida melodía, que

    se había iniciado el Golpe de Estado. Pero aquella mañana

    tampoco oímos aquella canción popular. No obstante, un camarada

    informó que ciertos movimientos de tropas en Valparaíso ya

    habían sido controlados y luego pronunció unas encendidas

    palabras contra los golpistas, que me parecieron una improvisación

    de rutina, igual a todas las que habíamos estado oyendo desde

    hacía tiempo. El resto de las radioemisoras emitían sus programas

    de costumbre.

    La Insurrección Militar

    Veinte minutos para las nueve de la mañana, la Radio

    Agricultura comenzó a tocar el himno nacional. A su término,

    un Oficial dio lectura al Bando Número Uno de los Generales

    Insurrectos.

    Acentuando el ridículo tono autoritario que emplean los

    Militares en sus alocuciones, en un vano intento por disimular su

    nerviosismo, el Oficial leyó:

    Las Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile, declaran:

    Que el señor Presidente de la República debe proceder de inmediato

    a hacer entrega de su cargo a las Fuerzas Armadas y Carabineros de

    Chile;lQue los trabajadores deben tener la seguridad que las conquistas

    económicas y sociales que han alcanzado hasta la fecha no sufrirán

    modificaciones en lo fundamental;

    Que la prensa, radiodifusoras y canales de televisión adictos a la

    Unidad Popular deben suspender sus actividades informativas a partir

    de este instante. De lo contrario recibirán castigo aéreo y terrestre, y

    Que el pueblo de Santiago debe permanecer en sus casas a fin de

    evitar víctimas inocentes.

    Firmaban el Bando los Comandantes en Jefe del Ejército y de

    la Fuerza Aérea. Y, además, los sedicentes Comandantes en Jefe

    de la Armada Nacional y de Carabineros, que habían destituido a

    sus superiores legítimos, asumiendo de facto el mando de sus

    Instituciones.

    La Sublevación Militar estaba en marcha.

    La evidencia del Golpe de Estado, que sabíamos que venía

    y del cual tanto habíamos hablado y hablado llamando a los demás

    a estar preparados, no me tomó de sorpresa, pero su evidencia me

    sacudió profundamente.

    Delincuentes al poder

    De forma deshonesta y haciendo uso indebido de las armas que el

    pueblo había puesto en sus manos, los Militares se inmiscuían en la

    política para poner término, por tercera vez en la historia de Chile,

    al Régimen Constitucional vigente.

    Yo había estudiado Derecho Constitucional en la

    Universidad y conocía la disposición de la Constitución, que

    establecía: "Toda resolución que acordare el Presidente de la República, la

    Cámara de Diputados, el Senado o los Tribunales de Justicia, a

    presencia o requisición de un Ejército o de un Jefe al frente de la

    Fuerza Armada es nula de derecho y no puede producir efecto

    alguno."

    Por eso, mi disposición fue, desde el primer momento,

    desconocer la legalidad de las autoridades de facto y no obedecer

    sus disposiciones.

    Los Militares Sediciosos habían atropellado, además, la

    norma constitucional que disponía:

    "La Fuerza Pública es esencialmente obediente. Ningún cuerpo

    armado puede deliberar."

    Al alzarse contra el Gobierno legítimamente constituido, los

    Militares se hacían reos del delito de Rebelión o Sublevación

    Militar contra la Seguridad Interior del Estado, consagrado en el

    Código de Justicia Militar y en la Ley de Seguridad Interior del

    Estado.

    Estaban faltando flagrantemente a su honor y su deber militar

    al no respetar la norma del Reglamento de Disciplina para las

    Fuerzas Armadas, que decía:

    "El ejercicio de la profesión militar deriva de la necesidad que tiene

    el país de salvaguardar su vida institucional de toda amenaza

    interior o exterior y reside, principalmente, en los sentimientos del

    honor y del deber de todos los que la profesan, sentimientos que,

    desarrollados en forma consciente, deben impulsar a todo militar, de

    cualquier grado y jerarquía, hacia el estricto cumplimiento de todas

    sus obligaciones."

    Con toda razón, aquella trágica mañana el Presidente

    Salvador Allende les llamaría Generales Traidores."Son puras amenazas"

    Por la radioemisora de los Militares Sublevados, el locutor leyó un

    Bando:

    El Palacio de La Moneda deberá ser evacuado antes de las once

    horas. De lo contrario será atacado por la Fuerza Aérea de Chile.

    Los trabajadores deberán permanecer en sus sitios de trabajo,

    quedándoles terminantemente prohibido abandonarlos. En caso de que

    así lo hicieran, serán atacados por fuerzas de tierra y aire.

    Se reitera lo expresado en el Bando Número Uno en el sentido de

    que cualquier acto de sabotaje será sancionado en la forma más

    drástica en el lugar mismo de los hechos.

    Don José comentó que él creía que la amenaza de

    bombardear el Palacio de La Moneda era sólo una bravata de los

    Militares Golpistas.

    Son puras amenazas dijo Tito con convicción.

    Claro! afirmó don José. Cómo van a bombardear La

    Moneda, si allí está el Presidente de Chile!

    Estos bandidos son capaces de todo tercié yo. Se han

    lanzado a una aventura sin vuelta.

    En seguida la Radio Corporación, del Partido Socialista,

    llamó a los obreros a tomarse las fábricas y a los soldados a

    desobedecer a los Oficiales Golpistas.

    Poco después esta radioemisora desapareció del aire y a

    partir de ese instante tampoco pudimos sintonizar la Radio

    Portales. En un primer momento pensamos que se trataba de

    interferencias. "Yo no voy a renunciar"

    Seguimos buscando en el dial. Poco después de las nueve de la

    mañana sintonizamos la Radio Magallanes. Era la única radio

    democrática que se encontraba en el aire. Para nuestra sorpresa, el

    locutor anunció que el Presidente Allende se iba a dirigir al pueblo

    de Chile.

    Tranquilo y en tono solemne, Salvador Allende expresó:

    Compatriotas: ésta será seguramente la última oportunidad en que

    me pueda dirigir a ustedes.

    Por sus palabras y el tono de su voz presentí que esta vez no

    se trataba de un simple discurso, sino de un momento decisivo en

    su vida, y en la de todos nosotros.

    La Fuerza Aérea ha bombardeado las torres de Radio Portales y

    Radio Corporación.

    Imaginé las bombas cayendo y estallando en medio del

    sector poblacional donde estaba situada una de aquellas antenas.

    Mis palabras no tienen amargura, sino decepción y serán ellas el

    castigo moral para los que han traicionado el juramento que

    hicieron.

    "Castigo moral", pensé. "Eso significa que ya no es posible

    parar a los golpistas". Debo admitir que no me gustó aquella frase. Siempre he

    detestado el consuelo de los triunfos morales a los cuales

    recurren por regla general los chilenos después de las derrotas. La

    historia deportiva del país está plagada de triunfos morales.

    Incluso algunas de las fechas gloriosas que conmemoran los

    Militares, también fueron triunfos morales. Nunca me han

    gustado las condenas ni los castigos morales.

    Volví a poner atención al discurso del Presidente Allende,

    tratando de desenredar sus palabras de mis propios pensamientos.

    Yo no voy a renunciar!

    El Presidente Allende hizo esta afirmación en forma enfática

    y serena, reiterando en aquel histórico momento, lo que siempre

    había sostenido.

    Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad

    del pueblo!

    Esta frase me emocionó, porque con ella Salvador Allende

    mostraba al mundo su estatura moral. Recordé el día, unos meses

    atrás, en que el Presidente, emocionado, había declarado que él no

    iba a renunciar, que mientras él fuera Presidente de Chile, sólo

    muerto lo iban a sacar de La Moneda, el Palacio de Gobierno.

    Tienen la fuerza, podrán avasallar, pero no se detienen los

    procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza.

    Estaba claro, había llegado la hora y el pueblo no iba a tener

    armas. El Presidente de Chile había sido traicionado. El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse.

    Confieso que en aquellos momentos no entendí qué era lo

    que Salvador Allende quiso decir con aquellas palabras. Porque si

    uno se defendía, tenía que luchar, y si luchaba, o triunfaba o moría,

    porque los Militares Sediciosos no iban a perdonar a nadie que les

    opusiera resistencia.

    Tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este

    momento gris y amargo donde la traición pretende imponerse.

    Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde, de

    nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre

    digno para construir una sociedad mejor.

    Estas son mis últimas palabras, teniendo la certeza de que mi

    sacrificio no será en vano.

    El Presidente Allende terminó de hablar y nosotros

    quedamos en silencio.

    De las palabras de Salvador Allende se desprendía un detalle

    que no podía apartar de mi pensamiento: en ninguna parte de su

    discurso el Presidente llamó a nadie a defenderlo a él o a su

    Gobierno. Con grandeza ejemplar, no le pidió a ningún chileno que

    se sacrificara. En aquellos momentos históricos tuvo el coraje

    moral de asumir para sí toda la responsabilidad del desastre.

    Tuve además la sensación de que el Presidente Salvador

    Allende estaba consciente de que con él, en Chile terminaba el

    último capítulo de un período histórico.

    Después del mensaje del Presidente de Chile, la Central

    única de Trabajadores llamó a ocupar los lugares de trabajo.

    Luego calló para siempre la Radio Magallanes.La Junta Militar

    Sólo una radioemisora continuó en el aire, transmitiendo

    únicamente marchas militares. De pronto interrumpieron el himno

    que estaban difundiendo para dar paso al locutor militar, quien dió

    lectura a una declaración. Según ella, los Comandantes en Jefe de

    las tres ramas de la Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile se

    autoconstituían en Junta Militar de Gobierno y asumían el

    Mando Supremo de la Nación, según ellos,

    Con el patriótico compromiso de restaurar la chilenidad, la justicia y

    la institucionalidad quebrantadas,

    Conscientes de que ésta es la única forma de ser fieles a las

    tradiciones nacionales, al legado de los padres de la patria y a la

    historia de Chile.

    Lluvia de Bandos y Proclamas

    Las radios de las Provincias, opositoras al Gobierno legal,

    formaron de inmediato y voluntariamente una Cadena Nacional

    que se llenó de Bandos, Proclamas y Comunicados, trágicamente

    mezclados con marchas militares de autores europeos y falsa

    música folclórica interpretada por los Huasos Quincheros,

    conjunto de pepepatos disfrazados de huasos.

    El locutor de la Cadena Nacional de Radiodifusión de las

    Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile volvió a tomar la

    palabra: Declarase, a partir de esta fecha, Estado de Sitio en todo el

    territorio de la República, asumiendo esta Junta la calidad de General

    en Jefe de las fuerzas que operarán en la emergencia.

    Poco después, los Militares amenazaron:

    Se aplicará la Ley Marcial a toda persona que sea sorprendida con

    armas o explosivos.

    En el Bando siguiente, tratando de engañar a los incautos, los

    Militares prometieron:

    Los trabajadores deben tener la seguridad que las conquistas

    económicas y sociales que han alcanzado hasta la fecha no sufrirán

    modificaciones en lo fundamental.

    A la difusión de las falsas promesas, siguió la lectura de un

    Bando amenazante:

    Se advierte a la población no dejarse llevar por posibles incitaciones

    a la violencia que pueden emanar de activistas nacionales o

    extranjeros.

    Que estos últimos entiendan que en este país no se aceptan actitudes

    violentistas, debiendo por esto deponer cualquier actitud extrema, sin

    perjuicio de las medidas que se adopten para su pronta expulsión de

    Chile o, en su defecto, serán sometidos al rigor de la Justicia Militar.

    Pocos minutos después, dejando al desnudo su xenofobia, los

    Militares ordenaban:

    Todos los extranjeros que se encuentran en el país en situación

    irregular o ilegal, deberán presentarse de inmediato en las Comisarías

    más cercanas.

    Resultaba tragicómico que quienes estaban usando la fuerza

    extrema, en forma criminal, ilegal e ilegítima en contra de los

    trabajadores, no aceptaran "actitudes violentistas" Acusando de "extranjeros" a quienes opusieran resistencia

    intentaban restarle apoyo entre la población civil, y así justificar el

    estado de guerra que vivía el país, ante sus propios hombres.

    El bombardeo de La Moneda

    Justo al mediodía, los aviones de la Fuerza Aérea de Chile

    bombardearon La Moneda, el Palacio Presidencial donde se

    encontraba el Presidente Salvador Allende. Por efecto de los

    cohetes, el edificio quedó semidestruido y envuelto en llamas.

    Por la Cadena Nacional de Radiodifusión, imitando el tono

    militar, un locutor leyó otro Bando:

    La Junta Militar de Gobierno advierte a la población que todas las

    personas que estén ofreciendo resistencia al nuevo Gobierno deberán

    atenerse a las consecuencias.

    Que toda industria o vivienda o empresa fiscal debe deponer toda

    actitud beligerante, caso contrario, las Fuerzas Armadas actuarán con

    la misma energía y decisión con que se atacó La Moneda con las

    fuerzas de tierra y aire.

    Milicos desgraciados! exclamó Tito, con la voz

    quebrada por la rabia y la emoción Mataron al compañero

    Allende!

    Estuvimos en silencio un largo rato. Cada cual pensando en

    lo suyo. Yo salí de la rancha a caminar al aire libre. En un

    momento como aquel no pude permanecer sentado. Dentro de la

    vivienda, la radio seguía encendida de respuesta. "El último Bando de los Militares", pensé, "deja en claro que

    en Santiago se está combatiendo, si no, ¿qué sentido tienen las

    amenazas de represión?"

    "Serán reprimidos sin contemplaciones"

    Regresé a la cabaña en los momentos en que por la Cadena

    Nacional de Radiodifusión daban lectura a otro Bando:

    La residencia presidencial ubicada en Tomás Moro tuvo que ser

    bombardeada desde el aire por ofrecer resistencia a las Fuerzas

    Armadas y Carabineros.

    Se advierte que a partir de este instante está absolutamente prohibida

    la presencia de grupos de personas reunidas en las calles.

    No habíamos iniciado aún el comentario del último Bando

    Militar, cuando dieron lectura al siguiente:

    Se advierte a los profesionales, empleados y obreros de las empresas

    ocupadas, que deben abstenerse de efectuar provocaciones al personal

    de las Fuerzas Armadas y de Orden.

    Cualquier acción en tal sentido, así como acciones de sabotaje,

    violencia física contra civiles o intentos de resistencia, serán reprimidos

    sin contemplaciones en acciones militares de tierra y aire, similares a

    las efectuadas contra La Moneda y la residencia presidencial de Tomás

    Moro.

    Reiteramos al sector obrero que nada debe temer del nuevo

    Gobierno.

    No trepidaremos en neutralizar el más mínimo intento de resistencia

    o de provocaciones.

    No hay ninguna duda les dije a mis compañeros. En

    Santiago las fábricas están ocupadas por los trabajadores y hay resistencia. Se ve que los golpistas temen a los obreros si no,

    ¿cómo se explican todos estos llamados y amenazas de

    bombardeos y de acciones violentas?

    Y nosotros dijo Tito, ¿qué vamos a hacer aquí en

    Osorno?

    Tenemos que reunirnos con los jóvenes socialistas de tu

    pueblo le respondí.

    Nuestro diálogo fue interrumpido por el locutor militar:

    Se advierte a la población que estará prohibido circular por las calles

    de Santiago después de las tres de la tarde.

    "Deberán entregarse voluntariamente"

    Alrededor de las dos de la tarde, el locutor de la Cadena Nacional

    de Radiodifusión, anunció que el Presidente Allende estaba

    dispuesto a rendirse.

    El compañero Allende está vivo! exclamó con alegría

    don José.

    No creo que se vaya a rendir dije yo.

    Yo tampoco lo creo afirmó Tito. Los milicos están

    mintiendo.

    A continuación, el locutor dió lectura a un nuevo Bando:

    Las personas más adelante nombradas deberán entregarse

    voluntariamente hasta las 16.30 horas de hoy 11 de septiembre de 1973

    en el Ministerio de Defensa Nacional.

    La no presentación les significará que se ponen al margen de lo

    dispuesto por la Junta Militar de Gobierno, con las consecuencias

    fáciles de prever. La nómina de Dirigentes Políticos y altos funcionarios del

    Gobierno derrocado, que los Militares llamaban a entregarse,

    incluía cerca de cincuenta personas

    Después, el locutor militar dio a conocer un Bando que

    imponía el Toque de Queda a partir de las seis de la tarde, y

    luego otro que establecía una estricta censura de prensa.

    Los llamados que hacía la Cadena Nacional de

    Radiodifusión de las Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile a

    deponer su actitud a los grupos suicidas, indicaban que en

    Santiago se estaba combatiendo.

    En la casa del Dirigente Sindical

    Hasta bien entrada la tarde estuvimos esperando a Hilario, pero

    éste no fue a buscarnos. No queriendo esperar por más tiempo,

    decidí bajar al pueblo a tomar contacto con los compañeros de la

    Juventud Socialista y ver con ellos qué podíamos hacer. Tito

    estuvo de acuerdo conmigo y partimos al anochecer.

    Antes de salir, cometí dos errores.

    Como durante todo aquel día no había dejado de llover y el

    cielo seguía amenazante, me puse las pesadas botas de goma que

    llevaba de repuesto y, a pesar de la lluvia, dejé mi manta en la

    cabaña, pensando que dificultaba mis movimientos.

    Cuando ya habíamos bajado de la montaña y atravesábamos

    la llanura, bastante lejos de la rancha, constaté que el roce de las

    botas al caminar me había roto la piel de las pantorrillas en ambas

    piernas. Ya no cabía regresar. Intenté calzarme las botas de Tito, pero

    mi compañero tenía los pies demasiado pequeños. A pesar del

    dolor, no tuve más remedio que seguir.

    Caminando cada vez con mayor dificultad, entrada la noche

    llegamos a la casa de un camarada campesino que era Dirigente

    Sindical. El dueño de casa había ido donde unos vecinos a

    escuchar la radio y su mujer estaba sola, en compañía de sus tres

    pequeños hijos.

    Compañero me dijo Tito, será mejor que me espere

    aquí. Yo iré a ver qué pasa en el pueblo y luego regreso a buscarle.

    ¿Cuanto tiempo te llevará ir y volver?

    Dos horas, a lo más.

    Nos separamos. Mi guía fue al pueblo a tomar contacto con

    los compañeros de la Juventud y yo me quedé esperándolo en

    aquella casa, distante cerca de un kilómetro del villorrio.

    Al ver el estado de mis piernas, la compañera me ofreció una

    cama para que descansara; colgó mis ropas mojadas detrás de la

    cocina encendida y luego me sirvió té de yerba mate. Muerto de

    cansancio, me tendí en el lecho.

    El techo de la vivienda era de planchas de zinc, sin cielo

    raso. La lluvia producía sobre el tejado un tamborileo monótono y

    a ratos, ensordecedor. Debido al agotamiento y al sopor producido

    por el calor de la cocina, me quedé dormido.

    "Buena suerte, compañero!"

    Poco después de la una de la madrugada, me despertó el dueño de

    casa. El compañero estaba asustado. Usted no puede quedarse! me dijo. Si los

    Carabineros vienen y lo encuentran, nos van a fusilar a todos.

    Debe irse de inmediato!

    Cómo se va a ir el compañero! intervino su mujer.

    Está lloviendo muy fuerte y fíjate cómo tiene las piernas!

    Están deteniendo a todos los compañeros de la Unidad

    Popular continuó el hombre, sin hacerle caso a su mujer. En

    cualquier momento van a venir a allanar mi casa. Por mis hijos, le

    ruego que se vaya!

    Yo miré a los niños, que dormían en la cama de sus padres

    porque yo les había estado ocupando la suya, me acordé de los

    míos y estuve de acuerdo con el compañero.

    En silencio me puse la ropa, que ya se había secado, y mi

    chaquetón de cuero. Cuando me quise calzar las botas de goma,

    comprobé que éstas no me entraban porque las pantorrillas se

    habían hinchado demasiado.

    Las botas no me entran, compañero le dije. Si usted

    quiere que me vaya, va a tener que prestarme zapatos.

    Me extrañó que el campesino tuviera sólo los zapatos que

    llevaba puestos. Eran zapatos rebajados de verano, de cuero fino y

    suela delgada. El compañero se miró sus zapatos, dudando.

    Le dejo mis botas en prenda le dije, pasándole la bota

    que tenía en la mano, para que la examinara.

    El camarada tomó la bota y la estudió con ojos expertos.

    Comprobó que estaba nueva y que era de la mejor calidad que se

    podía conseguir en el mercado.

    Luego, sin palabras, se sacó sus zapatos y me los pasó. Me

    calBuena suerte, compañero! me dijo la mujer,

    aguantando las lágrimas, antes de que su marido cerrara la puerta

    de la casa.

    El regreso bajo la lluvia

    Estuve varios minutos en la oscuridad, parado bajo el aguacero,

    pensando qué hacer en aquellas circunstancias. La exigencia del

    Dirigente Sindical, si bien la entendía perfectamente, me había

    tomado de sorpresa. En aquel momento tenía sólo dos alternativas:

    ir hacia el pueblo o regresar a la cordillera. La decisión se podía

    tomar en un segundo, pero no debía equivocarme.

    El camino público al pueblo era la única ruta que yo conocía,

    pero ignoraba en qué casas a la entrada del villorrio, en la

    dirección en que yo me encontraba, vivían las personas contrarias a

    la Unidad Popular que oficiaban de soplones de los latifundistas y

    de los Carabineros. En consecuencia, estimé que ir al pueblo,

    siguiendo el camino, era correr un riesgo innecesario.

    Tito había quedado de regresar al cabo de dos horas. Pero ya

    había transcurrido el doble de ese tiempo y el joven no había

    aparecido. Por otra parte, si los camaradas de la Juventud habían

    sido apresados, como había dicho el Dirigente Sindical, menos

    sentido tenía arriesgarse a ir al poblado. Finalmente, decidí

    regresar a la cordillera.

    Los zapatos me apretaban los pies debido a las gruesas

    medias de lana que andaba trayendo, pero con ellos, al menos,

    podía andarse, me despedí y salí al diluvio. Inicié el regreso bajo la lluvia torrencial, sin manta y en

    plena oscuridad. La gorra de cuero, por carecer de las alas que

    tienen los sombreros, no impedía que el agua se escurriera por mi

    nuca, mojándome el cuello y la espalda.

    Apenas me podía orientar en la oscuridad para avanzar por el

    centro de la calzada. El enripiado del camino estaba lleno de

    baches de distintas profundidades, llenos de agua. Era imposible

    descubrir un hoyo antes de haber metido los pies en él. Muy pronto

    se me empaparon los delgados zapatos de verano que me había

    prestado el compañero. A través de las gastadas suelas sentía, a

    cada paso, la forma y el tamaño de cada una de las piedras que iba

    pisando.

    Al pasar frente a una vivienda levantada a la vera del camino,

    un desafinado coro de ladridos de perros me saludó y continuaron

    ladrando largo rato después de que yo ya me había alejado.

    Después de pasar delante de las casas ubicabas en un cruce

    de caminos, las últimas antes de llegar al punto donde había que

    tomar el sendero hacia la montaña, y de ser saludado y despedido

    por el infaltable concierto de ladridos, siempre bajo la lluvia

    torrencial, súbitamente me sentí demasiado cansado.

    Un trecho más adelante me pareció que ya me encontraba

    cerca del lugar desde donde salía el sendero hacia la cordillera.

    Estaba por aclarar. Salí del camino y bajé a una pequeña quebrada,

    cubierta de quilas y de zarzas, y me tendí a descansar debajo de las

    matas.

    Aquella vegetación me protegía de las miradas de la gente

    que pudiera pasar por el camino, pero no me proporcionaba ningún

    resguardo de la lluvia. Tendido sobre la hierba mojada, mal tapado

    con mi propio chaquetón y con el pantalón empapado chorreando agua, estuve bajo el diluvio hasta que amaneció. Inutilmente traté

    de dormir.

    Los trabajadores risueños

    A media mañana dejó de llover y, a ratos, salió el sol. Cuando me

    asomé al camino comprobé que debido a la oscuridad de la noche y

    al cansancio, me había equivocado. Para llegar al cruce faltaba más

    de un kilómetro.

    Como no quería ser visto en el camino, decidí esperar las

    sombras de la noche en aquella hondonada. Sin embargo, luego de

    un par de horas comencé a sentir mucho frío.

    Tenía los pantalones, las medias y los zapatos empapados y,

    por más que daba saltitos y hacía ejercicios, a cada momento sentía

    más frío. Pensé que si me quedaba ahí hasta la noche iba a coger

    una pulmonía. Consciente del riesgo, salí al camino.

    Luego de andar un buen trecho a paso rápido se me calentó el

    cuerpo y la ropa mojada dejó de producirme frío. Caminando de

    prisa me sentí más aliviado.

    Había recorrido cerca de medio kilómetro cuando desde una

    altura del camino ví más adelante a unos trabajadores que estaban

    reparando las cunetas. Poco antes de llegar donde ellos, en sentido

    contrario al mío, apareció un jinete que se detuvo a conversar con

    los obreros.

    Cuando pasé a su lado, los hombres respondieron a mi saludo

    sin dejar de reírse. Conversaban de algo al parecer muy divertido,

    ajenos completamente a lo que estaba ocurriendo en el país. Sólo el jinete me miró con cierto interés, tratando de reconocerme, el resto

    del grupo no me prestó mayor atención.

    Me alejé de los hombres sin apresurarme, caminando al

    mismo ritmo, tratando de dar la impresión de que no tenía prisa, de

    que no iba huyendo, aunque en mi fuero interno hacía grandes

    esfuerzos para reprimir los deseos de echarme a correr.

    Una camioneta en el camino

    El camino enripiado subía y bajaba siguiendo las ondulaciones del

    terreno. Luego cruzaba una planicie en línea recta hasta el cruce de

    caminos desde donde salía el sendero hacia la montaña. En aquel

    sector, los potreros a ambos lados estaban desprovistos de árboles

    y de arbustos.

    Había andado la mitad del recorrido, cuando una camioneta

    procedente del pueblo comenzó a acercarse a gran velocidad.

    En la parte trasera del vehículo viajaban varias personas. Me

    pareció que se trataba de Carabineros. Inmediatamente busqué la

    forma de evitarlos, pero en las orillas del camino no había dónde

    esconderse.

    Con la mayor calma posible salté el cerco norte del camino y

    al otro lado, momentáneamente fuera de la vista de las personas

    que venían en el vehículo, corrí a parapetarme detrás de unos

    troncos que yacían a unos diez metros del cercado, calculando que

    desde esa distancia podía usar mi pistola con puntería.

    Detrás de los troncos permanecí en cuclillas, aparentando

    estar con los pantalones abajo. Esperé con la pistola en la mano,

    lista para hacer fuego. No obstante, la camioneta pasó de largo. Los ocupantes de la plataforma eran unos campesinos que ni

    siquiera me dirigieron una mirada. Parecían ir demasiado ocupados

    con sus propios pensamientos.

    En tanto la camioneta se alejó volví al camino y apresuré el

    paso. Pronto llegué al cruce de caminos.

    Recordando que aquella senda pasaba muy cerca de algunas

    casas campesinas, decidí esperar la llegada de la noche oculto en

    un bosquecillo cercano, desde el cual se podía ver el cruce y parte

    del camino.

    Una hora después pasó de regreso la camioneta, que venía

    vacía. Dos jinetes pasaron más tarde en dirección contraria a la

    camioneta y siguieron por el mismo camino por donde había

    regresado el vehículo.

    A partir de ese momento, nadie más apareció.

    El jolgorio de los vencedores

    Al mediodía, en la Radio SAGO de Osorno leyeron una larga

    lista de personas de la Provincia, entre las cuales había mujeres y

    niños, que el perfumado Comandante del Regimiento Arauco y

    Jefe de Plaza llamaba a presentarse. En ella estaba mi nombre

    junto a Erik, el mayor de mis hijos, de dieciséis años de edad.

    Me pareció ridículo que me llamaran, sabiendo que yo ya

    había dicho públicamente que no me iba a presentar ante la

    justicia de los Militares Sediciosos.

    Por otra parte me alegré de haber enviado a toda mi familia a

    Santiago, pues aquel llamado indicaba de que la represión militar

    no iba a respetar a las mujeres ni a los niños. Por la Cadena Nacional de Radiodifusión, a la que también

    se había integrado voluntariamente la Radio SAGO, se dirigió al

    país el camionero que dirigía el paro de los transportistas en contra

    del depuesto Gobierno. Llamó a su gremio a reanudar de inmediato

    las actividades, poniéndose al servicio de la Junta Militar. Al final

    exclamó:

    Hemos triunfado, viva Chile libre!

    También hizo uso de la palabra un bolichero, Presidente del

    Comercio Detallista, dijo:

    Me dirijo al comercio del país para pedirles que reinicien sus

    actividades normales a contar de mañana jueves trece de septiembre.

    A la tarea de la reconstrucción nacional nos entregaremos en

    corazón y sólo con la mirada puesta en la bandera de Chile.

    A continuación, el locutor dio a conocer la declaración

    pública del Presidente de la Corte Suprema de Justicia, quien

    manifestó su "más íntima complacencia" por la promesa de la

    Junta Militar de respetar y hacer cumplir las decisiones del Poder

    Judicial, sin examen previo.

    Luego se difundieron las declaraciones de algunos partidos

    políticos. El derechista Partido Nacional, junto con declarar su

    apoyo irrestricto a la acción de la Junta, llamó a todos los

    chilenos a respaldar, sin reservas, a los Militares.

    La Directiva Nacional del Partido Demócrata Cristiano,

    afirmó que había agotado "sus esfuerzos por alcanzar una solución

    por la vía política institucional", y por supuesto no condenó la

    Sublevación Militar que sus más destacados personeros habían

    propiciado. La segunda ascensión

    A media tarde, cuando ya me estaba preparando para iniciar el

    viaje hacia la montaña, hasta el cruce llegó el camión de Hilario y

    se detuvo. Del vehículo bajaron Tito y Ricardo, y luego el propio

    Hilario. Llegué a su lado en el momento en que se estaban

    despidiendo.

    Hilario respondió a mi saludo pero no a mi pregunta de por

    qué no había venido a buscarme a la cordillera, como habíamos

    convenido. Tampoco me informó que había ido a Osorno a pedir

    instrucciones, lo cual significaba que había pasado por alto mi

    condición de Secretario Regional del Partido.

    Cuando le pregunté por los muchachos de la Juventud de su

    Seccional, Hilario me respondió que se encontraban bien y sin

    problemas, pero no me dijo que los había enviado a sus casas a

    esperar instrucciones, con el argumento, nada desatinado, de que

    no sacaban nada con matar a los cuatro pacos del Retén del pueblo,

    exponiendo al villorrio a un bombardeo de represalia.

    Hilario me explicó que había ido a dejar a sus sobrinos al

    cruce porque ellos estaban en una lista de las personas del pueblo

    que los uniformados tenían órdenes de fusilar.

    Nuestro encuentro fue muy breve porque Hilario tenía prisa.

    Mientras él partía de regreso en su camión, nosotros iniciamos la

    marcha hacia la montaña.

    Los jóvenes venían con una bolsa con los alimentos que

    Darío le había entregado a Hilario, el mismo día del golpe. Eso

    había sido todo lo que el camarada me había traído.

    El sendero pasaba por unos pajonales pantanosos donde, para

    no caer en la champas de junquillos. Los muchachos pasaron ágilmente por ese

    lugar. Tratando de imitarlos, yo metí repetidas veces los pies en el

    fango.

    Antes de comenzar a subir la ladera de la montaña, el

    sendero bajaba a un pequeño cañadón por cuyo fondo corría un

    riacho que bajaba de la cordillera. En el espacio entre las paredes

    del cañadón y la corriente de agua, las crecidas del estero habían

    labrado pequeños canales en la tierra, que esa tarde estaban sin

    agua.

    A ese lugar llegamos al anochecer y a la carrera bajamos al

    lecho del estero. Sin ver el peligro, debido a la penumbra, pisé en

    el borde de uno de los pequeños canales y me torcí el tobillo

    izquierdo. Sentí un agudo dolor y caí a tierra.

    Mis compañeros me ayudaron a levantarme. El intenso dolor

    me impedía caminar. Me vendé el tobillo pero, aún así, no podía

    afirmar el pié en el suelo. El resto del camino hacia la cabaña de

    don José, fue un verdadero martirio.

    Los jóvenes se turnaban para servirme de soporte y de esa

    forma pudimos subir, aunque muy lentamente. Llegó un momento,

    a medio camino, en que todos estábamos tan cansados que a duras

    penas podíamos mantenernos en pié. Entonces les dije a los

    jóvenes que me dejaran allí hasta el día siguiente, pero ellos se

    negaron.

    Llegamos a la rancha junto con la primera claridad del alba.

    El viejo se despertó en tanto su perro ladró avisando nuestra

    presencia y se levantó a recibirnos. Mis compañeros se acostaron

    en los camastros, durmiéndose de inmediato.

    Yo le pedí a don José que calentara agua para ponerme una

    compresa de salmuera caliente en el tobillo lesionado. Con su

    amabilidad característica, el dueño de casa atizó el fuego dentro del fogón y le agregó leña. Luego puso una olla llena de agua sobre

    el tambor. Cuando el agua estuvo caliente, la vació en un lavatorio

    de latón enlozado y le agregó sal. Introduje el pié lesionado en la

    salmuera caliente, tan caliente como me fue posible soportar. Así

    lo había hecho en mis lejanos tiempos de futbolista.

    Mantuve el pié dentro del tiesto durante largo rato y luego lo

    envolví con las vendas mojadas en la salmuera caliente. Después

    me cubrí las vendas con una media de lana cruda de oveja y me

    arropé el pié con un chaleco del mismo material. Por último me

    tendí sobre unos sacos al lado del fogón y me dormí al instante.

    La declaración de los Obispos

    El 13 de septiembre despertamos a media mañana. Lo primero que

    hice fue examinarme el tobillo, que me dolía y estaba muy

    hinchado. Pero al parecer no tenía ningún ligamento roto.

    Repetí el tratamiento de la noche anterior metiendo el pié en

    la palangana y luego me vendé el tobillo con la venda humedecida

    en la salmuera caliente. Por último me puse las medias de lana y

    me calcé las botas de cuero. En contra de la opinión de mis

    compañeros, comencé a caminar de inmediato, usando un palo a

    modo de bastón.

    La recuperación del tobillo no podía esperar, porque en la

    cordillera sólo me podía trasladar caminando. Poco a poco pude ir

    afirmando el pié y dos días después ya podía caminar sin apoyarme

    en el bastón, pero el dolor me acompañó más de tres meses.

    Después de almorzar escuchamos la Cadena Nacional de

    Radiodifusión de las Fuerzas Armadla cual dieron a conocer las declaraciones públicas de la Sociedad

    Nacional de Agricultura y de la Sociedad de Fomento Fabril.

    Ambas organizaciones patronales agradecieron efusivamente a los

    Militares el derrocamiento del Gobierno de Allende,

    comprometiéndose a colaborar en lo que ellos llamaron la

    reconstrucción nacional.

    También dieron a conocer una declaración pública del

    Comité Permanente de la Conferencia Episcopal de Chile,

    organismo que reunía a los Obispos de la Iglesia Católica. En esta

    declaración, los Obispos deslindaban su responsabilidad por lo

    ocurrido en el país; se dolían de la sangre derramada; pedían

    respeto por los caídos; moderación frente a los vencidos, y que no

    hubiese innecesaria represalia. Luego manifestaban su confianza

    en que los adelantos logrados por la clase obrera y campesina no

    sólo no serían desconocidos sino que se mantendrían y

    acrecentarían hasta lograr la plena igualdad y participación de

    todos en la vida nacional.

    Los Obispos terminaban su declaración afirmando que

    confiaban en que el patriotismo, el desinterés y la tradición

    de democracia y de humanismo de las Fuerzas Armadas

    permitirían una pronta vuelta a la normalidad institucional, tal

    "como lo han prometido los integrantes de la Junta de Gobierno".

    Aquella declaración de los Obispos, no me sorprendió.

    Salvando la democracia.

    Después de una cortina de tonadas (música que los Militares

    llamaban folclórica) y marchas militares de autores prusianos, el

    locutor leyó un Bando:

    Con esta fecha, la Junta de Gobierno ha dispuesto lo siguiente:

    Clausurase el Congreso Nacional y declárense vacantes los cargos

    de los parlamentarios que actualmente invisten tal calidad.

    Clausurando el Congreso Nacional, el órgano legislativo de

    la República elegido por votación popular y, además, con una

    mayoría de congresistas contraria al Gobierno de Salvador

    Allende, los Militares Sediciosos le estaban mostrando al mundo

    qué era lo que ellos entendían cuando afirmaban que se habían

    alzado para "salvar la democracia".

    De paso, al dejar cesante a don Eduardo de su cargo de

    Presidente del Senado, los Militares liquidaban definitivamente las

    ilusorias esperanzas de este personaje de heredar el poder

    arrebatado al pueblo. Tal como se lo había asegurado a don

    Eduardo un General, quien tiempo después perecería al estallar

    inexplicamente en el aire el helicóptero en el que viajaba.

    Por la noche, en las radioemisoras internacionales

    escuchamos las noticias que daban cuenta de los innumerables

    actos de protesta en contra de la Junta Militar chilena, que tenían

    lugar en todos los países del mundo. Excepto en la República

    Popular China y en Sud África, donde imperaba el desprestigiado

    régimen del apartheid.

    Diversos gobiernos democráticos demandaban el término de

    la represión de que era víctima el pueblo chileno, retrasando el

    reconocimiento diplomático del Gobierno Militar surgido del

    Golpe de Estado.Nuestro primer mártir

    Aquel 13 de septiembre, un soplón denunció la casa donde estaba

    reunido un grupo de jóvenes socialistas. Entre ellos se encontraba

    Reinaldo Rosas, Presidente del Centro de Alumnos del Liceo de

    Hombres de Osorno, a quien todos queríamos por su inteligencia y

    simpatía. Una patrulla Militar allanó la casa. Reinaldo intentó huir

    y fue abatido con disparos de fusil. Herido de muerte fue

    trasladado al hospital, donde falleció poco después de llegar.

    Reinaldo tenía 17 años y era compañero de estudios de mi

    hijo Erik. Fue nuestro primer mártir.

    Las noticias internacionales

    Las radioemisoras de Valdivia, Osorno y Puerto Montt continuaron

    dando a conocer las listas con los nombres de las personas que los

    Militares llamaban a presentarse.

    Desde el pueblo de Hilario, no nos llegaba ninguna noticia.

    Además, ningún camarada del Partido Socialista se había hecho

    presente.

    Los alimentos que teníamos eran los fideos y el arroz que

    Darío me había llevado. Como estos alimentos eran insuficientes,

    le pedí a Tito que fuera al pueblo a adquirir tarros de conserva, por

    intermedio de sus parientes, a fin de completar nuestra dieta, y a

    enterarse de paso de las últimas noticias locales. Ricardo quiso acompañar a su hermano y ambos partieron de

    madrugada.

    A esa altura, las marchas militares y la musiquilla falsamente

    folclórica, que tanto le agradaba a los uniformados, me

    resultaban insoportables, pero no podía apagar el radiorreceptor so

    pena de perderme las informaciones que los golpistas transmitían a

    cada momento.

    Además de la Cadena de Radiodifusión de los Golpistas,

    nosotros escuchábamos las noticias de las radios argentinas y los

    programas en español para América Latina de la BBC de

    Londres, la Voz de América y Radio Moscú. Por ellas nos

    enteramos que los Militares Golpistas habían transformado el

    Estadio Nacional en un enorme campo de concentración donde se

    torturaba y fusilaba a los prisioneros; que el General Prats

    avanzaba hacia el norte desde Concepción, al frente de tropas

    leales al depuesto Gobierno; que en las calles de Santiago y en el

    río Mapocho, todas las madrugadas aparecían cadáveres de civiles

    muertos a tiros en horas del Toque de Queda, y de que la

    inmensa mayoría de los pueblos del mundo condenaban el Golpe

    de Estado en Chile y la cruenta represión militar.

    "No es un Golpe Militar a espaldas del pueblo"

    La cadena radial sólo difundía los Bandos y Comunicados emitidos

    por los Militares Sediciosos.

    El 15 de septiembre, el locutor leyó:

    Hoy nace un Chile nuevo, en que no hay vencidosLa patria se ha liberado de los malos chilenos que fanatizados por la

    prédica de mercenarios extranjeros pretendían hacer de Chile un país

    de esclavos, en contra de sus más sagradas tradiciones históricas y

    espíritu libertario, democrático y soberano de nuestro pueblo.

    Esto no es un Golpe Militar realizado a espaldas del pueblo.

    Esta es una gesta de liberación y de unidad nacional, que ha

    recuperado la patria para todos los chilenos.

    Por ello, nada tienen que temer aquellos que tengan las manos

    limpias y la conciencia tranquila, porque es para ellos y para todos el

    fruto de este renacer esperanzado.

    En aquellos instantes deseé que muy pocos partidarios de la

    Unidad Popular creyeran, por su propio bien, en las falsas

    promesas de los Militares.

    Hoy ha despuntado el nuevo día

    El 15 de septiembre, el Diario La Prensa de Osorno publicó la

    Oración de Chile Nuevo del Obispo de Osorno, Capellán de

    Ejército con el grado de Mayor, Monseñor Francisco Valdés

    Subercaseaux, la que en sus párrafos más destacados, decía:

    Señor, ¿dónde estabas?. La noche cargada de sombra me mantenía

    sumido en la pesadilla de un callejón cerrado. Más me parecía al

    infierno que a una copia feliz del Edén. Hoy ha despuntado el nuevo

    día". (...)"Y ¿cómo agradecer que me hayas librado de las peores garras

    de la mentira y la maldad que a través de su historia hayan atrapado a la

    pobre humanidad? Mil gracias, Señor. Soy Chile que agradece. (...)Junto

    con agradecerte quisiera poner en ti mi esperanza del mañana, como lo

    hicieran los Padres de la Patria. Porque comienza el Chile Nuevo, del

    cual esperas con razón que haya aprendido a base de la amarga

    experiencia a serte fiel (...)Porque en este momento urge valorizar

    la jerarquía absoluta de valores: el espíritu de fe, de

    esperanza y de amor. Con ello hay Patria que avanza en libertad y en

    orden. (...)Y podré gritar para el mundo y advertir a muchos hermanos

    de cerca o de lejos: la Patria no se vende. Lejos de Dios no hay justicia,

    ni esperanza, ni libertad. Por Él y con Él hemos logrado superar el gran

    embuste de este siglo. Te escuchamos a ti, Señor, y la VERDAD NOS

    HIZO LIBRES. Gracias, Señor. Quédate con nosotros, y no nos

    volveremos a extraviar. Amén.

    La quema de libros

    Aquel mismo día, el Diario La Prensa de Osorno informó:

    Incineran Textos Marxistas en la Sede Universitaria

    Debido a que el Vicerrector y la mayoría de los profesores de la Sede

    Osorno de la Universidad de Chile huyeron, siendo capturados algunos

    de ellos por efectivos militares y de Carabineros, en la tarde de ayer y en

    forma provisoria asumieron la representación de la Sede los profesores

    Miranda, Ayala y Cartagena. Con la cooperación de un núcleo de

    estudiantes democráticos se dieron a la ardua tarea de ordenar y

    reorganizar la institución limpiando y repintando sus muros y

    procediendo, en uno de los patios de la abandonada casa universitaria, a

    incinerar más de dos mil ejemplares de libros sobre temas marxistas,

    manuales guerrilleros y literatura partidista.

    Un trágico error

    A media mañana, la Radio SAGO emitió un flash noticioso. En

    él, los Militares daban cuenta de mi muerte que, según ellos, había

    ocurrido aquella mañana cerca de la Aduana Pajaritos. La información decía que un

    helicóptero militar había ametrallado mi automóvil, en el cual yo

    huía hacia la República Argentina, resultando muerto su ocupante.

    Los latifundistas osorninos respiraron tranquilos, su condena se

    había cumplido. Por la tarde, algunas personas que fueron a la

    morgue del hospital San José a reconocer mi cadáver, que los

    Militares exhibían tendido en el suelo, en un cobertizo anexo junto

    a una veintena de otros muertos, constataron el trágico error. El

    hombre que habían ametrallado alevosamente los Militares, por

    cierto no era yo, sino un agricultor que tuvo la desgracia de poseer

    un automóvil parecido al mío. Las Autoridades Militares jamás

    desmintieron la falsa noticia de mi muerte, seguramente a la espera

    de hacerla efectiva en tanto me ubicaran. En los meses siguientes,

    los presos políticos de la Provincia sometidos a tortura, no

    acertaban a comprender que se les interrogara con tanta insistencia

    sobre el paradero de un muerto.

    Los volantes de la infamia

    Aquel mismo día, helicópteros militares lanzaron sobre Santiago

    una lluvia de volantes, reproducidos posteriormente por el Diario

    El Mercurio, que decían:

    EJECUCIóN INMEDIATA DE TERRORISTAS

    Los marxistas extremistas se preparaban para asesinar a miembros

    de las Fuerzas Armadas y Carabineros.

    Las Fuerzas Armadas y Carabineros tienen la obligación de

    salvaguardar la seguridad de sus miembros y de los ciudadanos, por

    ello no trepidarán en ejecutar sin dilación a los terroristas que ataquen

    a los soldados o que porten armas."a en el Camino DISCIPLINA CIUDADANA

    Las acciones que realizan las Fuerzas Armadas y Carabineros sólo

    persiguen el bien de Chile y los chilenos.

    No se tendrá compasión con los extremistas extranjeros que han

    venido a matar chilenos.

    Ciudadano: permanece alerta para descubrirlos y denunciarlos a la

    Autoridad Militar más próxima."

    RECOMPENSA POR CAPTURA DE PRóFUGOS

    MARXISTAS

    La persona que proporcione antecedentes que permitan ubicar y

    detener por la fuerza pública a alguno de los sujetos que más adelante

    se detalla, será recompensada con 500.000 escudos, más el dinero que

    tenga consigo el sujeto buscado en el momento de su aprehensión.

    Las denuncias podrán hacerse a los teléfonos 65271 y 85623, a las

    Comisarías de Carabineros y a las unidades militares más cercanas."

    "Nada deben temer"

    El locutor de la Cadena Nacional de Radiodifusión leyó una

    Proclama:

    Trabajador chileno las Fuerzas Armadas respetan tus derechos.

    Nada deben temer quienes equivocadamente confiaron en traidores

    que ofrecieron una patria nueva y sólo nos dieron hambre, odio,

    atropellos e injusticia.

    Sólo la unidad nacional salvará a Chile.

    Trabajador chileno: La reconstrucción ha comenzado y tú tienes un

    papel que cumplir en ella.

    Chile es uno, Chile es libre!. Desgraciadamente, muchos trabajadores creyeron la falsa

    retórica de los Militares y debieron pagar con sus vidas su

    ingenuidad.

    La Guerra Privada del Capitán Fernández

    El 15 de septiembre, el Capitán de Carabineros Adrián Fernández

    comenzó su Guerra Privada.

    En tiempos normales, Carabineros de Chile en cada

    Provincia estaba bajo las órdenes de los Intendentes. En todas las

    Intendencias había un Oficial que cumplía la función de nexo entre

    su Institución y el Intendente. Durante los dos primeros años del

    Gobierno de la Unidad Popular, Adrián Fernández fue el Oficial

    enlace con la Intendencia de Osorno.

    En el ejercicio de su cargo tuvo ocasión de conocer a todos

    los Dirigentes Políticos y Administrativos de la Unidad Popular, de

    los Sindicatos y de las organizaciones de campesinos, de

    pobladores, de mujeres y de la juventud.

    Muchos confundieron su actitud servil, con simpatía por la

    causa de pueblo, y su oportunismo, con amistad. De hecho, en la

    Intendencia lo ayudaron de diversas formas, incluyendo avales

    para créditos bancarios.

    Por su amistad con algunos comunistas, se le atribuía una

    militancia secreta en dicho Partido. Emparentado por intermedio

    de su mujer con los dueños de fundo, el Teniente Fernández vivió

    mucho tiempo en la cuerda floja.

    Cuando Adrián Fernández ascendió a Capitán, gracias a sus

    buenos contactos dentro del régimen allendista asumió el mando de la Tercera Comisaría de Rahue, en calidad de Comisario. Esta

    unidad policial tenía dentro de su área jurisdiccional toda la zona

    rural de la Provincia de Osorno, con la sola excepción del

    Departamento de Río Negro.

    Producido el Alzamiento Militar, al Capitán Fernández se le

    produjo un dilema que sólo le duró tres días. Cuando ya no tuvo

    ninguna duda de que el régimen de Salvador Allende había sido

    irremediablemente derrotado, al Capitán le comenzaron a penar sus

    viejas amistades.

    Entonces, aprovechando la licencia para matar otorgada por

    los Generales que habían usurpado el poder, el Capitán Fernández

    inició su Guerra Privada, cuyo objetivo era demostrarle a los

    nuevos amos que él era un perro fiel, destruyendo de paso a los

    principales testigos de su amistad con aquellos que comenzaron a

    ser llamados extremistas.

    Los Carabineros de Rahue, debido a ese complejo que tienen

    los Representantes de la Ley de mostrarse serviles ante los

    Oficiales y los civiles adinerados, secundaron con entusiasmo a su

    superior en la matanza de campesinos y Dirigentes de la Unidad

    Popular, que se abatió sobre Osorno.

    La Guerra Privada del Capitán Fernández se inició cuando

    una patrulla de Carabineros de Rahue, con gran despliegue

    policial, detuvo a los hermanos Leveque, ambos comunistas. En un

    furgón los llevaron a dicho recinto policial, donde fueron

    ingresados sin registrarlos en el Libro de Partes, como lo exigía

    el Reglamento.

    ¿Qué vamos a hacer con estos extremistas, mi Capitán?

    inquirió el Teniente Ayudante, a solas con el Capitán Fernández.

    Hay que matarlos! replicó el Comisario, sin inmutarse.

    ¿Los vamos a matar aquí?Cómo se le ocurre, Teniente! exclamó Fernández

    Hay que despacharlos en el campo y tirarlos donde nadie los

    encuentre.

    A su orden, mi Capitán! exclamó el Teniente, saliendo

    de la habitación.

    El puente colgante sobre el río Pilmaiquén

    Al anochecer de aquel día, un grupo de Carabineros sacó

    subrepticiamente de la Comisaría a los hermanos Leveque. Como

    al comienzo no tenían claro dónde los iban a matar, el vehículo

    policial tomó el rumbo hacia Bahía Mansa. Por el camino, uno de

    los verdugos propuso como el lugar más apropiado el puente

    colgante sobre el río Pilmaiquén.

    Los baleamos, los lanzamos al río, y listo explicó el

    Cabo Águila.

    Deténgase! le ordenó el Teniente al chofer.Vamos

    al río Pilmaiquén!

    Al llegar al río Pilmaiquén, el furgón se detuvo en la berma

    de la Carretera Panamericana. Bajaron a los hermanos, sin dejar de

    golpearlos. Sobre el puente colgante, los mataron a balazos.

    Si no les abrimos la guata, después de unos días los

    cadáveres saldrán a flote explicó el Sargento Muñoz, apodado

    El Loli, quién tenía experiencia al respecto.

    Sin decir más, El Loli sacó un puñal y se lo enterró en el

    abdómen a uno de los cadáveres, abriéndolo en canal.

    Así se hace! exclamó. El Cabo Inostroza se apresuró a hacer lo mismo con el otro

    cuerpo. Luego lanzaron al río ambos cadáveres.

    Cuando venían de regreso a Osorno, el Cabo Canales, dijo:

    Debimos haberles cortado los dedos de las manos, para

    que no los puedan identificar si los encuentran.

    Buena idea dijo El Loli.

    También les podríamos quemar las manos y el rostro con

    alquitrán hirviendo propuso un Carabinero.

    Vamos a tener que organizar este trabajo dijo el

    Teniente, calculando que recién habían comenzado a extirpar el

    cáncer marxista en la Provincia de Osorno.

    "Vengo a plegarme a la resistencia"

    Tito y su hermano Ricardo llegaron después de la medianoche. Se

    habían visto obligados a tomar todo tipo de precauciones para

    regresar a la cordillera sin ser vistos. Según me informaron, un

    latifundista del lugar sobrevolaba la zona en su avioneta, vigilando

    los desplazamientos de los campesinos.

    Pero los hermanos no llegaron solos. Venían en compañía de

    Raúl, un profesor Socialista con quien se habían encontrado por el

    camino. Yo salí a recibirlos delante de la cabaña.

    Luego de saludarme efusivamente, Raúl me dijo:

    Camarada, vengo a plegarme a la resistencia. Estoy a sus

    órdenes.

    Compañero le respondí: desgraciadamente, no

    tenemos armas. A mí me informaron que usted se encontraba preparando

    la resistencia armada.

    Las escasas armas que tenía el Partido no me las mandaron

    antes del golpe y no creo que ahora lo hagan. Lo único que

    podemos hacer aquí, por el momento, es refugiarnos de la

    represión.

    Raúl no me respondió, se veía desencantado. Luego se apartó

    para saludar a don José, que venía saliendo de la rancha.

    Entonces Tito se me acercó y me entregó el papel que me

    había enviado el Encargado de la Juventud de su pueblo.

    Hilario estuvo detenido por los Carabineros me dijo

    Tito. Pero lo dejaron en libertad después de pasar una noche en

    la Comisaría.

    ¿Y cómo fue que lo dejaron libre? le pregunté.

    Lo acusaban de estar a cargo de los guerrilleros y de las

    armas del Partido. Él cree que lo soltaron para seguirle los pasos.

    Hilario me decía en su mensaje: "El domingo 16 irán los

    Militares a la cordillera. También irán aviones a bombardear."

    Me pareció muy probable que los Militares vinieran al lugar

    donde nos encontrábamos, pero no creí que fueran a venir aviones

    de combate.

    En todo caso, decidí tomar en serio la advertencia.

    Los Dirigentes Sindicales de Puerto Octay

    El 16 de septiembre siguió la Guerra Privada del Capitán

    Fernández. Aquel día, los Carabineros de la Tenencia de Puerto

    Octay apresaron a tres Dirigentes Sindicales Campesinos. Dos fueron detenidos en sus domicilios, mientras el tercero,

    creyendo aquello de que no tenía nada que temer, se presentó

    voluntariamente.

    Cuando el Capitán Fernández se enteró de que los

    Carabineros de Puerto Octay habían detenido a tres Dirigentes

    Sindicales del Distrito, pensó que liquidando a esos campesinos les

    iba a dar una gran satisfacción a los dueños de fundo, muchos de

    ellos parientes o amigos de la familia de su mujer. Tocó el timbre

    eléctrico que tenía sobre su escritorio y casi al instante entró a la

    carrera el Teniente ayudante.

    Llame al Teniente Ríos de Puerto Octay y dígale que me

    mande de inmediato a los Dirigentes Sindicales.

    A su orden, mi Capitán! le respondió el Teniente

    haciendo sonar los tacos de sus botas, imitando el taconeo de los

    nazis que aún es posible ver en las películas.

    A media tarde, los tres Dirigentes Sindicales llegaron a

    Rahue en la ambulancia del hospital de Puerto Octay. Sin

    inscribirlos en el Libro de Partes, los dejaron incomunicados en

    un calabozo.

    Cerca de la medianoche los sacaron al patio y en un furgón

    policial los llevaron hasta el puente colgante sobre el río

    Pilmaiquén. Allí los fusilaron. Una vez abiertos en canal, metieron

    los cadáveres en unos sacos y los lanzaron al río. 4

    LA RUTA IMPOSIBLE

    El 16 de septiembre me levanté antes del amanecer. El cielo estaba

    despejado y la escarcha blanqueaba el paisaje, dándole un aspecto

    fantasmal.

    Despierten! les dije a mis camaradas. Es hora de

    levantarse!

    Los compañeros, que habían caminado durante todo el día

    anterior hasta la medianoche, se sentían muy cansados y no

    querían levantarse.

    Vamos, arriba! insistí, sacudiéndoles. Los milicos

    están por llegar y los van a pillar en la cama!

    Se levantaron de mala gana. Los hermanos no querían subir

    al monte sin tomar desayuno. Tuve que ponerme firme para

    obligarlos a salir de la rancha de inmediato, porque ya estaba

    aclarando. En cualquier momento podían llegar los aviones. Nos despedimos de don José. El viejo tampoco creía que los

    Militares vendrían a la cordillera, porque era día domingo.

    Yo me eché a la espalda mi mochila, que la noche anterior

    había llenado con alimentos y útiles diversos. Mis compañeros

    cargaron las herramientas que don José nos había facilitado y

    emprendimos la ascensión del cerro desde donde se dominaba toda

    la comarca.

    Por el camino, Tito me dijo:

    En el pueblo me contaron que el camarada Darío y otros

    Dirigentes del Partido pasaron hacia Río Verde. Iban a organizar la

    resistencia.

    ¿Quiénes acompañaban a Darío?

    Pedro y otro compañero. Viajaban en una camioneta que

    en Río Verde escondieron en un galpón, tapándola con paja.

    La historia que Tito me contó parecía creíble, pero me llamó

    la atención que Darío no hubiese venido al sector cordillerano

    donde nosotros nos encontrábamos. Después pensé que tal vez

    Darío quería conservar la camioneta y tener vías de comunicación

    más expeditas con el resto de la Provincia.

    Un sendero arrancaba desde el tope del cerro hacia el

    suroeste. Los campesinos me explicaron que aquella senda iba por

    los filos cordilleranos hasta el mar, que era la ruta que los antiguos

    indígenas de la región utilizaban para ir al Océano Pacífico a

    aprovisionarse de mariscos, pescados, sal y cochayuyo.

    Le pedí a Tito que me indicara dónde se encontraba Río

    Verde.

    Allá me contestó, indicando por entre los árboles hacia

    un lejano punto del horizonte vegetal.

    ¿Se puede ir a lo derecho, atravesando este monte? es. Imposible! respondieron los hermanos, riéndose de mi

    pregunta.

    El monte está lleno de barrancosdijo Ricardo.

    Es imposible atravesar el monte a lo derecho agregó

    Tito.

    Con la conciencia del deber cumplido

    Mientras ambos hermanos se alejaban para conversar entre ellos

    sin ser oídos, dejé descansando al profesor y me dediqué a

    reconocer el lugar en busca de un sitio apropiado para levantar un

    campamento. En aquella parte de la montaña no se podía acampar,

    entre otras cosas, por la falta de agua.

    Cuando nos reunimos de nuevo, los hermanos me dijeron:

    Compañero: hemos decidido irnos al aserradero donde

    trabaja nuestro padre!

    ¿Por qué razón?

    Aquí en la cordillera hace mucho frío.

    Eso lo podemos arreglar con mantas y ropa de abrigo.

    Si llueve nos vamos a mojar y no podemos hacer fuego

    me replicaron.

    Podemos conseguirnos una carpa.

    Los hermanos miraban el suelo, negando con la cabeza. No

    agregaron una palabra, pero no me cupo ninguna duda que ellos ya

    habían decidido abandonarme.

    Al salir de la cordillera, están arriesgando la vida les

    expliqué. Los milicos sublevados nos han declarado la guerra.

    Nosotros somos sus enemigos. Los hermanos se miraban y sonreían. Ellos habían escuchado

    por la radio todos los Bandos, Comunicados y Proclamas de los

    Militares, pero con su actitud me dejaban en claro que no tenían

    plena conciencia de lo que en aquellos momentos estaba

    ocurriendo en el país. Y que tampoco creían lo que yo les estaba

    diciendo.

    Yo vine a la cordillera me dijo Raúl, creyendo que el

    Partido tenía armas. Pero en estas circunstancias pienso que es más

    seguro para mí irme de aquí.

    ¿A dónde te piensas ir? le pregunté.

    Pero al darme cuenta de que no tenía por qué saber el lugar

    donde pensaba refugiarse mi compañero, le agregué:

    No me digas dónde, pero, ¿crees tú que allá estarás más

    seguro?

    Sí. Allá tengo unos conocidos que estoy seguro que me

    van a ayudar.

    Estuve unos momentos pensando en la nueva situación que

    me creaba la decisión de mis compañeros. Luego dí la orden de

    regresar en dirección a la quebrada que me había recomendado don

    José. Recogimos los bultos y bajamos por el sendero por donde

    habíamos subido. En una pequeña planicie, nos detuvimos.

    Allí nacía la quebrada que el viejo consideraba apropiada

    para levantar una rancha secreta, debajo de unos grandes árboles

    que la ocultarían de los aviones. A la misma altura del grupo de

    árboles, en la quebrada surgía una vertiente de agua. El lugar era

    ideal, mientras ninguno de los que lo conocían cayera en manos de

    los Militares.

    Los compañeros me ayudaron a llevar hasta los árboles los

    bultos con alimentos y las herramientas facilitadas por don José.

    Luego regresamos a la planicie, desde la cual arrancaban varios senderos en distintas direcciones. Allí nos detuvimos a conversar

    por última vez.

    Haciendo un desesperado esfuerzo les volví a explicar a los

    hermanos que, creyeran ellos o no, nos encontrábamos en guerra;

    que las Fuerzas Armadas y los Carabineros de Chile nos habían

    declarado la guerra a los partidarios de la Unidad Popular; que

    ellos tenían que entender que, nos gustara o no, teníamos al frente

    un enemigo fascista que nos buscaba para matarnos.

    Tito le dije, tu puesto de guía es una tarea partidaria

    que yo te he dado y ahora nos encontramos en guerra. Si yo te

    ordeno que te quedes en tu puesto y tú desobedeces para irte con tu

    hermano, yo tendría que fusilarte por desertor.

    El muchacho, creyendo que yo hablaba en broma, me miró

    sonriendo, pero al percatarse de mi seriedad, calló y se puso

    nervioso.

    Pero yo no quiero manchar mis manos con tu sangre, ni

    cargar mi conciencia con tu muerte continué diciéndole. Por

    eso no te voy a dar esa orden. Por lo demás, tú sabes que si los

    milicos te encuentran, te van a matar.

    Mientras yo hablaba, los hermanos se miraban nerviosos y se

    sonreían. Tal vez pensaban que yo exageraba. Me molestó que no

    me creyeran, pero al mismo tiempo no podía dejar de preocuparme

    por su destino.

    Me dirigí al compañero Raúl, diciéndole:

    Tú has sido el único militante de la Provincia que se ha

    presentado a combatir.

    El camarada me miró emocionado.

    Te puedes ir al lugar que consideres más seguro, con la

    conciencia del deber cumplido.

    Me acerqué al compañero y le di un fuerte abrazo. Te felicito! le dije.

    Raúl estaba acongojado y no me respondió de inmediato. Se

    veía conmovido y era evidente que le costaba decidirse.

    Lo siento, camarada me dijo por fin, pero yo me voy

    a Puerto Montt.

    Está muy bien le respondí. Te deseo mucha suerte!

    Me despedí de los hermanos y de Raúl.

    El profesor y los dos jóvenes se fueron por el sendero que

    llevaba a la casa de don José.

    Antes de desaparecer entre la verde y exuberante

    vegetación, se volvieron a hacerme señas de despedida con las

    manos. No los volvería a ver nunca más.

    El Operativo Militar

    Cuando me quedé solo comencé a borrar las huellas de pisadas en

    la planicie, barriendo las hojas secas del suelo con unas ramas.

    Luego subí a los troncos de unos árboles caídos que disimulaban el

    comienzo de la quebrada y al otro lado inicié el descenso

    retrocediendo, al tiempo que borraba las huellas de mis pasos.

    Cuando iba a medio camino, escuché unos disparos que

    provenían del lugar donde estaba la rancha de don José. Mi

    primera idea fue que los compañeros habían caído en una

    emboscada del Ejército. Si los habían tomado prisioneros me

    encontraba en peligro.

    Yo sabía que los militares chilenos, adiestrados por los yanquis en los interrogatorios operativos de los prisioneros utilizaban sin asco la tortura, y nadie sabe de antemano cómo se va a comportar una persona al ser flagelada.

    En esos instantes sentí miedo, debido a que me encontraba en

    un sector despejado de vegetación, donde podía ser fácil blanco de

    los disparos hechos desde arriba. Pronto me repuse y bajé a la

    carrera hasta el grupo de grandes árboles. Mientras ocultaba entre

    los arbustos circundantes las herramientas y los alimentos,

    apareció una avioneta volando en círculos sobre la rancha de don

    José.

    Entonces tomé mi mochila y el radiorreceptor y me interné en

    el bosque entre los helechos gigantes. En aquellos momentos

    pensaba detenerme a cierta distancia y, después de controlar los

    movimientos de los militares, regresar en busca de los alimentos.

    Pronto me dí cuenta de que a medida que me internaba en la

    espesura, rompiendo dificultosamente con la espalda los

    helechos, las enredaderas de copihues y las ramas caídas que

    cubrían el suelo, el regreso se iba haciendo más y más difícil.

    Al cabo de unos minutos escuché a la distancia, procedentes

    del mismo sector donde se habían hecho los disparos, unas sordas

    detonaciones que interpreté como granadas de mano estallando

    entre los árboles.

    Me detuve a descansar y reflexionar. La situación en que me

    encontraba era muy seria, pero no me sentía desesperado. Podía

    quedarme unos días en aquella parte intrincada del bosque y luego

    regresar a la rancha de don José para averiguar qué había sucedido.

    Luego pensé que si los militares montaban una emboscada,

    acercarse a la cabaña era correr un gran riesgo. Por otra parte, si

    los camaradas habían sido muertos o estaban prisioneros, don José

    tendría que haber corrido la misma suerte. En consecuencia, no se

    justificaba correr riesgos para visitar una rancha vacía.

    Romper el cerco

    Los disparos y las detonaciones indicaban sin lugar a dudas que los

    militares habían hecho contacto con mis compañeros. Aquello

    significaba que ahora los militares tenían la certeza de que había

    más personas en aquel sector de la cordillera. Pensé que el paso

    siguiente que ellos iban a dar era establecer un cerco operativo en

    la zona, tendiendo emboscadas en todas las salidas naturales de la

    montaña.

    Después de darle vueltas al asunto, tomé la decisión de

    romper el cerco en dirección a Río Verde donde, según el informe

    de Tito, se encontraba Darío junto a otros Dirigentes. Con estos

    compañeros se podría organizar una alternativa. Además, nadie se

    iba a imaginar que alguien intentaría atravesar la montaña

    siguiendo una vía que los propios lugareños consideraban

    imposible.

    Una vez decidido Río Verde como el final del camino, seguí

    arrastrando la mochila entre las lianas y los helechos.

    En aquel intrincado terreno cordillerano cubierto de espesa

    vegetación, era imposible que alguien pudiera seguir mi rastro, ni

    menos ubicarme desde el aire.

    A medida que entraba en la espesura, tuve la indescriptible

    sensación de que me iba tragando la selva.

    La primera quebrada. Durante algunas horas avancé con dificultad, descansando con

    frecuencia. Lentamente me internaba entre los árboles,

    sintiéndome al mismo tiempo amenazado y protegido por ellos.

    De pronto me encontré al borde de un barranco.

    Era una profunda quebrada de cuyo fondo llegaba el rumor

    de una corriente de agua. Allí tuve la certeza de que si descendía a

    la quebrada, ya no podría regresar.

    Debía despedirme para siempre de los alimentos y de las

    herramientas que había dejado atrás, en el sitio donde iba a

    construir la rancha secreta.

    La evidencia de esta situación me paralizó.

    Rompí mi vacilación lanzando la mochila al vacío. El bulto

    cayó dando tumbos al barranco y finalmente se incrustó entre los

    troncos de unos árboles que antaño se habían despeñado al fondo

    de la quebrada.

    Ya no podía arrepentirme. No tenía otra alternativa que bajar

    a reunirme con mi mochila. Después, el retorno iba a ser muy

    difícil.

    Me descolgué por la pendiente agarrándome de los arbustos

    y las raíces que colgaban al descubierto, fuera de la tierra. Durante

    aquella operación, y en todas las oportunidades semejantes que se

    me presentaron más adelante, lamenté la falta de una cuerda.

    Alcancé el fondo del estrecho corte entre los cerros, unos

    treinta o cuarenta metros más abajo del lugar donde había caído mi

    mochila.

    Miré hacia arriba y ya no me quedó ninguna duda de que el

    regreso era imposible, casi tan imposible como ascender la muralla

    opuesta a fin de proseguir mi camino. Los grandes árboles de aquel lugar de la montaña, se habían

    salvado del filo de las hachas de los madereros precisamente por

    encontrarse en un sector de pesadilla. Sus compactos follajes

    cubrían completamente la quebrada. A través de ellos, apenas se

    podía vislumbrar el cielo.

    Para ir a rescatar mi mochila tuve que remontar la quebrada

    caminando por el agua. Esto que resulta tan sencillo de contar, no

    lo fue de modo alguno en la práctica ya que las piedras, por las que

    el estero caía rebotando, estaban cubiertas de musgo y algas que

    con el agua estaban muy resbalosas. Durante aquel corto trayecto

    resbalé y me caí repetidas veces, por ventura sin que se lesionara

    aún más mi adolorido tobillo.

    Con la mochila finalmente a la espalda, descendí por el

    fondo de la quebrada siguiendo la dirección de la corriente de

    agua. Por las laderas de rocas de granito y tierra, cubierta de musgo

    y pequeños helechos, aún cuando no llovía, el agua destilaba

    permanentemente. De trecho en trecho asomaban los extremos de

    algunas raíces que los pequeños desprendimientos de tierra habían

    dejado al aire.

    Finalmente llegué a un sitio donde acababa la quebrada por

    la que iba bajando y el estero se precipitaba a un profundo

    barranco.

    Desde aquel punto se podía ver el bosque extenderse hacia el

    horizonte, hasta donde alcanzaba la vista.

    Como no se podía seguir bajando en aquella dirección, no me

    quedó más remedio que deshacer el camino andado, en busca de un

    sitio apropiado para intentar el ascenso de la pendiente contraria de

    la quebrada. Los laureles

    El lugar finalmente elegido me iba a permitir alcanzar un grupo de

    laureles que crecían casi colgando en la pared de la quebrada, a

    unos diez metros de altura.

    Varias veces intenté agarrarme de unas raíces que colgaban a

    cierta altura, pero aquella que primero alcancé no resistió mi peso

    y se rompió. Caí sobre las filudas rocas del fondo de la quebrada,

    por suerte sin hacerme daño.

    El peso de la mochila, que para ascender llevaba tomada del

    correaje, dificultaba mis movimientos y contribuía a frustrar mis

    intentos. Todo aquello por no disponer de una cuerda.

    Finalmente logré sujetarme de una raíz que había quedado al

    aire, al tiempo que mis pies resbalaban en la pared de greda. Por

    unos momentos quedé colgando de una sola mano, puesto que en

    la otra tenía la mochila. Pateando desesperadamente con la punta

    de la bota logré hacer una especie de estribo en la húmeda tierra,

    donde afirmé un pié.

    Luego me concentré en la tarea de colgar la mochila de otra

    raíz. Después de haberlo logrado, continué la ascensión metiendo

    las manos en las hendiduras de las rocas y sujetándome

    precariamente de las raíces. Finalmente alcancé los laureles que

    crecían formando un promontorio en la ladera.

    Una vez entre los árboles, corté un largo y delgado arbolillo

    que tenía una ramita a modo de garfio. Luego, con mucho cuidado

    descendí unos metros con la intención de enganchar la mochila por

    las correas. Cuando lo logré la subí hasta los laureles.

    El grupo de árboles tenía un espacio en medio de los troncos,

    donde nunca había caído la lluvia. Despejé el hueco de las ramas secas que se habían acumulado y, dado que ya eran más de las seis

    de la tarde, saqué las mantas y el saco de dormir de la mochila y

    armé mi campamento entre las raíces de aquellos árboles.

    Sobre el suelo extendí la manta pequeña, encima coloqué el

    saco de dormir y lo cubrí con la manta grande. Enrollé el

    chaquetón de cuero y lo puse como almohada. Luego me saqué las

    botas. Colgué en las ramas adyacentes las medias de lana y los

    mojados pantalones. Dejé la pistola dentro de la mochila, al

    alcance de la mano, y me introduje en el saco de dormir. Pronto el

    saco se temperó con el calor de mi propio cuerpo.

    Me puse el auricular y encendí la radio. Las radioemisoras

    internacionales seguían informando de la represión generalizada

    que los militares llevaban a cabo en todo el país.

    Luego de apagar el radiorreceptor, agotado por el esfuerzo de

    la jornada me dormí profundamente.

    Comienza la masacre en Entre Lagos

    El lago Puyehue recoge el caudal del río Golgol que penetra hasta

    las cumbres de la cordillera de los Andes que rodean el volcán

    Puyehue, a recoger la lluvia y el agua del deshielo de las nieves

    eternas. Miles de arroyuelos cordilleranos, que bajan zigzagueando

    entre las rocas, a veces invisibles bajo los peñascos o sobre los

    desnudos guijarros del fondo de las quebradas, llevan al lago el

    agua de las montañas.

    Sobre la ribera del lago Puyehue, al sur del nacimiento del

    río Pilmaiquén, se extiende Entre Lagos, un antiguo villorrio

    maderero. En 1971, el Presidente Allende lo elevó al rango de Comuna,

    designando a los Regidores de la Municipalidad y a Blanca

    Valderas, como la primera Alcaldesa que hubo en la Provincia de

    Osorno.

    También el Retén de Carabineros del poblado, a cargo de un

    Sargento, fue elevado a la categoría de Tenencia, aumentando su

    dotación de personal.

    Hacia el oeste, a diez kilómetros de Entre Lagos se encuentra

    el Salto del río Pilmaiquén y la Central Hidroeléctrica del mismo

    nombre.

    A la entrada del camino hacia la represa había un Retén de

    Carabineros cuya dotación se alimentaba de un odio mortal contra

    los campesinos. No contra los campesinos ricos y poderosos, sino

    contra los más pobres y desamparados.

    Después de la Sublevación de los Militares, un numeroso

    grupo de trabajadores del campo, cuidadosamente seleccionados

    por los dueños de la tierra, fueron asesinados por los Carabineros

    en los terrenos de la Central Hidroeléctrica.

    El patíbulo de los Carabineros estaba al oeste de la represa,

    más allá del edificio de las turbinas. Allí donde el río, después de

    haber transformado su fuerza en electricidad, recuperaba sus aguas.

    El Escuadrón de la Muerte de los latifundistas de Entre

    Lagos, todos actuando con máscaras de vampiros, llevaban a sus

    víctimas al puente colgante sobre el río Pilmaiquén, al margen de

    la Carretera Panamericana, y allí los asesinaban.

    La masacre en la Comuna de Entre Lagos comenzó la noche

    del 16 de septiembre. En la mañana de aquel día, un campesino

    que no tenía nada que temer se presentó voluntariamente a la

    Tenencia. Allí lo dejaron detenido junto a dos Regidores comunistas que los Carabineros habían aprehendido en sus

    respectivos domicilios.

    Por la tarde, el Teniente llamó por teléfono a su superior, el

    Capitán Fernández, para comunicarle los nombres de los detenidos

    y pedirle instrucciones.

    Esta noche irá a buscarlos el señor Sáez le respondió el

    Capitán Fernández.

    ¿El que hizo la lista?

    Sí. Sí. Él mismo. A él entréguele los detenidos!

    A su orden, mi Capitán!

    Entrada la noche, los Carabineros sacaron a los tres detenidos

    al camino. Allí, junto a una camioneta les esperaba un grupo de

    civiles enmascarados. Era el Comando de la Muerte, organizado

    por Sáez para limpiar la zona de extremistas.

    Enfrentados a sus víctimas, no obstante las máscaras con que

    cubrían su rostro y las armas que portaban, los verdugos

    temblaban. Subieron a los detenidos a una camioneta y partieron

    hacia la ciudad de Osorno.

    Se detuvieron ante la barrera del Retén Las Lumas y, una vez

    revisado el salvoconducto, siguieron. Finalmente, la camioneta se

    detuvo en el río Pilmaiquén.

    A los tres detenidos los llevaron al puente colgante y allí los

    mataron. El río recibió los cuerpos sin vida y se los llevó hasta las

    claras, profundas y tranquilas aguas del río Bueno.

    El inventario. El 17 de septiembre desperté temprano, sorprendido de

    encontrarme entre aquellos enormes árboles, en plena cordillera.

    Inspiré el aire perfumado, sintiéndome acogido y extrañamente

    protegido por la exuberante vegetación.

    No me levanté de inmediato. Aproveché la tibieza del saco

    de dormir para analizar con calma la situación en que me

    encontraba.

    En aquellas circunstancias, estimé que lo que yo tenía que

    hacer era moverme alerta pero con calma, a la espera de que las

    emboscadas del Ejército fueran retiradas.

    Me imaginaba que el tiempo transcurría a mi favor. Pensaba,

    equivocadamente, que los instintos criminales de los uniformados

    se calmarían con el transcurso de los meses. En realidad, la sed de

    sangre les iba a durar muchos años.

    Luego hice un inventario del contenido de mi mochila. Tenía

    útiles de aseo, máquina de afeitar, agua de colonia, dos mudas de

    ropa interior limpia, dos pares de calcetines de lana, el pantalón de

    casimir con el cual había llegado a la montaña, una camisa, una

    toalla, dos mantas y el saco de dormir de color rojo que me había

    mandado Nicolás. Los alimentos consistían en un kilo de azúcar,

    un kilo de harina tostada, cien gramos de sal, un tarro lleno de té y

    dos tarritos de leche condensada. No me fue difícil darme cuenta

    que la escasez de alimentos era uno de mis mayores problemas.

    Decidí seguir una estricta rutina diaria: levantarme a media

    mañana; comer una o dos veces al día una cucharada de harina

    tostada mezclada con otra de azúcar; saborear unos gramos de sal;

    caminar sin esforzarme y tumbarme a descansar todo el tiempo

    necesario para recuperar las fuerzas. Los derechos de los trabajadores

    Aquella mañana, un sol esplendoroso iluminaba la montaña pero

    sus rayos no llegaban hasta donde yo me encontraba. La

    frondosidad de las copas de los árboles impedían que el sol tocase

    directamente la superficie de la tierra.

    De pronto escuché el motor de una avioneta que pasó a baja

    altura, casi rozando las copas de los árboles. No la pude ver y

    pensé que menos me habrían podido ver a mí desde el aparato. En

    aquella espesura vegetal era imposible descubrir desde el aire a una

    persona. La avioneta estuvo volando en círculos durante unos

    minutos, antes de retirarse del sector.

    Con la mochila a la espalda reinicié la marcha. A media tarde

    terminé de ascender la quebrada. Me senté a descansar y encendí la

    radio.

    En la Cadena Nacional, escuché las jubilosas

    declaraciones de diversos organismos patronales matizadas con las

    tonadas que cantaban los falsos Huasos Quincheros huasos

    de tarjeta postal, como los llamaba Violeta Parra, y los aires

    marciales foráneos que ya me tenían harto.

    Antes de las noticias, el locutor leyó un Bando:

    Cancelase la personalidad jurídica de la Central única de

    Trabajadores, por haberse transformado en un organismo de carácter

    político, bajo la influencia de tendencias foráneas y ajenas al sentir

    nacional, prohibiéndose en consecuencia su existencia y toda

    organización y acción, propaganda de palabra, por escrito o por

    cualquier otro medio, que revelen, directa o indirectamente su

    funcionamiento.

    La infracción a esta norma será penada con presidio, relegación o

    extrañamiento mayores en cualquiera de sus grados. Con este Bando, la Junta Militar daba cumplimiento a uno de

    los más acariciados sueños de los patrones chilenos: destruir la

    Central única de Trabajadores, el máximo organismo de los

    asalariados, que éstos habían logrado crear después de decenios de

    luchas por la unidad y por sus derechos.

    Apagué la radio cuando el locutor repetía por centésima vez:

    Los derechos de los trabajadores serán respetados.

    Escucha Chile

    Me martirizaba no saber el destino corrido por mi mujer y mis

    hijos. Como no tenía forma de averiguarlo, ni de remediarlo,

    trataba de no pensar en ellos, concentrándome en los problemas

    concretos que tenía que resolver a cada momento.

    Por una suave pendiente llegué a una planicie despejada de

    helechos y de arbustos menores, donde el monte parecía un parque

    mantenido por expertos jardineros.

    Me encontraba sentado en el suelo, con la espalda apoyada

    en el tronco de un árbol, cuando escuché el estruendo de un avión

    de combate a chorro que, a gran velocidad y baja altura, sobrevoló

    la montaña. Pensé que venía a bombardear, pero el avión se alejó

    hacia el volcán Osorno. Nunca más regresó.

    Por el centro del parque natural en que me encontraba

    discurría un arroyuelo sobre un lecho de piedras de oropel.

    Siguiendo el brillante curso del hilo de agua llegué hasta el sitio en

    que éste se desplomaba al vacío, cayendo a una profunda quebrada. No se podía seguir adelante en aquella dirección y como me

    pareció que no tenía sentido regresar, decidí cruzar el arroyuelo

    que caía al vacío sobre unas compactas matas de quilas que crecían

    al borde del precipicio.

    Llevando la mochila por delante, la fui empujando sobre la

    tupida red de cañas mientras cuidadosamente me arrastraba detrás,

    con las piernas y brazos extendidos para no caer al barranco por

    entre las quilas.

    Desde el fondo del precipicio me llegaba el inconfundible

    rumor de una gran corriente de agua.

    La repentina llegada de la noche me obligó a buscar un lugar

    donde dormir, sin peligro de caer al abismo. Entre las raíces de un

    ulmo gigantesco extendí las mantas y el saco de dormir, justo en el

    momento en que sobre la montaña caía la oscuridad.

    Con el auricular colocado sintonicé la Cadena Nacional.

    Allí dieron a conocer un Decreto Ley por medio del cual la Junta

    Militar concedía una indemnización especial al personal de las

    Fuerzas Armadas y Carabineros que resultase muerto o herido en

    actos de servicio.

    Después sintonicé Radio Moscú, que ya tenía un programa

    llamado Escucha Chile. El locutor, un moscovita que hablaba el

    castellano con una entonación especial, denunció las torturas y

    crímenes que se estaban realizando en Santiago, especialmente en

    el Estadio Nacional. Luego agregó que el carácter del pueblo ruso

    le había permitido vencer al fascismo alemán cuando éste, a sangre

    y fuego, invadió el territorio de su patria. Terminó diciendo que

    estaba seguro que en el futuro se hablaría del carácter del pueblo

    chileno, que también derrotaría al fascismo.

    El programa Escucha Chile, en aquellos duros meses que

    siguieron, fue para mí un apoyo solidario impagable. La muerte llega a San Pablo

    San Pablo es un villorrio pequeño y apacible, de amplias calles,

    escasas viviendas y pocos habitantes. Se encuentra ubicado cerca

    de la Carretera Panamericana y del río Pilmaiquén, que hace de

    frontera entre las Provincias de Valdivia y Osorno.

    El trazado de la Carretera lo dejó a trasmano, al margen del

    tráfico regular de vehículos, lo mismo que a los pueblos de Río

    Bueno y La Unión.

    Al construir la nueva carretera, el antiguo puente sobre el río

    Pilmaiquén, que unía los pueblos de Río Bueno y San Pablo, fue

    derribado y en su lugar levantaron un puente colgante para

    peatones. El objetivo de este puente fue permitir a los campesinos

    del lado norte del río Pilmaiquén, que fueran a comprar sus

    provisiones a San Pablo.

    Con toda seguridad, a ninguno de los constructores de aquel

    puente colgante se le pasó por la mente el uso que harían de él,

    años después, los Carabineros y los Comandos de la Muerte de

    los dueños de fundo.

    Durante los últimos años del período presidencial demócrata

    cristiano y también bajo la presidencia de Salvador Allende, en los

    campos de los alrededores de San Pablo se crearon Sindicatos

    campesinos que de inmediato comenzaron a reclamar a los

    patrones el cumplimiento de las leyes laborales. El pago de las

    imposiciones y de las asignaciones familiares atrasadas, fueron las

    exigencias más comunes. La reacción de los dueños de fundos fue violenta. Hubo

    varias represiones de campesinos que dieron la pauta de lo que

    harían después del Golpe de Estado, con ayuda de los

    Carabineros y la complicidad de las Autoridades Militares.

    En San Pablo, las listas de personas a eliminar preparadas

    por los dueños de la tierra al igual que en todas las zonas rurales

    de la Provincia, estaban encabezadas por los Dirigentes

    Sindicales.

    El 17 de septiembre, los Carabineros de San Pablo, lista en

    mano, procedieron a detener a varios Dirigentes.

    Siguiendo las instrucciones recibidas, ninguno de ellos fue

    ingresado en el Libro de Partes.

    Después del mediodía, el Teniente Rodríguez llamó al

    Capitán Fernández.

    Mi Capitán: Aquí tenemos tres Dirigentes Sindicales y un

    comunista.

    Usted sabe lo que tiene que hacer, Teniente. Cumpla sus

    órdenes!

    A su orden, mi Capitán!

    Después de colgar el teléfono, el Teniente llamó:

    Sargento Moraga!

    El Sargento entró a la oficina, casi a la carrera.

    Mande, mi Teniente!

    Prepárese para darle el bajo a los extremistas!

    A su orden, mi Teniente!

    El Teniente se echó atrás en su asiento, sonriendo satisfecho

    al ver que su subalterno le obedecía sin chistar.

    La sumisión de los hombres que tenía bajo su mando y el

    estricto acatamiento que éstos hacían de su autoridad, siempre le

    había producido un placer indescriptible. Cerca de la medianoche, el Sargento Moraga sacó a los

    presos de la celda donde los tenían encerrados.

    En un furgón policial, una patrulla de Carabineros los llevó

    hasta el puente colgante sobre el río Pilmaiquén.

    Después de golpearlos, los fusilaron.

    Abrieron los cadáveres con sus puñales, los ensacaron y los

    lanzaron al río.

    El barranco de las truchas

    El 18 de septiembre amaneció nublado, amenazando lluvia. El

    viento soplaba con fuerza, silbando entre los árboles. En lo alto de

    los cerros las nubes pasaban desgarrándose en jirones entre el

    follaje de los grandes árboles.

    Me levanté temprano y me puse a la tarea de recoger las

    cosas que la noche anterior, con el apuro provocado por la

    repentina caída de la noche, había dejado desparramadas por el

    suelo, sin ningún orden.

    Entonces caí en la cuenta de que ante una emergencia, como

    despertarme sorpresivamente al amanecer y tener que huir, me

    habría sido imposible recoger todas mis escasas pertenencias.

    Con esta idea en mente llené la mochila en forma racional, de

    manera de tener más a mano, para sacarlos todas las noches, los

    artículos más indispensables.

    A partir de ese día comencé a entrenarme en el arte de cargar

    la mochila en el menor tiempo posible, sin dejar olvidado ningún

    objeto. Después de explorar los alrededores comprobé que para

    seguir hacia la meta elegida, no tenía más remedio que bajar al

    barranco.

    En un lugar al borde de la quebrada, las largas y flexibles

    matas de quilas crecían descolgándose por la pared del precipicio,

    llegando casi hasta el mismo fondo. Abajo pude ver una especie de

    playita de piedras redondas.

    Como ya lo había hecho anteriormente, a fin de terminar con

    las vacilaciones lancé al vacío la mochila sobre las matas de quilas.

    En esta ocasión tuve mala suerte porque el correaje se enredó en

    las ramas y la mochila quedó colgando.

    Corté una larga caña con la cual tardé casi una hora en

    recuperarla, corriendo el riesgo de despeñarme al barranco. Luego

    dejé caer la mochila por un hueco entre las matas y me descolgué

    tras ella hasta llegar al fondo de la quebrada.

    En aquel lugar, un importante afluente desembocaba en el río

    cordillerano. A partir de allí, con un respetable caudal, la corriente

    de agua continuaba su milenario viaje hacia el mar.

    En aquel tramo el río corría sobre un fondo de piedras lisas,

    encajonado entre altas riberas de granito cortadas casi

    verticalmente. Arriba, a través de las copas de los árboles, sólo era

    visible una estrecha franja del cielo.

    Casi de inmediato reconocí el lugar. Allí había estado

    pescando truchas, tiempo atrás. Entonces me orienté. Siguiendo el

    curso del río se llegaba a una cabaña abandonada, donde un

    camino maderero bajaba de la montaña.

    En los tiempos en que hubo madereo, durante los meses de

    verano los camiones subían por el pedregoso lecho del torrente.

    Antes de ser cargados con los troncos que las yuntas de bueyes

    bajaban de la montaña, daban media vuelta frente a la cabaña. Aquel lugar era excelente para tender una emboscada a

    quienes intentaran abandonar la cordillera por aquella salida.

    Avancé río abajo caminando en medio de la corriente. El

    agua me llegaba hasta más arriba de las rodillas.

    Caminaba tomando precauciones para no echar al agua hojas

    ni trozos de ramas secas, que más abajo pudieran alertar a los

    emboscados.

    Iba dispuesto a repeler un ataque por sorpresa.

    Desde el principio había decidido defenderme y no

    entregarme sin lucha, porque tenía el convencimiento de que los

    Militares me iban a fusilar en el mismo lugar donde me apresaran.

    "Hay demasiados muertos"

    Luego de un recodo, el río formaba un profundo pozón contra la

    pared de granito del costado izquierdo. Aquella formación también

    la reconocí, no había cambiado con el paso de los años. Más abajo

    del pozón, a la derecha, había una pequeña playita pantanosa

    poblada de junquillos.

    Salí del río y me dispuse a comer mi diaria ración. Eché una

    cucharada de harina tostada en el tarrito que me servía de jarro y

    luego otra de azúcar granulada, revolví ambas sustancias y luego,

    muy lentamente, me comí la mezcla.

    Sentía unos tremendos deseos de calentar agua y prepararme

    una taza de té, pero vencí la tentación recordando que el humo y,

    principalmente, su olor recorren grandes distancias en la montaña.

    Además, el humo se podía descubrir fácilmente desde el aire. El rumor del río entre las piedras llenaba la catedral de roca

    viva y ascendía a las alturas, apagando todos los demás sonidos. El

    cielo se había despejado y el viento arrastraba hacia el valle los

    últimos jirones de nubes.

    En un sector de aquella playita donde caían unos tímidos

    rayos de sol, me coloqué el auricular, encendí la radio y sintonicé

    la Radio SAGO. Imitando el ridículo tono autoritario de los

    Militares, los locutores leyeron una y otra vez los Bandos y las

    Proclamas, en medio de cuecas, tonadas y marchas.

    Como los 18 de septiembre se celebraba La Independencia

    Nacional, los locutores no se cansaban de cantar loas, a todas

    luces exageradas, a las Fuerzas Armadas y Carabineros,

    llamándoles Enviados de la Divina Providencia y Salvadores

    de la Patria.

    Como no podía faltar, leyeron un Bando del perfumado

    Comandante del Regimiento de Osorno, con los nombres de las

    personas que éste llamaba a presentarse.

    Al escuchar mi nombre, exclamé en voz baja:

    Milico desgraciado! ¿Por qué no llamas a presentarse a tu

    abuela?

    El tradicional Te Deum o Misa de Acción de Gracias,

    que todos los 18 de septiembre se celebraba en la Catedral de

    Santiago, esta vez no se realizó.

    El Cardenal se opuso, diciendo:

    Hay demasiados muertos!

    Don Edgardo ora por la pazDespués de discutir el problema al estilo episcopal, los Obispos

    partidarios de la Junta Militar, que eran mayoría, obligaron al

    Cardenal a celebrar una misa con los Miembros del Gobierno de

    Facto ubicados en el sitial de honor.

    La misa no fue de Acción de Gracias sino de Oraciones

    por la Paz y no se efectuó en la Catedral, sino en la iglesia de la

    Gratitud Nacional.

    El Cardenal se reservó el derecho de pronunciar la Homilía.

    A esta misa asistieron, además de los Miembros de la Junta

    Militar, los tres ex Presidentes de la República que en aquellos días

    aún se encontraban con vida; el Presidente de la Corte Suprema de

    Justicia; el Contralor General de la República, y don Edgardo, el

    Rector de la Universidad de Chile.

    "No tengo palabras para agradecer a las Fuerzas Armadas

    el habernos liberado de la garra marxista" dijo don Gabriel al

    llegar al templo, con la voz quebrada de emoción. El anciano ex

    Presidente de Chile con su Ley de Defensa de la Democracia,

    que declaró fuera de la Ley al Partido Comunista, había sido un

    digno precursor de los Militares Golpistas.

    Don Jorge, el ex Presidente derechista derrotado en las urnas

    electorales por Salvador Allende, visiblemente emocionado no

    pudo articular palabra y se fundió en un abrazo con el General

    Pinochet, quien ya le había devuelto el control de la Papelera de

    Puente Alto, la industria preferida de su corazón.

    El otro ex Presidente de Chile, don Eduardo, que en su

    calidad de Presidente del Senado había alentado y allanado el

    camino a la destitución violenta de Salvador Allende, no hizo

    declaraciones. Al término del acto, ofuscado porque no había sido

    nombrado Vice-Presidente de Chile, se retiró sin despedirse de los

    Miembros de la Junta. A la salida del Templo, un hosco Oficial le quitó las llaves del automóvil de propiedad del Senado de la

    República, organismo que habían clausurado los Militares,

    dejándolo de a pié.

    Don Edgardo, el entonces Rector de la Universidad de Chile,

    asistió a Orar por la Paz y a mostrar de paso su apoyo a la Junta

    Militar de Gobierno. El Rector, elegido democráticamente dentro

    de la Universidad, estaba satisfecho. Hasta ese momento él

    mantenía la creencia de que los Militares sólo iban a expulsar a los

    profesores y estudiantes de izquierda. No se imaginaba el iluso

    Rector que sus días al frente de la Universidad de Chile estaban

    contados.

    (Efectivamente, dos semanas después de haber Orado por la

    Paz, el 2 de octubre de 1973, la Junta Militar nombró Rectores-Delegados

    de su exclusiva confianza en todas las Universidades

    del país, cesando a don Edgardo y a todos los Rectores en

    ejercicio)

    La avioneta de reconocimiento

    Reanudé la marcha por el medio del rápido y helado río

    cordillerano, único camino posible. En aquel sector, el agua

    también me llegaba más arriba de las rodillas y, en algunos

    remansos, a la cintura. Pero no había más remedio que seguir

    avanzando por la corriente.

    Llegué a un punto donde el río saltaba sobre un montón de

    troncos sin corteza, formando una pequeña cascada. El chorro de

    agua caía a un hondo pozón que se extendía de orilla a orilla de la

    estrecha garganta de granito

    Me subí a los troncos para examinar el pozón. Resbalé y, sin

    poder evitarlo, caí al agua de espaldas.

    Cuando no pude tocar el fondo, me invadió el pánico. Debido

    a la mochila, flotaba de espaldas. Quise zafarme la mochila, pero

    no pude. Intentaba cambiar de posición, pero no lo lograba.

    Por último, cuando ya estaba pensando que la mochila se iba

    a llenar de agua y que me hundiría junto a ella, con un pié toqué

    una roca del fondo. Alcancé a darme impulso con el otro pié y

    cambié de posición. Braceando me acerqué a la orilla, donde me

    aferré de las matas.

    Sin soltarme de las ramas de la ribera avancé río abajo hasta

    que pude afirmar ambos pies en el fondo y caminar con el agua a la

    altura del pecho. De aquella forma llegué hasta un punto donde el

    encajonamiento del río se ampliaba, terminaba el pozón y el río

    recuperaba su cauce normal.

    Salí del agua, me saqué la mochila y me senté sobre unas

    piedras a descansar y a reponerme del susto.

    El ruido del río entre las piedras apagaba todos los sonidos

    que venían desde fuera del cañón cordillerano, por eso no escuché

    a tiempo el motor de la avioneta de reconocimiento que apareció

    de improviso, volando en círculos, sobre las copas de los árboles.

    Permanecí inmóvil durante los instantes en que el avión pasó

    sobre mi cabeza.

    Como en aquel lugar el barranco era relativamente amplio en

    lo alto, los tripulantes del avión habían tenido grandes

    posibilidades de verme.

    Antes de que la avioneta pasara por segunda vez, cambié

    rápidamente de lugar, ocultándome precariamente debajo de unos

    matorrales. Después que el avión desplegó el segundo círculo y volvió a

    desaparecer, corrí río abajo hasta una posición más favorable. Con

    la intención de protegerme de las granadas de mano que me

    pudieran lanzar desde el aire, me metí entre unas grandes rocas.

    La emboscada fantasma

    Esperé algunos minutos, pero el avión no regresó. Pensé que a lo

    mejor no me habían visto. También cabía la posibilidad de que los

    tripulantes del avión, habiéndome descubierto, le hubieran dado mi

    posición a las fuerzas emboscadas río abajo. En este caso, era

    lógico pensar que el avión no hubiese regresado, a fin de no

    ponerme sobre alerta.

    Lo más seguro era que los Militares creyeran que en aquella

    zona hubiera un grupo de personas, porque ellos no podían saber

    cuántos socialistas se habían refugiado en la cordillera.

    En aquel sector, el río era el único camino para salir del

    monte y si alguien quería hacerlo, tenía que avanzar por él hasta la

    cabaña abandonada, donde yo creía que había una emboscada.

    Después se me ocurrió que si nadie llegaba pronto hasta la

    emboscada, los Militares iban a pensar que los guerrilleros que

    ellos imaginaban operando en el lugar, estarían escalando alguno

    de los farallones de las márgenes del río. En este caso, lo más

    probable era que los Militares subieran río arriba para tratar de

    sorprenderlos.

    Calculé que esa posible maniobra de los Militares me daba

    una hora de margen. Busqué un lugar por donde fuera posible

    escalar la ladera sur y comencé a subir con muchas dificultades por la muralla natural. A una altura de veinte metros crecía una escasa

    vegetación de arbustos. Hasta allí, el escalamiento me tomó media

    hora.

    Unos metros más arriba había algunos delgados arbolitos que

    malamente se aferraban a la pendiente de piedra. Al llegar a esa

    altura, media hora después, las fuerzas me habían abandonado.

    Había transcurrido cerca de una hora, el tiempo que yo calculaba

    les habría tomado a los emboscados remontar el río hasta el punto

    donde yo había comenzado la ascensión.

    El resto del farallón que me faltaba por escalar tenía muy

    escasa vegetación y estaba coronado por un manchón de tupidas

    matas de quilas. Desistí de hacer el esfuerzo por llegar a la cima y

    me parapeté detrás de los árboles, pensando que desde allí me

    podría defender, en caso de ser descubierto.

    Esperé hasta que comenzó a oscurecer. Ningún uniformado

    llegó remontando el río y la avioneta tampoco regresó.

    Pensé que los Militares no se habían atrevido a abandonar la

    emboscada para remontar el río o que tal vez lo iban a hacer al día

    siguiente. En cualquier caso, no tenía más remedio que pasar la

    noche entre aquellos troncos precariamente asidos a la pendiente.

    Estrujé y colgué mi ropa mojada en los arbustos

    circundantes, disimulándola con ramas, con la esperanza de que

    durante la noche se oreara un poco. También camuflé con ramas la

    manta que cubría mi saco de dormir.

    Luego me acosté. Con el auricular puesto encendí la radio

    para escuchar las noticias internacionales. Después, arrullado por

    el rumor del río deslizándose entre las rocas me quede dormido.

    Sólo la ex Alcaldesa escapó con vida

    Aquella noche del 18 de septiembre, los dueños de fundo de Entre

    Lagos prosiguieron la matanza de campesinos de su comuna. A la

    una de la madrugada, cinco detenidos que se encontraban en los

    calabozos de la Tenencia de Carabineros del pueblo, fueron

    sacados al exterior. Los presos salieron a la intemperie tratando de

    adivinar su destino, sin reparar en el frío de la noche.

    Además de los dos Regidores socialistas y de un Dirigente

    Sindical campesino, se encontraba Blanca Valderas, Regidora y ex

    Alcaldesa de la Municipalidad de Entre Lagos.

    Tal como había ocurrido dos noches atrás, en la oscuridad

    del camino esperaba el Comando de la Muerte de Entre Lagos.

    Los asesinos enmascarados de vampiros subieron a los detenidos a

    la camioneta de Sáez, el cabecilla del grupo, y partieron rumbo al

    puente colgante sobre el río Pilmaiquén.

    En aquel lugar hicieron entrar a los detenidos al puente y los

    obligaron a ponerse de rodillas. Detrás de cada uno de ellos se paró

    un miembro del Comando con un arma en la mano. A una señal,

    les dispararon a la cabeza.

    Al verdugo que estaba detrás de la ex Alcaldesa se le atascó el

    arma, lo que ella aprovechó para lanzarse al río. Mientras caía, el

    asesino pudo disparar, pero no acertó en el blanco.

    Milagrosamente, Blanca Valderas escapó con vida. Todos sus

    compañeros perecieron y sus cuerpos jamás fueron encontrados.

    La ex Alcaldesa fue la única, de todas las personas llevadas

    al puente colgante sobre el río Pilmaiquén, que se libró de la

    muerte. rocas, me quedé dormido. La impunidad

    El 19 de septiembre lo empleé íntegramente en terminar de trepar

    la ladera casi vertical en la que había pasado la noche. Los últimos

    treinta o cuarenta metros estaban cubiertos por una impenetrable y

    vertical pared de matas de quilas, que tuve que ir abriendo a pulso

    para meter hacia arriba la mochila y luego subir yo detrás. Esta

    operación la repetí una decena de veces antes de concluir aquella

    lenta y fatigosa ascensión.

    Cuando me encontraba a medio camino hacia la cima,

    invisible desde el aire por estar aún metido entre las quilas, pasó la

    avioneta volando lentamente hacia el norte. Ya era el mediodía.

    Después que el avión de reconocimiento se hubo alejado, me

    coloqué los auriculares y sintonicé el radioreceptor.

    En la radio local de Valdivia, el locutor leyó un Bando del

    Jefe de Plaza y Juez Militar del Cuarto Juzgado Militar de

    Valdivia, con jurisdicción sobre las Provincias de Valdivia, Osorno

    y Llanquihue:

    Los Tribunales Militares, durante la vigencia del Estado de Sitio en

    esta jurisdicción, podrán aplicar las penas pertinentes aumentadas en

    uno, dos o tres grados a todos aquellos que cometieren el delito de

    maltrato de obra a la Fuerza Pública.

    Quedará exento de toda responsabilidad penal, civil o administrativa,

    el Militar o Carabinero que empleare u ordenare emplear las armas

    para repeler o contener la perpetración de tales delitos, cualquiera que

    sea el resultado."

    Con este Bando, el General Bravo le otorgó total impunidad

    y licencia para matar a los hombres bajo su mando, liberándolos de

    toda responsabilidad. Con todo desparpajo, el Juez Militar abrió así el camino a todos los crímenes que se cometieron en el territorio

    bajo su responsabilidad.

    A aquella altura de los acontecimientos, sólo los muy

    incautos podían creer en las promesas de los Militares y acceder a

    entregarse en sus manos.

    Cuando finalmente, completamente agotado alcancé la cima

    del barranco, encontré que allí existía una estrecha planicie donde

    crecía una arboleda de regular tamaño y escaso follaje. El terreno

    estaba cubierto de grandes piedras de afilados cantos entre las

    cuales crecían helechos gigantes y algunos arbustos de hojas

    pequeñas, cuyas agudas y largas espinas de color blanquecino

    causaban un intenso dolor al pinchar.

    Entre los troncos de dos árboles caídos, que yacían en forma

    paralela sobre las piedras, hice un colchón con hojas de helechos y

    lo cubrí con un compacto techo de ramas.

    Agotado por el esfuerzo realizado durante el día, me acosté

    temprano. Fui vencido de inmediato por el sueño. Aquella noche

    no escuché las noticias en las radios internacionales.

    El Secretario Regional del Partido Comunista

    Santiago Aguilar, Gobernador de La Unión y Secretario Regional

    del Partido Comunista de Osorno, el 11 de septiembre hizo entrega

    formal de su cargo a un Mayor de Carabineros, quien lo dejó bajo

    arresto domiciliario.

    Pocos días después, debió trasladarse a Osorno a raíz de que

    le fue solicitada la casa fiscal en la que habitaba como Gobernador. Para hacer el traslado de los muebles de su casa, necesitaba

    el salvoconducto que otorgaban los Carabineros. Fue entonces

    cuando Santiago Aguilar cometió un error que resultó fatal: en vez

    de dirigirse a la Primera Comisaría de Carabineros de Osorno, que

    le correspondía por su domicilio, fue a solicitar dicho documento a

    la Tercera Comisaría de Rahue, donde era Comisario el Capitán

    Fernández, con quien los comunistas habían mantenido muy

    buenas relaciones durante el Gobierno de la Unidad Popular.

    El 17 de septiembre por la mañana, el ex Gobernador llegó a

    la Comisaría de Rahue, y pidió entrevistarse con el Capitán

    Fernández. Cuando éste supo que el dirigente comunista de mayor

    rango en la Provincia se había presentado a su cuartel, le dió un

    vuelco el corazón. Jamás se había imaginado que iba a tener esa

    suerte.

    Métanlo a un calabozo! le ordenó el Capitán

    Fernández, a su Teniente Ayudante y agregó con sorna:

    Primero tendrá que conversar con el Sargento Águila!

    En los tres días que duraba la Guerra Privada del Capitán

    Fernández, el Sargento Águila había ganado una justa fama como

    torturador despiadado y asesino sin entrañas.

    Durante dos días, el ex Gobernador fue torturado sin ninguna

    consideración al hecho de que se encontraba convaleciente de una

    grave enfermedad.

    En la madrugada del 19 de septiembre, Santiago Aguilar fue

    sacado de la celda que compartía con otras personas.

    En el corredor, en tono burlón, el Sargento Águila le dijo:

    Despídete de tus compañeros!

    Una vez en el patio, Santiago Aguilar rehusó entrar al furgón

    de Carabineros, pero éstos lo golpearon obligándolo a subir. Aquella misma noche lo llevaron a Valdivia donde los

    Militares estaban interesados en interrogarlo acerca del Partido

    Comunista en la zona sur.

    Durante todo el tiempo en que fue interrogado y torturado en

    Valdivia, permaneció incomunicado en la cárcel de dicha ciudad.

    El 6 de octubre, cuando la quebrantada salud de Aguilar no

    les permitía continuar con los interrogatorios, los Militares lo

    entregaron a los hombres del Capitán Fernández.

    A partir de aquel momento, se perdió su rastro.

    Los consejos del Capitán Fernández

    El 16 de septiembre, un Bando del Jefe de Plaza llamó a

    presentarse al Presidente y al Secretario del Comité de Pobladores

    Sin Casa de Osorno, ambos militantes socialistas.

    Al día siguiente, los domicilios de ambos fueron allanados.

    Este hecho les determinó a recurrir al Capitán Fernández, a quien

    consideraban su amigo. Fueron a pedirle consejo.

    Al abrir la puerta de su casa, el Capitán se asustó porque

    pensó que ambos Dirigentes, enterados de su Guerra Privada,

    habían ido a matarlo. Pero los jóvenes andaban desarmados y

    llevaban otro propósito. Le explicaron al Oficial que iban a pedirle

    consejo, dado que los estaban llamando a presentarse.

    ¿Qué hacemos?

    ¿Qué nos aconseja?

    Muchachos! les respondió el Oficial en tono falsamente

    amistoso. Yo les aconsejo que se vayan a presentar a la Tercera

    Comisaría de Rahue. Por temor a la reacción de los jóvenes, el Capitán Fernández

    no los detuvo inmediatamente. Pero luego, al darse cuenta que los

    Dirigentes realmente confiaban en él, les dijo:

    Si quieren, yo mismo los voy a dejar.

    En el jeep policial los llevó a la Comisaría de Rahue.

    Cuando se sintió seguro y protegido entre sus hombres, el

    Capitán Fernández ordenó que encerraran a sus acompañantes.

    De inmediato, los Carabineros comenzaron a torturarlos.

    En la madrugada del 19 de septiembre, los dos Dirigentes de

    los Pobladores fueron sacados de la unidad policial y conducidos al

    puente colgante sobre el río Pilmaiquén. Allí los mataron a

    balazos.

    (En enero de 1974, en un remanso del río Pilmaiquén fue

    hallado el cuerpo de Raúl Santana, el ex Presidente del Comité de

    Pobladores Sin Casa. El cadáver, dentro de unos sacos rotos,

    estaba sin brazos ni piernas, pero con sus documentos de identidad

    en un bolsillo de su chaqueta)

    El precipicio infranqueable

    El 20 de septiembre el sol asomó radiante, pero yo me levanté

    cerca del mediodía. Estaba terminando de llenar la mochila bajo

    los árboles, cuando escuché el motor de un avión que pasaba a baja

    altura, pero no alcancé a verlo. Esperé que regresara, pero la

    avioneta no volvió.

    De acuerdo con el mapa mental de la zona que me hice en

    aquellos momentos, por la quebrada ubicada a mi izquierda bajaba

    el río que llevaba a la emboscada. Descendiendo en línea recta por la vertiente del monte en el que yo me encontraba, se debería llegar

    a una casa campesina en cuyos alrededores tendría que estar

    ubicado el campamento de los Militares que mantenían la

    emboscada río arriba. Pensé que llegando a ese lugar por la noche,

    había muchas posibilidades de pasar inadvertido a cierta distancia

    del campamento militar, y escabullirse por la planicie hacia mi

    destino.

    Con este propósito inicié el descenso por la ladera donde el

    bosque talado conservaba, nítidas, las huellas del trajín de troncos

    y de bueyes. Los espacios que habían quedado libres de árboles y

    los antiguos caminos madereros estaban parcialmente cubiertos de

    matas de maqui sembradas por los pájaros, que crecían formando

    barreras vegetales impenetrables.

    En mitad del descenso me detuve en un espacio donde el sol

    daba de lleno. Sobre unos troncos apolillados, abandonados por los

    madereros, puse a secar al sol mis ropas, las botas, la radio

    desarmada, las pilas eléctricas, el reloj de pulsera abierto, la brújula,

    las diferentes partes de mi pistola, los cargadores y las balas.

    Mientras el sol evaporaba lentamente la humedad de la ropa

    y de todos los demás objetos, yo escuchaba atentamente para

    detectar el avión de reconocimiento antes de que éste apareciera

    sobre el lugar. Preparado para cubrir las piezas brillantes con mi

    manta a fin de evitar que los reflejos del sol denunciaran mi

    presencia.

    Cuando el sol desapareció detrás de los árboles, armé la radio

    y la pistola, que ya se habían secado. Luego, aún húmedas, me

    puse la ropa y me calcé las botas.

    Después bajé por una abrupta ladera donde la vegetación no

    era muy compacta. Pronto llegué hasta un conjunto de rocas de gran tamaño, entre las cuales crecían, con sus troncos retorcidos,

    unos árboles que los madereros habían desdeñado.

    Mi descenso fue interrumpido por un profundo precipicio

    que de pronto apareció entre las rocas, bajo mis pies. Aunque

    parezca una exageración, estuve a punto de caer en él.

    Abajo se veía una oscura quebrada, sin salida hacia el valle.

    Sin una cuerda ni aparejos, no era posible bajar por ese abrupto y

    húmedo corte entre los cerros. No se podía seguir en esa dirección,

    y, además, no tenía sentido.

    Entre aquellas rocas había profundas grietas y me costó un

    inesperado trabajo regresar hasta un lugar apropiado para pasar la

    noche. Con súbita rapidez, la oscuridad había comenzado a

    envolver el bosque y no tuve más remedio que armar el

    campamento debajo de la primera mata de quilas que encontré.

    Alcancé a acostarme en el momento en que la negrura se hizo total.

    Las radios internacionales

    Aquella noche, además del programa Escucha Chile de Radio

    Moscú, que se había transformado en una voz amiga inseparable,

    escuché la BBC de Londres, que comentó los sucesos acaecidos

    en Chile con la clásica flema inglesa, insinuando que no había sido

    correcto derrocar por la fuerza un gobierno democráticamente

    elegido, pero sin esgrimir ninguna condena; la Voz de América,

    que entregó sin comentarios unas escuetas informaciones sobre el

    Golpe Militar que había derrocado a Salvador Allende, y Radio

    Pekín, que dedicó todo su extenso programa especial para

    América Latina a difundir unos pretendidos logros de los

    campesinos chinos de la Provincia de Changchun, sin decir ni una sola palabra acerca de los terribles acontecimientos que estaban

    ocurriendo en Chile. Pensé que aquello se debía al hecho de que el

    Partido Comunista chileno, uno de los integrantes de la Unidad

    Popular, mantenía fuertes vínculos de amistad con la Unión

    Soviética.

    El extravío de la mochila

    El 21 de septiembre, el día en que según el calendario astronómico

    llegaba la primavera, amaneció lloviendo y yo me levanté tarde. La

    mata de quilas, debajo de la que había acampado, estaba a su vez

    protegida por un frondoso ulmo de tronco inclinado y retorcido,

    que le impedía a la lluvia caer sobre mi campamento.

    Al mediodía escuché las noticias y después abandoné mi

    refugio con la intención de regresar al filo del cerro, desde donde

    había bajado, para desde allí explorar una nueva ruta. Al mirar

    hacia arriba, me admiré de lo distinto que se veía el bosque, visto

    desde aquella perspectiva. La pendiente por la que subí era la

    misma por la cual había descendido, sin embargo, la montaña

    parecía ser otra.

    Intenté subir en línea recta, pero a poco andar desistí debido

    a que la ladera, en la dirección en que yo estaba subiendo, era muy

    abrupta y la ascensión me resultaba mucho más penosa de lo que

    había calculado.

    Me vi obligado a seguir una antigua senda maderera que

    zigzagueaba entre los muñones de los troncos y los escasos árboles

    apolillados que el hacha de los madereros no se molestó en

    derribar. De trecho en trecho, el sendero era interrumpido por compactos bosquecillos de maqui, entre los cuales feroces zarzas

    se estiraban famélicas, luchando por alcanzar los esporádicos rayos

    del sol.

    Casi al final de la tarde pasé cerca de una pequeña quebrada,

    por cuyo fondo, entre tupidos matorrales, se escuchaba discurrir

    una corriente de agua. Como me pareció que estaba llegando a la

    cima, no me detuve a aprovisionarme de agua.

    Llegué a una altura que desde abajo se veía como el filo del

    cerro, pero resultó ser una especie de gran escalón. Desde allí

    comprobé que me faltaba un buen trecho por subir.

    El sorpresivo alejamiento de la meta me obligó a tomar un

    descanso durante el cual me invadió la sed, una sensación

    apremiante, casi dolorosa.

    Junto a un grupo de árboles, que me parecieron ser diferentes

    del resto, dejé mi mochila para bajar sin peso en busca de agua.

    Descendí de prisa. Pero la quebrada del agua estaba mucho

    más abajo de lo que yo recordaba. Finalmente, orientándome por el

    rumor del esterillo encontré la vertiente. No me fue fácil llegar al

    chorrillo porque éste estaba protegido por una tupida masa de

    arbustos. Finalmente pude beber hasta saciarme y llené el tarrito

    que usaba como cantimplora para llevar agua de reserva.

    Regresé rápidamente porque había comenzado a llover y la

    noche caía de prisa. Cuando llegué hasta los árboles donde creía

    haber dejado la mochila, descubrí que me había extraviado. En

    realidad había muchos grupos de árboles semejantes a los que yo

    había elegido para dejar mis pertenencias.

    A medida que oscurecía, los árboles se fueron volviendo

    todos idénticos a los que yo trataba de encontrar. Busqué la

    mochila hasta que la oscuridad se hizo completa y ya me fue

    imposible distinguir una roca de un tronco, o de una mochila. Bajo la intensa lluvia corté una gran cantidad de hojas de

    helechos gigantes con las cuales hice un colchón entre las piedras.

    Con ramas construí una especie de envigado que cubrí con

    helechos. Dejé una cantidad apreciable de hojas para cubrirme.

    Luego me metí en mi precario refugio, tapándome las piernas con

    el chaquetón y, el resto del cuerpo, con los helechos.

    Cuando una hora después arreció la tormenta, el techo no

    resistió el ventarrón y se derrumbó. Comencé a recibir la lluvia

    directamente. En unos minutos estuve completamente empapado.

    En aquellas condiciones me fue imposible conciliar el sueño.

    La noche transcurría lentamente, demasiado lentamente y la

    tormenta no amainaba.

    Estuve todo el resto de la noche temblando de frío, orinando

    a cada rato y sin poder buscar otro lugar, porque el terreno estaba

    cubierto de filudas piedras cubiertas de musgo, de diversas formas

    y tamaños, sobre las que era muy peligroso caminar. La lluvia las

    había puesto muy resbalosas.

    Los brotes de helecho

    Al amanecer continuaba lloviendo con fuerza. En tanto aclaró lo

    suficiente reinicié la búsqueda de mi mochila. Tomando como

    referencia un árbol provisto de un alto follaje, me alejé de él con la

    intención de describir una espiral.

    En realidad, en aquella accidentada pendiente de la montaña

    era tan imposible trazar una espiral, como caminar en línea recta.

    No obstante la tenaz oposición del terreno y los obstáculos de la mochila. compactos bosquecillos de maqui, entre los cuales feroces zarzas

    se estiraban famélicas, luchando por alcanzar los esporádicos rayos

    del sol.

    Casi al final de la tarde pasé cerca de una pequeña quebrada,

    por cuyo fondo, entre tupidos matorrales, se escuchaba discurrir

    una corriente de agua. Como me pareció que estaba llegando a la

    cima, no me detuve a aprovisionarme de agua.

    Llegué a una altura que desde abajo se veía como el filo del

    cerro, pero resultó ser una especie de gran escalón. Desde allí

    comprobé que me faltaba un buen trecho por subir.

    El sorpresivo alejamiento de la meta me obligó a tomar un

    descanso durante el cual me invadió la sed, una sensación

    apremiante, casi dolorosa.

    Junto a un grupo de árboles, que me parecieron ser diferentes

    del resto, dejé mi mochila para bajar sin peso en busca de agua.

    Descendí deprisa. Pero la quebrada del agua estaba mucho

    más abajo de lo que yo recordaba. Finalmente, orientándome por él

    rumor del esterillo encontré la vertiente. No me fue fácil llegar al

    chorrillo porque éste estaba protegido por una tupida masa de

    arbustos. Finalmente pude beber hasta saciarme y llené el tarrito

    que usaba como cantimplora para llevar agua de reserva.

    Regresé rápidamente porque había comenzado a llover y la

    noche caía deprisa. Cuando llegué hasta los árboles donde creía

    haber dejado la mochila, descubrí que me había extraviado. En

    realidad había muchos grupos de árboles semejantes a los que yo

    había elegido para dejar mis pertenencias.

    A medida que oscurecía, los árboles se fueron volviendo

    todos idénticos a los que yo trataba de encontrar. Busqué la

    mochila hasta que la oscuridad se hizo completa y ya me fue

    imposible distinguir una roca de un tronco, o de una mochila. Bajo la intensa lluvia corté una gran cantidad de hojas de

    helechos gigantes con las cuales hice un colchón entre las piedras.

    Con ramas construí una especie de envigado que cubrí con

    helechos. Dejé una cantidad apreciable de hojas para cubrirme.

    Luego me metí en mi precario refugio, tapándome las piernas con

    el chaquetón y, el resto del cuerpo, con los helechos.

    Cuando una hora después arreció la tormenta, el techo no

    resistió el ventarrón y se derrumbó. Comencé a recibir la lluvia

    directamente. En unos minutos estuve completamente empapado.

    En aquellas condiciones me fue imposible conciliar el sueño.

    La noche transcurría lentamente, demasiado lentamente y la

    tormenta no amainaba.

    Estuve todo el resto de la noche temblando de frío, orinando

    a cada rato y sin poder buscar otro lugar, porque el terreno estaba

    cubierto de filudas piedras cubiertas de musgo, de diversas formas

    y tamaños, sobre las que era muy peligroso caminar. La lluvia las

    había puesto muy resbalosas.

    Los brotes de helecho

    Al amanecer continuaba lloviendo con fuerza. En tanto aclaró lo

    suficiente reinicié la búsqueda de mi mochila. Tomando como

    referencia un árbol provisto de un alto follaje, me alejé de él con la

    intención de describir una espiral.

    En realidad, en aquella accidentada pendiente de la montaña

    era tan imposible trazar una espiral, como caminar en línea recta.

    No obstante la tenaz oposición del terreno y los obstáculos de la vegetación, traté de describir círculos en torno a mi punto de

    referencia.

    La constancia y la locura tienen a veces su premio. En mi

    caso, luego de una hora de esfuerzos, al salir trabajosamente de un

    tupido bosquecillo de maquis, que me ví obligado a atravesar,

    encontré mi mochila. Justo en aquel momento, como para celebrar

    mi hallazgo, dejó de llover.

    Con la mochila a la espalda subí casi sin detenerme hasta el

    filo del cerro. Allí crecían helechos gigantes. Bajo un árbol de

    mediano tamaño y de gran follaje, sin sacarme la mochila, me

    tendí a descansar y me quedé dormido.

    Al despertar ví a mi lado el pecíolo quebrado de la hoja de un

    helecho, del cual manaba savia. Se me ocurrió probarla. Tenía un

    gusto ligeramente mucre y desagradable. Estuve a la espera de

    sentir algún malestar, pero nada me ocurrió. Entonces corté un

    brote tierno de helecho y lo pelé con mi cortaplumas. Tenía una

    pulpa jugosa y de áspero gusto. Le agregué una pizca de sal y su

    sabor mejoró. Salándolo mastiqué el brote entero, tragué su jugo,

    pero escupí las fibras. Reloj en mano, durante una hora aguardé

    alguna reacción de mi organismo, pero no sentí ninguna molestia.

    Antes de continuar la marcha corté media docena de brotes y

    me los guardé en un bolsillo del chaquetón. Luego seguí el sendero

    que había en el filo del cerro. En todas las crestas de los cerros

    había senderos semejantes, utilizados por los animales de la

    cordillera. Más adelante, en algunos sitios encontré huellas de

    puma impresas en el suelo y sus restos fecales.

    Desde el sitio en que me encontraba se podía ver la

    cordillera, cubierta de niebla y vegetación, extenderse hacia el sur,

    hasta donde alcanzaba la vista.

    El último fruto

    Sorpresivamente, me encontré en un lugar perfumado. De

    inmediato reconocí la inconfundible fragancia de la murtilla. Al

    caminar entre aquellos arbustos de pequeño tamaño, el roce de mis

    piernas lanzaba al aire aquel exquisito aroma. Me encontraba en

    medio de un manchón de arbustos de murtilla. Alentado por

    aquella fragancia, a pesar de que hacía ya varios meses que la

    temporada de aquella fruta había concluido, me puse a revisar las

    matas en busca de un fruto, sin encontrar ninguno.

    El sendero descendía por la cresta del cerro y más abajo

    atravesaba otro manchón de murtillas. Allí me desprendí de la

    mochila y me senté a descansar, gozando al mismo tiempo con el

    aroma.

    Un momento después, al cambiar de posición, delante de mis

    ojos descubrí un fruto redondo, pequeño y sobre maduro. Pensé que

    era una alucinación, pero el fruto de murtilla era real. Se

    encontraba suspendido a la altura de mi rostro. Lo recogí

    directamente con la boca y en ella lo dejé disolverse lentamente.

    De aquella forma pude saborear largo rato aquel milagro que el

    azar había reservado para mí en la cumbre de aquella montaña.

    La intervención de las Municipalidades

    Más adelante, el sendero desembocó en un pequeño terraplén

    donde había un tronco de luma con forma de arado, a medio elaborar. Al examinarlo me pareció que había sido cortado, a lo

    sumo, dos meses atrás. Pensé que el campesino lo había dejado con

    la intención de volverlo a buscar en compañía de otra persona.

    Allí tuve la certeza de que aquel sendero conducía fuera de la

    montaña.

    Al terminar la tarde comenzó a llover suavemente, pero las

    negras nubes que se acercaban desde el norte estaban anunciando

    una tormenta. Deprisa, busqué un sitio para pasar la noche.

    Encontré un árbol que había crecido inclinado por la fuerza

    del viento. Debajo de su tronco había un espacio seco donde no

    llegaba la lluvia.

    En el hueco extendí mi saco de dormir, pero el tronco no

    alcanzaba a cubrirme los pies. En aquel extremo improvisé un

    techo con la manta pequeña, colgándola de las ramas de unos

    arbustos.

    Acomodado en mi precario campamento escuché las noticias

    de la Cadena Nacional. Aquella tarde leyeron un Decreto Ley de

    la Junta Militar:

    Declarase que los Alcaldes y Regidores de las Municipalidades del

    país cesaron en sus funciones a contar del día 11 de septiembre de

    1973.

    Desde la vigencia del presente Decreto Ley, los Alcaldes serán

    designados por la Junta de Gobierno y serán de su exclusiva

    confianza."

    De esta forma, los Militares Sediciosos terminaron con la

    tradición democrática de los Gobiernos Comunales, que había

    nacido en los albores de la Conquista cuando los españoles, luego

    de fundar una ciudad creaban los Cabildos que las gobernaban con

    participación directa de sus vecinos. Pedro de Valdivia, el Conquistador de Chile, junto con

    fundar Santiago del Nuevo Extremo creó el primer Cabildo que

    habría de administrar el Municipio, y otro tanto hizo al fundar las

    demás ciudades a lo largo del país.

    Tiempo de Guerra

    Todavía no se reponían del golpe los Regidores y los Alcaldes

    Municipales de todo el país, que seguramente también estaban

    escuchando las noticias, cuando el locutor leyó:

    Declarase que el Estado de Sitio decretado, en las circunstancias

    que vive el país, debe entenderse Estado o Tiempo de Guerra para los

    efectos de la aplicación de la penalidad de ese tiempo que establece el

    Código de Justicia Militar.

    Agregase al Artículo 281 del Código de Justicia Militar, el siguiente

    inciso: Cuando la seguridad de los atacados lo exigiere, podrán ser

    muertos en el acto él o los hechores.

    Con este Decreto Ley los Militares Golpistas nos declararon

    formalmente la guerra a los partidarios de la Unidad Popular, pero

    también a todos los que no estuviesen de acuerdo con ellos.

    Aumentando las penas establecidas por el Código de Justicia

    Militar y autorizando el fusilamiento sin juicio de los chilenos,

    además de crear el pánico entre la población, los sublevados daban

    rienda suelta a todo tipo de atropellos contra los derechos

    humanos.

    Estimé que en aquellas circunstancias, mi situación se había

    tornado muy grave. Pero mantuve mi convicción de que todas las

    actuaciones de los Militares, no-solo eran ilegales sino también inmorales, por lo que me reafirmé en mi disposición a seguir

    desconociendo su autoridad.

    Los pepinos dulces

    No había bebido agua en todo el día y la sed me atormentaba. Al

    acostarme me vino a la memoria el gusto de las sandías y me

    dormí pensando que aquella noche iba a soñar comiendo su roja

    pulpa.

    Pero no soñé con sandías, sino con pepinos dulces, eso sí,

    inmensos como sandías. El quiosco donde los vendían era también

    un pepino gigante, con un ventanuco por el que se asomaba una

    sonriente y gorda vendedora.

    Mi amigo Sergio, me decía:

    Lleve los pepinos que quiera, compadre! Yo ando con

    plata!

    Yo elegía dos pepinos de mediano tamaño, sospechando que

    los más grandes estarían desabridos.

    Me llevo estos dos, compadre. Muchas gracias!

    Pero los pepinos no estaban dulces, ni me calmaban la sed.

    La masacre de Tejas Verdes

    El 22 de septiembre, efectivos militares del Regimiento Tejas

    Verdes asesinaron al Secretario Regional del Partido Socialista de San Antonio, junto a cinco Dirigentes del Sindicato de Estibadores

    de Chile, entre ellos un militante demócrata cristiano.

    La masacre se efectuó en el patio del Regimiento, pero el

    Jefe de Zona inventó una versión de los hechos que resultó

    inverosímil. Por Bando explicó que los Dirigentes eran conducidos

    al Campo de Prisioneros de Bucalemu, en medio de la noche; que

    el vehículo en que eran transportados había sufrido un desperfecto

    por lo que tuvo que detenerse; que aprovechando esta parada del

    camión, los detenidos habían intentado emprender la fuga y que

    debido a esto la patrulla que los custodiaba había hecho uso de su

    armas de fuego, dando muerte a los prófugos.

    (En 1992, la Comisión Nacional de Verdad y

    Reconciliación informó: "Los cuerpos de las seis víctimas

    llegaron a la Morgue casi destrozados por heridas de arma blanca.

    Los impactos de bala que presentaban habían sido hechos post

    mortem y con los cuerpos de las víctimas en el suelo.")

    (Decenas de homicidios cometidos por los Soldados de

    Chile, pretendieron ser justificados con la Ley de Fuga.

    Casualmente, según las versiones de los Militares, siempre los

    vehículos se habían detenido en medio de la noche por fallas

    eléctricas o mecánicas, lo que había dado lugar a los intentos de

    fuga de los presos. De estas increíbles coincidencias se desprendía,

    también, que los soldados chilenos eran incapaces de mantener sus

    equipos de transporte en condiciones de funcionamiento. ¿Qué le

    habría ocurrido a Chile si realmente hubiese estado en guerra con

    un enemigo exterior, con los camiones del Ejército fallando a cada

    paso?)

    La sed

    El 23 de septiembre desperté con los pies completamente mojados.

    El viento había derribado la manta pequeña de las ramas donde la

    había colgado y el extremo del saco de dormir estaba empapado

    por la lluvia.

    La sed volvió a atormentarme. Tenía la boca reseca y me

    ardía la garganta. Con el tarrito que usaba como jarro comencé a

    recolectar el agua de lluvia que corría por las hojas y las ramas de

    los arbustos. Gota a gota reuní un centímetro de agua en la latita y,

    a pesar de que el líquido estaba lleno de pequeñas arañas y

    diminutos insectos, lo bebí con fruición. Sin embargo, aquella

    pequeña cantidad de agua no sólo no me calmó la sed, sino que la

    hizo más intensa.

    Directamente con la lengua comencé a beber las gruesas

    gotas de agua que corrían por el lado inferior de las quilas, pero la

    sed crecía en vez de aplacarse.

    Guardé mis cosas en la mochila y bajo la lluvia seguí el

    sendero que descendía por el filo del cerro.

    Cerca del mediodía, cuando la senda se hizo más amplia,

    tuve la sensación de que pronto iba a encontrar campesinos.

    De improviso bajó la temperatura y se puso a granizar.

    Luego el granizo cedió paso a la nieve.

    La sed, implacable, seguía martirizándome.

    En un sector en que el sendero pasaba entre unos frondosos

    árboles, escuché que desde el fondo de la quebrada llegaba el

    inconfundible rumor que produce un arroyo discurriendo entre las

    piedras.

    Impelido por la sed, escondí la mochila entre unos arbustos

    y, para no extraviarla nuevamente, coloqué unas marcas visibles en el suelo. Luego, marcando el camino bajé por la quebrada en busca

    de la corriente de agua. Dado que el pequeño estero era accesible,

    regresé hasta donde había dejado la mochila en busca de los útiles

    de aseo. Había decidido bañarme, pese a la nieve que seguía

    cayendo. Mi objetivo era estar presentable a la hora de

    encontrarme con los campesinos.

    Una vez en el estero bebí, uno tras otro, cuatro tarritos llenos

    de agua y comencé a desvestirme. Al sacarme las botas me sentí

    mareado y comencé a vomitar. Los primeros vómitos fueron de

    agua, todavía helada, pero en los últimos el agua salió mezclada

    con sangre.

    Pensé que se me había reventado el estómago con el agua

    fría o que los brotes de helechos me habían provocado úlceras. Me

    senté sobre un tronco hasta que se me pasó el mareo y cesó el

    sudor helado. Luego me dí un baño bien jabonado y me sentí

    mejor.

    Después subí hasta donde tenía la mochila, desocupé el tarro

    donde llevaba el té y bajé a llenarlo de agua. De regreso a la orilla

    del sendero, dejando de lado las precauciones que hasta ese

    momento venía tomando, encendí una pequeña fogata donde puse

    a calentar el tarro con agua. Cuando el líquido comenzó a hervir le

    añadí té y dos cucharadas de azúcar. Apagué la fogata y bebí la

    infusión lo más caliente que pude. Luego de todos aquellos días sin

    probar nada caliente, aquel litro de té me produjo un placer

    indescriptible.

    La senda me llevó hasta una planicie con frondosos árboles,

    desde donde salían senderos en cuatro direcciones. Frente a uno de

    ellos, que bajaba hacia una quebrada, alguien había hecho en el

    suelo una flecha con palos y piedras. En aquella planicie, los árboles tenían gruesos y cortos

    troncos pero sus follajes eran gigantescos. Entre los árboles había

    grandes rocas que formaban rincones protegidos de la lluvia y del

    viento. En aquellos sitios las hojas se habían ido acumulando año

    tras año, formando mullidos colchones. En uno de aquellos lugares

    armé mi campamento en la forma acostumbrada.

    El lugar era ideal debido a que dejaba una expedita vía de

    escape hacia una quebrada. Antes de escuchar las noticias, reparé

    en que la avioneta de reconocimiento no había aparecido en los

    días de lluvia.

    Aquella noche, las radios argentinas informaron que Juan

    Perón había ganado las elecciones presidenciales. El líder de la

    tercera vía, el peronismo, había derrotado largamente al radical

    Ricardo Balbín, más que doblándolo en número de votos. Al viejo

    General parecía perseguirlo el fantasma de Evita, ya que en aquella

    ocasión postuló como Vicepresidente de la República a Isabel, su

    tercera esposa.

    El 24 de septiembre

    Durante toda la noche llovió con furia y sopló un fuerte viento. No

    obstante, ni una sola gota de agua llegó a mi refugio debajo del

    frondoso ulmo.

    Durante la mañana continuó lloviendo y por eso yo no quise

    abandonar la protección de aquel árbol. Me quedé dentro del saco

    de dormir hasta pasado el mediodía, escuchando la radio. Me

    levanté después que el temporal hubo amainado. No quise bajar por el sendero que estaba indicado por la

    flecha de ramas y piedras, sino que seguí el que subía por el cerro.

    Este sendero me condujo hasta una amplia planicie cubierta

    de árboles de regular tamaño y escaso follaje, debajo de los cuales

    las matas de quilas crecían en manchones dispersos. El terreno era

    semi pantanoso, con una gruesa capa de musgo. Cuando llegué al

    lugar atardecía y llovía con fuerza.

    Debajo del árbol que me pareció el más frondoso del

    conjunto coloqué en forma paralela, a un metro de distancia entre

    sí, dos troncos semi podridos de dos metros de largo y de

    aproximadamente el mismo grosor. Sobre ellos, atravesados

    ordenadamente, puse gran cantidad de coligües secos que quebré a

    taconazos. A modo de techumbre, encima de aquella improvisada

    tarima hice un armazón de coligües que cubrí con la manta

    pequeña y una gruesa capa de ramas de laurel, sobre el sitio donde

    iban a quedar mis pies.

    Después de acostarme, encendí la radio. Aquella noche, en el

    programa Escucha Chile dieron una triste noticia: había fallecido

    Pablo Neruda.

    Pablo Neruda

    A Pablo Neruda lo encontré personalmente sólo en una

    oportunidad. Fue en Osorno, en el otoño de 1969.

    Neruda estaba en el automóvil de una señorita con arrestos

    de poetisa que vivía en las tierras heredadas de sus padres. Ella se

    complacía invitando a su fundo a escritores y poetas, pensando tal

    vez que los dones literarios se contagiaban como los resfríos. El pequeño vehículo estaba estacionado frente a las puertas del

    Correo de Osorno.

    Con mi amigo Antonio íbamos por la amplia acera, cuando la

    poetisa salió corriendo del correo con sus manos llenas de huidizos

    sobres. Algunas cartas cayeron al suelo, a nuestros pies, y nosotros

    nos apresuramos a recogerlas.

    Al reconocer a mi amigo, con un tonillo de orgullo en la voz,

    la joven le dijo:

    Don Pablo ha venido a pasar una temporada en mi casa,

    está ahí en mi auto, ¿no quieres saludarlo?

    Neruda llenaba completamente el asiento posterior del

    vehículo y dormitaba arrebozado en un amplio poncho de lana

    blanca, adornado con dibujos indígenas.

    Conociendo su gran afición por los caracoles marinos, al

    verlo refugiado de aquella forma dentro del vehículo, no pude

    dejar de compararlo con un enorme caracol. Un genial gasterópodo

    que iba por el mundo devorándolo todo y dejando una estela de

    poesía a su paso.

    Tuve la clara impresión que Neruda se molestó cuando su

    anfitriona lo despertó para hacer las presentaciones. Lentamente,

    como la antena de un gigantesco caracol, una de sus manos

    emergió de entre los pliegues del poncho y majestuosamente, sin

    ningún entusiasmo, estrechó suavemente las nuestras sin intentar

    abandonar su caracola, es decir, sin bajarse del auto.

    Me siento cansado dijo lentamente, con voz adolorida,

    como disculpándose.

    Al oír su voz, no me quedó ninguna duda: si los caracoles

    hablaran, sus voces serían gangosas, con la clásica entonación

    nasal del poeta. Aprovechando la ocasión, le expliqué rápidamente que

    dentro de unos días íbamos a celebrar la fundación del Instituto

    Chileno-Cubano de Cultura de Osorno, el segundo o tercero que

    funcionaría en el país, con un acto que realizaríamos en el Teatro

    Municipal, donde yo iba a dar una conferencia sobre mi reciente

    viaje a Cuba. Terminé invitándolo cordialmente.

    Pareció entusiasmarse al enterarse de que no éramos

    cazadores de autógrafos, sino profesores de la Sede Universitaria

    de la ciudad y amigos de Cuba. Prometió responder a nuestra

    invitación.

    Efectivamente, el día anterior al acto recibimos una carta

    manuscrita de Pablo Neruda en la cual éste se lamentaba de no

    poder asistir a la fundación del organismo cultural y nos deseaba

    mucho éxito en el trabajo futuro.

    Desgraciadamente, aquella carta desapareció en septiembre

    de 1973 en una hoguera, junto con los afiches, las revistas y los

    libros del Instituto Chileno-Cubano de Cultura, el día en que los

    Militares Golpistas limpiaron el edificio de la Sede de la

    Universidad de Chile en Osorno de las sustancias culturales que

    habían producido el cáncer marxista.

    Avanzando y retrocediendo

    Pasé la noche en mi inseguro refugio, tratando de dormir sin estirar

    las piernas por temor a que se me mojara por segunda vez el saco

    de dormir. Pero al día siguiente comprobé que el techo construido

    en la víspera había resistido perfectamente la intensa lluvia

    nocturna. Al llenar la mochila decidí deshacerme de la ropa interior

    sucia que llevaba con la intención de lavarla en la primera

    oportunidad. Sin pensar en las consecuencias, colgué las prendas

    de unas ramas, cual banderas.

    Antes de salir de la planicie hice un reconocimiento del

    lugar, a consecuencia del cual perdí la orientación que tenía al

    llegar.

    Elegí un sendero y por él caminé durante toda la mañana y

    parte de la tarde. En un sector de tierra blanda encontré huellas de

    botas iguales a las mías, marcadas en sentido contrario. Al no

    reconocer el sector, pensé que aquellas huellas las había dejado un

    campesino.

    Poco más adelante llegué a un lugar que reconocí porque allí

    había dejado unas ramas formando un triángulo. Entonces me dí

    cuenta de mi error. Las huellas en sentido contrario las había

    dejado yo mismo. De manera que durante todo el día había

    desandado el camino recorrido el día anterior.

    Regresé sobre mis pasos, enojado conmigo mismo, hasta

    llegar a la planicie donde estaba marcada la flecha en el suelo.

    Llegué anocheciendo. En un sitio distinto al de la vez anterior,

    pero también seco, con hojas y resguardado del viento, preparé mi

    campamento para pasar la noche.

    Las noticias internacionales no variaban: en todo el mundo

    seguían las protestas contra la Junta Militar que en Chile había

    usurpado el poder y estaba masacrando al pueblo indefenso.

    Los estragos de la erosión.

    El 26 de septiembre me levanté temprano, decidido a recuperar el

    tiempo perdido. Sentía que el encuentro con los campesinos se

    estaba aplazando demasiado.

    Pronto regresé al lugar donde había hecho la cama de

    coligües y pude ver desde lejos, flameando, las prendas de ropa

    interior que había dejado colgando en las ramas.

    Entonces me dí cuenta que había cometido una tontería. Si

    los Militares andaban con perros, les había hecho un regalo al

    dejarles aquella ropa, que les habría servido para seguirme el

    rastro.

    Recogí la ropa sucia y la enterré debajo del musgo en un sitio

    alejado de los restos de la cama de coligües y encima puse unos

    troncos semi podridos.

    Con la idea de salir de aquel sector tomé el primer sendero

    que encontré y caminé por él cerca de una hora, hasta que

    nuevamente encontré las huellas de mis botas impresas en el suelo.

    Regresé por segunda vez a la cama de coligües, marcando

    con trocitos de ramas secas el camino. De aquella forma, después

    pude alejarme en sentido contrario al que había venido.

    Cerca del mediodía descubrí, a un costado del sendero, una

    huella abierta a machete en la vegetación. Oculté la mochila entre

    unos tupidos arbustos y bajé por la senda a explorar.

    La brecha descendía por el costado de la montaña, pasaba

    por sobre un extenso manchón de matas de quilas y desembocaba

    en una planicie arbolada. Más adelante, la senda salía a la ladera

    del cerro desprovista de árboles y por ella seguía horizontalmente.

    En aquel sector la quebrada a mis pies era muy profunda y no

    se escuchaba rumor de agua. Di por terminada mi exploración y

    regresé al lugar donde había dejado la mochila. El sendero pasaba por una zona de enormes árboles, donde

    había sectores que parecían cuidados parques. En uno de esos

    sitios me tendí sobre el musgo a descansar. Allí me entretuve

    mirando a los pájaros carpinteros que recorrían los troncos,

    sistemáticamente, en busca de larvas de insectos. Pensé que si

    hubiese tenido un rifle de aire comprimido habría podido cazar

    aquellos pájaros sin hacer demasiado ruido y habérmelos comido

    asados.

    Más adelante, el sendero bajaba abruptamente y a medida

    que descendía, iban apareciendo las señales irreparables del fuego

    que no mucho tiempo atrás había arrasado la vegetación.

    Sólo quedaban en el paisaje, como mudos testigos del

    crimen, los troncos carbonizados de los árboles. Nada había

    reemplazado a la vegetación. El suelo mostraba las rojas heridas de

    la erosión.

    El agua se había llevado la capa de tierra vegetal que la

    naturaleza había demorado siglos en producir, dejando las piedras

    al desnudo como al comienzo de la creación.

    Profundos canales cortaban la roja greda, mostrando los

    efectos negativos del agua cuando no existe el bosque que controla

    y regula su fuerza.

    La rancha inconclusa

    El sendero terminaba en una profunda hondonada que había sido

    creada por el agua de la lluvia, la que allí se había llevado cerro

    abajo muchas toneladas de tierra y piedras. Al otro lado del corte se extendía una planicie sembrada con

    pasto, que ningún animal había comido en muchos años, ni nadie

    había ido a cosechar. El pasto sin cortar, con los años había

    formado un grueso colchón donde los pies se me hundían al

    caminar. Había allí unas hileras de matas de grosellas y de

    frambuesas que habían sido plantadas por alguien que nunca

    regresó.

    A un costado de las grosellas yacía una enorme pila de

    tejuelas de alerce, esperando en vano ser transformadas en una

    rancha.

    Durante la tarde, la lluvia se había transformado en granizo y

    luego en nieve, antes de cesar. Grandes manchones blancos, que se

    habían acumulado sobre las champas de pasto, me proporcionaron

    agua potable en abundancia.

    Al caer la noche hice mi cama debajo de un lingue, pequeño

    y frondoso, que se erguía solitario en medio de la ladera. Sus ramas

    llegaban hasta el suelo y ofrecían protección del viento y de la

    lluvia. Desde mi campamento podía ver los potreros con pastizales

    del valle flanqueado por un cerro con restos de bosque natural en

    su cima.

    Por vez primera, ví caer la noche directamente sobre el valle.

    La oscuridad parecía ir surgiendo de entre los árboles y extenderse

    sobre la vegetación, tal como si un gigante estuviese pintando una

    enorme acuarela. La noche fue borrando el paisaje con gigantescas

    pinceladas de oscuros tonos grises hasta que el contorno de los

    matorrales se fue difuminando, hasta fundirse en una masa oscura.

    Como de costumbre, después de acostarme encendí la radio y

    antes de dormirme escuché las noticias.

    La avioneta imprevista

    Me despertó el ruido de un motor. Los rayos del sol todavía no

    caían sobre la pendiente donde estaba mi campamento. Me

    incorporé semi dormido, creyendo que se trataba de un lejano

    tractor, pero vi a la avioneta de reconocimiento de los Militares

    que pasaba a la misma altura de la ladera donde me encontraba, a

    no más de cincuenta metros de distancia.

    Con el motor al mínimo, casi rozando las copas de los

    árboles, el avión volaba lentamente. Ví con toda nitidez al piloto y

    al militar sentado a su derecha.

    A mis pies, parte del saco de dormir color rojo había quedado

    al descubierto. No intenté taparlo para no llamar la atención, con

    mi movimiento, de las personas que iban en el avión. Sólo atiné a

    bajar una rama del arbolito delante mío y tomar mi pistola.

    Tuve la fugaz impresión de que el copiloto me había visto,

    porque al pasar delante de mi campamento miraba en mi dirección,

    pero la avioneta siguió su recto vuelo hasta perderse detrás del

    primer repliegue del cerro.

    En tanto el aparato desapareció, me levanté deprisa y

    escondí la mochila, el saco de dormir y las mantas en unos

    arbustos cercanos. Luego, calzándome las botas corrí hasta unos

    árboles en busca de protección. Allí me sumergí de cabeza entre

    los matorrales.

    Esperé el regreso de la avioneta, pero ésta no volvió.

    Entonces cargué la mochila en tiempo record y regresé a la

    montaña.

    Pensando acortar camino seguí por una pequeña hondonada.

    Pero la grieta, luego de dar un rodeo, comenzaba a descender de la montaña. Tardé casi media hora en encontrar el camino correcto.

    El sendero que atravesaba el bosque quemado, por el que había

    bajado la tarde anterior, era bastante empinado, por lo que el

    ascenso me resultó muy fatigoso.

    El día había amanecido claro y despejado, pero la lluvia se

    hizo presente al mediodía. Después se transformó en nieve y luego

    en granizo, antes de cesar bruscamente, tal como había llegado.

    Para ese entonces yo ya me encontraba en un sector donde el

    bosque tenía aspecto de parque. Salí del sendero, tratando de no

    dejar huellas en el musgo, y lejos del camino armé mi campamento

    detrás de unos troncos al borde mismo de la quebrada, pensando en

    ésta como una vía de escape en caso de emergencia.

    Una vez dentro del saco de dormir me puse a pensar en la

    situación de mi familia. Para no amargarme, me hice la ilusión que

    mi mujer y mis cuatro hijos, que se encontraban en Santiago,

    estaban fuera de peligro.

    De mis camaradas Dirigentes Provinciales no sabía nada.

    ¿Qué sería de ellos? ¿Dónde se encontraban? ¿Por qué ninguno

    había venido a la montaña? ¿Los habían asesinado los Militares?

    Me coloqué el auricular y encendí el radiorreceptor. Escuché

    las noticias locales y los informativos de las radios internacionales.

    Los rusos habían colocado en órbita de la Tierra a la nave espacial

    Sojus 12, con dos astronautas a bordo. Durante dos días, los pilotos

    soviéticos iban a preparar el encuentro en el espacio que dos años

    más tarde efectuarían con los astronautas norteamericanos.

    El helicóptero nocturno.

    No supe en qué momento me dormí. Cerca de la medianoche me

    despertó el ruido de un motor que al principio lo sentí sobre los

    árboles. Pensé que se trataba de un helicóptero. Cuando estuve

    bien despierto, el ruido se había alejado y lo escuchaba como

    procedente de la planicie en la que había pasado la noche anterior,

    allí donde la avioneta había sobrevolado mi campamento. Pensé

    que los tripulantes del avión me habían visto y que aquella noche

    los Militares habían regresado en un helicóptero.

    De pronto, el ruido cesó. Imaginé que los soldados ya habían

    desembarcado, pero que no se iban a mover en la oscuridad, ni

    iban a subir hasta donde yo me encontraba sin antes rastrear la

    planicie y sus alrededores. Convencido de esto, volví a quedarme

    dormido.

    El Director Provincial de Educación

    El Golpe Militar sorprendió en Santiago a César Ávila, el Director

    Provincial de Educación de Osorno, donde asistía a un curso de

    perfeccionamiento del Magisterio.

    Informado de que su esposa, también profesora, había sido

    detenida en Osorno, regresó a la Provincia para hacerse cargo de

    sus numerosos hijos menores.

    El 27 de septiembre fue a la Penitenciaría a ver a su mujer.

    En los momentos en que salía de dicho establecimiento fue

    detenido por una patrulla de Carabineros que viajaban en un furgón

    policial.

    En la Tercera Comisaría de Rahue, luego de ser sometido a

    torturas, Ávila fue encerrado en una celda junto a otros compañeros. A raíz de los malos tratos y a la falta de su medicina

    para el asma, al llegar la noche César se encontraba en muy

    precarias condiciones de salud. Cerca de la medianoche, perdió el

    conocimiento.

    Entonces los Carabineros lo sacaron de la celda y lo subieron

    a un furgón policial. El vehículo se dirigió al puente colgante sobre

    el río Pilmaiquén. Una vez allí, César Ávila fue ultimado con arma

    blanca. Después de quemarle el rostro y las manos con alquitrán

    hirviendo, los Carabineros lanzaron su cuerpo ensacado a las aguas

    del río.

    Los soldados fantasmas

    El 28 de septiembre desperté al alba. No queriendo que los

    Militares me sorprendieran en aquel sitio, llené mi mochila y

    continué la ascensión por el mismo sendero que había utilizado al

    bajar.

    Pronto llegué a un parque natural de grandes dimensiones

    que tenía, a ambos lados, profundas quebradas con tupida

    vegetación, ideales como vías de escape ante una emergencia.

    Tratando de no dejar huellas subí a una pequeña altura donde

    había grandes piedras. Desde allí, la configuración del terreno me

    permitía tener una vista completa del mismo y del sendero, que

    pasaba alejado a mi derecha. Pensé que las piedras me podrían

    servir de parapeto. A mi izquierda, una profunda quebrada se

    ofrecía como vía de escape para un caso de emergencia.

    Dado mis precarias condiciones físicas y pensando en esperarlos en aquel lugar, con la intención de dejarlos pasar. Si las

    cosas no sucedían así, tenía la alternativa de hacerles frente o de

    huir por la quebrada.

    Dejé mi mochila al borde de la quebrada y me senté entre las

    piedras a vigilar el sendero. Había calculado que los Militares se

    demorarían alrededor de dos horas en llegar hasta aquel lugar. Tres

    horas después, no había aparecido ninguno. Tampoco volví a

    escuchar el ruido del helicóptero.

    La casa campesina

    Cuando nuevamente llegué a la trocha abierta a machete, bajé por

    ella con la mochila a la espalda, pensando que si la senda había

    sido abierta por los campesinos, era porque conducía a un lugar

    habitado.

    Más allá de la explanada con árboles, la senda continuaba

    por la ladera del cerro. Al pasar al lado de unas matas de nalcas,

    corté un par de tallos para reemplazar los brotes de helechos que ya

    me tenían harto.

    La huella me condujo hasta un sitio donde el cerro sólo

    estaba cubierto de arbustos. Desde allí pude ver una casa

    campesina en el fondo de la ladera. Cerca de las construcciones

    pastaba un grupo de vacunos. Aquella vivienda no era la que yo

    conocía.

    Para llegar a la casa había que bajar por una ladera

    desprovista de arbustos. En la falda del cerro sólo se veían algunas

    dispersas matas de chupones. Salvo la montaña donde me

    encontraba, no existía ninguna otra vía de escape.

    Aquel lugar no era apropiado para tomar contacto con los

    campesinos. Si ellos me eran hostiles tendría que regresar a la

    montaña bajo sus miradas y yo no quería delatar el lugar donde me

    encontraba. Además, si en la casa o cerca de ella había Militares,

    les iba a resultar muy sencillo dispararme mientras me encontrarse

    en la ladera del cerro.

    Desde el fondo de la abrupta quebrada que tenía a mi

    derecha, el inconfundible rumor de un estero cordillerano

    discurriendo entre las piedras, me invitaba a continuar mi camino

    en aquella dirección.

    Comencé un peligroso descenso. En la pendiente, la escasa

    vegetación me prestaba poca ayuda al bajar. Después de descender

    cerca de cien metros, el canto del arroyo lo escuchaba con mayor

    claridad, pero seguía sin aparecer.

    La tarde estaba llegando a su término.

    Detuve mi descenso y avancé por la ladera en forma

    horizontal hasta salir a una pequeña elevación cubierta de tupidos

    matorrales. Allí armé mi campamento, cuidando de camuflarlo con

    ramas para que los tripulantes de la avioneta no pudieran

    descubrirlo desde el aire.

    Bienvenida la clausura del Parlamento

    Aquél día se dio a conocer una Declaración Pública sobre la

    clausura del Congreso Nacional, entregada la víspera por los

    Presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados, las dos ramas

    del Parlamento chileno, ambos demócratas cristianos. En la declaración, difundida once días después de haber sido

    clausurado el Parlamento, no existía una sola frase de protesta por

    el cierre del mismo. Esto era comprensible. Ambos personeros

    habían propiciado decididamente el alzamiento.

    Consecuentemente, en aquel documento tampoco protestan

    en contra del Golpe Militar que acabó con la democracia y con la

    vida del Presidente Constitucional.

    Faltando sin escrúpulos a la verdad histórica, la nota hacía

    recaer toda la responsabilidad de lo ocurrido en Salvador Allende,

    precisamente el hombre de honor que entregó su vida en defensa

    de los principios democráticos.

    El regreso del helicóptero

    Después de cobijarme en el saco de dormir escuché las noticias en

    la BBC de Londres y el programa Escucha Chile.

    Alrededor de las diez de la noche me despertó el ruido de un

    motor que se escuchaba nítidamente en medio del silencio de la

    noche. Había regresado el helicóptero, el sonido era el mismo que

    había escuchado en la ocasión anterior.

    El helicóptero parecía volar lejos, al fondo del valle, a varios

    kilómetros de distancia de la montaña.

    Escuché atentamente. El helicóptero parecía no moverse del

    lugar. De pronto me di cuenta de que me había equivocado y

    terminé riéndome de mí mismo.

    Aquel ruido provenía de un motor a gasolina que activaba el

    generador eléctrico de una casa campesina. Me admiré de la

    distancia que recorría aquel sonido en el silencio de la noche. No había escuchado en otras ocasiones aquel motor, debido a

    que el ruido nocturno no se escuchaba en el lado oriental de la

    primera cadena de cerros de la cordillera, donde yo había dormido

    la mayoría de las noches.

    Aclarado el equívoco, me quedé dormido.

    El bosque encantado

    El 29 de septiembre, al despuntar el alba me despertó la lluvia que

    caía sobre mi cara.

    Rápidamente levanté el campamento y me lancé pendiente

    abajo, entre los árboles, en dirección al arroyo que me llamaba

    desde el fondo de la quebrada.

    El chorro de agua era pequeño, pero hacía mucho ruido al

    descender saltando y formando cascadas sobre un lecho de rocas.

    Un poco más abajo del lugar donde me detuve a beber hasta

    saciar mi sed, el arroyo se precipitaba al vacío en un salto vertical

    de varios metros.

    No pudiendo seguir el curso del estero, continué bajando por

    la ladera contraria de la quebrada hasta encontrarme en un

    intrincado sector del bosque jamás tocado por los madereros.

    El lugar estaba completamente cubierto con los troncos de

    los árboles que, habiendo perdido la batalla por el sol, se habían

    secado y yacían derribados.

    El entrecruzamiento de troncos, ramas, helechos gigantes y

    enredaderas hacían muy difícil avanzar. Las ramas secas cobraban

    vida y sujetándome me impedían avanzar por el bosque. Intentaban arrebatarme la mochila. Como yo no cedía, me arañaban las manos

    y el rostro.

    A medida que avanzaba sentía la mochila cada vez más

    pesada. Tenía que hacer mayores esfuerzos para levantarla, subirla

    arriba de los troncos, atravesados unos sobre otros en todas

    direcciones, y lanzarla al lado opuesto. Luego cruzaba la barrera

    subiéndome sobre los maderos, siendo arañado y pinchado por sus

    ramas. Decenas de veces repetí aquella operación, hasta que

    comencé a delirar.

    Comencé a escuchar a mis hijas que, a dúo y entre risas, me

    gritaban:

    Yá, papi! Yá, papi! Dale, papi! Dale!

    Pena máxima para los subversivos

    Por medio del Bando Número 27, del 29 de septiembre, el Jefe de

    Plaza de la Provincia de Osorno, dispuso:

    VISTO: La necesidad de mantener el orden público dentro del

    territorio, velando por la seguridad de los ciudadanos y la estabilidad

    del Gobierno constituido.

    ORDENO:

    1.Se aplicará la pena máxima o lo que resuelvan los Tribunales

    Militares en Tiempo de Guerra, a toda persona que en cualquier forma

    o por cualquier medio atentare en contra del orden público o del

    Gobierno constituido.

    2.Para estos efectos y sin que la enumeración sea restrictiva se

    estimará que atentan en contra del orden público o del Gobierno

    constituido:

    a) Los que inciten o induzcan en cualquier forma a la

    subversión del orden público, a la revuelta o la resistencia al Gobierno. b) Los que en cualquier forma castiguen, ofendan o ataquen a

    miembros de las Fuerzas Armadas, Carabineros, Investigaciones, o a

    quienes desempeñen funciones por mandato del Gobierno o a las

    familias de ellos.

    c) Los que presten ayuda, oculten o faciliten la huída de

    personas que sean requeridas por la autoridad o que hubieren cometido

    algún delito contemplado en este Bando o en otras disposiciones.

    Firmado: Lizardo Abarca Maggi, Teniente Coronel, Jefe de Zona en

    Estado de Sitio.

    Los chupones

    Cerca del anochecer salí del bosque encantado y subí a una

    elevación rocosa entre dos abruptas quebradas. Crecían allí,

    inclinados por la fuerza del viento, dos árboles gemelos cuyos

    troncos dejaban un espacio protegido de la lluvia, que me pareció

    apropiado para extender mi saco de dormir.

    Después de preparar el lecho, vi que un poco más arriba de

    mi ubicación crecían unas matas de chupones. Subí y las examiné.

    Una de ellas tenía varias cajetillas con frutos.

    Las finas, alargadas y flexibles hojas de esta planta tenían

    espinas curvadas hacia adentro, que me permitían introducir la

    mano con facilidad, pero me impedían sacarla.

    Luego de varios intentos, logré sacar unos frutos agusanados,

    al precio de quedar con el dorso de las manos surcados de

    sangrantes y dolorosos rasguños. Finalmente, para mi alegría,

    saqué dos cajetillas con chupones maduros.

    Devoré aquellos dulces frutos, saboreándolos lentamente. Luego, entusiasmado con el hallazgo, revisé las otras matas.

    Sólo encontré frutos verdes. De todas formas, saqué una cajetilla

    para probarlos. Descubrí, lleno de gozo, que tenían el sabor y la

    consistencia de las alcachofas.

    Antes de regresar al sitio donde tenía el saco de dormir y las

    mantas, me comí todos los frutos verdes que encontré. Después,

    mientras duró la luz del día estuve sacándome espinas de las

    manos con la pinza de mi cortaplumas.

    Junto con la oscuridad, llegó la lluvia. Me introduje en el

    saco de dormir. En aquel lugar estaba bien protegido del agua por

    los troncos y el denso follaje de los árboles. Además era imposible

    que me pudieran descubrir desde el aire.

    En la radio escuché que los Militares habían decidido

    suspender transitoriamente los reajustes automáticos de sueldos

    mínimos y de las pensiones, una conquista de los trabajadores

    chilenos que les permitía defender sus salarios, aunque malamente,

    de la permanente inflación de los precios. Con el correr de los

    meses, y de los años, los asalariados iban a poder comprobar qué

    entendían los Militares por transitorio.

    Las radioemisoras internacionales no cesaban de informar

    acerca de los sucesos que ocurrían en Chile. Después de escuchar

    las noticias me preparé a dormir, satisfecho con el rechazo que la

    Junta Militar provocaba en el mundo y con la sensación de

    bienestar que me producía el estómago a medio llenar con los

    chupones.

    Prosigue la Guerra Privada del Capitán Fernández.

    En la madrugada del 29 de septiembre, una patrulla de Carabineros

    encabezada por el propio Capitán Fernández irrumpió en el

    domicilio de los hermanos Igor.

    En medio de golpes, insultos y amenazas sacaron a Juan y a

    Gustavo y se los llevaron a la Comisaría de Rahue. Ya en el recinto

    policial, los hermanos fueron separados. Juan fue inscrito en el

    Libro de Partes y llevado a un calabozo; mientras Gustavo era

    incomunicado sin registrarlo en dicho libro.

    Juan fue dejado en libertad ese mismo día cerca de las ocho

    de la noche. Al preguntar por su hermano, nadie le dio una

    respuesta.

    Cerca de las 21 horas, el Sargento Águila sacó a Gustavo de

    su celda y lo bajó al sótano de la Comisaría. Allí lo torturaron hasta

    que el joven perdió el conocimiento.

    Después de la medianoche, en un furgón policial lo llevaron

    al puente colgante sobre el río Pilmaiquén, donde lo mataron.

    Luego ensacaron el cadáver y lo lanzaron a las aguas del río.

    (El 9 de enero de 1974, unas personas que rastreaban el río

    Pilmaiquén, encontraron el mutilado cadáver de Gustavo Igor y lo

    llevaron a la morgue local, donde fue reconocido por sus

    familiares)

    La inutilidad de la brújula

    El 30 de septiembre, temprano por la mañana, subí a un roquerío a

    observar los alrededores con la finalidad de orientarme. La brújula

    no me había servido de nada en aquellos intrincados senderos de la

    cordillera. Como las sendas siguen las caprichosas formas de los cerros cubiertos de vegetación, allí la orientación se pierde a cada

    paso.

    Al principio de la travesía por la ruta imposible había tratado

    de guiarme por la brújula, pero el rumbo sur, que desde el principio

    había decidido seguir, la porfiada naturaleza de la montaña lo

    había transformado en un sinuoso e interminable avanzar y

    retroceder.

    La brújula había sido completamente inútil. Por eso me la

    saqué de la muñeca, donde a cada momento corría el riesgo de

    romperse, y la guardé en uno de los bolsillos interiores del

    chaquetón. Sólo la consultaba antes de iniciar la jornada diaria y al

    término de ella.

    Desde la ubicación en que me encontraba aquel día pude ver

    las cadenas de cerros, cubiertos de vegetación y restos de niebla,

    extenderse hacia el sur semejando un océano de olas petrificadas.

    Hacia el este, unos abruptos lomajes de pastizales, decorados

    con oscuros manchones de zarzas, reemplazaban el valle que había

    divisado días atrás.

    La manta pequeña

    La altura donde había pasado la noche estaba rodeada de

    quebradas. Decidí bajar hacia el sur, según indicaba la brújula.

    La pendiente era muy inclinada en los primeros metros pero,

    sujetándome en los arbustos, bajé hasta un sector donde la ladera

    era menos abrupta. Allí la erosión había hecho ya parte de su destructivo trabajo.

    La capa de musgo había desaparecido, dejando la roja greda al

    descubierto. El terreno estaba muy resbaloso a causa de la lluvia.

    Más abajo llegué a un corte entre los cerros con una pequeña

    corriente de agua en el fondo. Como de costumbre lancé la mochila

    al vacío y bajé trás ella.

    Al recoger la mochila descubrí que faltaba la manta pequeña,

    que llevaba amarrada en la parte superior. Pensé no regresar a

    buscarla, pero al recordar la utilidad que me había prestado hasta

    ese momento, escalé la pendiente de regreso.

    Fue difícil y cansador trepar por la resbaladiza greda, pero la

    manta no estaba muy lejos. En el suelo, el pequeño rollo de tejido

    parecía un perrito esperando a su amo. Alegre, la recogí y regresé a

    donde había dejado la mochila.

    Agarrándome con dificultad de unas matas de quilas subí por

    el corte que había labrado el estero hasta alcanzar los primeros

    árboles de la pendiente contraria a la ladera por la cual había

    bajado. Allí el bosque crecía en un terreno muy inclinado.

    Me senté a descansar. Entonces me dí cuenta de que había

    extraviado el jockey de cuero. Como estaba muy cansado, no tuve

    ánimos para regresar a buscarlo y lo dejé para después.

    En aquel momento pasó la avioneta volando de sur a norte,

    pero su presencia no me preocupó. A causa de la exuberante

    vegetación del lugar donde me encontraba, era imposible que me

    descubrieran desde el aire.

    En aquella pendiente, el viento había derribado un coigüe de

    grandes dimensiones. Al caer, las raíces del coloso habían

    levantado la tierra dejando una caverna debajo de su enorme

    tronco. Con la ayuda de un palo profundicé y emparejé la tierra

    debajo del árbol. En aquel lugar la tierra estaba completamente

    seca, indicando que hasta allí no llegaba la lluvia.

    Después de introducir la mochila en el espacioso hueco

    debajo del tronco, con la manta chica hice una especie de

    cortaviento y botagua sobre la entrada. Luego extendí mi cama y

    me acosté.

    Quince días de marcha

    Durante toda la mañana del primero de octubre llovió a raudales,

    mientras el fuerte viento agitaba con gran entusiasmo la vegetación

    de la montaña y hacía ondear la manta que protegía la entrada de

    mi campamento, debajo del árbol caído en la ladera.

    Al revisar mis anotaciones, comprobé que cumplía quince

    días intentando cruzar la cordillera. Para celebrarlo decidí no

    levantarme.

    Poco después del mediodía cesó la lluvia y el viento se

    calmó. Un par de horas después, la avioneta de reconocimiento

    sobrevoló la montaña. En aquella ocasión pasó lejos del lugar

    donde yo me encontraba.

    Permanecí dentro de aquella acogedora cavidad el resto del

    día, descansando, escuchando la radio, contemplando la vegetación

    y pensando en lo que iba a hacer cuando me encontrara con los

    camaradas que estaban en el fundo.

    La pancora

    El 2 de octubre desperté con la gran tentación de permanecer otro

    día en aquel refugio. A fin de forzar la continuación de la marcha,

    antes de levantarme me serví la ración diaria de harina tostada

    mezclada con azúcar. Tal como lo había pensado, al poco rato la

    sed me obligó a partir.

    Quise continuar hacia el sur, pero la topografía del terreno lo

    hizo imposible. Me ví obligado a descender a un barranco donde se

    escuchaba discurrir a un río cordillerano.

    Antes de meterme al agua, única vía para seguir avanzando,

    tuve que pasar sobre las espesas matas de quilas que cubrían de

    lado a lado la corriente. Lo hice de la misma forma como antes lo

    había practicado, es decir, llevando la mochila por delante y

    arrastrándome detrás de ella con las piernas y los brazos

    extendidos.

    De pronto me dí cuenta de que con el ruido del agua me sería

    imposible escuchar al avión si éste se aproximaba. Además, mi

    figura tendida sobre las matas de quilas era muy visible desde lo

    alto. En el primer hueco entre las quilas baje al lecho del río y

    seguí caminando debajo de las ramas.

    El riacho no era profundo, sólo me llegaba a las rodillas, pero

    el agua era muy fría. En un lugar donde había unos troncos

    sumergidos, traté de capturar camarones con las manos. Sólo logré

    atrapar una pequeña pancora, un cangrejo de agua dulce, y me la

    comí cruda.

    Más adelante el estero pasaba por un bosque, donde salí del

    agua. Me saqué la ropa mojada, la estrujé y la tendí en las ramas

    bajas de los árboles. En una suave pendiente había matas de chupones a las cuales

    les saqué los frutos que aún estaban verdes. Comí todos los que

    pude, hasta hartarme.

    Luego me lavé las manos en el arroyo, sin poder sacarme el

    limo que se me había incrustado, como un tatuaje, en los

    rasguños.

    El lugar me pareció apropiado para levantar mi campamento.

    Con calma, como en una excursión deportiva, hice una choza con

    las abundantes ramas a mi alcance.

    La ramada que levanté junto al riacho estaba a su vez

    protegida por el follaje de los árboles que crecían en aquel bello

    sector de la montaña.

    Los abogados se abstienen

    El 2 de octubre, el Diario La Prensa publicó la Declaración del

    Presidente de la Asociación de Abogados de Osorno:

    Los abogados de nuestra ciudad, en su última sesión, teniendo

    presente la gran demostración de patriotismo y sacrificio realizada por

    las Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile, en orden a exponer sus

    vidas, carreras profesionales y bienestar de sus familias, entre otras

    cosas, a fin de volver a la Patria a los cauces normales y extirpar la

    cizaña del comunismo, acordaron aconsejar a sus colegiados

    democráticos abstenerse de ejercer defensas de reos que signifiquen

    atropellos a la economía, libertades, leyes y Constitución Política, cuyo

    conocimiento esté entregado a los Tribunales Militares en Tiempo de

    Guerra. La intervención de las Universidades

    Al anochecer, el locutor de la Cadena Nacional, leyó:

    Considerando la necesidad de facilitar la unificación de criterio en la

    dirección de la Enseñanza Superior, la Junta de Gobierno designará en

    su representación Rectores-Delegados en cada una de las

    Universidades del país.

    El asalto a las Universidades había comenzado. El carácter

    fascista de la Junta Militar, se ponía cada día más en evidencia.

    Don Edgardo, el iluso Rector de la Universidad de Chile,

    comprobaba aquel día, demasiado tarde, que de nada le había

    valido asistir a orar por la paz y rendirle pública pleitesía a los

    Generales Sediciosos. Tampoco le había servido haber facilitado el

    Salón de Honor de la Universidad para que funcionara el

    comando que coordinaba a los gremios patronales durante el

    paro sedicioso contra el Gobierno Democrático. Aquel día, el ex

    Rector y don Lalo, eran los ciudadanos demócratacristianos más

    decepcionados de Chile.

    El asalto a las arcas fiscales

    A continuación, la radio informó que la Junta Militar había

    otorgado una asignación mensual especial, agregada a los

    sueldos de los valientes soldados de las Fuerzas Armadas y de los

    Carabineros. Este sobresueldo, de carácter permanente y con efecto retroactivo a partir del primero de julio de 1973, fue la recompensa

    por haber salvado la Patria.

    Por su parte, los reclutas recibieron un veinte por ciento de la

    asignación mensual especial, más una bonificación extraordinaria

    de 5.000 escudos, por una sola vez.

    Los Generales Golpistas habían iniciado el asalto a las arcas

    fiscales repartiendo entre sus subordinados la parte del botín que

    no enviaron a los bancos suizos. De aquel modo pagaban al

    contado la obediencia total y servil, que ellos llamaban irrestricto

    respeto a la verticalidad del mando.

    Siguiendo mi rutina diaria, después de escuchar las noticias

    de las emisoras internacionales, me quedé dormido.

    El muro de zarzas

    Al alba me despertaron ladridos de perros mezclados con mugidos

    de vacunos y los gritos de dos hombres.

    Con rapidez recogí mis cosas y subí al cerro, internándome

    en la espesura, porque quería tener la iniciativa cuando se

    produjese mi primer encuentro con los campesinos.

    A media mañana me encontraba descansando bajo un árbol

    de escaso follaje, cuando la avioneta de reconocimiento sobrevoló

    las cumbres de la cadena de cerros de la que yo había descendido

    el día anterior.

    En aquel sector, el monte presentaba señales de haber sido

    talado pocos años atrás. Aún estaban sin cubrirse de matorrales los

    caminos madereros. Seguí uno de éstos hasta que el sol estuvo alto

    y comenzó a calentar. Aproveché sus rayos para secar mis ropas, colgándolas camufladas entre las ramas. Tendido bajo el sol, dormí

    una corta siesta.

    Después de descansar me vestí y seguí la huella, dando una

    vuelta completa en torno al cerro. A media tarde había regresado al

    punto de partida. Volví a tender mis ropas hasta que los rayos del

    sol fueron reemplazados por las sombras de los arbustos. Luego de

    vestirme inicié el descenso hacia el sur.

    Bajé en aquella dirección hasta llegar a una quebrada a la

    cual no bajé porque en aquel lugar era muy inclinada y profunda.

    Por la ladera del cerro, siempre a la misma altura, caminé hasta un

    tupido muro de amenazantes zarzas que me impidió seguir

    avanzando.

    Retrocedí unos cincuenta metros y me tendí a descansar

    debajo de unas frondosas matas de quilas. Estando allí me di

    cuenta de que la hora había avanzado y de que pronto empezaría a

    oscurecer.

    Dando por terminada la exploración del cerro, en aquel lugar

    armé mi campamento y me acosté.

    Aquella noche sintonicé, por vez primera, Radio Habana.

    En la pradera

    El 4 de octubre, exactamente a las nueve de la mañana, me

    despertó el ruido de la avioneta que pasó sobre mi campamento,

    pocos metros más arriba de la copa de los árboles que cubrían las

    quilas.

    No le hice caso porque los tripulantes del avión no podían

    verme y permanecí acostado hasta las diez. Aquel día se cumplía el décimo octavo día en la ruta imposible de la montaña. Tenía el presentimiento de que estaba a punto de alcanzar mi meta. Después de cargar mi mochila, estuve pensando en la forma

    de pasar entre las zarzas para continuar el descenso. Con mi

    cuchillo de monte me hice una especie de cayado con una larga

    rama de gualle que tenía un extremo grueso y contundente.

    Con aquel bastón fui golpeando las flexibles y espinudas

    ramas de las zarzas para luego pasar por el espacio abierto entre

    ellas. Cuando llegué al otro lado de las zarzas encontré un sendero

    con huellas de vacunos.

    El sendero bajaba hasta un abrevadero que los campesinos

    habían hecho con troncos, aprovechando el desnivel del terreno por

    donde pasaba un arroyuelo. Era una especie de batea que el estero

    mantenía permanentemente llena de agua.

    Examiné el lugar y no encontré huellas recientes ni de

    hombres ni de animales. Decidí tomar un baño y afeitarme.

    El sol proporcionaba cierta tibieza, pero el agua estaba muy

    fría. Después de afeitarme y vestirme saqué algunas cajetillas de

    chupones de las matas que había en la colina por la cual bajaba una

    huella de animales hasta el abrevadero.

    Las semillas de los chupones habían comenzado a madurar y

    los frutos ya no sabían a alcachofas. Tenían un fuerte sabor mucre

    y ácido, que los hacía incomibles.

    Cerca de las tres de la tarde salí de aquel potrero hacia la

    vecina pradera, atravesando un viejo portón con el aspecto de

    haber permanecido cerrado durante mucho tiempo.

    Río Verde

    Caminé hacia el sur por un sendero que bordeaba la pradera de

    pastizales. Atento en todo momento a la aparición de la avioneta de

    reconocimiento, llevaba la mochila como si fuera una maleta. Si el

    avión hubiese aparecido sobrevolando la meseta, yo habría dejado

    con disimulo la mochila entre los matorrales a la vera de la senda,

    para seguir mi camino, sin tratar de esconderme ni demostrar

    temor. Pero la avioneta no apareció.

    Más adelante, donde el sendero comenzaba a descender a un

    profundo y estrecho valle, encontré un piño de novillos pastando.

    Sin dejar de comer, los animales me miraron pasar.

    Desde aquel lugar se podía ver un río cordillerano que corría

    por el fondo del valle, siguiendo un lecho de piedras. En la ladera

    del cerro de la ribera contraria se divisaban dos casas campesinas.

    Estuve largo rato examinando aquellas viviendas, a la espera

    de la caída de la tarde. Tenía la intención de dirigirme, al

    anochecer, a la más modesta de las dos.

    Cuando comenzó a atardecer inicié el descenso por la

    inclinada pendiente. La senda bajaba zigzagueando entre

    matorrales y árboles de regular tamaño.

    En mitad del descenso escuché, al otro lado de una quebrada

    cubierta de vegetación que había a mano izquierda, a una pareja de

    campesinos que conversaban en voz alta. Al poco rato comprobé

    que también iban bajando hacia el río.

    Invisible para ellos los acompañé hasta un lugar desde donde

    pude ver el río. Ahí me detuve y dejé que ellos se adelantaran. Las

    voces de los campesinos se alejaron hacia la derecha, remontando

    el curso del río. mucho tiempo. Cuando calculé que faltaba alrededor de una hora para la

    llegada de la noche, bajé hasta el lecho del río. Desde aquel lugar,

    mirando hacia arriba sólo se veía una de las casas campesinas de la

    ladera opuesta.

    Los campesinos habían seguido por la ribera izquierda del

    río, por un sendero paralelo a su curso. En el fango estaban

    marcadas las botas de un hombre y de un niño, junto a unas huellas

    de vacunos.

    Había muchas huellas antiguas en ambas direcciones, por lo

    que comprendí que el sendero era usado continuamente por las

    mismas personas.

    Más adelante, el sendero llegaba a una pequeña vega donde,

    doblando a la derecha, se alejaba del río.

    Desde el recodo pude divisar en aquel sector otras dos casas

    campesinas de modesta apariencia. El humo salía apaciblemente

    por sus chimeneas.

    Volví sobre mis pasos. Escondí la mochila entre unos

    arbustos alejados del sendero. Me colgué la pistola del cuello con

    una soga y la disimulé debajo del chaquetón. Quería dar la

    impresión de andar desarmado y al mismo tiempo tener las manos

    libres. Tenía que estar preparado, pues no sabía con quién me iba a

    encontrar.

    Doblé la curva del sendero y aparentando tranquilidad me

    dirigí a la casa más cercana. Me acerqué resueltamente pero

    precavido.

    Cuando me encontraba a menos de cincuenta metros de la

    vivienda, dos perros me vieron, comenzaron a ladrar y se me

    vinieron encima amenazantes. Con mi bastón los mantuve a raya,

    cuidando de no hacerles daño. A pesar de la amenaza de los canes, que sin dejar de ladrar

    corrían a mi alrededor, en todo momento seguí acercándome a la

    vivienda. Cuando sólo me separaban unos cuarenta metros de la

    casa, salió un campesino.

    Hizo callar a los perros, que le obedecieron de inmediato,

    aunque se quedaron alertas, cerca de su amo.

    Buen día! le dije.

    El campesino respondió a mi saludo mirándome con

    atención.

    Era un hombre joven, bajo y delgado. En su cara chispeaban

    sus ojos negros. Me miraba de frente, ladeando un poco la cabeza.

    Me llamó la atención este detalle porque los campesinos, por

    lo general, bajan sus ojos ante los extraños y no miran de frente.

    La primera idea que se me ocurrió, dado su aspecto juvenil,

    fue que su padre le había enviado a ver quién era el recién llegado.

    ¿Cómo se llama este lugar? le pregunté.

    Río Verde.

    5 LA GENEROSIDAD CAMPESINA

    El campesino se mantenía tranquilo, observando con atención mis

    botas, mi ropa y mis manos, sobre todo mis manos.

    A mi vez, yo hacía otro tanto con él, tratando de interpretar

    correctamente cada uno de sus gestos; de captar cualquier signo de

    desconfianza, de miedo o de nerviosismo; preguntándome si aquel

    campesino era o no un compañero.

    Dándome tiempo, le pregunté:

    ¿De quién son estas tierras?

    De la Fundación Mathei me respondió. Pero el fundo

    está intervenido.

    Su última frase, fue clave.

    "Este es el fundo", pensé con alegría.

    Aunque el camarada Darío me había asegurado, durante la

    campaña electoral, que en aquel fundo todos los campesinos eran

    socialistas, en aquel momento yo dudaba, porque nunca se sabe.

    Arriesgándome a dar un paso en falso, le pregunté:

    ¿Han venido los Militares?

    Los Militares, no. Pero los Carabineros estuvieron en las

    casas del fundo.

    Indicando en la dirección de donde yo había venido, agregó:

    Aunque parece que ahora hay Militares acampados al otro

    lado de aquellos cerros

    Yo seguía dudando, no me atrevía a pedirle ayuda. Si me

    equivocaba, tenía el recurso de mi pistola. Podía amenazarlo con ella. Pero no me decidía a hacer algo tan drástico en contra de un

    campesino indefenso.

    De pronto, el hombre sonrió. Fue como si me abriera su

    alma.

    Vengo saliendo del monte le dije, sin poder evitarlo.

    Necesito ayuda!

    El campesino se puso serio, pero no se movió. Por primera

    vez bajó los ojos y los posó alternativamente en mis botas y en mis

    manos. No capté ningún movimiento que demostrara preocupación

    o nerviosismo. Sólo estaba pensando. Luego volvió a mirarme a la

    cara.

    Bien me dijo con toda sencillez, pase a tomar onces

    con nosotros.

    Mi nombre es Hugo le dije, dando un paso al frente y

    estirándole mi mano.

    Yo me llamo Eladio me respondió, al tiempo que me

    estrechaba la mano.

    Las onces campesinas

    La casa era pequeña, con ventanas con vidrios, paredes de madera

    sin forro interior, piso de tablones y techo de tejuelas de alerce.

    Tenía dos dormitorios, uno de los cuales usaban como bodega.

    Desde el exterior se entraba a una habitación rectangular que

    abarcaba la mitad de la casa. Esta pieza hacía las veces de cocina y

    comedor. Una cocina de hierro a leña, con tres platos y hornillo,

    permanecía encendida día y noche calentando toda la casa. Don Eladio tenía alrededor de treinta años de edad, aunque

    aparentaba mucho menos. A pesar de su delgadez era muy fuerte,

    ágil e inteligente.

    Doña Elisa, su mujer, era baja, delgada y estaba embarazada.

    Había cumplido veintitrés años pero, al contrario de su marido, se

    veía mucho mayor.

    Con ellos estaba Rosalino, uno de los hermanos menores de

    don Eladio. En aquellos días, ambos se encontraban haciendo leña

    para todos los trabajadores del predio. Rosalino vivía

    habitualmente con sus padres en las ex casas patronales del fundo.

    Me sirvieron té de yerba mate, pan amasado recién salido del

    horno y papas cocidas sazonadas con un caldito de ají picante que

    don Eladio preparaba echando chorritos de agua hirviendo y sal, a

    medida que se necesitaba, en un mortero de madera donde yacían

    machacados unos ajíes cacho de cabra.

    Del mortero íbamos sacando el caldito con una cuchara y lo

    regábamos sobre las humeantes papas que doña Elisa iba poniendo

    en los platos, a medida que las anteriores desaparecían en nuestras

    bocas.

    Creyendo que aquella era la última comida del día, acepté

    repetirme de todo.

    El calendario que colgaba en la pared al lado de la ventana,

    mostraba que aquel día era el jueves cuatro de octubre. Don Eladio

    marcaba el paso del tiempo haciendo una cruz sobre las fechas

    transcurridas.

    "Dentro de una semana", pensé, "la Dictadura Militar

    cumplirá un mes en el poder."

    El pollo a la cacerola

    Conversando sobre mis aventuras en la montaña, les conté que mi

    régimen alimenticio había consistido únicamente en harina tostada

    con azúcar, brotes nuevos de helechos y chupones verdes.

    Quedé muy sorprendido ya que al escucharme, doña Elisa no

    pudo reprimir las lágrimas.

    ¿Y no le daban ganas de comer otra cosa?

    Cómo no! Soñaba con un pollo a la cacerola y una botella

    de vino tinto.

    Vino no tenemos, pero ¿quiere que le prepare un pollito?

    me preguntó doña Elisa, sonriendo.

    A pesar de que se tapó la boca con una mano, su sonrisa me

    mostró su incompleta dentadura. Entonces comprendí por qué su

    rostro se veía hundido y avejentado.

    Pensando que la oferta de cocinar un pollo se refería al

    futuro, a los días siguientes, le respondí:

    Claro que sí! Pero yo se lo pago.

    Sin prestar atención a mi oferta, doña Elisa le dijo a su

    marido que mandara a su hermano a comprar chicha de miel a la

    casa vecina. El compañero respondió que iría él mismo y, sin decir

    más, tomó una chuica de cinco litros con forro de mimbre y la fue

    a enjuagar al estero que pasaba frente a la vivienda.

    Salí en pos del dueño de casa para decirle que no le contara

    al vecino que yo era un perseguido político, aunque no le había

    dado mi verdadero nombre.

    Don Eladio me respondió, sonriendo con picardía campesina,

    que había pensado decirle al vecino que yo era un pariente de su

    señora que había llegado de visita. La ocurrencia del compañero era perfecta. Su mujer no era

    del sector y la gente del fundo no conocía a su parentela.

    Mientras don Eladio iba a la casa del vecino, doña Elisa salió

    al patio acompañada de Rosalino y en un dos por tres regresaron

    con un pollo al que le habían tirado el cogote.

    Rosalino trajo agua en un balde, llenó una gran olla hasta la

    mitad y la puso sobre la cocina. En tanto el agua comenzó a hervir,

    doña Elisa retiró la olla del fuego y metió el pollo adentro. Unos

    instantes después, tomándolo de las patas lo sacó chorreando agua.

    Lo colocó en un lavatorio enlozado y comenzó a desplumarlo.

    Cuando el pollo estuvo desnudo, lo destripó y lo despresó.

    En una olla echó un poco de manteca y puso a freír un par de

    cebollas cortadas en rebanadas. Luego puso en el tiesto las presas

    del pollo, unas papas cortadas en cuatro, dos jarritos de agua, un ají

    seco machacado, sal, diversos aliños secos que colgaban de la

    muralla detrás de la cocina y hierbas frescas que había ido a buscar

    a la huerta.

    Cuando don Eladio regresó con la damajuana llena con

    chicha de miel, la cacerola con el pollo ya había comenzado a

    hervir.

    Mientras sobre el campo caía una lluvia torrencial, nosotros

    estuvimos junto a la cocina, conversando y bebiendo chicha dulce

    en plena fermentación, hasta que el pollo estuvo listo.

    Suerte que llegó me dijo don Eladio en broma. Por

    fin voy a probar un pollo de los que mi mujer tenía de reserva!

    Doña Elisa se puso colorada y todos nos reímos.

    Durante la comida mis anfitriones estuvieron muy amables y

    relajados, esmerándose por atenderme"Aquí puede pasar la noche"

    Después de cenar estuvimos conversando de diversos temas hasta

    que, bien entrada la noche, les dije:

    Ha llegado la hora de irme.

    ¿Y dónde va a pasar la noche? me preguntó doña Elisa.

    Por ahí le respondí.

    Está lloviendo muy fuerte!

    Ya encontraré un lugar apropiado.

    Podría haber dormido aquí en la casa terció don

    Eladio. Pero mi hermano está ocupando la cama que tenemos en

    la bodega.

    No se preocupe, yo estoy acostumbrado a dormir a la

    intemperie.

    Permanecimos unos instantes en silencio.

    Le puedo preparar una cama en la cocina vieja me dijo

    don Eladio.

    Le agradecí su oferta, informándole que por cama no se

    preocupara porque yo andaba trayendo una mochila con mantas y

    un saco de dormir.

    Don Eladio me acompañó a buscar la mochila y al regreso

    entramos a una construcción de una sola pieza, separada de la casa,

    donde había un fogón. Antiguamente aquella rancha había servido

    de cocina.

    En el centro de la pieza, directamente sobre el piso de tierra,

    estaba el fogón, que se encontraba en desuso desde la instalación

    en la casa de la cocina de hierro fundido.

    En un extremo de la habitación, don Eladio había construido

    un corralito donde por las noches encerraba al ternero, mientras fue

    pequeño, para apartarlo de la vaca que les daba la leche.. Don Eladio despejó de trastos y herramientas una tarima de

    tablones adosada a una de las murallas.

    Aquí puede pasar la noche me dijo.

    Después de ayudarme a tender mi cama, don Eladio se fue

    dándome las buenas noches, aunque extrañado porque no le quise

    aceptar una frazada extra.

    Mi negativa se debió a que mi ropa de cama era suficiente y

    también a que pensé que si por la noche venían los Militares y me

    veía obligado a escapar, a los campesinos le iba a resultar difícil

    explicar la presencia de ropa de cama en la cocina vieja.

    Continúa la matanza en Entre Lagos

    Aquella noche, alrededor de las diez, un Dirigente Sindical y

    cuatro campesinos que se encontraban detenidos en el Retén de

    Carabineros de Pilmaiquén, fueron sacados de la unidad policial.

    Los Carabineros los llevaron hasta el borde del acantilado del

    salto del río Pilmaiquén y allí los mataron a balazos. Luego

    abrieron sus cuerpos en canal y los lanzaron al agua.

    Los restos mortales de estas personas no fueron encontrados.

    No obstante, la Fiscalía Militar de Valdivia entregó a sus

    familiares los certificados de defunción de tres de ellos.

    La guitarra.

    Desperté a la medianoche, sintiéndome muy mal. Camino a la

    puerta de la rancha, sólo alcancé a llegar al corralito, donde vomité

    la mitad de todo lo que había comido antes de acostarme. La otra

    mitad la expulsé durante el resto de la noche, en partes iguales, por

    ambos extremos. Mi organismo no resistió el repentino exceso de

    comida.

    Llovía con fuerza al acostarme y continuaba lloviendo en la

    madrugada. Antes del amanecer guardé todas mis cosas dentro de

    la mochila y salí de la rancha.

    Subí por la ladera del cerro hasta cruzar el cercado de troncos

    que circundaba el potrero donde pastaba el caballo de don Eladio.

    Al otro lado de aquel cerco había una quebrada con vegetación que

    alcanzaba hasta el bosque de la cima del cerro.

    Escondí la mochila quebrada arriba y regresé hasta el

    cercado. Desde allí se podía ver una de las dos casas campesinas

    ubicadas en la ladera contraria, el sendero que subía desde el río a

    la planicie, la casa de don Eladio y la de su vecino.

    Estuve observando aquel tranquilo paisaje matinal hasta que,

    por sobre el rumor del río, sobresalieron los ruidos que indicaban

    que mis anfitriones ya se habían levantado.

    Don Eladio salió bajo la lluvia con un balde, lo llenó con

    agua del estero y regresó deprisa a su casa. Poco después salió al

    portal y lanzó al patio el agua de un lavatorio. Otro tanto hicieron

    su mujer y su hermano.

    Algunos minutos más tarde, Rosalino salió al patio, lo cruzó

    a la carrera y entró a la rancha del fogón donde yo había pasado la

    mayor parte de la noche. Transcurridos unos momentos, de nuevo

    corriendo bajo la lluvia, el joven regresó a la casa.

    Estimé que había llegado el momento de hacerme presente. Lo primero que me preguntaron

    fue por qué no estaba en la cocina vieja. Yo les conté, omitiendo los detalles desagradables, lo

    que me había sucedido aquella noche.

    Desayuné con ellos, comiendo esta vez en forma moderada.

    Afortunadamente, no volví a sentirme mal.

    Los campesinos que laboraban a la intemperie, no trabajaban

    los días de lluvia. Como aquella mañana llovía sin parar, don

    Eladio y Rosalino no fueron a cortar leña.

    Mientras conversábamos, don Eladio tomó la guitarra de

    Rosalino, que se encontraba colgada de uno de los muchos clavos

    que había en las murallas de la cocina, y comenzó a pulsar las

    cuerdas. Su hermano le dió algunas cortas instrucciones y, casi de

    inmediato, don Eladio comenzó a sacar notas del instrumento. Al

    cabo de unos minutos, tocó una corta melodía.

    ¿Así que toca la guitarra? le dije.

    Es la primera vez que tengo una guitarra en mis manos.

    Pensé que estaba bromeando, pero era cierto. Lo confirmaron

    su mujer y su hermano.

    La sensación de seguridad

    Después de almuerzo dejó de llover y los campesinos salieron a

    cumplir con su trabajo.

    Aproveché la tarde para realizar un rápido reconocimiento

    operativo en la ladera del cerro detrás de la casa. Un sendero subía

    por el borde de la quebrada y luego se dividía. La bifurcación de la

    derecha bajaba a la quebrada hasta el estero que corría por el fondo. Allí don Eladio había abierto a machetazos el último tramo

    de aquella brecha, para que su caballo pudiera bajar a beber.

    El sendero de la izquierda subía hacia la parte superior del

    cerro hasta penetrar bajo los frondosos árboles. En caso de

    emergencia, aquella pendiente ofrecía algunas posibilidades de

    huída.

    Regresé al anochecer. Me reprocharon no haber ido a tomar

    onces con ellos, pero yo les aseguré que me bastaba con compartir

    el desayuno y la cena.

    Aquella noche no volví a dormir en la rancha del fogón.

    Tampoco lo hice en los días siguientes. Me sentía mejor bajo los

    árboles, al borde de la quebrada. Allí tenía la sensación de

    seguridad que había perdido dentro de la cocina vieja.

    Las viviendas podían ser fácilmente rodeadas durante la

    noche, mientras uno se encontraba durmiendo. En cambio, sin

    conocer mi exacta posición en el monte, a los Militares le sería

    muy difícil tenderme un cerco completo. En este caso, siempre

    habría alguna posibilidad de escapar.

    Pronto doña Elisa se acostumbró a verme llegar a comer sólo

    una vez al día.

    El enfrentamiento en Bahía Mansa

    Bahía Mansa debiera llamarse caleta brava, porque no es bahía,

    sino caleta; ni es mansa, sino llena de traicioneras corrientes. A

    poco de inaugurarse el muelle, el primer barco que visitó Bahía

    Mansa naufragó en los roqueríos a la salida de la caleta,

    sorprendido por las corrientes submarinas. De aquella forma murió la ilusión de los osorninos de contar

    con un puerto. Idea introducida por los descendientes de los

    colonos alemanes quienes, durante la Segunda Guerra Mundial,

    recibían en Bahía Mansa las armas que les llevaban los submarinos

    nazis.

    Atraídos por la esperanza de que iba a funcionar un puerto,

    centenares de cesantes, de pobladores sin casa y de campesinos

    expulsados de los fundos de Osorno y de las Provincias vecinas,

    poblaron los cerros de Bahía Mansa.

    Al cerrarse el puerto, como consecuencia del naufragio, la

    mayoría de los recién llegados se fue de la zona, pero allí se

    quedaron los desamparados que no tenían a dónde ir.

    Desde entonces, Bahía Mansa contaba con una población

    estable de varios centenares de habitantes. Aquellos desventurados,

    sin ingresos fijos, sobrevivían muy por debajo del nivel de extrema

    miseria.

    El 11 de septiembre, luego de conocerse el Alzamiento

    Militar, un grupo de jóvenes partidarios de la Unidad Popular se

    trasladó a un sector cercano a Bahía Mansa. Unos días después

    fueron sorpresivamente atacados por fuerzas de Carabineros. Tres

    de ellos buscaron refugio en la choza de un pescador de Bahía

    Mansa.

    El 5 de octubre irrumpió en aquella rancha un contingente de

    Carabineros de Rahue y del Retén de Bahía Mansa. Hicieron salir a

    los jóvenes y, sin mediar palabra, les dieron muerte.

    Entre ellos cayó el Presidente del Comité Provincial de la

    Unidad Popular de Osorno, un joven militante del Partido Radical.

    El Jefe de Plaza informó que los tres jóvenes eran

    extremistas y que habían resultado muertos "cuando el grupo llevó

    a cabo una acción terrorista contra el Retén de Bahía Mansa"; que"estaban involucrados en un plan subversivo contra las Fuerzas

    Armadas", y que "en su poder se había encontrado gran cantidad

    de armamentos y explosivos."

    Aquel mismo día desapareció sin dejar rastros el hermanastro

    de uno de los ejecutados en Bahía Mansa, cuando iba a dicho lugar

    llevándole alimentos a su familiar y sus acompañantes.

    Reinaldo Huentequeo

    Reinaldo Huentequeo estaba casado con María Queule y tenían

    cinco hijos: el mayor de nueve años de edad y el menor, de

    dieciocho meses.

    La vivienda del matrimonio había sido construida en la

    ladera de una pequeña elevación del terreno, cuya pendiente

    terminaba al borde del camino de tierra que, siguiendo las

    sinuosidades del terreno, unía las casas de la colonia Mantilhue.

    La casa se calentaba con el fuego que ardía permanentemente

    en una pequeña cocina de hierro fundido. María se pasaba casi

    todo el tiempo en aquella habitación preparando la comida para su

    marido y sus hijos; amamantando a su hijo menor, y haciendo pan

    con sus hacendosas manos que amasaban la harina con fuerza y

    destreza.

    El resto del día lo ocupaba en ordeñar a la vaca; dar de comer

    a media docena de gallinas alborotadoras y chismosas, a los flacos

    y descoloridos perros y a los chillones cerdos de olor

    penetrante; lavar y remendar la escasa ropa de la familia; hilar lana

    cruda de oveja; tejer chalecos y calcetines para sus y ella misma, y desmalezar la huerta donde las verduras crecían

    bajo la cálida mirada de sus verdes y misteriosos ojos.

    En ocasiones, y sólo por breves instantes, María se quedaba

    en silencio, quieta, mirando al cielo como hipnotizada, sin siquiera

    pestañear, observando volar entre las nubes a los grandes pájaros

    negros que vigilaban atentos desde la altura. En aquellos

    momentos recordaba el sueño que había tenido y se estremecía.

    Sus hijos, como todos los demás niños campesinos, habían

    aprendido desde pequeñuelos a valerse por sí mismos y a prestar

    ayuda en los quehaceres de la casa. El mayor de ellos estaba

    encargado de apartar al atardecer el ternero de la vaca, que su

    madre ordeñaba por la madrugada, mucho antes de preparar el

    desayuno. Todas las tardes, secundados por los perros a los cuales

    esta faena siempre les resultaba muy divertida, los niños rodeaban

    el pequeño rebaño de ovejas para encerrarlo en el corral de

    estacones levantado cerca de la casa.

    Antes del camino pasaba un estero, que en la propiedad de

    Reinaldo formaba un pantano cubierto de juncos donde los tres

    gansos sobrevivientes del hambre del invierno buscaban comida en

    el fango y media docena de patos negro verdosos sumergían sus

    cabezas en el lodo, levantando sus patas al aire al darse impulso.

    El reducido terreno familiar apenas les permitía mantener la

    vaca parida, que cada día les proporcionaba unos pocos litros de

    leche; media docena de ovejas indianas, y tres famélicos chanchos

    que rondaban la casa prestos a abalanzarse sobre los desperdicios

    y, al menor descuido de María, introducirse en el sembrado de

    papas.

    Para sobrevivir, Reinaldo, y los demás pequeños agricultores

    de la colonia, debían trabajar a sueldo en los fundos cercanos.. Los campesinos apenas si tenían conciencia de sus

    miserables condiciones de vida, pues todos los vecinos del entorno

    vivían en la misma forma.

    Una perra de color indescifrable y sus dos cachorros de

    padres desconocidos, formaban la guardia de la casa. Cada vez que

    sentían ruidos extraños en la cercanía o que alguien se acercaba a

    la vivienda o pasaba por el camino, armaban un gran alboroto con

    sus destemplados ladridos. El menor de los perros ladraba siempre

    por cualquier cosa, era el primero en comenzar y el último en

    callarse.

    El sábado 6 de octubre estaba frío y llovía. Después de

    almorzar, toda la familia se había quedado en la cocina. Reinaldo y

    María tomaban mate comentando las noticias que circulaban de

    boca en boca. La tranquila y somnolienta conversación entretejía

    los rumores con los problemas concretos de la casa: que la harina

    estaba subiendo de precio todas las semanas; que había que reparar

    el techo del gallinero; que unos Dirigentes Sindicales campesinos

    habían desaparecido de sus casas; que el techo de la bodeguita

    también se goteaba; que se había visto cadáveres flotando en el río

    Pilmaiquén; que el cerco de la huerta se estaba cayendo solo de

    podrido; que el patrón del fundo vecino aún no había venido y no

    había nadie a quien pedirle un anticipo; que el serrucho apenas

    cortaba, que había que trabarlo y afilarlo; que los Carabineros

    recorrían los campos en las camionetas de los dueños de fundo;

    que el astil del hacha estaba por romperse, que habría que ir al

    monte a buscar un palo de luma para repararla; que no pensaba

    huir porque nunca le había hecho mal a nadie; que "si me fuera,

    qué sería de ti y de los niños"; "que estará de Dios que sucedan

    estas cosas". Reinaldo mateaba mientras sus hijos menores jugaban debajo

    de la mesa. De vez en cuando sopeaba un trocito de pan, que María

    recién había sacado del horno, en el caldito de ají picante

    preparado con agua hirviendo directamente en el mortero de

    piedra.

    De pronto los perros comenzaron a ladrar y el cachorro,

    como de costumbre, se lanzó a la carrera hacia el camino.

    ¿Quién podrá ser? dijo Reinaldo.

    El mayor de los niños se levantó con presteza y miró por la

    ventana a través del plástico semi transparente que reemplazaba los

    vidrios rotos.

    Vienen los Carabineros! dijo.

    Un pelotón de Carabineros armados de fusiles automáticos

    subía hacia la casa tomando precauciones de guerra. En el patio de

    la pobre vivienda, ante la extrañeza y el pánico de sus moradores,

    los uniformados se desplegaron tomando posiciones de combate,

    sin dejar de apuntar sus armas hacia la casa.

    Los dueños de fundo que conducían las camionetas, se

    habían quedado en el camino protegidos detrás de sus vehículos.

    Reinaldo se puso el sombrero y, sin chaqueta, se asomó a la

    puerta. Allí se encontró apuntado por una docena de amenazantes

    fusiles.

    Buenas tardes! saludó el campesino, al tiempo que

    empujaba hacia adentro las cabecitas de sus hijos que se asomaban

    por sus costados. ¿Qué se les ofrece?

    ¿Reinaldo Huentequeo?

    Pa'servirle.

    Arriba las manos!

    Pero, ¿qué he hecho yo?

    Cállate, mierda! Manos a la nuca y camina pa'cá! Apúrate, desgraciado!

    Vacilante, Reinaldo salió al patio, bajo la lluvia. El vacío que

    dejó en el rectángulo de la puerta lo llenó de inmediato su mujer.

    ¿Qué pasa con mi marido?

    Atrás! gritó amenazante un Carabinero que se interpuso

    entre la mujer y su esposo.

    Al lado de María, cinco pares de ojitos miraban con espanto

    cómo su padre era castigado por los Carabineros. Al escuchar el

    llanto de sus hijos y los desesperados gritos de su mujer, Reinaldo

    se resistió a caminar, pero entonces arreciaron los culatazos. No le

    quedó más remedio que seguir hasta el camino.

    Al ver cómo el fuerte viento agitaba las mantas de los

    Carabineros, mientras éstos golpeaban sin piedad a su marido,

    María recordó aquel sueño en el que los grandes pájaros negros

    descendían desde lo alto y se abatían sobre Reinaldo para

    destrozarlo a picotazos.

    Entonces, gritó:

    No lo maten! No lo maten!

    Pero se arrepintió de inmediato, atemorizada, al recordar que

    su madre siempre le había dicho que los sueños malos no se debían

    contar, para que no salieran ciertos.

    Desde el camino, en medio de los golpes y de la lluvia,

    Reinaldo escuchó los gritos de su mujer y se estremeció.

    En la camioneta estacionada a la vanguardia había dos

    campesinos del lugar. Estaban sentados en el piso de la bandeja del

    vehículo, con las manos atadas. Antes de subir a Reinaldo junto a

    los campesinos, le amarraron las manos a la espalda.

    Cuando todos los Carabineros estuvieron arriba de los

    vehículos, un Oficial ordenó:

    Al primer movimiento sospechoso: Tiren a matar! A su orden, mi Teniente! respondieron los Carabineros

    y luego se acomodaron en las bandejas de las camionetas,

    tapándose con sus mantas para guarecerse de la lluvia que,

    indiferente a estos luctuosos sucesos, caía con entusiasmo.

    Cuando los vehículos se pusieron en marcha, Reinaldo pudo

    mirar hacia su casa. Vió a su mujer con el menor de los niños en

    sus brazos y a sus otros hijos formando un coro de llanto

    encaramados en los estacones del cerco de la huerta. Una vecina

    subía hacia su casa bajo el aguacero, cubriéndose la cabeza con un

    chal. Al tomar la camioneta la primera curva del camino, la escena

    desapareció de golpe y la lluvia, dándole de lleno en la cara,

    disimuló sus lágrimas.

    Rumbo al pueblo de Río Bueno, los vehículos se fueron por

    el camino enripiado atravesando los campos cubiertos de fértiles

    lomas empastadas. Dando tumbos en los baches, las camionetas

    iban espantando a las bandadas de tordos que huían a refugiarse en

    las profundidades de los bosquecillos de las quebradas.

    A la Comisaría de Carabineros de Río Bueno entraron por un

    portón que daba a una calle lateral. En el patio del recinto policial,

    los Carabineros bajaron a los prisioneros de los vehículos en medio

    de golpes, insultos y amenazas.

    En la Sala de Guardia, los despojaron de sus documentos de

    identidad y objetos de valor y después, sin registrarlos en el Libro

    de Partes, los encerraron en un pestilente calabozo.

    Era una antigua caballeriza donde había otros tres

    campesinos, desconocidos para los recién llegados. Cuando los

    Carabineros cerraron las puertas de la pesebrera, los detenidos

    conversaron entre sí. Ninguno sabía el motivo por el cual había

    sido detenido y nadie se sentía culpable de nada. Cada cual pensaba que, en su caso, había un error, una equivocación, un mal entendido que pronto sería remediado. Todos

    tenían la esperanza de que más temprano que tarde serían puestos

    en libertad.

    Sin embargo, las horas pasaron y nada sucedía. Finalmente,

    la noche llegó junto con los primeros síntomas de desaliento.

    Cerca de la medianoche, cuando los campesinos ya estaban

    dormitando, los despertó la puerta que se abrió con gran estrépito.

    Entraron los Carabineros y a golpes los sacaron a todos al

    patio. Allí los subieron a un furgón cerrado y aseguraron las

    puertas por fuera. Un pelotón de Carabineros subió a un segundo

    vehículo y ambos furgones salieron de la Comisaría.

    Los vehículos abandonaron Río Bueno por el camino viejo a

    San Pablo y por aquella vía llegaron hasta el puente colgante para

    peatones sobre el río Pilmaiquén.

    Los Carabineros descendieron en silencio y se apostaron al

    borde del barranco. Un Oficial abrió las puertas del furgón, hizo

    bajar a los campesinos y les ordenó:

    Vamos, crucen el puente!

    El río venía crecido con las últimas lluvias. Una decena de

    metros por debajo del angosto puente pasaban las aguas, oscuras y

    arremolinadas. Cuando el primer campesino de la fila llegó a la

    mitad del puente, los Carabineros comenzaron a disparar sus

    fusiles automáticos.

    Reinaldo escuchó la primera ráfaga mezclada con los gritos

    de espanto y de dolor de sus compañeros y, sin pensarlo dos veces,

    saltó al río. Se sumergió profundamente y las aguas lo arrastraron.

    Salió a la superficie medio centenar de metros río abajo.

    Los Carabineros corrían como fieras enloquecidas por la alta

    ribera, disparándole a los campesinos para rematarlos que la corriente lo alejara de los asesinos, Reinaldo recibió una

    ráfaga en una pierna.

    Un Carabinero, que lo vio luchando para no hundirse,

    exclamó:

    Quedó uno vivo, mi Teniente! Quedó uno vivo!

    Va herido, mi Teniente, yo le di! gritó otro.

    Entonces no irá muy lejos dijo el Teniente. Mañana lo

    rastrearemos.

    Reinaldo sentía su pierna izquierda inmovilizada. El dolor

    era intenso, pero el frío del agua le impedía perder el

    conocimiento. A duras penas podía mantenerse a flote. Braceando

    para no hundirse, se dejaba arrastrar por la corriente salvadora.

    Comprendía que su vida dependía del río, de la fuerza de la

    corriente que lo alejaba de los asesinos, pero sentía que las fuerzas

    lo estaban abandonando. Sólo el recuerdo de su mujer y sus hijos

    llorando frente a su casa, le daba ánimos para seguir luchando.

    Por un momento le pareció estar soñando una dolorosa

    pesadilla. Se abandonó al sueño pero, inmediatamente, las aguas lo

    cubrieron. Entonces reaccionó y siguió luchando.

    La distancia y el rumor del río finalmente apagaron los gritos

    de los Carabineros. También dejaron de escucharse los disparos.

    Entre los arbustos de la orilla, sobre el barranco, divisó una

    lejana lucecilla. Era una casa campesina. No intentó salir del río en

    ese lugar pensando que aún estaba demasiado cerca de sus

    verdugos.

    Flotando Río abajo, vio cómo otros puntos de luz asomaban

    y desaparecían al ser ocultadas por los matorrales de la ribera.

    Sentía el cuerpo adormecido por el frío y perdió la noción del

    tiempo transcurrido. Le pareció escuchar de nuevo las. Antes de detonaciones y los gritos de dolor de sus compañeros. Comprendió

    que estaba delirando.

    Una extraña sensación de abandono le producía el deseo,

    cada vez más irresistible de entregarse, de dejarse tragar por las

    aguas, de hundirse para siempre.

    La pierna herida no la podía mover, le pesaba como un

    tronco. Comenzó a temblar. Primero le tembló la boca, luego le

    temblaron los brazos y, por último, sintió un calambre en el

    estómago.

    Ya no resistía más, se estaba quedando sin fuerzas. Tuvo la

    certeza de que si no salía del río de inmediato, moriría ahogado sin

    remedio. Haciendo un esfuerzo supremo comenzó a bracear para

    acercarse a la orilla más próxima.

    Con desesperación, se tomó de los mimbres de la ribera. A

    punto de desfallecer, comprobó con desaliento que los troncos y

    las raíces entreverados en el agua, no le permitían salir a tierra

    firme.

    Sujetándose de las ramas, que besaban el agua, avanzó río

    abajo hasta una pequeña ensenada donde flotaba un pequeño bote

    de madera. Allí, antes de desmayarse, logró pasar medio cuerpo

    sobre unas raíces que sobresalían del agua.

    El dueño de aquella embarcación era un viejo campesino que

    todas las noches, antes de acostarse, iba a lanzar su anzuelo al río

    para probar suerte. Aquella noche llegó a la ensenada en compañía

    de sus perros, con una larga picana de coligüe en sus manos.

    Arriba del bote preparó la carnada y, en el instante en que lanzaba

    la plomada con el anzuelo a la corriente, lo vio.

    No era el primero. Otros ya habían pasado por el río en los

    últimos días. Incluso a uno, que también se había enredado en lasraíces, muy cerca de allí, lo había empujado a la corriente con la

    misma garrocha que tenía en sus manos.

    Había procedido de aquella manera para evitarse los

    problemas que tuvo uno de sus vecinos con los Carabineros,

    cuando fue a dar cuenta de que el cadáver de un desconocido se

    había varado en la playita de su propiedad. Los Carabineros le

    habían dado una zumba de palos, ordenándole que lanzara el

    muerto al agua y se olvidara de todo. Si así no lo hacía, le habían

    amenazado, él mismo iría a parar al fondo del río.

    Santiguándose, el viejo empujó al muerto con su coligüe,

    tratando de desenredarlo de las raíces donde se encontraba.

    Al tercer picanazo, el muerto agarró el palo y le dijo:

    Ayúdeme!

    El viejo casi se cayó al agua del susto. Quiso retirar el

    coligüe pero el muerto, que no le soltaba la picana, volvió a decir:

    Ayúdeme, por favor!

    Aterrado, el viejo no sabía qué hacer. Una cosa había sido

    empujar a la corriente a un muerto silencioso e inmóvil y otra muy

    distinta era negarle ayuda a un muerto que la imploraba y que, más

    encima, no le soltaba la garrocha.

    Presa del pánico, el viejo seguía tirando con fuerza de su

    caña, en su afán por quitársela al muerto. Como éste no la soltaba,

    terminó arrastrándolo hasta el bote.

    Los perros, al ver a Reinaldo, comenzaron a ladrar.

    Los ladridos de sus animales devolvieron al viejo la calma.

    Entonces tomo conciencia de que el muerto era un herido y no un

    hombre muerto.

    Haciendo grandes esfuerzos, el anciano ayudó al herido a

    llegar hasta su casa. Ave María, cómo viene este cristiano! exclamó la

    mujer del viejo cuando Reinaldo entró a la cocina. Dios santo,

    está sangrando!

    Está herido dijo el viejo.

    ¿Qué le pasó?

    Nos balearon en el puente colgante. Éramos seis. Yo me

    tiré al río, pero igual me dieron.

    ¿Y los demás?

    Me creo que todos están muertos.

    ¿Quiénes lo hicieron?

    Los Carabineros de Río Bueno.

    Mañana se tendrá que ir sentenció el viejo.

    No puedo caminar.

    Aquí no se puede quedar.

    Tengo cinco hijos.

    Aquí todos corremos peligro.

    Cállate, viejo! terció la anciana. Tenemos que

    socorrer a este cristiano!

    Ayudaron a Reinaldo a sacarse la ropa, lo tendieron sobre

    una pallasa que el viejo trajo de algún lugar de la casa y lo

    cubrieron con una manta. Con la ayuda de un inmenso y

    antiquísimo par de tijeras, la mujer comenzó a transformar en

    vendas una vieja sábana hecha con sacos harineros. Luego,

    mientras el viejo estrujaba la ropa de Reinaldo antes de colgarla en

    los alambres que había detrás de la cocina a leña, la anciana le

    examinó y le vendó las heridas. Cuatro proyectiles le habían

    impactado en la pierna, provocándole horribles heridas.

    Tiene que verlo un médico dijo la anciana. La pierna

    está destrozada. Así usted no se puede ir a ninguna parte. El viejo, que había puesto la tetera con agua sobre la cocina,

    se ocupaba de atizar el fuego. Después de vendarle la pierna

    herida, le sirvieron una taza de té y un par de aspirinas.

    Es lo único que tenemos le dijo la anciana.

    Usted no puede quedarse mucho tiempo insistió el viejo.

    ¿Qué vamos a hacer? Dios mío! exclamó la anciana.

    Aquí no hay dónde esconderlo.

    Si vienen, lo van a encontrar terció el viejo.

    Mis amigos me podrían ayudar explicó Reinaldo.

    Pero habría que avisarles.

    Eso haremos dijo la anciana. Pero ahora, será mejor

    que duerma.

    Reinaldo trató de dormir pero le dolía la cabeza y le había

    subido la temperatura. Le parecía que la pieza daba vueltas y que

    él giraba junto con ella.

    De pronto los perros ladraron y salieron a la carrera hacia el

    camino. El miedo le hizo temblar, casi no podía respirar. Los

    perros regresaron, había sido una falsa alarma. Tal vez alguna

    liebre había pasado demasiado cerca de la casa.

    De nuevo el silencio, roto por pequeños ruidos nocturnos,

    envolvió la vivienda. En la pieza contigua, los ancianos dormían.

    El viejo se revolvía intranquilo en su lecho y roncaba lanzando

    asmáticos silbidos.

    Reinaldo no lograba conciliar el sueño. Cuando el

    agotamiento terminó por dormirlo, tuvo una pesadilla: sus hijos

    corrían llorando por la alta ribera del río, mientras los Carabineros,

    saltando entre los niños, reían, le hacían morisquetas y le

    disparaban; se encontraba de nuevo en el puente colgante, sin

    poder saltar al río, enredado en las viscosas pasarelas que lo

    retenían; caía al agua lentamente, una y otra vez, entre los gritos de agonía de sus compañeros; las balas lo alcanzaban nuevamente en

    la pierna.

    Entonces despertó. La pierna le dolía. Estaba empapado en

    sudor y, sin embargo, sentía frío. La cabeza le zumbaba.

    El silencio de la noche amplificaba todos los mínimos ruidos

    del campo. A cada instante, Reinaldo creía escuchar las pisadas de

    los Carabineros que venían en su busca.

    Cuando una tenue claridad anunció la llegada del amanecer,

    la anciana se levantó y encendió el fuego. Reinaldo quiso

    acomodarse en su lecho, pero no pudo. Tenía la pierna muy

    hinchada y cuando la quiso mover, el dolor le arrancó un gemido.

    Pronto la tetera comenzó a hervir y la dueña de casa regresó

    a la cocina a preparar el desayuno. Afiebrado, por un momento

    Reinaldo confundió a la anciana con María, su mujer, y los ojos se

    le llenaron de lágrimas.

    Aquel mismo día, el viejo escribió una carta citando a un

    amigo de Reinaldo a la parada de autobuses de Río Bueno. Dos

    días después, la anciana se reunió con un hombre joven que se le

    acercó en tanto ella descendió del bus, vestida con su abrigo azul.

    ¿Cómo está mi amigo? preguntó el joven, después de

    comprobar que aquella mujer era la persona vestida de azul con la

    cual iba encontrarse.

    Mal. Está herido, tiene que verle un médico y se encuentra

    en peligro.

    Mañana lo iremos a buscar, señora.

    ¿Y no podría ser hoy mismo?

    Es muy difícil. Tenemos que conseguir un vehículo y

    ubicar un lugar seguro donde llevarlo.

    A la mañana siguiente, un automóvil llegó frente a la casa de

    los ancianos. Dos hombres jóvenes descendieron y se encaminaron hacia la vivienda. Ladrando, los perros los salieron a recibir.

    Detrás de los canes llegó el dueño de casa haciéndolos callar.

    Anoche vinieron los Carabineros dijo llorando la

    anciana.

    Sí confirmó el viejo. Y se lo llevaron.

    "Nadie ha venido"

    Al tercer día en casa de don Eladio, ya no tenía ninguna duda

    acerca de la lealtad de aquellos campesinos. Por lo que decidí

    retribuirles de igual modo. Cuando don Eladio regresó por la tarde

    de su trabajo, yo le estaba esperando en el sendero de la ribera del

    río cordillerano. Quería darle a conocer un par de asuntos muy

    importantes.

    Don Eladio le dije: Tengo que ser leal con usted, del

    mismo modo como usted lo es conmigo. Quiero que usted sepa que

    si los Carabineros o los Militares me encuentran viviendo en su

    casa, usted también será fusilado. Si esto a usted le da miedo o si

    tuviera miedo en el futuro, le ruego que me lo haga saber para irme

    a otra parte.

    Eso ya lo sabía, don Hugo me respondió don Eladio con

    toda sencillez. Usted no necesita irse a ninguna parte.

    La respuesta del campesino me emocionó y no pude

    encontrar las palabras para responderle. Se me hizo un nudo en la

    garganta. Luego de un largo silencio le estreché la mano,

    diciéndole:

    Gracias, compañero!

    Después de un momento, pude agregar: Necesito preguntarle algo muy importante, don Eladio, y

    quiero que usted me responda con toda confianza.

    ¿Qué sería?

    ¿Sabe usted si en el fundo hay Dirigentes de Osorno?

    Que yo sepa, no hay nadie.

    Después del golpe, ¿vino algún Dirigente?

    No, don Hugo. Nadie ha venido.

    La comprobación de que era falso el relato de mi guía, acerca

    de la presencia en aquel fundo de Darío y de otros Dirigentes

    Regionales, me produjo una gran decepción. Me encontraba solo

    en aquel rincón de la Provincia de Osorno, aislado y sin ningún

    contacto con el Partido. Mi situación era sumamente delicada.

    Tendría que ingeniármelas para salir adelante, partiendo de cero.

    No tan de cero, pues contaba con el apoyo de aquellos campesinos.

    Don Eladio le dije: ¿Me podría cortar el pelo? Creo

    que lo tengo demasiado largo.

    Yo no sé cortar el pelo me respondió. Y mi señora

    tampoco. Tendría que pedirle al peluquero del fundo que viniera.

    ¿Es una persona de confianza?

    Es hermano mío. Pero no hay necesidad de decirle quién

    es usted. Le diré que es un familiar de mi señora.

    Entonces, pídale que venga, por favor. Para que no tenga dudas le pagare por su trabajo.

    El Regidor de Rió Negro.

    Mario Sandoval, Regidor Comunista de Río Negro desapareció el 7 de Octubre. Después de haber sido aprendido el 17 de Septiembre, estuvo detenido sucesivamente en la Comisaría de Carabineros de Río Negro, en el Regimiento Arauco, en la Penitenciaría de

    Osorno y, finalmente, en el Estadio Español, convertido en campo

    de concentración por los Militares.

    Casi a diario lo llevaban al Hospital nuevo, que los Militares

    eufemísticamente llamaban Centro de Interrogatorios, donde

    funcionaban los equipos de torturadores de la Fiscalía Militar.

    El 7 de octubre, Sandoval volvió alegre y optimista de su

    rutinaria visita al Hospital nuevo. El Fiscal Militar le había

    comunicado que aquel mismo día iba a quedar libre. En el Estadio

    Español recogió sus frazadas y se preparó para regresar a su casa

    en Río Negro.

    Cuando llegó la hora, salió por la puerta principal. Afuera lo

    estaban esperando los Carabineros de su pueblo, quienes lo

    subieron a una camioneta y partieron. Desde aquel momento,

    Mario Sandoval desapareció para siempre.

    Osorno y la Reconstrucción Nacional

    El 8 de octubre, el Diario La Prensa de Osorno informó:

    Que, en la Provincia, los aportes a la Reconstrucción Nacional

    superaban los cinco millones de escudos; que más de dos millones y

    medio de escudos correspondían a las donaciones en efectivo, alrededor

    de un millón ochocientos mil escudos en dólares, más de un millón de

    escudos en marcos alemanes, y casi cien mil escudos en pesos oro; que el

    Obispo de la Diócesis, Monseñor Francisco Valdés, se había apersonado

    al Banco Central de Chile, Sucursal Osorno, a donar su anillo episcopal

    de plata con aplicaciones de piedra amatista, regalo de su familia en

    ocasión de su consagración como sacerdote y de una Cruz de Malta

    Pectoral de plata con incrustaciones de piedras finas y cadena también

    de plata, de fabricación mexicana, y que el Obispo había declarado

    con suma modestia, que se sumaba a la Patriótica Campaña en

    favor de Chile.

    Las donaciones del prelado a la Reconstrucción Nacional

    no causaron demasiado impacto entre los fieles de la Diócesis,

    debido a que su aporte sólo consistió en joyas de plata de valor

    meramente simbólico.

    El Obispo tuvo la acertada premonición de no entregarle a

    los Militares sus joyas de oro fino, ya que después se sabría que las

    joyas más valiosas fueron a parar a manos de las esposas de los

    más Altos Oficiales.

    Dos semanas más tarde, el Diario se vio obligado a rectificar

    artificialmente la cifra recolectada, subiéndola a más de cincuenta

    millones de escudos.

    Suprimido el Día de la Raza

    El 8 de octubre, por la noche, el locutor de la Cadena Nacional de

    Radiodifusión, informó que la Junta Militar,

    "teniendo presente la imperiosa necesidad de incrementar la actividad

    del país para la consecución de los objetivos de la Reconstrucción

    Nacional",

    había suprimido como feriado el 12 de octubre, aniversario de la

    llegada a América de Cristóbal Colón, que en Chile se

    conmemoraba con el nombre de Día de la Raza.

    Doña Elisa y el peluquero

    Doña Elisa era una campesina hacendosa, preocupada de mantener

    limpia y ordenada su casa; preparar la comida; amasar la harina,

    repitiendo cotidianamente el milagro del pan; satisfacer a su

    marido hasta en los detalles más nimios; lavar, remendar y

    aplanchar la ropa; dar de comer a las gallinas, que por nada

    creaban bulliciosos tumultos en el patio, y a los patos, que nunca

    tenían suficiente con lo que obtenían en el fango del pajonal a la

    orilla del estero; alimentar a la pareja de cerdos, que merodeaban

    alrededor de la vivienda en busca de desperdicios comestibles y

    recorrían incansables el cerco de estacones prestos a abrir una

    brecha para realizar fulminantes y dañinas incursiones en la

    siembra de papas; atender la huerta, y cuidar a los perros

    guardianes de la casa, a quienes el invierno había debilitado al

    punto de que sólo ladraban en caso de fuerza mayor, cuando ya no

    les quedaba más remedio.

    Doña Elisa, su marido y la mayoría de los campesinos de la

    zona, eran analfabetos. Sus conocimientos y su sabiduría no les

    había llegado a través de los libros.

    Después de la jornada de trabajo, don Eladio llegó aquel día

    en compañía del peluquero del fundo. Era un joven campesino que

    había aprendido a cortar el pelo en la milicia.

    Sentado al aire libre, con el torso desnudo, porque nunca he

    soportado que los pelos se me metan por el cuello de la camisa a

    irritarme la espalda y el pecho, me puse en manos del peluquero.

    Premunido de tijeras y una peineta, el joven acometió su tarea con seguridad y luego emparejó el corte con una gastada maquinilla de

    peluquero.

    Cuando hubo terminado su trabajo, me miré al espejo y ví

    con satisfacción que me había cortado el cabello al estilo

    campesino, precisamente como yo lo quería. Nadie que me hubiese

    visto entre ellos habría podido descubrirme por el corte de pelo.

    Como los días ya no eran tan fríos, yo no usaba mi chaquetón

    de cuero. Vestía un chaleco de lana sobre la camisa. De esta forma,

    mi apariencia campesina era casi perfecta.

    El peluquero recibió la paga prometida y se fue muy contento

    con la generosa propina.

    El Almirante Huerta en las Naciones Unidas

    Aquel día se presentó ante la Asamblea General de las Naciones

    Unidas el Canciller de la Junta Militar, el Almirante Huerta.

    La Cadena Nacional de Radiodifusión había anunciado de

    antemano que iba a transmitir el discurso completo del Almirante,

    adelantando que éste "iba a emplazar al marxismo internacional y

    de paso desmentir su campaña de calumnias en contra de la Junta

    Militar que gobernaba Chile."

    Al llegar la hora del discurso, todo Chile, por distintas

    razones, contuvo el aliento. En tanto el Presidente de la Asamblea

    General le dió la palabra al enviado especial de la Junta, en la

    sala de las Naciones Unidas estalló una rechifla fenomenal, que

    duró más de media hora. Fue la muestra de rechazo más

    contundente jamás escuchada en la historia de aquel organismo

    internacional. La Cadena de Radiodifusoras de los Militares transmitió

    completo el incidente, no pudiendo cortar la transmisión, para no

    perderse las primeras palabras del Almirante.

    Cada vez que el Almirante Huerta intentaba iniciar su

    discurso, era interrumpido por los gritos y la silbatina.

    En las cárceles de todo Chile, los presos políticos, que habían

    sido obligados a escuchar al representante de la Junta Militar, no

    cabían en sí del regocijo.

    En medio de las interrupciones, entre otras muchas cosas que

    prometieron y que nunca cumplieron, el Almirante dijo:

    Las Fuerzas Armadas y Carabineros han asumido la tarea de

    reorientar a nuestro país por la senda de la libertad y de la ley. Una vez

    alcanzada nuestra meta, no titubearemos en retirarnos a nuestros

    cuarteles y barcos.

    Debemos actuar de buena fe y reconocer que el progreso en la

    comunidad internacional organizada se alcanza fundamentalmente a

    través del respeto a los principios básicos de la organización tales como

    la Declaración de Derechos Humanos.

    Se perdió el rastro de Panguinamún

    El indígena huilliche José Panguinamún, Dirigente del Comité de

    Pobladores Sin Casa de Osorno y ex candidato a Regidor del

    Partido Socialista, fue llamado por Bando y se presentó ante la

    Fiscalía Militar.

    Después de ser interrogado con golpes y descargas eléctricas,

    amarrado desnudo sobre un catre metálico, Panguinamún fue

    dejado en libertad a fines de septiembre. El 9 de octubre Panguinamún estaba

    trabajando en el cruce Lynch, donde fue detenido por un Carabinero retirado que en

    aquellos días recorría las calles de Osorno a la caza de partidarios

    de la Unidad Popular.

    En una camioneta particular fue llevado a la Tercera

    Comisaría de Carabineros de Rahue, donde fue bárbaramente

    torturado.

    A medianoche lo sacaron del calabozo y desde entonces se

    perdió todo rastro de su persona.

    La avioneta de reconocimiento

    El 10 de octubre, a media mañana, bajé al río a bañarme. El rápido

    río cordillerano discurría por un amplio lecho de redondas piedras,

    produciendo un fuerte rumor. Junto a la corriente, el ruido del río

    ahogaba casi todos los sonidos que procedían del entorno.

    Frente al desvío del camino que llevaba a la casa de don

    Eladio, en la ribera del río crecían unos árboles de pequeño

    tamaño. Junto a ellos había unas rocas donde el río formaba un

    pozón.

    Siempre pendiente de la súbita aparición de la avioneta de los

    Militares, me bañé de prisa cerca de los matorrales. Pensando que

    en caso de haber sido necesario, entre ellos me habría podido

    ocultar.

    La razón de mis precauciones era que en aquella época del

    año, un campesino bañándose en el río habría despertado las

    sospechas de los tripulantes del avión. El frío chorro de agua que entraba al pozón del río me sacó el

    jabón del cuerpo en pocos segundos y de inmediato salí a secarme

    con mi toalla.

    Luego me vestí con rapidez y antes de ponerme las botas, fui

    hasta un sitio donde el río pasaba sobre unas piedras lisas a

    lavarme los pies, que se me habían ensuciado con la greda de la

    ribera junto al pozón.

    Cuando regresaba a recoger la toalla, apareció la avioneta.

    El rumor del río había ahogado por completo el ruido de su

    motor. Como ya era muy tarde para refugiarse entre los matorrales,

    regresé hacia el río tratando de mostrar completa calma.

    El aparato venía a poca altura remontando el curso del río.

    Nunca antes, como en aquellos momentos, un avión había volado

    más lentamente que aquél. Casi directamente sobre mi cabeza giró

    hacia el norte y el piloto aceleró el motor para tomar altura y volar

    sobre la meseta.

    Entonces miré hacia arriba, pensando que ningún campesino

    en aquellas circunstancias iba a dejar de hacerlo. Me puse la mano

    a modo de visera ante los ojos, porque fue lo único que se me

    ocurrió para ocultar a medias mi rostro.

    Confundiéndome con un campesino, los tripulantes de la

    avioneta pusieron rumbo al norte en busca de los guerrilleros.

    El primer contacto con el Partido

    El 10 de octubre le pregunté a don Eladio si conocía a don Pablo,

    un viejo campesino Socialista que vivía en el caserío cercano. Don Pablo era un pequeño agricultor conocido y respetado

    en la zona. Aconsejado de su instinto, el viejo se había marchado a

    Santiago inmediatamente después del golpe.

    Don Eladio conocía a don Rudecindo, un pequeño agricultor

    también vinculado al Partido, quien había sido pasado por alto por

    la represión. Después de asegurarme, mediante una serie de

    preguntas a mi anfitrión y recurriendo a mi memoria, que aquel

    campesino era un hombre de confianza, decidí enviarle una nota

    para informarle de mi presencia en la zona.

    Don Eladio me había dicho que era analfabeto, por eso le

    entregué un pequeño papelito donde había escrito mi apellido, con

    la recomendación de que se lo comiera si era interceptado por los

    Carabineros antes de entregárselo a su destinatario.

    Don Rudecindo recibió mi mensaje. Después de leerlo

    encendió un cigarrillo y con el mismo fósforo quemó el papelito.

    Dígale al compañero que iré a verlo a fines de la próxima

    semana le dijo a don Eladio.

    El banquete

    El 11 de octubre, doña Elisa me comunicó que la señora Ernestina,

    su vecina, me invitaba a tomar onces a su casa. Temprano por la

    mañana había venido el hijo de la vecina con el recado.

    Me sorprendió la invitación. Los vecinos de don Eladio no

    sabían quién era yo y, sin embargo, me invitaban. Aquella

    demostración de amistad era muy favorable, pero yo no dejaba de

    pensar que no era conveniente que todo el mundo estuviese

    enterado de mi presencia en el fundo. A doña Elisa le participé mi duda: iba o no iba.

    Si yo fuera usted me dijo doña Elisa, yo iría. Y

    agregó con picardía: Por la mañana, los vecinos andaban

    corriendo detrás del pavo.

    En los alrededores de la casa vecina yo había visto un

    enorme pavo de color negro, pavoneándose entre los gansos, los

    patos y las gallinas que lo miraban de reojo, coquetamente. Miré

    por la ventana. En la explanada delante de la casa de doña

    Ernestina pude ver los cuatro gansos de siempre, pastando

    orgullosamente alejados de los patos. También estaban las gallinas

    que escarbaban con energía la tierra cerca de la casa, recogiendo

    lombrices y gusanos a picotazos, mientras el gallo caminaba entre

    ellas como de costumbre, dándose importancia. Pero el negro y

    orgulloso pavo de roja cabeza y papada no se veía por ninguna

    parte, parecía haberse esfumado. El delicioso recuerdo del sabor de

    la carne de pavo me decidió a aceptar la invitación de la vecina. Mi

    mala conciencia la calmé explicándole a doña Elisa que iría para

    no desairarla.

    Don Ligorio, el vecino, también era trabajador del fundo. En

    aquella casa vivía con doña Ernestina, su mujer y los dos hijos de

    ambos. La vivienda era exactamente igual a la que ocupaban mis

    anfitriones. La casa de don Ligorio estaba ubicada río arriba sobre

    una elevación del terreno, a unos trescientos metros de distancia de

    la vivienda de don Eladio.

    La montaña cubierta de bosque comenzaba doscientos

    metros más allá de la casa de don Ligorio. A la izquierda, el río

    cordillerano salía por un cañadón de entre los cerros.

    Las casas campesinas ubicadas al otro lado del río, en la

    falda del cerro, pertenecían a dos pequeños propietarios cuyos terrenos colindaban con el predio intervenido. El río era el límite

    natural entre aquellas parcelas y el fundo.

    A media tarde me dirigí a la casa de don Ligorio. Tres

    enormes canes me salieron al encuentro y estuvieron a punto de

    morderme porque el hijo de la vecina se demoró un poco en salir

    en mi socorro y yo no quise presentarme ante mis anfitriones

    dándole de palos a sus perros guardianes.

    Muy contenta, Doña Ernestina salió a recibirme en compañía

    de su única hija, una muchacha de trece años que se mantuvo a

    cierta distancia entre curiosa y avergonzada, mientras su hermano

    menor a duras penas mantenía alejados a los perros.

    La señora me hizo pasar a la cocina donde un gran puchero

    hervía sobre el hornillo de la cocina de hierro con las alas, el

    cogote, las patas y las vísceras del gigante gallináceo. Entretanto,

    la pechuga y un muslo del enorme pavo se asaban en el horno.

    Mientras esperábamos al dueño de casa, doña Ernestina me

    sirvió chicha de miel, aquella que había probado el día de mi

    llegada a la casa de don Eladio. Avisado del sacrificio del

    plumífero y de mi visita, Don Ligorio regresó temprano.

    Aquella tarde me sirvieron un menú de reyes: una cazuela de

    pavo como nunca antes había probado y pavo asado con papas

    doradas al horno, todo abundantemente regado con chicha de miel,

    que era una especialidad de don Ligorio.

    Después de la comida conversamos largamente. Al enterarse

    que yo había extraviado mi jockey y andaba sin sombrero, Don

    Ligorio fue a la huerta y me trajo el viejo y deteriorado sombrero

    que tenía puesto el espantapájaros. Con toda seriedad, me lo

    regaló. Luego me informó en detalle hacia donde conducía cada uno

    de los senderos que se adentraban en la montaña, por diferentes

    puntos, detrás de su casa.

    Ya entrada la noche, con el pretexto de la lluvia torrencial

    que caía implacable, no dejaron que me fuera. Dormí en la cabaña

    del fogón, con el fuego encendido durante toda la noche y tapado

    con unas mantas que ellos me facilitaron.

    Al día siguiente, mientras desayunábamos, tuve que

    aceptarles la invitación a cenar por la tarde, donde devoramos la

    mitad de la pechuga sobrante del día anterior. Aquella noche debí

    prometerle a la dueña de casa que volvería a menudo a comer con

    ellos.

    Esta invitación de doña Ernestina me sirvió para aliviarle en

    parte el trabajo a doña Elisa.

    El Día de la Raza

    En cumplimiento de lo dispuesto por la Dictadura Militar, aquel 12

    de octubre, el renombrado Día de la Raza, no fue festivo.

    Don Eladio salió temprano a trabajar, como todos los días, y

    yo aproveché el tiempo para enseñarle a leer y escribir a doña

    Elisa.

    Recordando que en las campañas de alfabetización de Cuba,

    los alfabetizadores lograban mucho éxito comenzando por

    enseñarle a escribir su nombre a los adultos analfabetos, yo hice

    otro tanto.

    Al comienzo doña Elisa tenía vergüenza, pero en tanto pudo

    dibujar la letra E se fue entusiasmando y aprendió a escribir su nombre con una rapidez que me dejó asombrado. Quedamos de

    acuerdo en que las clases continuarían en forma periódica.

    Al término de la tarde, mientras me encontraba partiendo

    leña en el patio de la casa, sorpresivamente llegó un campesino.

    Era el Secretario de la Directiva del fundo que había ido a tratar

    asuntos de trabajo con don Eladio, pero éste aún no había

    regresado.

    Antes de que doña Elisa saliera a recibir a la visita, nos

    saludamos al estilo campesino.

    Ocultando como pudo su nerviosismo, ella lo invitó a tomar

    té en la cocina, a la espera del dueño de casa. Yo continué en el

    patio picando leña, como si tal cosa.

    Después que el Dirigente se fue, con don Eladio

    conversamos en general sobre las costumbres del fundo y, en

    detalle, sobre los trabajadores que allí vivían. Así me enteré que la

    mayoría de ellos no pertenecía formalmente a ningún partido

    político, que todos eran simpatizantes socialistas y que sólo unos

    pocos eran miembros de la Juventud socialista.

    Otra cosa que me sorprendió, fue saber que más de la mitad

    de los trabajadores de aquel fundo no estaban inscritos en los

    Registros Electorales porque, como eran analfabetos, creían que no

    tenían derecho a votar. Por lo tanto, ninguno de ellos había

    participado en la última elección.

    Ellos creían haber cumplido con el Partido Socialista y con el

    Presidente Allende, al haber asistido a una concentración que

    habíamos realizado en un pueblo cercano. Don Eladio, doña Elisa,

    don Ligorio y doña Ernestina eran todos analfabetos y no estaban

    inscritos en los Registros Electorales, aunque una Ley promulgada

    por Salvador Allende les había dado derecho a sufragio.

    Aquella noche, el locutor de la Cadena Nacional, leyó: Auméntase en cuatro horas semanales la jornada ordinaria de

    trabajo de los sectores público y privado."

    Me vino a la memoria aquella frase tantas veces repetidas en

    los primeros días de la Sublevación Militar:

    Los derechos de los trabajadores serán respetados.

    La Unidad Popular, fuera de la Ley

    El 13 de octubre, los Militares publicaron el Decreto Ley Número

    77 cuyo texto seguramente algún día figurará en una Antología.

    En sus partes medulares, expresaba:

    Considerando:

    Que la doctrina marxista encierra un concepto del hombre y de la

    sociedad que lesiona la dignidad del ser humano.

    Que la doctrina marxista sobre el Estado y la lucha de clases es

    incompatible con el concepto de unidad nacional.

    Que sobre el nuevo Gobierno recae la misión de extirpar de Chile el

    marxismo.

    La Junta Militar acuerda dictar el siguiente

    Decreto Ley:

    Artículo primero. Prohíbanse, y, en consecuencia, serán

    consideradas asociaciones ilícitas, los Partidos Comunista, Socialista,

    Unión Socialista Popular, Movimiento de Acción Popular Unitario,

    Radical, Izquierda Cristiana, Acción Popular Independiente.

    Declárense disueltos, en consecuencia, los Partidos a que se

    refiere el inciso anterior (...) Sus bienes pasarán al dominio del Estado

    y la Junta Militar los destinará a los fines que estime convenientes.

    Artículo segundo. Las asociaciones ilícitas a que se refiere el

    Artículo anterior importan un delito que existe por el solo hecho de

    organizarse, promoverse o inducirse a su organización. Al poner fuera de la Ley a los Partidos populares chilenos,

    aquellos que integraban la Unidad Popular, los Militares Golpistas

    avanzaban un paso más en la escalada antidemocrática que se

    abatía sobre el país, dando cumplimiento a una vieja aspiración de

    los reaccionarios chilenos. El objetivo inmediato era tener un

    motivo, con visos de legalidad, en la campaña represiva que

    llevaban adelante.

    La liberación de los precios

    Como resultado de largas luchas, los trabajadores chilenos habían

    alcanzado algunas conquistas que les permitía defender, en parte,

    los sueldos y salarios de la endémica inflación que sufría el país.

    Uno de estos logros era el control de los precios de los bienes

    y servicios declarados de primera necesidad o de consumo

    habitual, a los que el Ministerio de Economía les fijaba los precios,

    reajustándolos de acuerdo al alza real de los costos de producción.

    Como los chilenos habíamos comprobado durante muchos

    años, este control de los precios evitaba, en cierta medida, que se

    especulara con las necesidades fundamentales de la población e iba

    en beneficio directo de los consumidores de escasos recursos

    Consecuente con los intereses de la clase social que defendía,

    la Junta Militar de Gobierno dictó el Decreto Ley Número 83:

    Teniendo presente la imperiosa necesidad de reordenar la economía

    nacional, actualmente distorsionada,

    Facultase al Ministerio de Economía para dejar sin efecto todos

    los precios fijados por los organismos del Estado a los artículos y/o

    servicios declarados de primera necesidad o de consumo habitual ,u organización" nacionales y/o importados, y/o crear nuevos regímenes y mecanismos

    de fijación de precios."

    Don Rudecindo

    Temprano por la mañana, el domingo 14 de octubre llegó don

    Rudecindo, acompañado de dos de sus perros.

    Para venir a verme sin despertar sospechas había inventado

    el extravío de un ternero de su propiedad, que él mismo había

    llevado durante la noche anterior a un potrero alejado.

    El compañero se alegró de verme y me entregó una botella

    de vino blanco que me traía de regalo. Durante su visita me

    informó en detalle de la situación en la zona, del alcance de la

    represión y del destino de los camaradas del sector.

    En el caserío cercano, los Carabineros habían recibido la

    entusiasta colaboración del Cuerpo de Bomberos Voluntarios, en

    las tareas de represión y vigilancia de las personas que vivían en la

    zona.

    Según su opinión, la situación era delicada para los

    partidarios del Gobierno derrocado, sobre todo si habían sido

    Dirigentes. Don Rudecindo pensaba que lo más aconsejable era

    mantenerse inactivo, lo más inactivo posible.

    Él había escuchado que los Militares ofrecían 500.000

    escudos por mi cabeza, pero yo le hice ver que aquella recompensa

    era por la cabeza del Secretario General del Partido y no por la

    mía. No obstante, tomé nota de aquel equívoco, muy difundido

    entre los campesinos, que podría tentar a cualquiera que se enterara

    del lugar dónde yo me encontraba. Le expliqué a don Rudecindo que mi problema principal en

    aquellos días era la falta de alimentos, carencia que pensaba

    solucionar tomando contacto con los camaradas de Osorno.

    Finalmente, antes de despedirnos, quedamos de acuerdo en

    que él no haría nada por el momento y que nos veríamos dentro de

    dos o tres semanas.

    El llamado de un rehén

    PUNTA ARENAS (ORBE). Un dramático llamado para que su

    padre, Sergio Loguercio Da Nicola se presente voluntariamente a las

    Fuerzas Armadas, está formulando por los medios de difusión de Punta

    Arenas, su hijo Sergio Loguercio Cruzat.

    En su mensaje, el joven solicita a su padre se entregue para

    responder por los cargos que se le puedan formular, para evitar que

    mayores problemas y dificultades se sumen a los que ya existen en su

    hogar.

    Sergio Loguercio da Nicola ha sido calificado en la Junta Local

    de Gobierno, como uno de los extremistas más buscados de la

    Provincia de Magallanes, desconociéndose su actual paradero.

    El afiche de la campaña electoral

    El 15 de octubre, don Ligorio me facilitó unas pequeñas planchas

    de zinc, con las cuales construí un techito sobre la plataforma de

    tablas que utilizaba para dormir en el monte, al borde mismo de la

    quebrada. Además me prestó unos cueros de oveja sin curtir que

    comencé a usar como colchoneta. Al tercer día después de mi llegada, yo le había entregado

    dinero a don Eladio para que comprara alimentos. Al principio, él

    no lo quería recibir, pero terminé convenciéndolo que era necesario

    ir a comprar dos quintales de harina, antes de que ésta subiera de

    precio.

    Don Eladio pensaba que el valor de las cosas iba a seguir

    igual que antes, que los precios no subirían. Por ese motivo se

    demoró poco más de una semana en ir a comprar la harina y

    cuando fue al almacén más cercano, sólo pudo adquirir un quintal

    de harina con el dinero que yo le había dado para dos.

    Para ese entonces, los Militares ya habían decretado la

    libertad de precios de los artículos de primera necesidad y habían

    suspendido todos los mecanismos automáticos de reajuste de

    sueldos y pensiones.

    Como consecuencia de estas medidas, los precios se habían

    ido a las nubes, pasando a ser lo único verdaderamente libre que

    había en Chile.

    Aquel mismo día, por la tarde, don Eladio me invitó a pasar

    al dormitorio de su casa para mostrarme unas herramientas que

    tenía colgadas en la muralla de aquella pieza.

    Con sorpresa descubrí que en la parte interior de la puerta del

    dormitorio, don Eladio había pegado un pequeño afiche de la

    pasada campaña electoral, con mi foto y mi nombre.

    Le dije que sacara de inmediato aquel afiche, porque si los

    Militares lo veían, todos ellos lo iban a pasar mal.

    Lo positivo del caso fue que don Eladio, a pesar de que tenía

    mi foto en su dormitorio, no me había reconocido el día en que yo

    había llegado. Eso significaba que mi aspecto era distinto, lo cual

    me daba un margen de seguridad en mis desplazamientos por el

    sector y en los encuentros imprevistos con desconocidos. Cuando le pregunté a don Eladio si sabía quién era la persona

    de la foto, me respondió:

    Usted, compañero.

    ¿Y desde cuándo lo sabe usted?

    Desde el día en que usted me dió el papelito para don

    Rudecindo.

    ¿Y no me había dicho que no sabía leer?

    Sí, es cierto. Pero esa noche comparé el nombre que usted

    había escrito en el papelito con el que estaba en el afiche.

    Don Eladio, usted debe olvidarse de mi nombre verdadero

    y seguir llamándome Hugo.

    Ya me había olvidado, don Hugo me respondió con una

    pícara sonrisa.

    ¿Quién es el compañero de la Juventud, que a usted le

    merece mayor confianza?

    Vicente.

    ¿Podría pedirle que venga a verme? Necesito hablar con él

    con urgencia.

    Como no, don Hugo. En estos días tengo que ir a las casas

    del fundo y allá ubicaré al compañero.

    El reparto de las joyas

    El 16 de octubre, la Junta Militar lanzó la idea de crear un fondo

    para la Reconstrucción Nacional con el aporte voluntario de

    los chilenos conocidos. Afirmando falsamente que la idea había surgido en forma

    espontánea en el seno de la ciudadanía, los militares dictaron un

    Decreto Ley:

    Vistos: Que la ciudadanía ha iniciado en forma espontánea una

    erogación en especies, valores y dinero destinada a contribuir a los

    propósitos de la Junta Militar encaminados a recuperar

    económicamente a la Nación, (...) la Junta Militar ha acordado dictar

    el siguiente Decreto Ley:

    Las donaciones que las personas naturales o jurídicas realicen al

    Estado con el objeto de cooperar a la recuperación económica del país,

    ya sea que éstas se efectúen en especies, valores o dinero, estarán

    exentas del impuesto a las donaciones, como asimismo del impuesto

    sobre timbres, estampillas y papel sellado.

    Muchos de los partidarios adinerados de la Junta Militar, a

    quienes la dictadura estaba favoreciendo, entregaron

    voluntariamente sus aportes para la Reconstrucción Nacional.

    En cambio, los funcionarios públicos, los empleados

    privados y los pensionados fueron obligados a hacerlo mediante

    presiones y chantajes.

    Hubo también algunas damas que donaron parte de sus joyas,

    tal vez emulando el gesto de la Reina Isabel La Católica de

    España quien, según la leyenda, empeñó sus joyas para financiar el

    viaje de Cristóbal Colón.

    (Posteriormente, en los saraos de los círculos burgueses, a los

    que al principio del Régimen Militar invitaban a ciertos

    uniformados, varias donantes reconocieron sus joyas en el pelo,

    cuello, pechera, brazos, muñecas y dedos de las esposas de ciertos

    Altos Oficiales de las Fuerzas Armadas, porque a las mujeres de

    los Carabineros no las consideraron en el reparto)

    Los hermanos Barría

    Aquel mediodía, en el aserradero donde trabajaban junto a su

    padre, los hermanos Guido y Héctor Barría fueron detenidos por

    un grupo de Carabineros de Río Negro comandados por el

    Teniente José Godoy. Un soplón de Riachuelo transportó a la

    patrulla en su camioneta.

    La detención fue presenciada por el padre de los jóvenes y

    una quincena de personas, todos impotentes testigos del maltrato

    que los Carabineros le dieron a ambos hermanos, antes de subirlos

    a la camioneta y partir con rumbo desconocido.

    Desde aquel mismo día, los hermanos Barría se encuentran

    desaparecidos.

    Los Ángeles de la Muerte

    Mientras en Osorno los Carabineros detenían a los hermanos

    Barría, efectivos militares del Regimiento Arica con asiento en

    la ciudad de La Serena, Capital de la Provincia de Coquimbo, iban

    a la cárcel de la ciudad y sacaban a quince detenidos, cuyos

    nombres figuraban en la lista que portaba el Oficial al mando de la

    tropa. Entre ellos estaba Mario Ramírez, el Secretario Regional del

    Partido Socialista de la Provincia de Coquimbo.

    Los detenidos fueron trasladados al Regimiento donde les

    esperaba el General Sergio Arellade Oficiales enviados en misión especial por el General

    Pinochet.

    Sin mediar juicio, a las 16 horas todos fueron fusilados. La

    única excepción fue el Secretario Regional Socialista quien, al

    darse cuenta de que los iban a matar, intentó arrebatarle el arma a

    un Conscripto y murió baleado por éste.

    El Jefe de Plaza difundió un Comunicado en el cual afirmaba

    que las quince personas habían sido ejecutadas conforme a lo

    dispuesto por los Tribunales Militares en Tiempo de Guerra; que se

    había celebrado un Consejo de Guerra el 16 de octubre, el que

    había condenado a muerte a los quince detenidos, y que el Tribunal

    sentenciador había ido especialmente desde Santiago.

    Los cuerpos de las víctimas jamás fueron entregados a sus

    familiares para su sepultación.

    La muerte voló a Copiapó

    El General Arellano Stark, junto a su comitiva, viajó aquel mismo

    día a la Provincia de Atacama. Alrededor de las 19 horas, su

    helicóptero llegó a Copiapó, la Capital de la Provincia, donde

    fueron recibidos por el Jefe de Plaza.

    Cerca de la medianoche, la comitiva del General Arellano, en

    Misión Especial por orden del General Pinochet, sacó del

    Regimiento de Copiapó a trece prisioneros que se encontraban allí

    detenidos.

    Uno de ellos, Leonello Vincenti, Secretario Regional del

    Partido Socialista de la Provincia de Atacama, al percatarse de que

    los iban a matar, atacó a uno de los guardianes. En el mismo sitio no Stark, al mando de un grupo fue ultimado con arma blanca. Su cuerpo sin vida lo tiraron arriba

    de un camión militar, al que después obligaron a subir a los otros

    prisioneros.

    A las 01:00 horas del 17 de octubre, en pleno desierto, los

    doce detenidos que quedaban con vida fueron muertos por los

    Militares.

    Como en todos los otros casos semejantes, el Jefe de Plaza

    recurrió a la Ley de Fuga para explicar las circunstancias del

    crimen. Según el Comunicado difundido por el Comandante del

    Regimiento de Copiapó, una falla eléctrica había obligado a

    detenerse al camión que transportaba a los detenidos, lo que éstos

    habían aprovechado para intentar escapar. A consecuencia de los

    disparos de sus guardianes, todos los fugados resultaron muertos.

    Los cuerpos de las víctimas permanecieron durante todo el

    día 17 en el patio del Regimiento, arriba del camión militar, y

    fueron enterrados subrepticiamente en las primeras horas de la

    madrugada del día 18, en un lugar que no fue dado a conocer a sus

    familiares.

    (Años después pudieron ser exhumados los restos de estas

    personas y tras su identificación fueron entregados a sus familiares

    para su sepultación definitiva. Según se pudo comprobar, el estado

    en que se encontraban los restos indicaba que todas estas personas

    fueron ejecutadas en circunstancias que se hallaban bajo el total

    control y a merced de los efectivos Militares, lo que resultó

    inconsistente con la versión oficial. Inclusive, varios de ellos

    habían sido mutilados con arma blanca y no presentaban impactos

    de bala) El receso de los Partidos Políticos democráticos

    El 17 de octubre, la Junta Militar publicó un Decreto Ley:

    Declarase en receso todos los partidos políticos y entidades,

    agrupaciones, facciones o movimientos de carácter político no

    comprendidos en el Decreto Ley Número 77.

    Les había llegado el turno a los Partidos Políticos que hasta

    1973 se habían autodenominado democráticos los que, de

    acuerdo con este Decreto Ley, dejaban de funcionar.

    Esta medida afectó a los Partidos Demócrata Cristiano,

    Democrático Nacional, Izquierda Radical, Democracia Radical y

    Nacional.

    Los nacionales fueron los únicos que recibieron con alegría

    esta medida, pues ellos habían comenzado a propiciar el receso de

    la actividad política, en tanto los Militares tomaron la sartén por el

    mango.

    Los Demócratas Cristianos, que habían propiciado el Golpe

    Militar porque pensaban que ellos iban a resultar favorecidos, se

    sintieron defraudados.

    La Justicia Militar en Antofagasta

    Pocos minutos después de la una de la madrugada del 19 de

    octubre, la Comitiva Especial enviada al norte de Chile por el

    General Pinochet, al mando del General Arellano, asesinó en

    Antofagasta a catorce detenidos. Todos ellos se encontraban en la

    Cárcel a la espera de ser juzgados. Entre los fusilados se encontraba Mario Silva, el Secretario

    Regional del Partido Socialista de Antofagasta quien, convencido

    de su correcto desempeño durante el Gobierno de la Unidad

    Popular, había viajado desde Santiago para presentarse ante las

    autoridades de facto.

    Con toda inocencia, el 12 de septiembre se presentó en la

    Intendencia de la Provincia de Antofagasta.

    Por medio de un Comunicado, el Jefe de Plaza informó que

    las ejecuciones fueron ordenadas por la Junta Militar de Gobierno.

    "Los cuerpos están deshechos"

    A las diez y media de la mañana del 19 de octubre, el helicóptero

    del General Arellano y su Comitiva, aterrizó en Calama. Allí le

    rindió los honores militares el Coronel Rivera, Comandante del

    Regimiento Calama y Jefe de Plaza.

    Ya en las oficinas del Regimiento, el General Arellano le

    mostró al Coronel Rivera el Documento firmado por el General

    Pinochet, en su calidad de Presidente de la Junta Militar, donde lo

    nombraba Delegado Especial. Luego pidió que le entregaran las

    carpetas de todos los procesos, tanto los fallados como los en

    trámite, y las estuvo revisando hasta la hora del almuerzo en su

    honor que le ofreció el Coronel Rivera.

    Antes de ir al comedor, el General Arellano ordenó que a las

    14:30 horas se reuniese el Consejo de Guerra y le entregó al

    Coronel Arredondo, miembro de su Comitiva, la nómina de

    prisioneros que había elegido. Después del ágape, mientras el General Arellano y el coronel

    Rivera salían hacia Chuquicamata, se instaló el Consejo de

    Guerra. Entre tanto, los Oficiales integrantes de la Comitiva

    Especial, reforzados por efectivos del Regimiento local, se

    encaminaron a la Cárcel Pública.

    De la prisión sacaron a los veintiséis detenidos seleccionados

    por el General Arellano. Entre los cuales había cinco presos que ya

    habían sido juzgados y condenados a diversas penas menores, por

    un Consejo de Guerra anterior.

    Los Militares llevaron a los prisioneros a los cerros Topater,

    cercanos al Regimiento, y allí los mataron. El Coronel Arredondo,

    responsable del grupo ejecutor, le ordenó al Capitán Minoletti que

    enterrara los cuerpos masacrados en el desierto.

    Cuando el Coronel Rivera se enteró de lo ocurrido, como

    Jefe de Plaza, se le presentaron tres problemas.

    El primero fue cómo dar a conocer el crimen sin involucrarse

    ni delatar al General Arrellano, su superior jerárquico.

    Conforme al Reglamento de Disciplina del Ejército, Artículo

    Veinte, las órdenes no deben ser contrarias al espíritu y letra de las

    Leyes y Reglamentos en vigor. Toda Orden de Servicio impartida

    por un Superior debe cumplirse sin réplica, salvo aquellas que el

    Subordinado tema, con razón, que de su ejecución resulten graves

    males que el Superior no pudo prever o la Orden tienda

    notoriamente a la perpetración de un delito.

    El Coronel Rivera hizo caso omiso del problema legal y

    moral que le planteaba el asesinato premeditado, con alevosía y en

    despoblado de veintiséis personas indemnes, perpetrado por la

    cuadrilla del General Arellano y se refugió en el discutible

    concepto militar de el Jefe responde. "Si yo me interiorizo del

    asunto, me involucro", revelaría después. Al día siguiente del crimen, a sus Oficiales, el Coronel

    Rivera les dijo:

    Señores, aquí nosotros no tenemos ninguna

    responsabilidad ante estos hechos. Y yo no quiero saber

    nada de este asunto porque no es responsabilidad de

    nosotros.

    El segundo problema, el propio Coronel Rivera se lo explicó

    a una periodista:

    Yo no podía acusar a un Superior. Tenía que proteger al

    General Arellano en su categoría de General y, en segundo

    lugar, había que proteger al Ejército de esta aberración y,

    en tercer lugar, proteger también a la Junta porque iba a

    ser un golpe tremendo que se hubiera cometido esta

    barbaridad por un Delegado de ella.

    Este dilema, el Coronel Rivera creyó resolverlo mintiendo.

    El 20 de octubre publicó un Bando en el que afirmaba que

    los detenidos habían intentado huir (una vez más la tristemente

    célebre Ley de fuga) aprovechando un desperfecto eléctrico del

    vehículo que los trasladaba a la Cárcel de Antofagasta. Se les había

    aplicado la Ley de Fuga y todos estaban muertos.

    El tercer problema que tenía el Coronel Rivera fueron los

    cadáveres de las víctimas, que los familiares exigían para verlos,

    decirles adiós y darles sepultura. La primera reacción del Coronel

    Rivera fue entregar los cuerpos. Pero sus Oficiales se apresuraron a

    disuadirlo.

    Los cadáveres están dispersos por la pampa, mi Coronel.

    A varios no los mataron con un balazo, sino que les iban

    disparando con pausas, mi Coronel. Les pegaban un tiro en una pierna, luego otro en el pecho, al lado contrario del corazón. Al

    final, después de hacerlos sufrir, terminaban rematándolos.

    Los cuerpos no se pueden entregar dijo el médico,

    porque están deshechos, irreconocibles, masacrados.

    ¿Masacrados?

    Sí, masacrados, mi Coronel informó un Oficial. El

    Teniente Fernández insultaba a los prisioneros y luego los

    despedazaba con el corvo.

    Se produjo un tenso silencio. Desesperadamente, el Coronel

    buscaba una solución al problema. Finalmente, sugirió:

    Se podrían entregar en urnas selladas.

    No, mi Coronel, porque las van a abrir afirmó el

    médico. Imagínese cómo vamos a quedar si llegan a verlos!

    El Coronel Rivera, convencido al fin por sus Oficiales,

    decidió prometerle a los familiares que iba a entregar los cuerpos

    en el plazo de un año. De aquella forma resolvió su tercer

    problema.

    Poco tiempo después, al ser trasladado, su promesa fue

    aventada por el seco y despiadado viento de la pampa. Tal como

    ocurrió con todas las promesas de los Militares.

    El Ejército patrulla el litoral de Osorno

    Los enviados especiales del Diario La Prensa describieron parte

    del Operativo que el Regimiento Arauco realizó, en la segunda

    semana de octubre, en una zona costera de la Provincia:

    Intensos Patrullajes por la Costa de Osorno. La colina era una ancha serranía situada al oriente de los acantilados

    cortados a pique, en las inmediaciones de Bahía San Pedro. Desde alta

    mar, el bosque se veía compacto, cubierto en su parte superior por una

    densa neblina.

    Los comandos que formaban parte del Operativo Militar, intentan

    desembarcar en Bahía San Carlos. Sólo una fracción de ellos alcanza a

    cumplir el cometido en medio del bravo oleaje que provoca el mar de

    olas encrespadas. La operación de desembarco se suspende, frente a los

    peligros que significa esta acción.

    Las primeras luces del alba permiten vislumbrar claramente el

    horizonte. La embarcación, con su valiosa carga humana y de materiales

    bélicos, pone proa hacia el sur.

    Media hora más tarde fondeamos en Bahía San Pedro. Hace ya

    bastante tiempo que la nave está surcando las aguas del Pacífico,

    correspondientes a la Provincia de Llanquihue. La caleta, cuyas aguas

    muestran mayor tranquilidad que los otros puertos de atraque, es

    rápidamente invadida por los efectivos uniformados que silenciosamente

    van adoptando posiciones estratégicas. En un despliegue en que

    solamente se escucha el graznido de alguna madrugadora gaviota y el

    choque de las olas sobre los roqueríos, los efectivos del Regimiento

    Arauco comienzan a avanzar.

    Objetivo

    Las acciones descritas corresponden a un pasaje de un nuevo Operativo

    Militar llevado a cabo por los soldados con guarnición en Osorno. La

    labor que ha comenzado nueve horas antes, tiene como objetivo el

    rastreo de eventuales refugiados en los cordones cordilleranos de la

    costa. Dos son los puntos clave: Centro de Producción de Manquemapu

    y el Asentamiento Los Pabilos, ambos dominados desde hace algunos

    años por elementos extremistas de la Unidad Popular.

    Ascensión lenta y peligrosa

    Para avanzar a través de las serranías, los soldados tuvieron que vadear

    varios pantanos, cruzar selvas vírgenes, saltar esteros y atravesar ríos.

    No contaban para ello con más recursos que su alto espíritu disciplinario

    y una capacidad física a prueba de toda contingencia.

    La primera jornada se prolonga en más de catorce horas de

    permanente escalamiento. A ratos, algunos desmayan, pero ante las órdenes de sus superiores reemprenden la marcha. Cerca del anochecer,

    el Grupo Lavairo llega hasta un inmueble de excelentes condiciones

    materiales. Media hora más tarde, éste sirve de eventual refugio para los

    agotados Militares. Sin embargo, la rígida disciplina además de la

    táctica y la estrategia se impone nuevamente: varios soldados deben

    ubicarse en lugares adecuados para dar comienzo a la guardia nocturna.

    El otro grupo, a cargo del Teniente Bravo, comienza su labor con

    una serie de allanamientos en diversas viviendas y sedes de

    agrupaciones campesinas. Entre ellas, una escuela (que no funciona por

    falta de profesor) y algunas casas en construcción. También en algunas

    bodegas e instalaciones en las que se guardan pequeñas embarcaciones

    marítimas. Posteriormente se da la orden. Punto de referencia: Los

    Pabilos. Hacia allá se dirige la columna. Son centenares de soldados que

    caminan silenciosamente, mientras algunos comienzan a jadear al subir

    las primeras colinas. Poco a poco la pendiente se va intensificando. La

    ascensión se va haciendo más lenta. Desaparecen las huellas dejadas por

    el pié humano. A fuerza de hacha y machete, los comandos comienzan a

    abrirse paso. Los costalazos aumentan..."

    La devolución de las industrias

    El 20 de octubre, la Junta Militar ordenó a la CORFO por medio

    de un Decreto Ley, restituir a sus dueños las industrias que se

    encontraban intervenidas por diferentes motivos.

    El Vicepresidente Ejecutivo de la Corporación de Fomento de la

    Producción podrá dejar sin efecto total o parcialmente los Decretos de

    Reanudación de Faenas en empresas o establecimientos industriales,

    remover a las personas designadas como Interventores o reemplazarlos

    y proceder, cuando las circunstancias así lo aconsejen a la restitución

    de los establecimientos afectados a sus propietarios o a sus

    representantes legales. (El señor industrial no pudo ocultar las lágrimas de felicidad

    cuando las nuevas autoridades le restituyeron la fábrica que había

    permanecido cerca de dos años en manos de los trabajadores que

    se la habían tomado cuando él y sus empleados incondicionales

    comenzaron a boicotear la producción para desestabilizar al

    Gobierno. La ceremonia fue breve, como correspondía a la

    austeridad de los Militares que habían tomado en sus manos los

    destinos de la Patria. Cuando el señor industrial revisó las

    instalaciones comprobó con sorpresa y no oculta satisfacción que

    había varias máquinas nuevas en reemplazo de las que él había

    heredado de su padre, un ex obrero alemán emigrado al país en el

    siglo pasado. La primera medida que tomó el señor industrial fue

    despedir a todos los obreros que el día de la toma de la industria le

    hicieron salir de sus oficinas sin permitir que se llevara los planos

    ni vaciara de documentos la caja de fondos. A los Dirigentes

    Sindicales y al Interventor no los alcanzó a ver el señor industrial,

    pues a ellos se los habían llevado los uniformados el mismo día de

    la Rebelión y, para el día en que él había recuperado su fábrica, sus

    nombres ya figuraban en la larga lista de personas detenidas que

    habían desaparecido sin dejar rastro. Después de borrar de la

    plantilla de la empresa a todos los elementos subversivos, el

    señor industrial se encerró en sus oficinas a celebrar el

    acontecimiento junto a las autoridades presentes, sus empleados de

    confianza y los colgados que nunca faltan. Los meses siguientes

    fueron de completa felicidad para el señor industrial ya que

    subieron los precios de los productos de su fábrica y los salarios de

    sus obreros se mantuvieron bajos por efecto de la presión de los

    vehículos blindados que recorrían las calles de las principales

    ciudades del país manteniendo el orden y patrullando el

    descontento. La felicidad del señor industrial comenzó a disminuir cuando le notificaron el alza de los precios de las materias primas

    importadas que precisaba para los artículos que producía en su

    fábrica. Y siguió disminuyendo en la misma medida en que las

    ventas fueron mermando hasta llegar al punto crítico, cuando las

    flamantes nuevas autoridades de Gobierno decidieron bajar los

    aranceles aduaneros a todos los productos importados y la gente

    que tenía dinero prefirió comprar los artículos Made in Hong

    Kong a mitad de precio. La felicidad se le anduvo acabando al

    señor industrial cuando fue a quejarse al Ministerio respectivo y

    allí un funcionario joven y engominado le respondió de mala

    manera que él era un industrial no competitivo y que su industria

    no era viable. En corto tiempo, la situación del señor industrial

    se volvió económicamente insoportable. Se vio obligado a visitar

    al Síndico de Quiebras para llenar un formulario declarando que la

    industria heredada de su padre y luego recuperada del área de

    propiedad social por obra y gracia de los señores Militares, había

    llegado a su fin. La liquidación practicada después del remate

    público de las maquinarias e instalaciones y de los bienes muebles

    e inmuebles arrojó un déficit que el señor industrial tuvo que

    apresurarse a cubrir mediante la intempestiva venta, a menos de la

    mitad de su precio, de su casa habitación con piscina, del

    automóvil y de las joyas de su esposa que ella, premonitoriamente,

    no había querido entregar a los señores Militares para el

    financiamiento de la Reconstrucción de la Patria)

    Contacto con los jóvenes socialistas. El domingo 21 de octubre recibí la visita de tres miembros de la

    Juventud Socialista del sector.

    Estuvimos conversando de lo que había ocurrido en el fundo

    y en la Provincia y de lo que se sabía del resto del país y del

    mundo.

    En cuanto a mi situación, los jóvenes me ofrecieron su ayuda

    incondicional.

    Acordaron regresar el fin de semana siguiente a construirme

    una rancha en la montaña. En un lugar cercano a un aserradero

    abandonado.

    El blanqueo de los autos robados

    El 24 de octubre, la Junta Militar dictó un Decreto Ley:

    Las personas que sean poseedoras de automóviles adquiridos en

    situación irregular, podrán normalizar estos vehículos hasta el 31 de

    octubre del presente año.

    Aprovechando este Decreto, los uniformados inscribieron a

    su nombre los automóviles de los partidarios del Gobierno

    derrocado que habían sido muertos, que se encontraban detenidos o

    que, simplemente, habían desaparecido.

    Igual suerte siguieron los vehículos de quienes vivían en la

    clandestinidad, como el mío, o de los que se habían asilado para

    escapar de la muerte. Pena de muerte y guerrilleros cubanos

    En su edición del 25 de octubre, el Diario La Prensa de Osorno,

    entregaba la siguiente información:

    Piden Pena de Muerte Contra un Detenido

    Por traición a la Patria, un militante del Partido Socialista se encuentra

    en capilla en la Penitenciaría de Osorno. De acuerdo a informaciones

    obtenidas en fuentes oficiales, Alfonso Olivero, de 23 años, estaría

    confeso de haber participado en diversas acciones de organizaciones

    paramilitares en esta Provincia.

    Pero, lo más grave del caso, es que al ser detenido por los

    efectivos de los Operativos Militares y Policiales se encontraba

    preparando la introducción subrepticia al país de un grupo de 150

    guerrilleros cubanos, que se encontraban a la espera en la República

    Argentina.

    De acuerdo a los antecedentes que se encuentran en poder de la

    Fiscalía Militar, Olivero proyectaba colaborar en una invasión de

    extremistas de nacionalidad cubana, por uno de los pasos cordilleranos,

    solamente conocidos por expertos baqueanos de la zona.

    El proceso de petición de muerte por alta traición a la Patria

    en contra de Olivero sería incoado una vez que el Alto Mando de la

    Quinta División del Ejército, con asiento en Valdivia, autorice la

    constitución del Consejo de Guerra para la Provincia de Osorno.

    En el caso de ser aplicada la pena capital, el fusilamiento se

    efectuaría probablemente en el recinto de la Penitenciaría, donde el

    detenido se encuentra fuertemente custodiado por los funcionarios del

    Servicio de Prisiones.

    "Tendrán que morir en combate" El 25 de octubre al atardecer, el General Pinochet, que viajaba en

    un helicóptero militar, aterrizó en el patio del Regimiento

    Cazadores de la ciudad de Valdivia.

    Después de recibir una somera cuenta de la situación en la

    Provincia, de parte del Comandante del Regimiento, el Presidente

    de la Junta Militar de Gobierno se reunió con los miembros del

    Estado Mayor del Regimiento para imponerse en detalle de los

    resultados de la actuación en la zona de su Delegado Especial, el

    General Sergio Arellano Stark.

    Satisfecho con los informes de las matanzas efectuadas en su

    nombre y del terror creado en la zona, hizo cortas declaraciones a

    los medios de comunicación.

    Al día siguiente, en el noticiario de la Radio de Valdivia,

    transmitieron sus breves y amenazantes palabras:

    Sabemos que en la zona todavía hay algunos elementos operando en

    la clandestinidad. Si los extremistas se entregan serán sometidos a

    procesos de Guerra, si no se entregan tendrán que morir en combate.

    La rancha en la montaña

    Sólo dos de los jóvenes, Vicente y José, regresaron el domingo 28

    de octubre a ayudarme a construir una rancha en la montaña. El

    tercero, que el día de nuestro encuentro se había mostrado como el

    más entusiasta y decidido en las palabras, jamás regresó.

    Aquel aserradero había sido abandonado muchos años atrás y

    las construcciones originales yacían desplomadas por la acción de

    las termitas y del viento. No obstante, a pesar de la lluvia, había

    muchas tablas que aún se podían utilizar. Trabajando con denuedo, construimos una rancha en la espesura, debajo de un aromático y

    frondoso árbol que crecía cerca de un estero.

    En el bosque que rodeaba al aserradero existía un espléndido

    ejemplar de luma. Hasta aquel entonces yo creía que las lumas eran

    arbustos, pero estaba equivocado. Aquel árbol medía quince

    metros de altura y su tronco tenía cerca de un metro de diámetro.

    Los campesinos me confirmaron que se trataba de una luma que

    todas las primaveras florecía y daba frutos.

    Los compañeros me prestaron una cocinilla a parafina en la

    que podía calentar agua para preparar té y cocinar alimentos

    simples. Bucólicamente, en aquel lugar viví varias semanas.

    La rancha estaba muy bien protegida de las miradas de los

    ocupantes de la avioneta que seguía sobrevolando la montaña. Pero

    si los Militares hubiesen llegado por tierra hasta el aserradero

    abandonado, no les habría sido difícil descubrirla.

    Mi continuo ir y venir por el lugar, aunque trataba de

    evitarlo, fue marcando sendas en el pasto, que eran muy fáciles de

    encontrar y de seguir. Aunque la rancha tenía varias vías de

    escape, existía la posibilidad de que me sorprendieran durmiendo.

    En aquellas circunstancias echaba de menos la compañía del

    guía que me había abandonado. Era necesario contar al menos con

    un camarada con el cual alternar la vigilancia y el sueño.

    En resumen, la rancha me resguardaba de las inclemencias

    del tiempo, pero en ella no me sentía seguro.

    Hasta antes de vivir en la rancha, evitaba dormir varias

    noches seguidas en un mismo lugar. Además había adquirido el

    hábito de cambiar de sitio en tanto me embargaba una sensación de

    peligro.

    La detención del Presidente del fundo

    El Presidente del fundo regresó de Osorno, después de haber

    estado más de una semana en manos de los Militares. Don Ramón

    había sido detenido por los Carabineros cuando se dirigía en un

    bus rural a Osorno con las planillas de sueldo que mensualmente

    tenía que presentar a la CORA, la Corporación de Reforma

    Agraria, que administraba el fundo intervenido.

    El edificio del Retén, ubicado en un cruce de caminos, estaba

    rodeado de sacos de arena hasta un metro de altura, preparado para

    la defensa. Todos los Carabineros portaban fusiles automáticos.

    En tanto el bus rural se detuvo frente a la barrera policial, los

    Carabineros rodearon el vehículo. Hicieron bajar a los pasajeros

    apuntándoles con sus armas. Sin dar ninguna explicación,

    apartaron a todos los campesinos varones. El bus reemprendió la

    marcha sólo con las mujeres.

    Los campesinos fueron registrados en busca de armas. Luego

    los hicieron entrar al patio del Retén con las manos sobre la

    cabeza. A medida que iban pasando, la doble fila de Carabineros

    apostados en el portón los golpeaban con las culatas de sus armas.

    Adentro del cuartel, los campesinos fueron obligados a tenderse en

    el suelo.

    Cuando los campesinos estaban tendidos boca abajo y menos

    se lo esperaban, los Carabineros comenzaron a apalearlos y a pasar

    corriendo sobre sus cuerpos. Aquellos que se quejaban, recibían

    patadas extras. A continuación los hicieron rodar por el suelo, de

    izquierda a derecha y de derecha a izquierda, a todo lo ancho del

    patio y sin dejar de golpearlos con los palos. No les importaba

    sobre qué parte del cuerpo caían las patadas y los garrotazos. Terminado el ablandamiento, los campesinos fueron llevados, uno a uno, a la sala de guardia del Retén. Allí

    controlaban su identidad, su domicilio y su lugar de trabajo. A don

    Ramón, que era conocido de los Carabineros por su condición de

    Presidente del fundo, lo dejaron en el grupo de los sospechosos. El

    resto de los apaleados quedó libre.

    A medida que iban quedando en libertad, los adoloridos y

    asustados campesinos regresaban directamente a sus casas.

    En medio de golpes, a don Ramón le dijeron:

    Nosotros sabemos que tú tienes escondido al Diputado

    comunista.

    A él no lo conozco. Yo no soy comunista.

    Sin dejar de golpearlo, le preguntaron:

    ¿Han visto guerrilleros armados o pasar gente extraña por

    el fundo?

    No hemos visto gente extraña, ni menos con armas.

    ¿Sábes dónde está Bongcam?

    No. Después de la campaña, no lo he vuelto a ver.

    Las mismas preguntas se las hicieron varias veces en medio

    de la golpiza, hasta que llegó un momento en que los Carabineros

    ya no prestaban atención a las respuestas. Haciéndole daño,

    escuchando sus ayes de dolor, los uniformados parecían gozar.

    Después del mediodía, don Ramón y los otros detenidos

    seleccionados fueron conducidos a Osorno, directamente al

    hospital nuevo donde funcionaba la Fiscalía Militar.

    Luego de una nueva sesión de tortura e interrogatorio,

    llevaron a don Ramón al Estadio Español, que era un lugar de

    concentración de prisioneros políticos.

    Don Ramón fue interrogado diariamente durante el resto de

    la semana. Las preguntas fueron siempre las mismas y la mayoría de ellas no tenía nada que ver con sus actividades. Por último, lo

    dejaron en libertad.

    Luego de entregar las planillas de sueldos en las oficinas de

    la CORA en Osorno, don Ramón regresó al fundo con el cuerpo

    lleno de moretones.

    Los funcionarios de la CORA, al enterarse de la detención

    de don Ramón, le habían rebajado del sueldo los días que había

    estado preso.

    Después de conocer la odisea del Presidente del fundo, hice

    un cálculo del dinero que éste había dejado de percibir

    injustamente y se lo mandé con don Eladio.

    Al principio don Ramón no quiso recibir el dinero que yo le

    enviaba, pero después terminó aceptándolo porque realmente le

    hacía mucha falta. El compañero tenía una prole numerosa y los

    precios de los alimentos no cesaban de subir, al contrario de los

    salarios que los Militares mantenían firmemente congelados.

    El Fiscal contrabandista

    En la madrugada del 30 de octubre, acompañados de un siniestro

    redoble de tambores, en el Campo de Prisioneros de Pisagua

    fueron llevados al lugar de la ejecución cuatro presos políticos. La

    sentencia de muerte había emanado de un Consejo de Guerra

    celebrado el día anterior. Entre los fusilados se encontraba Freddy

    Taberna, el Secretario Regional del Partido Socialista de la

    Provincia de Tarapacá.

    Según denunciaron posteriormente los abogados defensores,

    cuya participación fue mañosamente limitada por los Militares miembros del Consejo de Guerra a entregar una breve defensa

    por escrito, los delitos imputados, no sólo no fueron probados sino

    que de haber existido habrían sido cometidos antes del 11 de

    septiembre de 1973. Además, la pena de muerte se aplicó

    contrariando las normas básicas estipuladas por el propio Código

    de Justicia Militar.

    Además, los cadáveres de las víctimas no fueron entregados

    a sus familiares y sus cuerpos jamás han sido encontrados.

    Curiosamente, el papel de Fiscal en el Consejo de Guerra

    lo cumplió el Juez Mario Acuña, con el grado de Mayor de

    Ejército, quien antes de la Sublevación Militar había sido

    denunciado por algunos de los condenados a muerte, por sus

    actividades en el tráfico de drogas y de automóviles.

    En un Consejo de Guerra anterior, el Juez Acuña,

    actuando como Fiscal Militar, había logrado la pena de muerte

    para otros dos funcionarios públicos que también investigaban sus

    delitos: el Procurador Fiscal del Consejo de Defensa del Estado en

    Iquique y un funcionario del Departamento de Investigaciones de

    la Dirección General de Aduanas.

    Con anterioridad, con la excusa de la aplicación de la Ley

    de Fuga, los Militares del Campo de Prisioneros de Pisagua

    habían asesinado a dos funcionarios del Departamento de

    Investigaciones Aduaneras, que estaban en Comisión de

    Servicio en Iquique investigando los delitos del Juez Mario

    Acuña y de sus cómplices.

    Los cuerpos de todas estas personas tampoco fueron

    entregados a sus familiares.

    {Como si todo lo anterior hubiese sido poco, el 29 de enero

    de 1974 desaparecieron del Campo de Prisioneros de Pisagua

    seis personas sin militancia política. Lo único común a todos ello sera su implicancia en las actividades delictivas del Juez Mario

    Acuña en el contrabando de drogas. Un Comunicado Oficial

    afirmó que estas personas habían sido dejadas en libertad el día en

    que desaparecieron del campo. Sin embargo, en 1990 los cuerpos

    sin vida de estos desdichados, junto a los cadáveres de los dos

    investigadores aduaneros, fueron encontrados en una fosa

    clandestina en Pisagua, ensacados, con las manos atadas a la

    espalda y los ojos vendados)

    El saqueo de mi casa

    El primero de noviembre, el Diario La Prensa de Osorno

    informó:

    SAQUEAN LA CASA DE CARLOS BONGCAM

    Un grupo de muchachos que integran una activa y peligrosa banda de

    pelusas, conjuntamente con otras personas, se han dedicado estos

    últimos días a saquear la casa que ocupaba el Dirigente Regional del

    Partido Socialista y peligroso activista, Carlos Bongcam Wyss, ubicada

    en calle Piloto Pardo 1363 de la población Cuarto Centenario.

    La casa, que se encuentra abandonada desde hace más de dos

    meses, cuando toda la familia desapareció misteriosamente en vísperas

    de los hechos que culminaron con el Pronunciamiento de la Junta Militar

    de Gobierno, presenta en la actualidad una gran cantidad de vidrios

    quebrados, lo que facilita la tarea de los amigos de lo ajeno, que han

    convertido los bienes de esta familia de extremistas de izquierda, en

    campo propicio para sus fechorías.

    En el interior de la vivienda, la familia Bongcam Rudloff, en su

    apresurada huida, dejó la casi totalidad de sus pertenencias, entre las

    que se cuentan los muebles, ropa de cama, ropa de los miembros del

    grupo familiar, utensilios diversos, que en estos momentos están siendo

    sustraídos impunemente que además de este hecho delictual, cometen otras actividades delictivas

    en contra de los habitantes de las poblaciones Anef, Cuarto Centenario,

    San Andrés y Nueva México.

    El Diario no dijo que el Fiscal Militar había iniciado el

    saqueo de mi casa llevándose mi escritorio y mi sillón de trabajo a

    su oficina en el Regimiento. Tampoco dio a conocer que las hijas

    de un Carabinero que vivía cerca de mi casa, lucían las ropas de

    mis hijas y que los objetos de adorno de nuestra casa, se habían

    trasladado, misteriosamente, a la vivienda del periodista autor del

    artículo.

    Los cuentos de Rosalino

    La vivienda del fundo que se encontraba más cercana a las casas de

    don Eladio y don Ligorio, estaba ubicada a un kilómetro de

    distancia. En ella vivía don Roberto con su mujer y el pequeño hijo

    de ambos.

    A comienzos del mes de noviembre me encontraba en la casa

    de doña Elisa cuando llegó Rosalino, el hermano de don Eladio. El

    joven ya había regresado a vivir con sus padres en las ex casas

    patronales del fundo.

    Rosalino venía a decirme que a don Ramón, el Presidente del

    fundo, le habían avisado que los Carabineros harían un

    allanamiento en el predio. La noticia me la transmitió haciendo

    gestos ampulosos como para mostrar que estaba asustado, pero yo

    descubrí que sus ojos me observaban demasiado tranquilos. Aquella mirada era como las que se ve en los ojos de los actores interpretando a un personaje.

    Al parecer, el muchacho esperaba que yo me iba a asustar y

    saldría corriendo, pero aquello no ocurrió. Al contrario, lo abrumé

    con preguntas destinadas a precisar la fuente de sus informaciones

    y aclarar los detalles que a simple vista no calzaban. De pronto,

    para librarse de mi asedio, el joven me dijo:

    A don Roberto se lo llevaron preso los Carabineros.

    Era algo nuevo. Había ocurrido recién y no tenía nada de

    futurista, como el allanamiento del fundo.

    Ante mis preguntas, Rosalino también se vio obligado a

    precisar aquella información. Me aseguró que cuando venía en

    camino había divisado desde lejos a los uniformados llegando en

    un tractor hasta la casa de don Roberto. Luego, ya más cerca de la

    casa, había visto que el tractor se alejaba rumbo al poblado

    cercano, con don Roberto de pié en la pisadera del vehículo.

    A pesar de las dudas que me produjo el relato de Rosalino y

    estando ausente don Eladio, tomé algunas medidas de precaución.

    Regresé a la rancha del aserradero y escondí la cocinilla a parafina,

    las ollas y los demás utensilios de cocina que me habían prestado

    los compañeros. Luego subí a la montaña, portando sólo mi

    mochila y algunos alimentos.

    De nuevo en la cordillera

    Subí a la cordillera por un sendero antaño utilizado para bajar,

    tirado por yuntas de bueyes, los troncos de los árboles derribados

    montaña arriba por los madereros. Ande la primera cadena de cerros donde armé mi campamento debajo

    de un frondoso árbol, tal como lo había hecho en ocasiones

    anteriores.

    A la mañana siguiente desperté temprano. Dejé la mochila

    oculta detrás de unos troncos a un costado del sendero y luego hice

    un reconocimiento del terreno.

    El sendero seguía hacia el norte por el filo de un cerro. Me

    pareció que aquella huella llevaba hacia un sector de la montaña

    que yo había atravesado tiempo atrás. En aquella oportunidad, yo

    no tenía ningún interés en rehacer la ruta imposible en sentido

    contrario, ni tampoco en internarme en la espesura, sin una

    necesidad real.

    Una cadena de cerros de menor altura se extendía hacia el

    sur, hasta el río cordillerano que pasaba frente a la casa de don

    Eladio. Estimé que no valía la pena atravesar la cordillera por allí

    dado que para ir a ese río me resultaba mucho más sencillo dar un

    rodeo pasando cerca de la casa de don Ligorio para entrar al

    cañadón por donde bajaba aquella corriente de agua. En una

    ocasión anterior, al relatarme una excursión de pesca que había

    realizado río arriba, don Eladio me había descrito la topografía de

    aquel cañón cordillerano.

    Terminado el reconocimiento, regresé al lugar donde estaba

    mi mochila y me senté en un tronco a descansar. Frente a mí, a dos

    metros de distancia y a la altura de mis ojos, había unas matas de

    quilas entre las cuales me llamó la atención unas hojas que

    colgaban formando un pequeño pelotón. Mientras las observaba

    llegó volando un picaflor que se quedó suspendido en el aire frente

    al grupo de hojas que había llamado mi atención. Me pareció que

    picoteaba en el centro antes de regresar a la espesura, anocheciendo llegué a la cima. Movido por la curiosidad me acerqué a mirar aquellas

    extrañas hojas. Cuando estaba a un metro de distancia del nudo de

    hojas, otra pequeña avecilla voló asustada. Se trataba de un nido de

    picaflores. Los pajarillos habían juntado y cocido algunas hojas de

    quila y en su interior, con hierbas y pequeñas plumas, habían

    construido un nido en miniatura. El nido de los picaflores colgaba

    a un metro y medio del suelo y en él había tres pequeñísimos

    huevos. Imaginándome el tamaño de las avecillas al salir del

    cascarón, me alejé sonriendo.

    En la tranquilidad del bosque estuve analizando, durante todo

    el día, lo que me había contado Rosalino. La actitud del muchacho

    me hacía dudar de sus palabras. Me resultaba poco creíble el relato

    del apresamiento de don Roberto y no me parecía real el aviso

    anticipado del allanamiento.

    Cediendo, además, al enorme interés por continuar la lectura

    del libro Nuestra Señora de París, que se me había quedado en la

    cabaña, decidí regresar al día siguiente.

    Pena de muerte para el regreso clandestino al país

    El 6 de noviembre, la Junta Militar publicó un nuevo Decreto Ley:

    El que requerido por el Gobierno, por razones de Seguridad del

    Estado, desobedezca el llamamiento que públicamente se le haga para

    que se presente ante la Autoridad sufrirá la pena de presidio menor en

    su grado máximo o extrañamiento en su grado medio.

    Sin perjuicio de la responsabilidad penal, la Autoridad dispondrá

    administrativamente y desde luego, consumado que sea el delito, la

    cancelación del pasaporte respectivo si el inculpado se encontrare en el

    extranjero. El llamamiento se notificará por su publicación en el Diario Oficial,

    fecha en que se presumirá conocido, de derecho, y el delito se

    entenderá consumado cinco días después de esa publicación, si el

    llamado se encontrare en el territorio nacional, y 40 días después de

    ella, si estuviere en el extranjero.

    El que ingrese clandestinamente al país, burlando en cualquier

    forma el control de dicho ingreso, será sancionado con la pena de

    presidio mayor en su grado máximo a muerte.

    "La mayoría estuvo de acuerdo"

    Desperté temprano. De inmediato levanté el campamento e inicié

    el regreso. A medio camino, a un costado del sendero me llamó la

    atención un árbol recién derribado. Se trataba de un hermoso

    ejemplar de luma de más de diez metros de altura. Su tronco tenía

    alrededor de setenta centímetros de diámetro. Según calculé, aquel

    árbol había alcanzado a vivir cerca de cien años. Me intrigó el

    hecho de que aquel magnífico ejemplar yaciera intacto, allí donde

    había caído, sin que el leñador le hubiese cortado siquiera una

    rama.

    Más adelante, mientras descendía por un sendero bordeado

    de vegetación, tomando muchas precauciones, de pronto escuché el

    zumbido del motor de un avión y me oculté bajo unos matorrales.

    Aunque en forma intermitente, seguí oyendo el avión hasta

    que descubrí que se trataba de un moscardón que revoloteaba entre

    las flores del arbusto donde yo me había guarecido. Aquel insecto

    producía el sonido que yo había confundido con el motor de la

    avioneta. Entonces me di cuenta de hasta qué punto se habían

    agudizado mis oídos durante el tiempo vivido en la montaña. Sin haber detectado ninguna señal de peligro, llegué al

    aserradero abandonado. Escondí mi mochila cerca de la rancha y

    luego bajé hasta las casas de los campesinos amigos.

    Don Eladio se sorprendió con las historias que Rosalino me

    había referido. Él no había visto ningún Carabinero en el fundo y

    don Roberto había estado todos aquellos días en su casa, como de

    costumbre.

    Lo que pasa es que hay algunos compañeros que tienen

    miedo y no quieren que usted esté aquí en el fundo.

    Entonces será mejor que me marche.

    No tiene por qué irse. La mayoría estuvo de acuerdo en

    que usted se podía quedar, siempre que ningún extraño lo viera.

    Cómo! ¿Han tenido una reunión sobre mi presencia en el

    fundo?

    Hicimos una reunión porque había algunos que tenían

    miedo y el problema había que tratarlo entre todos. Las mujeres

    fueron las más valientes. Todas estaban dispuestas a ayudarle.

    ¿Le puede decir a Vicente que venga a verme?

    Vicente había sido el compañero de la Juventud que mejor

    me había impresionado.

    Cortar un árbol sin razón, es un crimen

    Vicente llegó a verme al aserradero abandonado y toda aquella

    tarde estuvimos conversando acerca de la situación en el fundo.

    Al pasar al lado de la luma gigante que había en aquel sector,

    recordé la luma que había visto derribada en la montaña y se lo dije a mi camarada. Vicente me contó que Matías, uno de los

    trabajadores del fundo, la había cortado.

    Matías necesitaba un astil para su hacha y al examinar

    aquella luma, cuya madera es liviana y muy resistente, le pareció

    que una de sus ramas era apropiada. Derribó el árbol y estando éste

    en el suelo, comprobó que se había equivocado, que la rama

    elegida era demasiado corta.

    Aquel relato me produjo indignación. Sin poder evitarlo, le

    dije:

    ¿Cómo ha sido posible tamaño crimen?

    Pero si sólo es un palo.

    Ahora que se encuentra derribado es un palo, pero antes

    era un ser vivo, que había necesitado cien años para alcanzar aquel

    tamaño.

    Pero botar un árbol no es crimen.

    Cortar un árbol sin razón, es un crimen. Nosotros los seres

    humanos tenemos inteligencia y somos responsables de nuestros

    actos. Aquella luma crecía allí sin poder defenderse y sin hacer

    ningún daño, al contrario, nos daba oxígeno. Pero entonces llegó

    Matías, lo derribó y lo dejó botado. Eso fue un crimen!

    Y yo que pensaba cortar esta luma, porque necesito un

    astil para mi hacha y aquella rama de allá arriba me parece que está

    muy buena.

    No puedes hacer eso, Vicente. ¿Vas a cortar este árbol,

    que tiene más de cien años, sólo para aprovechar una rama? Yo no

    podría ser amigo tuyo si hicieras tal cosa.

    Vicente me miró socarronamente.

    Estoy hablando en serio!

    Pero es que yo necesito un astil. Podrías sacarle un trozo al tronco, de manera que el árbol

    no se muera. ¿Qué te parece este lado que ha crecido liso y recto?

    Vicente examinó aquel sector del tronco y me respondió:

    Sí, está bien. Pero mejor está la rama de allá arriba.

    (Pero lo decía en broma, pues ya había aceptado seguir mi

    consejo. Un tiempo más tarde vi que Vicente le había sacado un

    segmento vertical al tronco del árbol y que éste seguía en su lugar,

    herido, pero no moribundo)

    Terminamos nuestra entrevista con algunos acuerdos sobre

    mi seguridad. Yo viviría en la montaña en un sitio desconocido

    para todos, incluso para él. Nos contactaríamos cada dos semanas

    en un lugar y hora fijados de antemano. A partir de ese día yo

    dejaría de visitar, salvo caso de fuerza mayor, las casas de los

    campesinos amigos.

    Además, Vicente accedió a viajar a Osorno a tomar contacto

    con el Partido.

    Los universitarios ante el Consejo de Guerra

    El Vicerrector de la Sede de la Universidad de Chile en Osorno,

    una vez enterado del Golpe de Estado, se quedó en su casa. A

    pesar del cargo que desempeñaba, su nombre no apareció en los

    Bandos que llamaban a los Dirigentes a presentarse, pero él estaba

    seguro que tarde o temprano lo iban a detener.

    Efectivamente, al día siguiente del alzamiento, hasta su casa

    llegó una patrulla de Carabineros de la Primera Comisaría de

    Osorno, ubicada a cinco cuadras de su vivienda. Tuvo suerte, porque los Dirigentes que cayeron en manos de los Carabineros de

    la Tercera Comisaría de Rahue, fueron todos asesinados.

    Cuando Luis, el Secretario General de la Sede Universitaria

    se enteró de que su amigo Nicolás había sido detenido, subió a su

    automóvil y fue a la Comisaría. Al llegar vio en la esquina de una

    calle adyacente una patrulla de Carabineros fuertemente armados

    con fusiles automáticos, pero no les prestó demasiada atención.

    El acceso a la puerta principal del edificio policial estaba

    resguardado por Carabineros con casco y fusiles.

    Con un dejo de prepotencia en la voz, como había que tratar

    a los Carabineros para que éstos se mostraran serviciales, a los

    uniformados de Guardia, les dijo:

    Soy el abogado Luis Silva y vengo a buscar a un detenido.

    Viéndole prepotente, decidido y desarmado, le franquearon

    el paso.

    Al Sargento que estaba al otro lado del mesón, escribiendo

    con dificultad en el Libro de Partes, le repitió:

    Soy el abogado Luis Silva.

    El Sargento de Guardia levantó calmadamente la vista del

    libro y lo miró a los ojos.

    ¿Ah, sí? le dijo en tono displicente.

    Soy el Secretario General de la Universidad!

    ¿Así que usted es el Secretario General de la Universidad?

    Sí, señor le respondió Luis, remarcando el señor

    como una forma de medir las distancias.

    Luis no captó de inmediato el tono del Sargento. Creyendo

    que el Carabinero había comprendido que se encontraba ante una

    persona importante, sacó pecho.

    Vengo a exigir la libertad del Vicerrector de la Sede.

    ¿Ah, sí? Luis, pensando que los Carabineros irían inmediatamente a

    buscar a su amigo, hizo una serie de gestos habituales en él cuando

    estaba impaciente: se pasó una mano por el cabello, se acomodó

    los anteojos, dejó su portadocumentos sobre el mesón de la

    Guardia y comenzó a pasearse pensando en otra cosa.

    Se sorprendió cuando escuchó que el Sargento le decía:

    Vamos: Pasando pa'entro!

    Sólo en ese instante el abogado comprendió que el Golpe de

    Estado había puesto de cabeza las cosas en Osorno.

    Presentando como acusados a las autoridades unipersonales

    de la Sede Universitaria y a diez estudiantes, los Carabineros

    montaron una farsa de Consejo de Guerra.

    En el Pensionado Universitario habían encontrado seis viejas

    armas todas ellas inservibles, como lo dejó establecido el peritaje

    realizado por el propio armero del Cuerpo de Carabineros.

    Los Oficiales miembros del Consejo de Guerra, valorando

    en conciencia la prueba, hicieron caso omiso de esta evidencia y

    dieron por acreditado el delito de posesión de armas.

    Sin allegar ninguna otra prueba, acusados de pertenecer a

    un grupo armado, los universitarios fueron condenados a largas

    penas de cárcel.

    Vicente viaja a Osorno

    Vicente llegó a Osorno el 17 de noviembre por la mañana. A

    media cuadra del paradero del bus vió a Graciela que venía a su

    encuentro por la misma acera. Graciela era una enfermera muy conocida dentro del Partido.

    En tanto ella reconoció a Vicente le hizo un guiño con los ojos y

    un casi imperceptible gesto negativo con la cabeza. En vista de

    eso, Vicente se abstuvo de saludarla y pasó de largo a su lado,

    como si no la conociera. En seguida se dió cuenta de que a

    Graciela la iban siguiendo dos hombres.

    Al cruzar la calle, en la próxima esquina, Vicente miró hacia

    atrás con disimulo. Además de los dos hombres que caminaban

    detrás de la joven, otros dos iban por la acera de enfrente. Era

    evidente que a la compañera la andaban paseando por las calles de

    Osorno como un señuelo destinado a atrapar a quienes la

    saludaran.

    En vista de esto, Vicente se acercó al domicilio de Avendaño

    tomando precauciones. No fue directamente a su casa, sino que

    pasó mirando desde lejos y con disimulo. Vio que el compañero

    estaba sentado a la puerta de su casa, aparentemente tomando el

    sol.

    Como le extrañó que Avendaño estuviera allí a esa hora del

    día y se viera tan apesadumbrado, no pasó a saludarlo.

    Vicente fue a almorzar donde unos amigos que vivían en el

    barrio Rahue. Allí se encontraba Carmen, una compañera a quien

    él no conocía. Enterados los dueños de casa que Vicente deseaba

    ubicar a algún Dirigente del Partido, le aseguraron que Carmen era

    una compañera de confianza con la cual podía conversar al

    respecto. Vicente salió con ella a la calle, para conversar sin ser

    oídos.

    La compañera se alegró de tener noticias mías, aunque

    Vicente no le dió a conocer el lugar donde yo me encontraba.

    Quedaron de acuerdo en que él me consultaría primero acerca del contacto hecho y que dentro de un par de semanas volvería a

    Osorno.

    De regreso en el fundo, Vicente me fue a ver de inmediato. A

    Carmen yo la conocía y de ella tenía excelente opinión, por lo que

    sin titubear le dí el visto bueno al plan que Vicente me presentó.

    Este consistía en que Carmen vendría al fundo a tomar

    contacto conmigo, con el pretexto de visitar a Vicente quien se

    haría pasar por su novio. La historia era perfecta. Ambos eran

    jóvenes y solteros y nadie podía tener motivos para dudar de su

    fingida relación.

    En aquella época, los buses rurales ya habían disminuido

    drásticamente la frecuencia de los viajes a los lugares más

    apartados de la Provincia. Carmen saldría de Osorno un día viernes

    por la tarde y regresaría el lunes siguiente en la madrugada.

    Nuestro encuentro se iba a producir un sábado al mediodía, en el

    lugar que Vicente había elegido.

    La visita de Carmen

    Vicente viajó a Osorno y regresó acompañado de Carmen. El

    sábado 24 de noviembre sería la fecha en que nos encontraríamos.

    Aquél día salí temprano de mi escondite en la montaña,

    porque quería disponer del tiempo necesario para chequear sin ser

    visto el lugar de reunión y sus alrededores, antes de que el

    encuentro se produjera. Después de examinar el sector y sus

    accesos, me quedó tiempo para recorrer parte del camino por el

    que Carmen y Vicente tenían que llegar. En un sector del bosque, que tenía varias vías de escape, me

    oculté entre unos arbustos a la orilla del sendero. Desde mi

    posición se podía ver un gran trecho del camino por donde

    vendrían mis compañeros. Dejándolos pasar adelante, podría

    controlar si los venían siguiendo.

    El corazón me dió un vuelco cuando ellos aparecieron.

    Venían caminando sin prisa, conversando tranquilamente. No pude

    ver a nadie más, ni detrás de ellos, ni en los potreros adyacentes.

    Dejé pasar a la pareja y los seguí. Un trecho más adelante,

    bromeando les lancé unos terrones y ambos se asustaron al verme

    aparecer, sorpresivamente, a sus espaldas. Con Carmen nos dimos

    un abrazo y después nos fuimos charlando de cosas sin importancia

    hasta llegar al lugar fijado para el encuentro.

    El informe de Carmen fue muy completo. Por ella me enteré

    de que todos los Dirigentes Regionales del Partido Socialista

    estaban detenidos, que la mayoría se había presentado

    voluntariamente y que todos habían sido torturados. Los camaradas

    se encontraban en la Cárcel de Osorno a la espera de ser juzgados

    por un Consejo de Guerra.

    No obstante, dentro de todo tuvieron suerte porque el

    General Arellano Stark y su Comitiva de Oficiales Asesinos, con la

    misión de fusilar a los Dirigentes allendistas detenidos, en su viaje

    al sur se había saltado Osorno.

    Seguramente aquello se debió a los informes sobre la

    Guerra Privada del Capitán Adrián Fernández que obraban en

    poder del General Pinochet, quien había dado la orden de

    aterrorizar al pueblo mediante el asesinato indiscriminado de los

    dirigentes políticos y sindicales partidarios del gobierno derrocado.

    Le dije a la compañera Carmen que necesitaba con urgencia

    un Carnet de Identidad falso, documento que me era imprescindible para el caso de tropezar por casualidad con los

    Carabineros.

    Carmen tomó nota de todo cuanto le pedí y me prometió

    regresar en tanto hubiese cumplido mis encargos.

    El regreso de Carmen

    Carmen regresó con su verdadero novio. Los camaradas me

    trajeron un par de botas de goma, ropa de reserva y algunos

    alimentos: azúcar, arroz, charqui y leche en polvo.

    Me contaron que cuando le fueron a pedir mercaderías a un

    compañero que tenía un pequeño almacén, descubrieron que una

    mujer que siempre trataba de obtener beneficios personales del

    Partido, había estado pidiendo alimentos con el cuento de que eran

    para mí, en circunstancias de que ella nunca había tenido ninguna

    vinculación conmigo.

    El novio de Carmen había llevado una cámara fotográfica

    para sacarme una foto para el Carnet de Identidad falso.

    Mientras me tomaban las fotografías Vicente y su hermano

    extendieron una sábana blanca detrás mío. Durante la noche el

    joven cortó el negativo sin revelar, para evitar ser sorprendido con

    el rollo completo en el viaje de regreso a Osorno. Como era de

    esperar, este intento fracasó porque la película se veló. La

    operación fotográfica era imposible de realizar sin los medios

    apropiados.

    La cámara era de un camarada profesor de Enseñanza Básica,

    fotógrafo aficionado, a quien después de este fiasco no le quedó

    más remedio que ir a fotografiarme personalmente. Este camarada había sido detenido y sometido a torturas, pero luego de unos

    meses en prisión lo habían dejado en libertad, "sin cargos". No

    obstante, había sido despedido de su trabajo sin ninguna

    explicación.

    El mago fotógrafo

    El compañero fotógrafo llegó sin previo aviso un día viernes por la

    tarde. Esta inesperada visita obligó a Vicente a ubicarme en el

    monte antes de la caída de la oscuridad.

    El profesor traía, además de su cámara fotográfica, un bolso

    con botellitas numeradas y un cartón en el cual estuvo dibujando,

    durante la noche y parte de la mañana del día siguiente, el número

    de la cédula de identidad que debía aparecer en mi fotografía.

    En el Servicio de Identificación y Pasaportes de Osorno, al

    momento de sacar la fotografía para el Carnet de Identidad, a los

    interesados le ponían a la altura del pecho una plantilla de madera

    con el número de Carnet correspondiente. Este número era

    montado manualmente sobre la plantilla con cifras intercambiables

    de cartón.

    Poco antes del mediodía llegué al lugar donde me esperaban

    Vicente y su hermano en compañía del fotógrafo quien, al

    momento de abrazarnos, me dijo:

    Qué alegría de verle vivo, camarada!

    Primero almorzamos y luego aguardamos a que el profesor

    terminara de dibujar en el cartón los números que faltaban. El

    compañero no se daba ninguna prisa con el dibujo, porque estaba

    esperando que el sol pasara el cenit y bajara un poco en el horizonte, a fin de que los ojos no me salieran sombreados en la

    foto.

    Cuando el dibujo estuvo listo, extendimos una sábana blanca

    contra la pared de tablas de la rancha a medio derrumbar donde nos

    encontrábamos. El cartón con los números lo sostuve con un palito

    contra mi pecho, a la altura que el profesor me indicó, mientras

    éste me tomaba fotos con sol, sin sol, mientras pasaban unas nubes,

    con sol y sin sol, hasta que agotó el rollo.

    Después sacó las botellitas numeradas que traía dentro del

    bolso y las colocó ordenadamente en el suelo cerca de un hueco

    que había en el piso de madera de la rancha. Con el rollo de

    película, un tiesto y una botellita en sus manos se metió dentro del

    hoyo y pidió que lo cubriéramos con una manta. Yo hice de

    ayudante.

    A continuación me pidió la botellita número uno y yo se la

    pasé. En aquellos momentos tenía la sensación de estar

    participando en un acto de magia arriba de un escenario.

    En mi reloj controlé el tiempo que el profesor me indicó.

    A su término puse la botellita número dos en la mano que

    salió de debajo de la manta y volví a controlar los minutos que el

    mago necesitaba para soltarle las amarras al león que yo me

    imaginaba iba a salir del hoyo cubierto con la manta.

    Cumplido el nuevo plazo me pidió la botellita número tres, al

    tiempo que sacaba su mano por un pliegue de la manta.

    Quedé un tanto desilusionado porque en esta última ocasión

    el profesor no quiso que controlara el tiempo.

    Cuando ya estaba pensando que su magia había fallado, me

    pidió la botellita número uno.

    El mago le agregó un toque de suspenso a su acto agitándose

    durante unos momentos en su provisorio refugio. Yo recordé que los ilusionistas se contorsionaban de modo

    parecido para desprenderse de las cadenas y las amarras.

    Finalmente, el mago apartó la manta, con un movimiento que

    a mí me pareció una pobre imitación de Houdini, y apareció con un

    pedazo de celuloide en la mano.

    Aquella insignificante tirita manchada, me decepcionó.

    El profesor, en cambio, después de examinar muy seriamente

    los negativos al trasluz, exclamó:

    Perfecto!

    Entonces yo tomé la cinta de celuloide y la miré contra el sol.

    ¿Estás seguro de que está bien? le pregunté, pues las

    manchas que ví en los negativos no me convencían en absoluto.

    Sí! me respondió, sospechando con razón de que mis

    dudas se debían a mi profunda ignorancia en materia fotográfica.

    Hay varias fotos muy buenas!

    Sin volver a prestarme atención, vació el contenido de todas

    sus botellas en el hueco del piso antes de guardarlas en su bolso.

    Con una tijera cortó la cinta de celuloide en trocitos, y éstos

    los envolvió cuidadosamente en papel blanco. Luego se guardó

    aquellos envoltorios en el bolsillo de su camisa.

    Si hay problemas le pregunté. ¿Volverás?

    No creo que haya problemas, los negativos están buenos.

    Pero si las fotos no resultan.

    De todas maneras, no volveré. Dentro de unos días voy a

    Santiago. Saldré al exilio.

    Nos despedimos con un abrazo. El compañero me dejó el

    Carnet al que le íbamos a cambiar la fotografía y luego se marchó

    deseándome mucha suerte.

    Estaba claro de que la iba a necesitar.

    El Carnet de Identidad

    Vicente viajó a Osorno el viernes 13 de diciembre y regresó dos

    días después trayendo mi fotografía, un tampón con tinta para

    timbres y un timbre viejo que tenía unas líneas exteriores

    semejantes a las que enmarcaban el timbre del Servicio de

    Identificación. También me llevó una carta de mi familia.

    El número que había dibujado el profesor no se diferenciaba

    en nada del que tenía la fotografía original del Carnet de Identidad.

    Marqué sobre una esquina de mi foto el trazo faltante del

    marco del timbre oficial, de modo que calzara con el resto impreso

    en el Carnet y luego pegué la fotografía en el Documento.

    Los compañeros habían tenido la feliz iniciativa de sacar un

    Certificado de Nacimiento de la persona que había extraviado el

    Carnet que yo iba a utilizar.

    Durante las siguientes semanas estuve adiestrándome para

    responder automáticamente a mi nueva identidad, sin olvidar la

    fecha y el lugar de mi nuevo nacimiento, mi domicilio y el nombre

    de mis padres.

    Mientras estuve en el fundo me hice llamar Hugo y mantuve

    la nueva identidad del Carnet falso en el más riguroso secreto, para

    que los Militares no me pudieran seguir la pista si algún día me

    tenía que ir del lugar.

    La carta de mi familia.

    Para mi sorpresa y alegría, una compañera del Partido me había

    traído desde Santiago una carta de mi familia. Por aquella misiva

    supe, finalmente, que mi mujer y mis hijos se encontraban bien,

    que hasta entonces no les había ocurrido nada.

    La carta me llegó en muy buen momento y contribuyó a que

    siguiera tomándome las cosas con calma.

    Por lo demás, yo ya no tenía ninguna duda de que en el Chile

    de aquellos días los errores se pagaban caro.

    Respondí la carta escribiéndole a mi mujer una nota con letra

    infantil, simulando que yo era un sobrino suyo. Fue una idea que se

    me ocurrió en previsión de que pudiera ser interceptada.

    Los encuentros imprevistos

    Mientras estuve en el fundo, a pesar de la precauciones que tomaba

    al desplazarme, tuve varios encuentros fortuitos con desconocidos,

    que por suerte no me trajeron consecuencias.

    Había llegado el verano y por mi vestimenta, a simple vista

    parecía un campesino. Llevaba el remendado sombrero que me

    había regalado don Ligorio, un chaleco de lana cruda de oveja, los

    ya estropeados pantalones que me había comprado Tito y calzaba

    las botas de goma que me había llevado Carmen.

    Al hombro cargaba una murrera: un grueso, corto y curvado

    cuchillón de hierro colocado en el extremo de un mango de dos

    metros de largo. Aquella herramienta la usaban los campesinos

    para cortar las zarzas y yo, de haberse presentado el caso, la habría

    podido utilizar en defensa propia. mochila, oculta en la montaña y preparada para el caso de una

    huída forzada.

    Un día subía por un sendero interior del fundo, bordeado de

    arbustos de regular tamaño. Al salir de una curva, súbitamente

    apareció un jinete. No tuve tiempo para esconderme. Pensé que si

    salía del sendero y me internaba entre los arbustos, iba a despertar

    las sospechas del campesino que venía a mi encuentro. No me

    quedó más remedio que seguir hasta cruzarme con el desconocido.

    Al enfrentarnos alcé la vista y le saludé al estilo campesino.

    Gu'én día!

    Mirándome sin interés, el jinete me respondió:

    Gu'én día!

    Y siguió sin variar la velocidad de su marcha.

    Al llegar a la siguiente curva del camino, no pude resistir la

    tentación y miré hacia atrás, como seguramente le sucedió a la

    mujer de Lot. Ví que el jinete seguía imperturbable su camino, al

    tranco de su caballo. Al comprobar que no me había convertido en

    una estatua de sal, suspiré aliviado.

    En otra ocasión, al salir de un terreno boscoso por un

    caminito que bajaba del cerro de pronto ví, a pocos metros de

    distancia, a dos jóvenes campesinos sentados sobre un tronco,

    dándome la espalda y mirando hacia el valle. Instintivamente me

    lancé al suelo y reptando retrocedí hasta unos matorrales.

    Desde mi escondite estuve observando a los muchachos hasta

    que éstos se levantaron y se fueron en dirección contraria al lugar

    donde yo tenía mi campamento. En aquella ocasión tuve la suerte

    de que soplaba el viento sur, dándole en la cara a los campesinos.

    Yo me había acercado a ellos desde el norte y por eso no me

    oyeron. En una oportunidad me encontré cara a cara, muy cerca del

    lugar donde me había cruzado con el jinete, con don Rudecindo,

    que venía arreando un piño de terneros. En aquel sitio el camino

    estaba divido en dos brazos, separados por un alto y tupido

    matorral de maquis, zarzas y quilas que no dejaba ver de un lado al

    otro.

    Una parte de los vacunos había tomado por el otro brazo del

    sendero donde, junto a sus mugidos, se oían los gritos de los

    ayudantes de don Rudecindo.

    Al verme, el compañero se mostró muy sorprendido, y me

    hizo señas para que me mantuviera en silencio. Al parecer no le

    tenía confianza a sus acompañantes. Muy a la rápida

    intercambiamos un par de frases en voz baja, porque algunos

    terneros corrían a la par de sus madres que bajaban bramando por

    el otro brazo de la senda. Luego de despedirnos, el camarada tuvo

    que correr para alcanzar a sus animales.

    El encuentro con personas extrañas al fundo, de mayor

    peligro, ocurrió un día domingo al mediodía. Yo estaba esperando

    a Vicente cerca del camino por el cual mi compañero iba a pasar

    rumbo al lugar donde se jugaría un torneo de fútbol. Estaba junto a

    unas zarzas con mi inseparable murrera, cuando por el sendero que

    atravesaba el potrero en diagonal y que pasaba algo alejado del

    punto donde yo me encontraba, aparecieron dos campesinos

    acompañados de un Carabinero.

    Uno de ellos era el muchacho de la Juventud que no había

    regresado. Supuse que los otros dos eran sus hermanos, pues estaba

    en conocimiento de que uno de ellos era Carabinero.

    Cuando los ví, ya era demasiado tarde para ocultarme, de

    modo que me puse a cortar zarzas con la murrera. Sin dar muestras

    de haberme visto, ellos se alejaron conversando por el camino.

    Las lecturas

    El día en que los jóvenes me construyeron la cabaña en la

    montaña, le pedí a Vicente que me consiguiera algunos libros para

    leer y entretenerme.

    Unos días después, el joven me llevó Nuestra Señora de

    París, La Divina Comedia y el Nuevo Testamento.

    La Biblia estaba en mi casa me explicó. Los otros

    libros se los manda el padre de Eliseo.

    Quedé impresionado al ver el tipo de libros que leían los

    campesinos.

    La Biblia se la regalo, compañero, pero los otros libros son

    prestados.

    No hay problema. En tanto los lea, te los devolveré.

    La Divina Comedia tenía un anexo con comentarios acerca

    de los personajes históricos que Dante Alighieri había colocado en

    el Infierno, en el Purgatorio y en el Paraíso, explicando cuáles

    habían sido sus relaciones con el autor del libro. Aquellas notas me

    gustaron tanto como la descripción de los tormentos del Infierno.

    En el Purgatorio perdí gran parte del interés y el Paraíso dantesco

    me resultó tan pesado, que me fue imposible terminar de leer el

    libro.

    Al iniciar la lectura de Nuestra Señora de París, tenía

    presente la versión cinematográfica americana del libro de Víctor

    Hugo. A poco avanzar comencé a descubrir las falsificaciones que

    la industria del cine norteamericano había introducido en la obra conversando por el camino. del romántico francés, con el fin de adaptarla a las exigencias de su

    autocensura, vale decir, a la hipocresía social imperante.

    La más grave de aquellas falsificaciones había sido el final

    feliz de la película, que tergiversaba el principio fundamental del

    drama romántico, establecido por el propio Víctor Hugo: las

    novelas románticas deben terminar con el final trágico de los

    protagonistas.

    En esto reside, precisamente, el dramatismo de toda obra

    romántica.

    Es lo que le ocurre a Esmeralda, la gitanilla; a Cuasimodo, el

    joroba do, y a Dom Claudio, el clérigo. ("Febo de Chateaupers", el

    flamante Oficial seductor de Esmeralda, dice Hugo con humor:

    "también tuvo un fin trágico: se casó")

    En la novela sobreviven Djali, la cabra y Pedro Gringoire. La

    cabrita, por ser animal; Gringoire, por ser poeta.

    Hice una lectura acuciosa del Nuevo Testamento, que me

    brindó una serie de sorpresas. La principal de ellas fue darme

    cuenta de las muchas tergiversaciones que se hacen de las palabras

    de Cristo, al ser interpretadas fuera de su contexto histórico.

    Las Navidades

    El día de Navidad, Vicente, su hermano y un par de campesinos de

    entera confianza, me invitaron a un asado. Los trabajadores del

    fundo habían carneado una vaquilla para repartírsela entre todos.

    Cuando llegué al sitio convenido, los compañeros ya se

    encontraban asando un buen trozo de costillar, mientras sobre el

    fuego hervía una olla con Después de acabar con la comida y la chicha nos quedamos

    charlando durante varias horas. Al anochecer nos despedimos y yo

    volví a mi campamento secreto.

    La fraternal presencia de mis compañeros fue un importante

    paliativo a la ausencia de mi familia en aquellas Navidades.

    Al día siguiente, temprano por la mañana, fui a la casa de

    don Eladio, quien me había invitado por intermedio de Vicente.

    Doña Elisa había hecho pancitos dulces y don Eladio se

    preparaba a cocer la cabeza de la vaquilla. Él me contó que había

    llegado tarde al reparto de la carne, cuando sólo quedaba un

    costillar, las patas, el cogote y la cabeza.

    Don Eladio eligió la cabeza y el encargado del reparto le dió,

    en compensación, un par de patas.

    ¿Y por qué no eligió el costillar, don Eladio?

    Porque la cabeza tiene mucho más comida.

    ¿Es cierto eso?

    Algunos creen que me han hecho leso, pero ellos tocaron

    mucho menos carne que yo.

    Yo ignoraba cómo se preparaba una cabeza de vacuno y

    también dudaba de lo acertado de la elección del campesino.

    Don Eladio hizo un hoyo en la tierra, de un poco más de un

    metro de diámetro y de unos sesenta centímetros de profundidad.

    Puso en el hueco abundante leña y encendió una hoguera. Trajo del

    río una docena de piedras redondas de regular tamaño y las colocó

    sobre el fuego. Cuando la leña se hubo transformado en brasas, las

    piedras cayeron al fondo del hoyo: Entonces don Eladio sacó las

    brasas del hueco y colocó las patas y la cabeza de la vaquilla, con

    cuero y todo, dentro del hueco y las tapó con brasas.

    Varias horas más tarde sacó la cabeza y las patas y las puso

    sobre una tabla. Con un afilado cuchillo desprendió el pelo de las papas. tres piezas y se las entregó a su mujer. Ella las lavó con agua

    hervida y terminó de limpiarlas. Don Eladio partió la cabeza con el

    hacha y doña Elisa sacó la lengua, los sesos y gran cantidad de

    carne de la cabeza del animal.

    Entonces pude comprobar que don Eladio había tenido razón

    al haber elegido la cabeza en vez del costillar.

    Por amor también se muere

    El viernes 28 de diciembre, a las 18 horas, Marcelino fue

    notificado en la Fiscalía Militar de Valdivia que quedaba libre, sin

    cargos. Al día siguiente llegó a su hogar en el fundo Pilmaiquén,

    cercano al pueblo de Entre Lagos.

    Delia, su mujer, lo recibió con alegría, aunque en su interior

    la angustia le apretaba el corazón.

    Marcelino llegó feliz. A pesar de lo injusto de su encierro y

    de las torturas sufridas no tenía rencor en contra de nadie.

    Su mujer, le dijo:

    Estoy preocupada. Los Carabineros de Pilmaiquén han

    venido varias veces a preguntar por ti.

    Pero si ellos sabían que yo estaba detenido!

    Eso les he dicho. Parece que están esperando tu regreso.

    No tengo nada que temer dijo Marcelino para calmar a

    su mujer y tratando de convencerse a sí mismo. En la Fiscalía

    me dijeron que quedaba en libertad, sin cargos.

    Tengo una corazonada. Deberías irte. Al menos durante un

    tiempo. Pero Marcelino tenía otros planes para aquella noche. Quería

    estar con su mujer, sentir su cuerpo junto al suyo, acariciarla. Era

    lo que más había echado de menos mientras estuvo detenido.

    Me quedaré esta noche, mañana veremos.

    Al día siguiente, domingo 30 de diciembre, sorpresivamente

    llegó una visita. Era doña Carmen, que venía con la intención de

    esperar el Año Nuevo en casa de sus amigos. Llegó acompañada

    de sus cuatro hijos menores. Los otros tres habían quedado en

    Osorno, al cuidado de su padre.

    La llegada de doña Carmen decidió las cosas.

    No me puedo ir, Delia. ¿Cómo me voy a ir ahora que

    tenemos visitas?

    Doña Carmen había llevado algunas provisiones consigo y

    un par de botellas de vino. La dueña de casa mató un par de pollos

    y Marcelino fue a comprar chicha. De ese modo, todo el vecindario

    se enteró de su regreso. A quienes le dijeron que se fuera del lugar,

    el campesino les repitió lo que le había dicho el Fiscal Militar: que

    estaba libre y sin cargos.

    Pero los latifundistas de Entre Lagos no estaban conformes.

    Ellos habían colocado a Marcelino en la lista y los Militares lo

    habían dejado libre y sin cargos.

    Los Carabineros del Retén de Pilmaiquén también se sentían

    burlados. Ellos le habían entregado el detenido a los Militares para

    que éstos lo mataran y no para que lo dejaran libre y sin cargos.

    Se acercaba la medianoche. La quietud había caído temprano

    sobre el campo. La modesta vivienda de Marcelino estaba en

    silencio. Sus moradores dormían.

    Sigilosamente, unas sombras negro verdosas se acercaron a la

    casa. Eran los Carabineros que iban a cumplir las instrucciones de

    los dueños de fundo. De una patada derribaron la puerta de la vivienda y entraron

    disparando. Doña Carmen, cayó abatida por una ráfaga al intentar

    defender a sus hijos.

    En la oscuridad, en medio de golpes, insultos y amenazas, los

    Carabineros sacaron a Marcelino de la casa. En el patio le

    amarraron las manos a la espalda y, dándole culatazos, se lo

    llevaron.

    La siniestra procesión bajó hacia el río atravesando el

    caserío. Paralizados por el terror, desde las ventanas de sus casas

    los vecinos miraban pasar el cortejo, sin atreverse a intervenir.

    El grupo de trágicas sombras traspasó el portón de la Central

    Hidroeléctrica Pilmaiquén, que el sereno de la empresa había

    dejado sin candado ex profeso, y entró al recinto de la casa de

    máquinas donde Marcelino fue abatido a tiros.

    Su cadáver abierto a cuchilladas fue lanzado a la corriente,

    desapareciendo para siempre en las frías y turbulentas aguas del

    río.

    La persistente lluvia tardó varios días en borrar el charco que

    dejó su sangre.

    El 31 de diciembre

    La noche de Año Nuevo la pasé solitario en mi campamento

    secreto, en compañía de la botella de vino tinto que Vicente me

    trajo. Yo le había pedido que me la comprara, pero él se negó a

    recibir el dinero, alegando que era su regalo de fin de año. Aquella noche hice un balance de lo ocurrido bajo la

    Dictadura Militar. Llegué a la conclusión de que mi puesto de

    lucha estaba en Santiago.

    Pensé que había llegado el momento de preparar mi viaje a la

    Capital.

    Además sentía que ya era hora de irme del fundo.

    La rutina en la montaña

    Yo vivía en mi refugio en la montaña y sólo de vez en cuando iba a

    las casas de don Eladio y de don Ligorio.

    Vicente concurría puntualmente a las citas acordadas de

    antemano. Me traía pan, algunos alimentos y combustible para la

    cocinilla. En ella yo calentaba agua y me preparaba algunas

    comidas simples.

    Uno de mis alimentos cotidianos consistía en arroz con leche.

    Lo preparaba una vez por semana en una ollita y luego llenaba tres

    tarritos de lata que dejaba en el hueco de un árbol semi

    carbonizado, donde quedaban protegidos del calor. Los tarritos de

    arroz con leche los iba consumiendo diariamente por mitades.

    Acompañaba el arroz con las mermeladas que preparaba con

    algunas frutas silvestres que recogía en el campo.

    En algunos rincones del fundo, donde había habido

    viviendas, existían cerezos, manzanos y groselleros. En el monte

    circundante había maqui, zarzaparrilla y frutillas. Yo también

    recolectaba nalcas y tallos de cardo.

    Había llegado el verano. Yo tomaba baños de sol en un lugar

    donde me podía ocultar rápidamente en tanto escuchara el motor de la avioneta de reconocimiento, que en aquellos meses pasaba

    sólo de tarde en tarde.

    Lo único molesto era el rocío que hasta bien entrada la

    mañana cubría la alta hierba y hacía imposible ir de un lugar a otro

    sin mojarse los pantalones hasta más arriba de las rodillas. Aquello

    me obligaba a correr el riesgo de caminar por senderos despejados,

    que eran más concurridos.

    La partida del fundo

    A principios de enero de 1974, Vicente me dijo que don Roberto,

    el campesino que vivía cerca del lugar donde nosotros solíamos

    encontrarnos, me invitaba a su casa. Acepté y fuimos a verle

    aquella misma tarde.

    Don Roberto y su mujer me recibieron con grandes muestras

    de simpatía y, al igual que los otros campesinos con los cuales

    había tomado contacto, me invitaron que fuera a visitarlos cada vez

    que quisiera comer algo caliente.

    Durante las dos semanas siguientes, en un par de ocasiones

    fui a la casa de don Roberto. Él me contó que tenía unos parientes

    que vivían en la cordillera, cerca del mar.

    A mí siempre me ha atraído el mar, por eso le pregunté si yo

    podría pasar una temporada en aquel lugar. Él me respondió que a

    su juicio no había ningún problema.

    Pensando en que ya había llegado el momento de irme del

    fundo, comencé a entusiasmarme con la idea de pasar un tiempo en

    la costa. Un día me decidí y le solicité a don Roberto que me

    sirviera de guía en el cruce de la cordillera y él aceptó. Él esperó la ocasión propicia y una tarde me dijo que me

    preparara porque partiríamos al día siguiente.

    Habíamos convenido en que sólo él y su mujer sabrían que

    yo me iba a la costa. Partiríamos sin avisarle a nadie.

    Aquella tarde tuve que trasladar apresuradamente, desde mi

    refugio hasta el lugar donde nos dejábamos los mensajes con

    Vicente, las cosas que éste me había prestado. Además le escribí

    un papel donde junto con despedirme le agradecía a él y, por su

    intermedio, a todos los compañeros del fundo la generosidad con

    que me habían ayudado.

    Aquella noche dormí en la casa de don Roberto, porque del

    fundo saldríamos de madrugada.

    6

    A LA ORILLA DEL MAR

    Don Roberto tenía un caballo alazán de brillante pelaje, fino de

    patas y esbelto de cuerpo, que era la envidia de todos los

    campesinos del lugar. Mucho antes de aclarar, alrededor de las tres

    de la mañana, el campesino ensilló el caballo y partimos.

    La oscuridad era total. La noche estaba estrellada, pero yo no

    alcanzaba a ver donde ponía los pies. Mientras bajábamos hacia el río, yo caminaba junto al

    caballo. Pero iba tropezando y cayéndome a cada paso. En los

    primeros metros del trayecto me caí muchas veces. Viendo que así

    no íbamos a llegar a ninguna parte, mi compañero me cedió su

    cabalgadura.

    Como el caballo veía mucho mejor que yo, pronto arribamos

    al río del fondo de la quebrada. Cruzamos la corriente por un

    precario puente construido con troncos y peñascos por los propios

    campesinos y después iniciamos la ascensión por la pendiente

    contraria del cerro.

    El sendero subía en dirección a una casa campesina que se

    encontraba a medio camino entre el río y la cumbre del cerro. Más

    allá de aquella casa, el camino torcía hacia la derecha.

    Cuando se les ajusta la cincha que sujeta la montura, los

    caballos suelen hinchar el vientre para evitar que el correaje les

    apriete demasiado. Durante la marcha, a medida que el caballo va

    desinflando la panza, la montura se va soltando poco a poco. Al

    subir por la abrupta pendiente conmigo arriba de su lomo, el

    caballo se vio obligado a soltar el vientre. Entonces se aflojó la

    cincha, la montura giró y yo caí al suelo.

    Afortunadamente, el golpe no me produjo lesiones. Pero de

    ahí en adelante tuve que subir caminando. Por suerte, el sendero

    hacia la cumbre estaba libre de obstáculos y de trampas invisibles.

    Pasamos alejados de la primera vivienda, sigilosamente. Los

    perros ni siquiera ladraron. La casa que estaba más adelante no

    había forma de evitarla porque el sendero, que subía orillando un

    cerco, pasaba justo delante de ella. Al acercarnos a la vivienda, los

    perros se pusieron a ladrar pero luego se callaron,

    inexplicablemente, tan pronto nos hubimos alejado un par de

    decenas de metros. Habíamos llegado al final de aquel camino.

    Allí don Roberto abrió un portón y entramos a un potrero por

    el cual avanzamos a lo largo de un cerco de estacones. Llegamos a

    un fundo donde don Roberto descargó al animal, sacó los maderos

    más altos del cerco y luego, desde el otro lado y teniéndolo tomado

    de las riendas, hizo saltar al caballo. Limpiamente, el alazán superó

    el cercado.

    El cruce de la cordillera

    Al otro lado de la cerca avanzamos por la ladera en forma paralela

    al valle, hasta un camino de tierra que trepaba la montaña. Por

    aquel sendero subimos hasta alcanzar el bosque que cubría la parte

    más alta del cerro.

    Al penetrar entre los árboles, el camino se transformaba de

    inmediato en un sendero maderero. Para aquel entonces, ya estaba

    aclarando.

    Caminando por el sendero del bosque, después de atravesar

    un sector donde había gran cantidad de leña apilada a ambas orillas

    a la espera de ser transportada a los pueblos vecinos, llegamos a un

    campamento de leñadores.

    Frente al campamento había una pequeña planicie desde la

    cual salían tres caminos que se adentraban en la montaña en

    distintas direcciones. En la intersección de aquellos senderos, nos

    detuvimos.

    Don Roberto fue a una de las ranchas y llamó a la puerta. Al

    hombre que asomó su cabeza, le preguntó por el camino que

    llevaba a la costa. El leñador se lo indicó y continuamos la marcha. A medida que nos acercábamos a la cumbre, el sendero

    maderero fue perdiendo tal condición hasta transformarse en una

    senda apenas visible. Ya sobre el filo del monte, la huella pasaba

    entre grandes piedras y por charcas de agua estancada cubierta de

    pajonales, donde nuestros pies se hundían en el fango.

    La cima de la cordillera era una estrecha planicie de granito

    de varios kilómetros de largo, constantemente barrida por el

    viento y bañada por la lluvia. La capa de tierra vegetal era muy

    escasa. Sólo existía en las hendiduras de las rocas y detrás de los

    peñascos que la protegían del viento. En aquel magro boscaje

    estaban representadas todas las especies de árboles del bosque

    natural, pero de tamaño liliputiense. Aquel paisaje parecía una

    antigua ilustración de un cuento de enanos y de hadas.

    Por aquel mágico paraje caminamos unas horas, sin divisar

    ningún animal, ni siquiera un pájaro. Casi al término de la meseta,

    del sendero por el que caminábamos se apartaba una huella que iba

    hacia el sur. Sobre el fango había huellas recientes. Varias

    personas, al parecer hombres y mujeres, habían pasado en

    dirección contraria a la nuestra, pero en aquel punto, vez de seguir

    el sendero por el que nosotros habíamos venido, se habían dirigido

    hacia el sur.

    Al concluir la planicie, una profunda y abrupta pendiente se

    desplomaba hacia el mar. Por ella bajaba el sendero que nosotros

    seguíamos. Antes de comenzar el descenso, estuvimos largo rato

    sentados, contemplando impresionados la magnífica vista que nos

    ofrecía el Océano Pacífico. A la distancia, entre la costa y la línea

    del horizonte, un solitario barco de carga navegaba hacia el norte.

    El descenso de aquella empinada pendiente nos tomó más de

    una hora y no pocos esfuerzos. A pesar de que el caballo llevaba mi mochila, el prolongado y abrupto camino en bajada me resultó

    tremendamente cansador.

    El remanso

    Finalmente llegamos al valle, a un kilómetro del mar. Allí, las

    aguas del cristalino río cordillerano formaban un extenso remanso.

    En la ribera opuesta, que era la falda de un alto cerro, había dos

    modestas casas campesinas.

    ¿Llegamos? le pregunté a mi guía.

    Sí me respondió.

    ¿Cuál es la casa de sus tíos?

    Queda ahí nomás, al otro lado del río. Pero hay que subir

    un poco por el cerro. No se ve desde aquí.

    En tanto llegamos al río dejé mi ropa en la orilla y, con las

    botas de goma puestas para evitar golpearme los pies en las

    redondas y resbaladizas piedras del río, me metí en el remanso.

    El agua estaba tibia. Yo estuve largo rato flotando en aquella

    tibieza. No debí haberlo hecho, porque con el baño mis músculos

    se relajaron y me cayó encima todo el cansancio de la jornada.

    Don Roberto sólo se sacó las botas y mientras yo me bañaba

    se sentó a descansar a la orilla del río, con los pies metidos en el

    agua.

    Los tíos madereros.

    Me bañé hasta que don Roberto me dijo que debíamos comenzar a

    subir, si queríamos llegar a la casa de sus parientes antes de que

    anocheciera.

    Entonces se hizo realidad mi sospecha de que la casa de los

    tíos de mi guía no estaba "ahí nomás", como él había dicho. Había

    que subir el cerro que teníamos por delante, para llegar a nuestro

    destino.

    Me vestí al otro lado del río, que mi guía cruzó de a caballo.

    Después seguimos por un sendero paralelo a la ribera que nos llevó

    hasta un lugar donde un zigzagueante camino maderero comenzaba

    a trepar por el cerro. No habíamos alcanzado a subir cien metros,

    cuando las fuerzas nos abandonaron. Nos detuvimos a descansar,

    temblando de pies a cabeza. Otro tanto le ocurría al alazán.

    Los campesinos del lugar utilizaban aquel camino para bajar,

    tirándolos con bueyes, los troncos de los árboles que cortaban

    arriba de la montaña. A mis anteriores ascensiones forzadas,

    agregué aquel día la experiencia de subir sin fuerzas una ladera

    despiadada y sin fin, como aquella.

    Llegamos a la casa de los tíos de mi guía al anochecer. Los

    leñadores nos recibieron con amabilidad, como era habitual entre

    los habitantes de la montaña.

    La casa era de madera y constaba de una sola pieza bastante

    amplia. Tenía piso de tablones colocados directamente sobre la

    tierra y un achaparrado techo de dos aguas de tejuelas de alerce.

    Desde adentro se podía ver las vigas y el entramado del techo, lo

    mismo que las tejuelas. En un extremo de la vivienda había una

    pequeña cocina de hierro y cerca de ella estaba instalada una mesa

    rodeada de rústicos bancos de madera. Además de la puerta, la

    rancha tenía dos ventanucos orientados hacia el sur por los que entraba un poco de luz. Adosados a las murallas había varios

    camastros. A nosotros nos cedieron los más cercanos a la puerta.

    En aquellos días, los tíos de mi guía estaban preparando una

    carga de tejuelas de alerce para llevarlas a Osorno. El viaje iban a

    hacerlo en lancha hasta Bahía Mansa y desde allí en camión hasta

    la Capital Provincial. Las tejuelas tenían cierto valor debido a que

    los alerces estaban a punto de ser extinguidos en aquellas

    montañas.

    Conversando con aquellos hombres desentrañamos el

    misterio de las huellas que habíamos visto en la planicie de la

    montaña. Las había dejado un grupo de evangélicos que recorría

    aquellos parajes olvidados en busca de nuevos creyentes para su

    secta.

    Los tíos de don Roberto compartieron con nosotros la

    comida que habían preparado para ellos. Luego conversamos

    brevemente y nos acostamos.

    Mi guía y yo nos quedamos dormidos de inmediato.

    El colono español

    Al día siguiente intenté ponerme de pié pero no lo logré. Tenía el

    cuerpo terriblemente adolorido. Al moverme me dolían todos los

    músculos, hasta el más insignificante. Aplicando lo aprendido de

    mis experiencias anteriores, me paré como pude y salí de la

    cabaña. Para calentar los músculos comencé a caminar por los

    alrededores. Hice un reconocimiento del lugar, al tiempo de gozar con la

    belleza del paisaje: la exuberante montaña y el océano infinito.

    Aquello no tenía precio.

    En el hueco de un tronco semiapolillado oculté mi verdadero

    Documento de Identidad y el Carnet de Conducir, pensando que de

    ser necesario, al regresar de la costa los rescataría.

    Después de desayunar, uno de los tíos de don Roberto se

    ofreció para guiarnos hasta la rancha de un colono español, donde

    yo quería instalarme durante un tiempo. Partimos de inmediato.

    Con la caminata se me calentaron los músculos y desaparecieron

    los dolores.

    El sendero pasaba por una extensa planicie deforestada

    donde dejamos atrás los restos de una rancha de tejuelas de alerce.

    Allí había vivido don Gonzalo, que así se llamaba el español, antes

    de cambiarse a la quebrada frente al mar donde se encontraba

    instalado.

    A la rancha del colono español llegamos al mediodía.

    A don Gonzalo mi guía le contó que yo andaba de

    vacaciones, que era la historia que habíamos discurrido. Después

    yo vería cómo me las iba arreglar. Si no surgía una opción mejor,

    pensaba regresar al fundo.

    En los dominios del colono español me hice llamar Alberto,

    que era el nombre que tenía el Carnet falso. Aunque preferí usar el

    diminutivo Tito, que me resultaba más familiar.

    El Carnet de Identidad y el Certificado de Nacimiento los

    dejé dentro de una bolsa de plástico junto al radioreceptor, al

    alcance del dueño de casa, por si éste quería examinar aquellos

    documentos. Fue una forma de mostrarle confianza y, al mismo

    tiempo, evitar sus sospechas. El español me recibió encantado, pensando que yo le iba a

    hacer compañía durante un tiempo. En aquellos apartados parajes

    de la montaña, la soledad era tremenda.

    Don Gonzalo tenía más de cincuenta años y la cara y el

    cuerpo de don Quijote de la Mancha. Pudo muy bien haber servido

    de modelo para los grabados de Gustavo Doré.

    Quince años atrás, alguien le había estafado vendiéndole un

    inexistente fundo maderero en la Provincia de Osorno. Él se había

    trasladado al sur a explotar sus posesiones personalmente, dejando

    en la Capital a su mujer y sus tres hijos.

    La tragedia de don Gonzalo no me produjo risa, porque si

    Pedro de Valdivia hubiese llegado a Chile en pleno Siglo Veinte,

    seguramente los indios le habrían vendido el cerro Huelén. Por

    lo demás, hay quienes afirman que aquella predisposición de

    ciertos chilenos a la estafa y el fraude, la habían heredado

    directamente de los conquistadores.

    Aquel cuento del tío era común y había afectado a muchos

    otros. El fundo, como propiedad privada, no existía, pero sí estaban

    las montañas y la madera, que eran fiscales, y cuya explotación

    nadie controlaba. El colono no se sentía estafado, en realidad creía

    ser el legítimo dueño de aquella montaña.

    Don Gonzalo jamás regresó a Santiago, donde su familia le

    esperaba inútilmente. Se quedó a vivir para siempre en aquellos

    desolados e impresionantes parajes.

    En los últimos años se había mantenido con el salario

    mínimo que le pagaba la Corporación Nacional Forestal,

    CONAF, por dirigir los trabajos de reforestación del lugar.

    Siguiendo las instrucciones de don Gonzalo, algunos jóvenes

    lugareños le ayudaban a plantar los pinitos que llegaban en lanchas

    por el mar. Don Gonzalo era una persona con estudios, testarudo y con

    un amor propio fenomenal. Tuve la sospecha de que la estafa de la

    que fue objeto había logrado trastornarlo un poco. A mi juicio, no

    era del todo cuerdo su desmedido afán por salir adelante en tan

    adversas circunstancias. Su porfía era tan disparatada, que me

    resultaba difícil diferenciarla de la locura. No obstante, el

    inmigrante me cayó bien y me recibió con simpatía.

    Don Gonzalo estaba arruinado. Todas sus pertenencias

    cabían en un pequeño y destartalado baúl, asegurado con un

    modesto y oxidado candado de latón, donde las tenía guardadas.

    En aquel cofre de pirata retirado estaban el traje de calle con

    el que había viajado desde Santiago; una ajada camisa blanca; una

    chillona corbata ampliamente pasada de moda; una camiseta con

    mangas; un par de calzoncillos largos; un par de zurcidos

    calcetines de algodón; un par de gastados zapatos de calle; una foto

    donde estaba su mujer con sus tres hijos; un recorte del Diario El

    Mercurio con el anuncio del estafador ofreciendo en venta un

    magnífico fundo maderero en la Provincia de Osorno, y una

    carpeta de cartulina, de un color que alguna vez había sido verde

    oscuro, que contenía los falsos títulos de propiedad, escritos,

    sellados y firmados ante Notario.

    Don Gonzalo usaba a diario unos remendados pantalones de

    trabajo, adquiridos en Osorno cuando decidió trasladarse a su

    fundo maderero en la montaña; una camisa a cuadros que años

    atrás había perdido sus colores, la mayoría de sus botones y la

    mitad de sus puños; un chaleco de lana cruda de oveja que le había

    comprado a una tejedora del lugar; una gorra de lana de las que

    usaban los pescadores del sur del país; viejas botas de goma, y

    calcetines, no llevaba. El colono era de buen trato y maneras amables, pero debajo

    de aquella cubierta de sencillez escondía un acerado y colosal

    orgullo ribeteado de locura.

    Mi primer error

    Cierta vez le pregunté a mi anfitrión por qué no dejaba aquellos

    inhóspitos parajes y regresaba a Santiago junto a su familia. Me

    respondió que prefería vivir solo en su propiedad en plena

    montaña, a vivir en la Capital amontonado con su familia en una

    oscura y maloliente pieza sin ventanas, arrendada en un

    conventillo. Visto así aquel asunto, le encontré toda la razón.

    Pero entonces cometí mi primer error: le dije que aquellas

    montañas no tenían dueño, que eran tierras fiscales de propiedad

    del Estado.

    Don Gonzalo me miró en silencio. En aquella extraña luz que

    brillaba en sus ojos creí reconocer la mirada que don Quijote le

    dirigió a Sancho Panza, cuando éste le dijo que los gigantes no

    eran tales, sino molinos de viento.

    Me imaginé que no me había contestado porque carecía de

    argumentos, pero en realidad hacía ya mucho tiempo que él había

    decidido no discutir con nadie la legitimidad de sus títulos de

    dominio sobre aquel apartado sector de la Cordillera de la Costa.

    Don Gonzalo seguía aferrado a la firma y los timbres del

    Notario cómplice de la estafa y a las promesas de un Senador de la

    zona, que jamás fue reelegido.

    Una choza con vista al mar

    Desde el lugar donde estaba construida la rancha de don Gonzalo,

    el mar se veía en toda su colosal magnitud.

    El azul de las aguas del Océano Pacífico se extendía a la

    distancia hasta confundirse con el cielo, allí donde el horizonte

    líquido parecía curvarse bajo el peso de la bóveda celeste. Hacia el

    sur, la arbolada montaña descendía al borde mismo del mar. A la

    derecha de la rancha, la vista llegaba hasta los acantilados de

    granito que, desafiantes, se adentraban en la mar que incansable

    azotaba las rocas con su líquido cuerpo, creando una permanente

    masa de blanca espuma.

    Frente a esas magnitudes oceánicas me invadía una sensación

    de sosiego, paz y pequeñez. Aquel inabarcable horizonte serenaba

    mis pensamientos. Las siluetas de los esporádicos barcos, que de

    vez en cuando pasaban por alta mar, parecían invitarme a viajar

    hacia tierras desconocidas.

    La rancha del español tenía forma rectangular y la armazón

    del techo se sostenía en horcones de luma enterrados en la tierra.

    El techo era de tejuelas de alerce, de dos aguas, y las murallas

    habían sido construidas con tablones superpuestos en forma

    horizontal. Las fallas de aquella construcción indicaban a las claras

    que don Gonzalo no tenía experiencia en la materia.

    El piso de la cabaña era de tierra y adosados a las murallas

    había camastros de tablones donde dormían los hombres que iban a

    la montaña a plantar pinos.

    En el suelo, cerca de la puerta, un fogón permanecía

    encendido mientras había gente en la rancha. Los troncos ardían durante toda la noche y, por falta de una adecuada ventilación, la

    rancha se llenaba de humo.

    La primera ayuda que le presté a don Gonzalo fue abrirle

    tiraje al humo. La operación fue sencilla: saqué de la parte superior

    de las murallas opuestas, las tablas que cerraban los ángulos que

    formaba el techo. Una vez abiertos aquellos huecos, el aire pudo

    circular por la parte alta de la rancha y el humo encontró una salida

    natural.

    El gato de don Gonzalo

    Don Gonzalo tenía un gato. Su pelaje era gris con rayas negras. El

    felino mal vivía alimentándose de pájaros y pequeños roedores que

    cazaba en el bosque.

    La rancha era para él un lugar abrigado donde llegaba a

    secarse junto al fogón, cuando la lluvia lo había empapado.

    Aquello ocurría con mucha frecuencia.

    De manos de su dueño, de vez en cuando el gato recibía un

    trozo de pan y restos de comida. Pero su especialidad era robar

    alimentos de algún plato momentáneamente dejado sin vigilancia y

    escapar al exterior, como una exhalación, por el hueco de la puerta.

    La mayor parte del día, el felino dormitaba cerca del fuego.

    En aquel ambiente temperado, las pulgas del gato se aventuraban a

    abandonarlo en busca de nuevos huéspedes.

    Una de aquellas nuevas víctimas fui yo, que antes de llegar a

    ese lugar no había sido atacado por ninguna pulga. En la rancha de

    don Gonzalo me vi obligado a pasar varias horas cada día ubicando a los parásitos saltarines que se escondían en los pliegues de mi

    saco de dormir.

    Por pulguiento y ladrón, aquel gato me cayó antipático y

    cada vez que don Gonzalo se ausentaba, yo procuraba alejar al

    felino de la rancha. Cuando el español regresaba después de la

    jornada de trabajo, lo primero que hacía era buscar a su gato.

    Qué raro! decía. ¿Dónde estará el gato?

    Yo me hacía el sordo.

    ¿Ha visto mi gato, don Tito?

    Por ahí debe andar, don Gonzalo.

    El español tomaba el balde y salía a buscar agua. Durante el

    viaje a la vertiente iba llamando a su gato. La mayor parte de las

    veces solía regresar con el felino caminando entre sus piernas. En

    la puerta de la rancha el gato se detenía y me miraba. Luego

    entraba y dando un par de saltos se iba echar al lado de su amo.

    Desde su nueva ubicación me volvía a mirar y al ver que yo no me

    movía, se iba a echar a su sitio favorito junto al fogón. Entonces

    las pulgas, hartas de la famélica sangre del gato, salían alegremente

    en busca de mi saco de dormir.

    La política de reforestación

    La Corporación Nacional Forestal, CONAF, que operaba con

    capitales estatales en futuro beneficio de los madereros privados,

    plantaba pinos de rápido crecimiento, procedentes de América del

    Norte, en todas las regiones del país donde el bosque nativo había

    sido exterminado. La CONAF tomaba en consideración sólo el rendimiento

    de esta especie arbórea y no los efectos negativos que producía

    sobre la tierra y los daños que causaba a la vegetación y la fauna

    autóctonas.

    La CONAF tenía criaderos de pinos donde desarrollaba las

    plantas a partir de las semillas y los pinitos de dos o tres años los

    repartía a las plantaciones de todo el país. Hasta la montaña donde

    vivía don Gonzalo, los pinitos llegaban en lanchas por el mar.

    En los últimos tres años, don Gonzalo había plantado pinitos

    de prueba en diversos sectores de la montaña, comprobando que

    los arbolitos se adaptaban y crecían sin problemas.

    En aquel año, la CONAF iba a iniciar una plantación en

    gran escala. Don Gonzalo me contó que los campesinos del sector

    no estaban muy interesados en trabajar como plantadores de pinos

    porque la tarea era muy dura y los salarios demasiado bajos. Él

    creía que le iba a faltar mano de obra.

    A lo mejor la CONAF me contrata le dije.

    La próxima vez que vaya a Puerto Montt, voy a consultar.

    Los trabajadores de la montaña

    Los trabajadores que plantaban los pinos vivían en el vallecito por

    donde salía al mar el río cordillerano en el cual yo me había

    bañado el día en que atravesé la cordillera.

    Para poder sobrevivir, los habitantes del sector ejercían de

    madereros, chacareros y pescadores.

    Como plantadores de pinos, los hombres trabajaban cinco

    días a la semana, contadosen que comenzaban el ascenso a la montaña. Al lugar de su trabajo

    llegaban después del mediodía, y aún más tarde cuando traían una

    yunta de bueyes para remover y cambiar de sitio los troncos de los

    árboles caídos que estorbaban las líneas de la plantación. Debían

    plantar los pinitos guardando cierta distancia entre ellos y en el

    más riguroso orden posible. En este punto, don Gonzalo era

    inflexible.

    Los viernes trabajaban por la mañana e iniciaban el regreso a

    sus casas después de almuerzo porque el viaje al lugar de las

    faenas, tanto de ida como de vuelta, estaba considerado dentro del

    horario de trabajo. La CONAF no pagaba sobre tiempo, pero los

    días de lluvia, entre lunes y viernes, se contaban como trabajados y

    se pagaban.

    No obstante, el costo de las plantaciones de pino era bajísimo

    debido a los miserables salarios que recibían los trabajadores.

    Mi segundo error

    De lunes a jueves, los trabajadores dormían en la rancha de don

    Gonzalo, compartiendo entre todos los alimentos que cada cual

    había traído.

    Por las noches, antes de dormir conversábamos alrededor del

    fogón. Contábamos chistes y nos hacíamos bromas.

    Pronto entramos en confianza y, como buenos chilenos, las

    bromas y las tallas afloraron entre nosotros.

    Entonces cometí mi segundo error: hice un chiste a costa del

    dueño de casa. Todos se rieron, menos don Gonzalo que me miró

    seriamente. Sin disimular que se había disgustado. desde los lunes a las ocho de la mañana. Tuve la certeza de haber metido la pata.

    A la orilla del mar

    Comencé a descender al mar dos veces por semana. Para llegar a

    las rocas bañadas por el océano había que bajar por un sendero casi

    vertical que zigzagueaba entre las rocas y los árboles que crecían

    aferrándose a la ladera de la montaña. El sendero era intransitable

    los días de lluvia porque el suelo de greda se ponía muy

    resbaladizo con el agua.

    En aquél entonces yo me mantenía bien entrenado y podía

    caminar, subiendo y bajando, como cualquiera de los campesinos.

    Empleaba unos veinte minutos en llegar al mar y más de una hora

    en regresar a la cabaña.

    A la orilla del mar no había playa, sólo grandes rocas entre

    las cuales las olas mataban el tiempo jugando con enormes

    cantidades de piedras ágatas de diferentes tamaños y colores.

    Como no tenía anzuelos para pescar, mariscaba durante las

    mareas bajas. En los roqueríos había choros, lapas y caracoles al

    alcance de la mano. También recogía anémonas de mar, que los

    lugareños llamaban poto de mulo, cuya carne cocida era

    exquisita.

    Con aquellos mariscos preparaba sabrosos caldillos que

    compartía con don Gonzalo y los demás trabajadores.

    Las tortillas al rescoldo. Mirando a don Gonzalo aprendí a hacer tortillas al rescoldo.

    A la harina le agregaba levadura, sal, grasa animal, leche en

    polvo y agua. Luego amasaba el conjunto hasta conseguir una

    masa consistente que, envuelta en un paño de cocina y arropada

    con una manta, dejaba liudar cerca del fogón. Cuando la masa se

    había hinchado la cortaba en dos grandes trozos a los cuales les

    daba la forma plana característica que tienen las tortillas.

    Con una pala apartaba las brasas del fogón y hacía una cama

    ahuecando la ceniza caliente. Allí colocaba las dos tortillas, una al

    lado de la otra, y luego las cubría con ceniza. El pan comenzaba a

    cocerse lanzando pequeños chorritos de vapor, diminutos géiseres,

    a través de la ceniza.

    Cuando las tortillas estaban listas las sacaba con la pala y,

    tomándolas con un paño, las golpeaba con el mango del cuchillo de

    cocina a fin de desprender la ceniza adherida a la superficie.

    Después las dejaba enfriar envueltas en los paños de cocina

    que don Gonzalo había hecho con sacos harineros de algodón y la

    misma manta que había utilizado en el proceso de liudar la masa.

    Una vez frías, las tortillas se cortaban fácilmente en

    rebanadas, de arriba abajo.

    Las provisiones llegaban desde Osorno, cada dos meses, a la

    playa de la desembocadura del río. El comerciante que las llevaba

    por mar cobraba un alto precio por ellas y a su vez pagaba en

    forma miserable los productos que les compraba a los habitantes

    del sector. De aquella forma doblaba sus ganancias.

    Los alimentos que tenía don Gonzalo eran muy escasos y con

    mi presencia, a pesar de mis regulares y contundentes aportes de

    mariscos, disminuían a ojos vistas. Mi tercer error

    A don Gonzalo le propuse que construyéramos una cabaña con los

    muchos troncos de alerce cortados que había en la cercanía.

    El español se mostró interesado y entonces cometí mi tercer

    error: en una hoja de cuaderno hice un croquis de la futura cabaña,

    usando un pequeño listón a modo de regla.

    El dibujo resultó demasiado perfecto para el modesto pintor

    de brocha gorda, por el cual yo me hacía pasar, y esto despertó las

    sospechas del español.

    Usted es un hombre educado me dijo con una

    entonación especial en la voz.

    Tuve la impresión que me quería decir que se daba cuenta de

    que yo le había engañado.

    Traté de restarle importancia al asunto, pero a don Gonzalo

    ya le había entrado el gusano de la duda.

    En aquellos días, como él mismo me dijo después, corrían

    rumores de la presencia de guerrilleros en la cordillera y todos los

    afuerinos estábamos bajo sospecha.

    La pista de aterrizaje

    Cierto día don Gonzalo me contó, empleando un tono descuidado

    pero poniendo mucha atención a mis reacciones, que dentro de una

    semana un Oficial de la Fuerza Aérea de Chile llegaría a la montaña. El objetivo de su visita era inspeccionar una planicie

    donde pensaban construir una pista de aterrizaje.

    Aparentando tranquilidad, le respondí:

    Me gustaría acompañarlo a la entrevista, si a usted le

    parece.

    Don Gonzalo pareció sorprenderse al escuchar mi respuesta y

    no me respondió, pero noté que estaba dudoso.

    Un par de días después, mirándome a los ojos, don Gonzalo

    me dijo:

    En Puerto Montt se dice que hay guerrilleros aquí en la

    cordillera.

    ¿Ah, sí? le respondí, sin inmutarme. ¿Y usted los ha

    visto?

    Los militares piensan que podrían venir a la costa

    insistió el español, sin dejar de espiar mis reacciones.

    ¿Por eso la Fuerza Aérea quiere tener una pista de

    aterrizaje en esta zona? le pregunté.

    Sí.

    No es mala la idea le respondí.

    "Lo siento, don Tito"

    Dos días antes de la visita del Oficial de la Fuerza Aérea, tratando

    de ocultar su nerviosismo, don Gonzalo me dijo:

    Lo siento, don Tito, pero usted no se puede quedar aquí.

    Don Gonzalo sospechaba algo. No había duda. Pero qué

    estaba sospechando, me era difícil decirlo. Me decidí por darle una

    estocada a fondo. Mirándole de frente, le pregunté:

    ¿Por qué razón?.

    El hombre titubeó antes de responderme.

    La comida que tengo no alcanza para nosotros dos.

    Estuve a punto de decirle que en Osorno tenía amigos que

    me podían enviar alimentos pero, sospechando que en la respuesta

    de don Gonzalo no estaba la verdadera causa de su actitud, me

    contuve. Sólo por profundizar la estocada, le dije:

    ¿Y si me dan trabajo en la CONAF?

    El español estuvo unos minutos en silencio. Era evidente que

    no encontraba la respuesta adecuada. Finalmente, me dijo:

    En ese caso se podría quedar, pero tendría que ir usted

    mismo a Puerto Montt a pedir que lo contraten.

    Me había devuelto la papa caliente con habilidad. Él no tenía

    inconvenientes, si me contrataban. Sólo que yo tenía que ir en

    persona a conseguir el trabajo. Lo que pudiera ocurrir en Puerto

    Montt, sería cosa mía.

    Muy bien, iré a Puerto Montt. Pero deseo que usted me dé

    una recomendación para presentarla en la CONAF y una nota

    para ese conocido suyo de Los Pabilos.

    Cómo no, don Tito. Le daré esos papeles.

    Los frutos de la luma

    Al día siguiente, de amanecida, abandonamos la rancha con vista al

    mar y partimos hacia el valle donde el río desembocaba en el

    Océano Pacífico. En la cartera interior de mi chaquetón llevaba los dos papeles

    que don Gonzalo me había dado: uno para el Jefe de Los Pabilos y

    una carta de recomendación para la CONAF.

    La senda aquella pasaba alejada de la casa de los madereros

    donde había escondido mis verdaderos documentos de identidad,

    pero aquel detalle ya no tenía importancia.

    Por el camino, el español me mostró la meseta en la cual él

    pensaba que se podía construir una pista de aterrizaje. No estaba

    equivocado, el lugar se veía apropiado para levantar una pista

    capaz de recibir aviones de pequeño tamaño.

    El sendero pasaba entre unas lumas cuyos frutos, llamados

    chauchau por los campesinos, se encontraban maduros. Por

    primera vez en mi vida probé aquellas dulces bayas y se lo dije a

    don Gonzalo.

    La gente de aquí cree que siempre se regresa al lugar

    donde se ha comido chauchau por primera vez.

    Claro que me gustaría volver le respondí y, cogiendo

    otro puñado de frutos, añadí: Por eso voy a comer más.

    Una leyenda semejante había escuchado en Chaitén, cuando

    comí calafate por vez primera.

    El mercado persa

    A media mañana comenzamos a descender hacia el valle. Abajo, al

    otro lado de la desembocadura del río, se veía una larga playa de

    arena que llegaba hasta el cerro que cerraba el valle por el sur.

    En el mar, frente a la playa, había un roquerío en el cual

    estaban encallados los guerra de pequeño tamaño que había naufragado algunos años

    atrás. Varios marineros habían perdido la vida a causa de aquella

    tormenta. Después del temporal, la marina sacó los cañones y otros

    equipos de la torpedera, dejando a la gente del lugar la tarea de

    desmantelar los restos de la nave. Los lugareños habían sacado

    todo lo que les podía servir, incluso algunas planchas del blindaje.

    Los restos de aquel barco daban testimonio de que en aquella

    región del país, ni siquiera los barcos de guerra, podían con la furia

    de los elementos.

    Un joven, que al parecer nos esperaba, nos vino a buscar en

    un pequeño bote y en él cruzamos el río. Luego, siguiendo un

    sendero que subía por una suave pendiente, llegamos a la casa de

    un pastor evangélico, donde don Gonzalo y el Oficial de la

    aviación, que llegaría esa misma tarde, iban a pasar la noche. Allí

    nos dieron algo de comer. A esa altura el español andaba nervioso

    y no ocultaba sus deseos de desligarse de mí.

    Después de almorzar, don Gonzalo y el pastor fueron a la

    playa a conversar tranquilos. Mientras tanto, yo aproveché para

    montar un improvisado mercado persa. Puse en venta la mochila,

    el saco de dormir y la radio. El cuchillo de monte y la manta

    pequeña se los había regalado al español el día anterior.

    Unos jóvenes del lugar, que se encontraban en la casa del

    pastor, fueron a informar al resto de los habitantes del vallecito. En

    pocos minutos se congregó un numeroso grupo de campesinos que

    en un santiamén me compraron todos los bienes que había puesto a

    la venta.

    Como yo no estaba al tanto del precio de las cosas, al parecer

    hice un pésimo negocio, pero reuní una cantidad de dinero que a

    mí me pareció me iba a alcanzar para pagar el pasaje del bus hasta restos metálicos del casco de un barco de Puerto Montt, un par de noches en una pensión y otros pequeños

    gastos.

    Cuando don Gonzalo regresó con el pastor, yo ya había

    cerrado mi mercado persa.

    El español me dijo:

    Don Tito, hemos conversado con el pastor y pensamos que

    lo mejor para usted es que se vaya inmediatamente de aquí. Yo le

    voy a dar un papel para don Rubén, el vecino que vive al otro lado

    de aquel cerro, para que le permita pasar la noche en su casa.

    Dándole la mano, le dije:

    Don Gonzalo: le quiero agradecer su hospitalidad durante

    el tiempo que pasé en su casa. Muchas gracias!

    De nada. Pero le recomiendo, don Tito, que siga su camino

    mañana temprano.

    Llegó la lancha

    Tomé el rollo que había hecho con mi manta y partí en la dirección

    que me habían indicado.

    Arriba del cerro me detuve para mirar hacia el mar. Una

    poderosa lancha a motor se acercó con rapidez desde el sur.

    Cuando la lancha tocó la arena con su proa, un Oficial de la Fuerza

    Aérea saltó a tierra portando un bolso de lona.

    Don Gonzalo se acercó a saludarlo y después ambos se

    fueron por la playa en dirección al río.

    Mientras ellos se alejaban conversando tranquilamente, la

    lancha retrocedió mar adentro, hizo un rápido viraje para poner

    proa al sur y se alejó a toda velocidad. El militar no portaba armas visibles, pero yo me imaginé que

    en el bolso tenía, al menos, una pistola.

    "Bueno", pensé, "si quiere detenerme, me defenderé con la

    mía."

    El rico del lugar

    El cerrito desde el cual vi el desembarco del Oficial separaba las

    dos quebradas cordilleranas cuyos ríos respectivos desembocaban

    en el mar.

    Descendiendo por la pendiente sur llegué frente a la única

    casa que había en aquel corto y estrecho valle.

    Detrás de los furiosos perros que salieron a mi encuentro

    llegó corriendo un muchacho, haciéndolos callar. De la casa salió

    un hombre bajo y fornido. Era don Rubén, el rico del lugar, a

    quien el español le mandaba un mensaje.

    El hombre había enviudado poco tiempo atrás y en aquellos

    días vivía con sus dos hijos: el muchacho que había contenido a los

    perros y una jovencita de alrededor de quince años, que me miraba

    a través de una ventana.

    En la nota don Gonzalo le decía que a mí me enviaban él y el

    pastor evangélico, agregando que yo iba en camino a Puerto Montt.

    La nota terminaba solicitándole que me diera alojamiento en vista

    de que en la casa del pastor aquella noche no había lugar.

    Don Rubén leyó la corta misiva y sin dudarlo un instante me

    invitó a entrar a su casa. Estuvimos conversando generalidades

    hasta que la joven puso la mesa. Durante la cena, don Rubén fue tomando confianza y

    comenzó a contarme los problemas que había tenido con sus

    vecinos. Como él poseía media docena de animales vacunos, que

    vivían en forma semisalvaje ramoneando casi todo el año en la

    montaña, sus vecinos lo consideraban un campesino rico, a pesar

    de que sus tierras a lo sumo serían dos hectáreas.

    El resto de los habitantes del sector vivía en las escasas

    tierras cultivables del otro vallecito, por donde discurría el río en el

    cual yo me había bañado al llegar.

    En realidad, don Rubén y sus vecinos eran todos campesinos

    pobres, que ni siquiera eran propietarios de las pequeñas parcelas

    de tierra que cultivaban.

    El malentendido surgido en el lugar tenía como telón de

    fondo viejos pleitos y envidias entre vecinos, que habían salido a la

    luz mal disfrazados de problemas políticos.

    Después del Golpe Militar, aparentemente los vecinos se

    habían reconciliado. No obstante, aquella noche descubrí que don

    Rubén tenía algunas heridas sin cicatrizar.

    Al llegar la hora de acostarnos, el dueño de casa me cedió su

    propia cama, a la cual su hija le había cambiado las sábanas. Al

    comienzo no quise aceptar, pero cedí para no ofenderlo.

    Antes de acostarme me fuí a lavar los dientes al estero

    cercano y, una vez allí, decidí darme un baño y ponerme ropa

    interior limpia .Cenamos abundantemente y

    bebimos chicha de manzana. 7

    EL VIAJE A PUERTO MONTT

    Salté de la cama temprano, en tanto escuché que alguien se había

    levantado, y me fui a lavar al estero. Amanecía. Sobre la costa se

    extendía una densa niebla, precursora de un día sin nubes.

    Cuando regresé a la casa, el desayuno estaba listo. Don

    Rubén se sentó a desayunar conmigo. Su hija nos sirvió café con

    leche, huevos fritos, queso y pan amasado. Antes de despedirnos la

    joven me entregó un paquete con cocaví para el camino.

    Siguiendo el consejo de don Gonzalo, le agradecí a don

    Rubén su hospitalidad y a su hija, sus atenciones, y partí temprano.

    Desde Los Pabilos viajaban a Puerto Montt camiones con

    madera. La idea era que alguno de aquellos me llevase a ese

    destino.

    El camino hacia la central maderera comenzaba con un

    sendero que zigzagueando ascendía el acantilado casi vertical. Subí

    con rapidez y seguridad, deteniéndome a descansar en pocas

    ocasiones, porque el continuo bajar y subir al mar mientras estuve

    en la cabaña de don Gonzalo, había sido un buen entrenamiento.

    La meseta de granito

    Arriba del acantilado había una meseta de granito con ejemplares

    enanos de los árboles del bosque original y un sendero con rastro

    de tractores. El cielo se había despejado. Sólo unas pocas nubes de

    blanco algodón estaban suspendidas sobre el Océano.

    A medida que avanzaba por la meseta, alejándome del mar,

    los árboles iban aumentando de tamaño y el sendero era más

    transitable.

    Al mediodía me senté a la sombra de un árbol y abrí el

    paquete que me había dado la hija de don Rubén. Contenía pan,

    queso y huevos duros. Me serví le mitad de aquella comida.

    Después me dió sed, pero no encontré agua. Bajo el fuerte e

    implacable sol tuve que seguir mi camino. En su mayor

    parte, aquel sendero pasaba sobre terrazas de rocas planas.

    A ambos lados del camino, el bosque había sido cortado años

    atrás. Sólo habían dejado en pié los árboles de tronco apolillado.

    Hacia el sur, la montaña se veía cubierta de miles de troncos,

    secos, sin corteza y blanqueados por la lluvia, semejantes a

    pabilos, que se erguían acusando a los incendios forestales. Drama

    común a todos los territorios del sur del país.

    Dar de beber al sediento. A media tarde, pensando que pronto llegaría a Los Pabilos, me comí el resto del cocaví. En todo el soleado camino no encontré

    donde aplacar mi sed.

    Llegué a la explotación maderera al anochecer. El aserradero

    se encontraba funcionando a medias debido a que la mayoría de los

    obreros había huido de la zona abandonando sus puestos de trabajo

    y el negocio de la madera pasaba por un momento de

    incertidumbre.

    Me acerqué a la primera casa del pequeño poblado y llamé.

    A unos muchachos que salieron les pedí agua pero ellos,

    mirándome con hostilidad, no me hicieron caso. Tampoco

    contestaron cuando les pregunté dónde podía ubicar al Jefe de la

    explotación.

    A una mujer que salió a continuación, le dije:

    Señora: ¿Dónde puedo encontrar a don Raúl?

    En aquella casa amarilla me respondió, indicando hacia

    la mayor de las construcciones.

    Por favor le dije, ¿me puede convidar agua?

    Entonces la mujer llamó a uno de los jóvenes y le dijo que

    me diera agua. El muchacho tomó un jarro que colgaba de un clavo

    de la muralla y fue a buscar agua. Yo pensé que había ido a una

    vertiente.

    El joven volvió con el jarro lleno y me lo pasó. Bebí un sorbo

    y noté que el agua tenía mal olor y algunas impurezas. Me acerqué

    a la luz que salía por la puerta de la vivienda y pude ver que el

    líquido estaba lleno de larvas y de pequeños bichos. Boté el resto

    del agua al suelo y le dije a la mujer:

    Señora: Su hijo me trajo agua de una charca!

    ¿Por qué hiciste eso? exclamó la mujer, reprendiendo al

    muchacho. ¿Por qué no le diste agua del balde? Entonces vi que al lado de la puerta de la casa, sobre una

    banca, había dos baldes con agua limpia. Dejé el jarro al lado de

    los baldes y, sin decir palabra, seguí mi camino.

    Los helicópteros militares

    El Jefe del aserradero era un joven de veinte años de edad quien,

    luego de leer la breve nota que le enviaba don Gonzalo, me dijo:

    ¿Así que va a Puerto Montt y quiere viajar en un camión?

    Efectivamente.

    Va a ser difícil. Creo que no se va a poder.

    Supuse que el joven había sospechado de algo y me alarmé.

    Tratando de no mostrarme preocupado, le dije:

    ¿Por qué no se va a poder?

    Porque está paralizada la entrega de madera y ya no vienen

    los camiones.

    Entonces tendría que seguir a pié.

    Tal vez, no. Mañana iremos a Tegualda en un tractor con

    acoplado. Si usted quiere, lo podemos llevar hasta allí.

    Cómo no.

    Don Raúl parecía ser demasiado joven para el puesto de Jefe

    de aquella empresa maderera. Aquella noche me contó que él era el

    único Dirigente Sindical que había quedado, pues los mayores y

    con más experiencia fueron despedidos por los Militares.

    Antes de acostarnos me relató lo sucedido allí en los días

    posteriores al golpe. Los trabajadores, que en su inmensa mayoría

    eran partidarios del Gobierno de Salvador Allende, decidieron ir al

    pueblo a ver qué podían hacer frente a lo que estaba pasando. Partieron en tres tractores con acoplados. Habían recorrido la mitad

    del camino que bajaba de la montaña, cuando fueron interceptados

    por dos helicópteros militares cargados de soldados. Uno de los

    aparatos se posó en el camino delante de los tractores y el otro bajó

    más arriba, cortándoles la retirada. Saltaron a tierra los soldados de

    la Fuerza Aérea, fuertemente armados, y rodearon a los

    campesinos.

    Les ordenaron tenderse en el suelo y luego de darles patadas

    y culatazos, a todos por parejo, preguntaron por los Dirigentes

    Sindicales. Después que éstos se identificaron les amarraron las

    manos y los subieron a un helicóptero.

    El aparato se elevó sobre las copas de los árboles, rumbo a

    Puerto Montt. En pleno vuelo, los soldados amarraron de los pies

    al Presidente del Sindicato y lo lanzaron al vacío. Unos minutos

    después lo subieron a la cabina. Enseguida lanzaron al Secretario.

    Antes de llegar a Puerto Montt, todos los Dirigentes del Sindicato

    habían estado columpiándose durante unos minutos en el vacío, en

    medio de las risas y los insultos de los Militares.

    En Puerto Montt, fueron torturados e interrogados. Después

    de haber permanecido unas semanas presos, sólo don Raúl y un

    Dirigente tan joven como él regresaron a la montaña. En tanto

    llegaron a las faenas, el otro Dirigente recogió sus pertenencias y

    se fue para siempre.

    Tiempo después llegaron los militares de Osorno, que habían

    ido a aquella zona por el mar. Los oficiales se alojaron en la misma

    casa donde yo iba a pasar la noche, mientras en otra de las

    viviendas procedían a torturar e interrogar a los trabajadores que

    había en las faenas.

    Después de aquella visita de los militares, gran parte de los

    trabajadores de Los Pabilos abandonaron la cordillera. Sólo se habían quedado los más jóvenes y aquellos que no tenían a dónde

    ir.

    Aquella noche dormí en la casa que ocupaba don Raúl,

    tendido sobre un lecho de cueros de oveja que el joven colocó para

    mí al lado de la salamandra que calentaba la habitación.

    Una decisión importante

    Nos levantamos de madrugada. Me puse los pantalones de casimir,

    una camisa limpia y las botas de cuero que llevaba de reserva. Los

    pantalones que había usado en la montaña y las botas de goma se

    los dejé a don Raúl, diciéndole que me los guardara hasta mi

    regreso.

    Tomamos un frugal desayuno y luego don Raúl fue a buscar

    el tractor con acoplado al que subimos nueve personas. Todos los

    pasajeros, contando al que manejaba el tractor, eran muy jóvenes.

    También iban los hermanos que me habían dado agua sucia.

    Por el camino, don Raúl, me dijo:

    Vamos al Retén de Carabineros a declarar, pues la semana

    pasada tuvimos una desgracia.

    ¿Qué ocurrió?

    En dos tractores con acoplado, todos los trabajadores de

    Los Pabilos fuimos al pueblo a una reunión que nos citó la

    CONAF. Cuando veníamos de regreso, un trabajador se cayó del

    acoplado y el tractor que venía detrás le pasó por encima.

    Qué desgracia! El finado era hermano de aquellos dos me dijo don Raúl

    por lo bajo, indicando con un gesto a los hermanos del incidente

    con el agua.

    Pura fatalidad, nomás.

    Al pié de la montaña el tractor se detuvo frente a una casa

    campesina. Todos aprovecharon para estirar la piernas y desaguar.

    Yo me encontraba frente a una alternativa crucial: había

    llegado el momento de desprenderme de la pistola. Desde allí en

    adelante tendría que confiar únicamente en el Carnet de Identidad

    falso. Si el Carnet lo permitía, podría pasar un Control Militar. En

    cambio, si me sorprendían con una pistola en el bolsillo, sería

    detenido y fusilado de inmediato.

    Me alejé de los trabajadores hacia un pequeño bosquecillo

    donde había un tronco de árbol pudriéndose en el suelo. Fuera de

    la vista de mis compañeros de viaje, en un hueco del tronco metí la

    bolsa de plástico donde llevaba la pistola con la cartuchera, los dos

    cargadores extra y la caja con balas. Como medida de precaución,

    me había soltado la correa de los pantalones.

    Salí del bosquecillo ajustándome aparatosamente el cinturón,

    de modo que si los campesinos me veían, creyeran que había ido

    detrás de los arbustos a hacer lo que todos hacemos a solas.

    Hice bien, porque me encontré a boca de jarro con don Raúl

    quien, sonriéndome con picardía, me preguntó:

    Y ahora, ¿cómo se siente?

    Más aliviado.

    El campesino me hizo un gesto de complicidad, pensando

    que yo me refería a otra cosa. El camionero frustrado

    Llegamos a Tegualda a media mañana. El tractor se detuvo junto a

    la acera de enfrente del Retén de Carabineros y todos nos bajamos.

    Un Carabinero armado con un fusil automático estaba de

    Guardia frente al Retén.

    Al ver llegar el tractor con el acoplado lleno de trabajadores,

    el policía inició una caminata por su acera para acercarse a

    nosotros. Al pasar frente a nuestro grupo, el policía me miró. Yo le

    devolví la mirada. El Carabinero no me reconoció y tranquilamente

    continuó su paseo. Se trataba de un hombre joven, al parecer no era

    de la provincia. El traslado de dotaciones de Carabineros entre las

    regiones, con el objetivo de facilitar la represión, aquel día me

    favoreció.

    Mientras bebía una cerveza en la puerta de un modesto

    negocio ubicado frente al Retén, un camión se detuvo delante del

    tractor. Era uno de los camiones que fletaba madera de Los

    Pabilos a Puerto Montt. Don Raúl conocía a su dueño y en un dos

    por tres arregló mi viaje al pueblo de Fresia, desde donde salían

    buses hacia Puerto Montt.

    Durante el trayecto, el chofer y dueño del camión fue

    echando pestes en contra de la falta de trabajo. Se quejaba de que

    no tenía con qué pagar las letras que había firmado al comprar el

    camión.

    En vano luchamos contra Allende. Si las cosas siguen así,

    también tendremos que echar a los milicos.

    "Es tarde para arrepentirse", pensé yo. "Tú te lo buscaste."

    El camionero me informó que las empresas de buses rurales

    de pasajeros estaban al borde de la bancarrota y habían reducido los viajes a uno por semana. Aquel día no saldría ningún bus de Fresia.

    El camionero frustrado me recomendó una pensión para

    comer y pasar la noche y me dejó a una cuadra de distancia de ella.

    No aceptó que le pagara el viaje.

    El negocio que me había recomendado era un restorán y

    pensión atendido por la dueña y su hija. Para almorzar pedí el

    menú del día.

    La cocina semi industrial

    Mientras comía en una mesa ubicada al lado del escaparate que

    daba a la calle, cerca de la puerta de entrada, un enorme camión

    con carrocería cerrada, tipo frigorífico, se detuvo frente a la puerta

    del restaurante. Venía a dejar una cocina semi industrial a gas licuado

    que la mesonera había encargado antes del Golpe de Estado,

    cuando el negocio marchaba viento en popa.

    Se produjo una discusión porque la señora se negaba a recibir

    la cocina, dando como razones el largo tiempo transcurrido y lo

    mal que andaba el negocio.

    Pero el vendedor sacó a relucir toda su batería de

    argumentos. Dijo que la cocina conservaba el precio antiguo; que

    el atraso se debía al exceso de pedidos que había tenido la fábrica

    antes de septiembre; que en el contrato de compra no se

    especificaba la fecha de entrega; que el pago de las primeras letras

    se podía prorrogar de común acuerdo y, por último, que si no

    recibía la cocina tendría que pagar al contado el flete de ida y

    vuelta. A ratos el vendedor salía a la calle a tomar aire y calmarse un

    poco, mientras la señora proseguía la discusión con su hija que se

    mostraba partidaria de recibir la cocina en vista de todo lo que el

    vendedor amenazaba, rogaba y prometía, y además porque la

    cocina era grande, bonita, económica y, según ella, les hacía falta.

    Cuando el vendedor regresaba al interior del negocio se reanudaba

    el diálogo de sordos con la dueña del restaurante.

    Después ambos salieron a la calle a continuar su disputa bajo

    el sol, con lo cual todo el pueblo se enteró de aquella discrepancia.

    Yo asistía sin intervenir a aquel pequeño drama de la vida

    económica del país, que me recibía después de tantos meses en la

    montaña. Chile ya había cambiado, era otro país.

    En un momento del entra y sale de la dueña del negocio, le

    pregunté a la hija si era posible que me quedara a dormir, dado que

    ese día no había buses a Puerto Montt. Ella me respondió que le

    iba a preguntar a su mamá.

    Finalmente surgió el acuerdo: la señora recibiría la cocina, la

    primera letra se pagaría dentro de tres meses y, si después había

    problemas, las letras impagas no se iban a protestar, sino que se

    cancelarían a continuación de la última.

    Entonces los hombres bajaron la cocina del camión y con

    ayuda de un carrito montacargas la introdujeron en el restorán.

    "Será mejor que se vaya"

    Mientras el vendedor redactaba y escribía las cláusulas del nuevo

    acuerdo sobre el formulario de entrega de mercaderías de la

    fábrica, la señora se me acercó. Será mejor que se vaya me dijo. El Teniente

    Villarroel puede regresar al pueblo en cualquier momento y no

    conviene que él lo vea.

    Yo no tenía idea de quién era el Teniente Villarroel, pero la

    señora había pronunciado su nombre con bronca y desprecio, como

    si hubiese sido el mismo diablo. Imaginándome que se trataba de

    un émulo del Capitán Fernández de Rahue, estuve de acuerdo con

    la dueña del restaurante.

    Entonces voy a hablar con ellos le dije, indicando hacia

    los hombres del camión.

    No se preocupe. Yo les hablaré.

    La señora salió a la calle a conversar con los hombres y en

    un momento del diálogo señaló a través de la ventana hacia donde

    yo estaba sentado.

    La actitud de la dueña de la pensión para conmigo me estaba

    indicando que algo de mi aspecto o de las circunstancias de mi

    llegada al pueblo le hacían intuir la verdad de mi condición.

    Tratando de no demostrar intranquilidad, estuve esperando

    aquellos largos minutos que la señora se demoró en regresar a su

    negocio.

    Con toda calma, la señora vino a mi lado y me dijo:

    Ya está listo, lo van a llevar a Puerto Montt. Salga y

    súbase al camión de inmediato, porque el Teniente Villarroel acaba

    de llegar.

    Los Carabineros estaban funcionando en la Municipalidad de

    Fresia, al otro lado de la plaza. Aquel edificio era de concreto y

    más seguro que el Cuartel de la Tenencia.

    Después de pagar la comida, salí a la calle. Delante de la Municipalidad se había estacionado un jeep de

    Carabineros del que se estaban bajando dos uniformados. Uno de

    ellos era un Oficial.

    Saludé a los tres hombres que conversaban junto al camión,

    sin ninguna prisa por subirse al vehículo. A ellos les tenía sin

    cuidado que el Teniente Villarroel hubiese regresado al pueblo.

    Antes de subirnos, el vendedor regresó al restorán a entregarle a la

    dueña unos papeles que había olvidado en su portadocumentos.

    Por último, cuando yo ya estaba imaginando que el Teniente

    Villarroel iba a venir a ver por qué no nos subíamos al camión, los

    hombres se pusieron de acuerdo en quién iba a manejar y subimos

    a la amplia cabina del vehículo. A mí me hicieron un hueco entre

    el acompañante del chofer y el vendedor, que se sentó al lado de la

    puerta.

    El salvoconducto

    En el trayecto hacia la Carretera Panamericana, la conversación de

    mis tres ocasionales compañeros de viaje pronto me dejó en claro

    el papel de cada uno de ellos.

    Los dos chóferes eran socios y dueños del camión. El que iba

    manejando en aquel momento era el socio capitalista que estaba

    haciendo aquel viaje para conocer la ruta y adiestrarse en el arte de

    conseguir carga para el vehículo. El otro socio era un camionero

    con gran experiencia y conocimiento del negocio.

    El tercero era vendedor viajero de una fábrica de artefactos

    de la línea blanca: refrigeradores, lavadoras de ropa, jugueras y

    cocinas y calentadores a gas licuado. El camionero experto hablaba con suficiencia. Aproveché su

    pedantería para tirarle de la lengua. Contó que podían viajar

    durante las horas del Toque de Queda, aún vigente, porque tenía

    un salvoconducto extendido por el Intendente de Santiago, un

    Oficial de Alto Rango.

    Acto seguido me mostró el Documento. En él se decía que el

    camión era Propiedad del Ejército de Chile y que el Intendente

    de Santiago solicitaba a las empresas que le dieran preferencia en

    las cargas, para que el camión no viajara vacío.

    ¿Cuánto le cuesta este papelito? le pregunté.

    El veinte por ciento del valor de los fletes. Pero como

    usted sabe: todos roban. Antes robaban los políticos, ahora le toca

    el turno a los milicos.

    La pareja de Carabineros

    Los socios comenzaron a discutir si seguían hasta Puerto Montt o

    regresaban a Valdivia. Adelantándome a su decisión, les dije que a

    mí me daba lo mismo cualquiera de las dos ciudades, pues en

    ambas había oficinas de la CONAF. A esa altura, influenciado

    por mi leyenda, yo ya me sentía funcionario de aquella

    Corporación.

    En la Carretera Panamericana, el chofer dobló hacia el sur,

    rumbo a Puerto Montt. Cuando ya habíamos sobrepasado el puente

    sobre el río Maullín, los dueños del camión decidieron pasar al

    pueblo de Llanquihue a ver si conseguían carga.

    El vehículo giró por la diagonal que entraba al pueblo de sur

    a norte y se detuvo frente a una fábrica ubicada a la mano izquierda del camino. Estacionaron el vehículo al costado derecho

    de la carretera y el socio experimentado entró al patio de la

    industria. El vendedor viajero y yo nos quedamos junto al camión

    acompañando al otro socio.

    El sol todavía estaba alto y hacía calor. Un suave vientecillo

    nos traía la fragancia del pasto recién cortado en el potrero del otro

    lado del cerco. Más allá del lago, el volcán Osorno, con su cima

    cubierta de nieves eternas, recortaba su perfil contra el celeste

    impecable del cielo. Al sureste, la figura contrahecha del volcán

    Calbuco destacaba a la distancia.

    De pronto, en el extremo sur de la diagonal apareció una

    pareja de Carabineros. Venían hacia nosotros displicentemente.

    Parecían flotar y deshacerse en la reverberación del sol en el aire

    caliente, pero se acercaban inexorablemente.

    Temí que al pasar por nuestro lado, los Carabineros pudieran

    reconocerme. Ya sin la pistola, no tenía cómo defenderme y

    escapar, si me reconocían. El río Maullín estaba demasiado alejado

    como para intentar llegar a él y alejarme a nado.

    Con la intención de entrar al patio de la industria crucé la

    calle pero ya en la puerta ví que el lugar estaba lleno de camionetas

    de dueños de fundo. En el patio frente a las oficinas estaba un

    grupo de ellos conversando. Allí había mayores posibilidades de

    que alguien me reconociera, a pesar de mi aspecto. Me ví obligado

    a regresar al camión y esperar allí a los Carabineros. Pensé que

    junto a mis ocasionales compañeros de viaje llamaría menos la

    atención de los policías que permaneciendo aislado en medio de la

    carretera.

    El dueño del camión se demoraba y los Carabineros, aunque

    venían sin prisa, estaban cada vez más cerca.

    Despreocupadamente, los uniformados conversaban entre ellos pero miraban con atención a su alrededor. Venían armados con

    metralletas Karl Gustav.

    Cuando los Carabineros estaban por llegar a la parte trasera

    del camión, le pedí un cigarrillo al chofer, a sabiendas que el

    paquete se encontraba en la cabina, sobre el panel de los

    instrumentos.

    Cómo no me dijo el hombre, suba a buscarlo!

    Calmadamente subí al camión. Mi intención era encontrarme

    en la cabina cuando los Carabineros pasaran al lado del vehículo.

    Desgraciadamente, sobre el tablero de los instrumentos al

    lado de los cigarrillos estaba la billetera del chofer, repleta de

    dinero y con todos sus documentos. Me dí cuenta de que no podía

    estar allí más tiempo del necesario para sacar un cigarrillo, porque

    de otra forma el chofer podía pensar que yo me había interesado en

    su billetera.

    Desde arriba no podía ver a los Carabineros. Me acerqué a la

    puerta y puse mi pié derecho en una pequeña pisadera intermedia

    que facilitaba subir y bajar de la alta cabina del camión. Por el

    tiempo transcurrido había calculado que los Carabineros estaban a

    punto de pasar a nuestro lado, pero ellos se habían detenido a

    examinar la patente del camión.

    No tuve más remedio que bajar a la vereda a encender el

    cigarrillo con el fósforo que el vendedor viajero me estaba

    ofreciendo.

    Los Carabineros eran hombres maduros, obesos, con el rostro

    amoratado de los bebedores consuetudinarios. Caminando uno al

    lado del otro ocupaban el resto de la angosta vereda que el camión

    dejaba libre. Nos vimos obligados a replegarnos de espaldas contra

    la cabina para cederles el paso. De hecho quedamos como una

    galería de retratos colgados de la puerta del camión. Los Carabineros pasaron a menos de medio metro de

    distancia, mirándonos detenidamente como en una rueda de presos.

    Uno de los policías me miró a los ojos. Le sostuve la mirada,

    dándole como al descuido una larga chupada a mi cigarrillo.

    Pensé que nos iban a pedir los documentos, pero siguieron de

    largo. Seguramente les impresionó que viajásemos en aquel

    flamante camión, grande y nuevo. Tal vez no nos molestaron

    porque tenían conciencia del papel que habían jugado los

    camioneros en la ofensiva insurreccional que creó las condiciones

    para el Golpe Militar.

    Mientras los Carabineros se alejaban lentamente,

    conversando entre sí, nosotros volvimos a ocupar nuestros puestos

    en la vereda. A unos quince o veinte metros de distancia, los

    policías detuvieron su lenta marcha y se volvieron para mirarnos.

    Me dió un vuelco el corazón porque pensé que me habían

    reconocido. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no parecer

    preocupado. Después de comentar algo entre ellos, los Carabineros

    dieron media vuelta y siguieron su camino.

    En aquel momento regresó el chofer del camión, abrió la

    puerta del lado del camino y de un salto subió a la cabina.

    Nos vamos! exclamó.

    No había conseguido carga en aquella fábrica, pero le habían

    dado el dato de que la IANSA, la Industria Azucarera Nacional

    Sociedad Anónima, estaba despachando azúcar hacia el norte.

    Subimos y el camión partió acelerando bruscamente.

    Frente al cementerio alcanzamos a la pareja de Carabineros.

    Los policías, que habían escuchado la fuerte aceleración del

    camión, se volvieron a mirarnos. El vendedor viajero

    Poco antes de llegar al puente sobre el río Maullín doblamos a la

    derecha y nos detuvimos delante de un disco "PARE" colocado

    ante la línea del ferrocarril. Cruzando la vía férrea, un camino

    pavimentado nos llevó frente a una planta lechera. Desde allí,

    avanzando entre las tapias de las industrias, alcanzamos la orilla

    del lago Llanquihue.

    El camino doblaba hacia la derecha pasando por el costado

    de una hermosa cancha de fútbol empastada. En el estacionamiento

    para vehículos, a la entraba del recinto de la industria, el camión se

    detuvo y ambos socios entraron a las oficinas a conversar con el

    gerente.

    El vendedor viajero y yo fuimos a estirar las piernas a la

    orilla del lago.

    ¿Cómo andan las ventas? le pregunté.

    Hasta septiembre del año pasado todo el mundo compraba.

    Yo tenía que seleccionar a mis clientes. En la fábrica tenía que

    pelear para que me entregaran las cocinas y los refrigeradores que

    había vendido. Incluso tenía que ayudar a cargar los camiones con

    los despachos. Pero en septiembre las ventas se vinieron al suelo,

    de nuevo tuve que empezar a trabajar duro para poder vender, pero

    hoy no vendo nada. El gerente, que antes no me quería entregar lo

    que había vendido, ahora me ruega que salga a vender. No hay

    caso! Tomé tres representaciones más y ni siquiera me financio los

    viajes. El año pasado me venía en coche dormitorio y volvía a

    Santiago en avión. Ahora ando haciendo dedo. Si no es por estos

    amigos que me trajeron gratis, no hubiera podido venir a entregarla cocina. Estoy casado y tengo hijos. Figúrese! A dónde iremos

    a parar!

    Aún nos encontrábamos a la orilla del lago cuando los socios

    dueños del camión salieron de las oficinas y nos llamaron. Se veían

    muy contentos porque habían conseguido carga. A pesar de que la

    industria tenía arrendada una flota de camiones para cubrir todo el

    despacho del azúcar hacia el norte, el salvoconducto del Intendente

    de Santiago había surtido efecto.

    Ahora nos vamos a Puerto Montt! dijo el socio con más

    experiencia. Pasaremos allá el fin de semana y el lunes temprano

    regresaremos a cargar el camión.

    Puerto Montt se encontraba al final de una larga pendiente de

    la Carretera Panamericana, que bajaba de la meseta. Al llegar

    frente al mar, pedí que detuvieran el camión para bajarme. Les

    agradecí el favor de haberme transportado y me despedí

    deseándoles buen viaje.

    "¿Me facilita su Carnet?"

    Sin apuro me dirigí a la pensión que me había recomendado don

    Gonzalo. Era una casa de dos pisos, de madera y pintada de verde.

    Sobre la puerta tenía un letrero que decía PIEZAS con

    PENSIóN.

    Llamé a la puerta. Abrió una señora de alrededor de

    cincuenta años.

    Buenas tardes. Necesito una pieza para pasar la noche.

    Bien, nomás. Tenemos una pieza libre. La verdad era que tenía todas las piezas libres y unas ganas

    enormes de que llegara un pasajero. En aquella época del año los

    clientes eran tan escasos como los días de sol. Cuando me dijo el

    precio de la pieza con pensión, yo le quise pagar por adelantado,

    pero ella no aceptó.

    No se preocupe, señor, antes de irse, cancela la cuenta.

    ¿A qué hora sirven la comida?

    Dentro de una hora, más o menos.

    Mientras tanto me voy a servir una cerveza. Vengo muerto

    de sed.

    Para evitar preguntas y sospechas le conté que su pensión me

    la había recomendado don Gonzalo, quien se alojaba allí cada vez

    que venía a la CONAF con las planillas de sueldos de los

    obreros de su sector. La dueña de la pensión no se acordaba del

    español y mi historia le impresionó tanto como si hubiese llegado

    una nube a tapar el sol.

    Mientras me servía la exquisita comida casera de la pensión,

    la señora me dijo:

    Por favor, ¿me facilita su Carnet de Identidad? Debo

    anotar sus datos en el libro. Tenemos orden de la Intendencia de

    entregar diariamente la lista de los huéspedes.

    Cómo no, señora! le respondí, entregándole mi Carnet

    falso.

    ¿Cuánto tiempo se va a quedar, señor?

    Hasta mañana le respondí, siempre que me atiendan

    en la CONAF. Si no, me tendría que quedar hasta el lunes.

    Está bien, señor.

    Había llegado el momento en que se iba a poner a prueba el

    Carnet que los camaradas de la Juventud me habían conseguido.

    Terminé de cenar y me acomodé frente al televisor, sin desentrañarle sentido de las figuras que se movían en la pantalla, porque

    trataba de adivinar lo que estaba ocurriendo al otro lado de la

    pared, en la pieza donde la dueña de la pensión estaba a solas con

    mi Carnet, ojeándolo, examinándolo y escribiendo en su Registro

    los datos que aparecían en el Documento.

    Cuando ya me parecía que la señora se estaba demorando

    demasiado, ella regresó al comedor.

    Al devolverme el Carnet, me dijo:

    Muchas gracias, señor

    La camioneta de Investigaciones

    Aquella noche dormí profundamente. A pesar de estar en una

    ciudad y bajo techo, el éxito de mi carnet hizo que me sintiera

    tranquilo. Al día siguiente desayuné y salí a la calle poco antes de

    las diez. Fui directamente al Terminal de los buses rurales. En un

    negocio consulté el guía telefónico y llamé a Gustavo.

    Al reconocer su voz, le dije:

    Hola! Hablas con tu tío Carlos.

    El joven reconoció de inmediato mi voz y sobreponiéndose a

    duras penas de su sorpresa, me preguntó:

    ¿Dónde estás?

    Estoy en la costanera, en el Terminal de los buses rurales.

    No te muevas de allí. Voy inmediatamente.

    Pocos minutos después, Gustavo llegó en su automóvil. Nos

    dimos un abrazo.

    Aquí no podemos conversar me dijo.

    Entremos a esa fuente de soda.

    Ahí, menos. Sube al auto. Daremos una vuelta. Subimos por una calle que trepaba por una abrupta

    pendiente, pasamos frente a la pensión donde yo estaba alojado y

    nos fuimos a detener en un barrio tranquilo. Nos bajamos del

    vehículo y recorrimos las calles adyacentes como si buscáramos

    una dirección. En pocos minutos le hice un resumen de mi historia

    y quedamos en juntarnos por la tarde en aquel mismo lugar. Al

    término de su trabajo, Gustavo me pasaría a buscar. Nos

    despedimos.

    Para hacer tiempo recorrí las calles de la parte alta de aquel

    sector de la ciudad. Llegué hasta un estadio de fútbol. Al mediodía

    almorcé en la pensión y cancelé la cuenta. A la señora le dije que

    me habían atendido en la CONAF y que aquella misma tarde

    viajaría a Valdivia.

    Después tomé mi escaso equipaje y salí de la pensión en los

    mismos instantes en que una desvencijada camioneta de color

    verde pasaba delante de la puerta. Tres hombres eran sus

    ocupantes. Me miraron y siguieron de largo. Aquella camioneta la

    había visto en dos ocasiones durante el día anterior y por la

    ventana mientras me encontraba almorzando.

    Gustavo me contó posteriormente que aquella camioneta que

    yo había mirado tan en menos era del Servicio de Investigaciones,

    la Policía de Civil que andaba todo el día haciendo rondas por los

    barrios de Puerto Montt. Era un vehículo conocido y odiado por

    todo el mundo.

    "Siempre que nadie te reconozca" Mientras esperaba a mi amigo, para hacer tiempo regresé al campo

    de fútbol. Era día sábado y allí se disputaba un partido con gran

    entusiasmo. Las graderías estaban llenas de público. Me tuve que

    conformar con mirar el partido desde la calle, a través de la malla

    metálica.

    A la hora fijada por Gustavo, regresé al lugar convenido. Mi

    amigo había llegado un poco antes porque se moría de

    impaciencia. Temía que alguien me fuera a reconocer caminando

    por las calles de Puerto Montt. El último lugar del mundo, según

    él, donde los milicos se habrían imaginado que yo iba a aparecer.

    Entonces aquí me encuentro seguro le dije en broma.

    Siempre que nadie te reconozca!

    Gustavo dio un par de vueltas para asegurarse que nadie nos

    estaba siguiendo y luego se dirigió a su casa, donde su madre nos

    estaba esperando.

    Mi casa es un lugar seguro. A mí ya me dejaron tranquilo.

    De todas maneras, yo pienso que tienes que irte a Santiago lo antes

    posible. Allá vas a una Embajada y te asilas.

    ¿Crees tú que es posible viajar a Santiago?

    En tren y en bus es muy peligroso, pero yo tengo amigos

    que viajan en automóvil por sus negocios. Voy a ver si alguno de

    ellos te puede llevar.

    No torturaron a mis amigos

    En la casa de mi amigo pasaba el día conversando con su madre y

    mirando la televisión. Se me hacía muy difícil vivir encerrado en una casa. Un día le dije a Gustavo que quería ubicar a Rebolledo,

    un amigo que vivía en Osorno.

    Gustavo lo llamó por teléfono a su trabajo y le dió mi recado.

    Rebolledo aceptó sin reparos viajar a Puerto Varas a juntarse con

    su tío Fernando, que era el nombre que yo había usado en Osorno

    en el período de la semiclandestinidad.

    Mis amigos no se conocían, pero Gustavo, basándose en la

    descripción que le hice de Rebolledo, no tuvo ningún

    inconveniente en ubicarlo en la Estación de buses de Puerto Varas.

    Después de asegurarse que no eran seguidos ambos viajaron a

    Puerto Montt y llegaron a la casa de unos conocidos de Gustavo,

    donde yo les estaba esperando.

    Rebolledo se llevó una enorme sorpresa cuando me vio. Él

    había olvidado mi nombre clandestino, pero asistió a la cita porque

    tuvo la corazonada de que el encuentro tenía algo que ver conmigo.

    En pocas palabras me contó que los Militares lo habían

    detenido en su trabajo y que en la Fiscalía Militar le preguntaron si

    me conocía.

    Él les había respondido:

    Sí! Conozco al profesor Bongcam.

    Extrañados de su respuesta, le preguntaron si éramos amigos

    y él, remarcando las palabras, les había dicho:

    Sí, Y muy amigos! Tengo el honor de ser amigo de Carlos

    Bongcam.

    Cuando lo iban a torturar, Rebolledo les advirtió:

    Si me ponen electricidad, me matarán. Tengo una placa de

    platino implantada en el cráneo.

    Pero los Militares no lo torturaron, como tampoco torturaron

    a Nicolás ni a Tevito, los únicos camaradas del Comité Regional

    que respondieron afirmativamente a la pregunta de si eran mis amigos. Ninguno de mis amigos confesos fue torturado. En

    cambio, los que negaron ser mis amigos, tuvieron que soportar las

    palizas y los golpes de corriente eléctrica.

    Mis amigos respondieron

    Rebolledo me había servido de aval ante el Banco Llanquihue, por

    un préstamo que yo había tomado durante la campaña electoral. Le

    dije que fuera a buscar donde un conocido el equipo de sonido de

    mi propiedad que había usado durante la campaña, que lo vendiera,

    y que con aquel dinero terminara de pagar el préstamo que él

    estaba cancelando de su bolsillo. Pero él no se mostró interesado y

    canceló mi deuda de su bolsillo.

    También le pedí que fuera a la empresa donde yo había

    comprado mi automóvil, consiguiera un duplicado del padrón y se

    lo enviara a mi madre a Santiago. Este trámite lo realizó de

    inmediato, como lo comprobé posteriormente.

    Antes de regresar a Osorno Rebolledo me dijo que estaba a

    mi disposición, dispuesto a ayudarme en todo lo que yo le pidiera.

    Mientras Gustavo lo iba a dejar a Puerto Varas, llamé por

    teléfono a mi amigo Emilio, que también vivía en Osorno. Como

    no pude identificarme directamente ni él me reconoció por la voz,

    ante la posibilidad de que tuvieran intervenido su teléfono, le dije:

    Soy el amigo de Jaime que trabajaba en la Universidad.

    Algunos meses atrás tú me mandaste un par de botas de goma, ¿me

    ubicas?

    Déjame pensar me dijo, permaneciendo unos instantes

    callado. Al fin, habló: Ahora te ubico. ¿Eres el candidato, no es cierto?

    El mismo.

    ¿Estás en Osorno?

    No, no estoy en Osorno. Pero no me encuentro muy lejos.

    Te quería saludar y agradecerte las botas.

    Eso no fue nada. No te preocupes.

    También te quería preguntar si te animas a hacer un viaje

    en auto a Santiago.

    ¿Quieres viajar? Yo te llevo!

    Bueno, estoy estudiando esa posibilidad. Pero hace falta

    un par de vehículos.

    Cuenta conmigo. Me llamas y me avisas. Estoy a tus

    órdenes.

    Muchas gracias, Emilio! Hasta la vista!

    El encuentro con Rebolledo y la conversación con Emilio me

    levantaron el ánimo. Fue reconfortante comprobar que en aquellas

    adversas circunstancias mis amigos respondieron.

    Dos condenados a muerte en Osorno

    El 22 de marzo, el Diario La Prensa de Osorno publicó:

    CONDENA A MUERTE PARA DOS EXTREMISTAS PIDIó LA

    FISCALíA

    La pena de muerte para dos ex Dirigentes de la Brigada Elmo Catalán

    y militantes del Partido Socialista de Riachuelo, solicitó la Fiscalía del

    Ejército al Consejo de Guerra en su primera sesión para conocer

    acusaciones contra presuntos implicados en actos terroristas y activismo

    político en la Provincia. El Tribunal, integrado por Oficiales Militares y de Carabineros,

    escuchó a partir de las 15 horas de ayer, en una de las salas del

    Regimiento Arauco, la causa presentada por el Fiscal Militar del

    Ejército, mayor Sergio Rosales, contra Juan Bassay y Renato Invernizze,

    para quienes solicitó la pena máxima, por infracción a la Ley de Control

    de Armas.

    Después de leer aquel artículo, me felicité una vez más por

    no haberme presentado ante la Justicia Militar.

    (Esta información desató una campaña internacional

    destinada a salvarle la vida a los jóvenes socialistas del pueblito de

    Riachuelo. En medio de una protesta mundial, el Juez Militar de la

    IV División de Caballería de Valdivia dictó su sentencia. A Juan

    Bassay le conmutó la pena de muerte por cadena perpetua y a

    Renato Invernizze lo condenó a cinco años y un día de prisión)

    El trabajo unitario

    Cierto día, Gustavo me informó que un Dirigente clandestino

    quería conversar conmigo.

    ¿Cómo se enteró que yo estaba aquí?

    Yo le conté que había un Dirigente en apuros, pero no le

    dije quién eras. Necesito ayuda para sacarte de aquí.

    Tráelo, pero no divulgues la noticia de mi presencia en

    esta ciudad.

    Ustedes van a conversar sin verse las caras.

    Al día siguiente por la noche, Gustavo llegó acompañado de

    un joven que había sido alumno de la Sede de la Universidad de Chile en Osorno. El joven era Dirigente de un grupo de izquierda

    que no había integrado la Unidad Popular.

    Después de saludarme, en la completa oscuridad de la pieza

    el muchacho me dijo:

    Estamos trabajando en forma unitaria con todos los grupos

    opositores a los milicos.

    Espero que les dure ese espíritu de unidad. En las actuales

    circunstancias, es lo que se impone.

    Estamos preocupados de tu viaje a Santiago.

    ¿Me has identificado?

    No, ni tampoco me interesa hacerlo.

    ¿Para qué has venido?

    Quería confirmar lo dicho por Gustavo, porque este asunto

    es muy delicado.

    Estamos ubicando a una persona de confianza que viaje a

    Santiago en su vehículo y que acceda a llevar a un amigo cesante.

    El menú bien elegido

    Días después, Gustavo me dijo que vendría a verme una pareja de

    ex alumnos de la Universidad, que se habían casado antes del

    golpe. Los jóvenes me llevaron regalos: ropa interior, calcetines y

    un par de camisas.

    Aquella noche cenamos platos típicos de la zona: piscosour

    de aperitivo, entrada de lenguas de erizos al matico, curanto en olla

    con milcaos, chapaleles y pan amasado. La comida estuvo

    acompañada con vino blanco y la terminamos tomando café con

    torta mil hojas y fumando puros. Mientras fumábamos, Gustavo me confidenció:

    A fines de la próxima semana te irás a Santiago y a lo

    mejor te vas a demorar algunos años en volver a probar estos

    mariscos.

    Para ser la despedida de Puerto Montt, el menú estuvo

    bien elegido.

    Estaba por finalizar el mes de marzo de 1974 y se acercaba la

    Semana Santa. Algunos comerciantes de Puerto Montt viajaban a

    Santiago con sus camionetas cargadas de pescados y mariscos,

    alimentos con los que en aquellos días los creyentes más

    adinerados de la Capital reemplazaban el consumo de carne.

    Gustavo y su amigo estimaron que debido al aumento del

    tráfico de vehículos, los Militares tendrían controles extras en la

    Carretera Panamericana. No se equivocaron. Las noticias recibidas

    confirmaron plenamente aquella previsión.

    Un comerciante conocido de mis compañeros, que iba a

    viajar a Santiago después de la Semana Santa, accedió a llevar un

    amigo cesante de Gustavo, que iba en busca de trabajo a la Capital.

    El amigo cesante era yo. 8

    EL REGRESO A SANTIAGO

    El domingo 7 de abril, al amanecer, una camioneta se detuvo frente

    a la casa de Gustavo. Me despedí de mi amigo y de su madre con

    un abrazo y subí a la cabina del vehículo. Junto al dueño, que

    manejaba la camioneta, viajaban otras dos personas desconocidas

    para mí, que me hicieron hueco al lado del chofer. Debido a esas casualidades que a veces depara el destino,

    aquel día se cumplían nueve años de mi arribo a Osorno.

    El cielo estaba despejado, anunciando un día de sol.

    De Puerto Montt salimos por la calle Petorca. Arriba de la

    larga pendiente empalmamos con la Carretera Panamericana. Si

    todo salía bien, mil kilómetros al norte nos esperaba Santiago.

    Un poco más adelante, a nuestra izquierda, quedaron atrás las

    modernas edificaciones de la Cárcel Chin-Chin de Puerto Montt.

    Desde la carretera eran visibles el volcán Calbuco,

    agazapado como un bandido, y el volcán Osorno, con su perfecta

    figura vestida de blanco.

    El crimen fue en Chin-Chin

    Después de unos minutos de marcha dejamos atrás un pequeño

    cartel al costado de la carretera, que señalaba el desvío a Frutillar.

    En aquel punto, según el Jefe de Plaza de Puerto Montt, se le había

    aplicado la Ley de Fuga al ex Diputado Espinoza.

    En la madrugada del domingo 2 de diciembre, en el patio de

    la cárcel Chin-Chin un pelotón de Carabineros asesinó a Espinoza

    y a un conocido Dirigente Sindical, que había sido llevado a la

    prisión por el Teniente Villarroel, del pueblo de Fresia.

    El 4 de diciembre de 1973, el Diario El Correo de Valdivia

    informó:

    MUERTO EX DIPUTADO ESPINOZA

    VALDIVIA (UPI).Fue muerto a balazos cuando trataba de huir,

    durante un ataque a una patrulla militar, el ex Diputado Luis Espinoza,

    quien era conducido en un vehículo militar a la Cárcel de Valdivia. En la agresión a la patrulla también murió uno de los atacantes identificado

    como Abraham Oliva.

    El Bando emitido por la Jefatura Militar dice textualmente: La

    Jefatura de Zona en Estado de Sitio de las Provincias de Llanquihue y

    Chiloé informa que alrededor de las 05:20 horas de la madrugada de

    ayer (domingo) en la Ruta Cinco, al norte de Frutillar, fue atacado con

    armas de fuego un vehículo militar que cumplía la misión de trasladar

    reos a la Cárcel de Valdivia. Al repeler la acción la patrulla, trató de

    fugarse un reo aprovechándose de la confusión y la oscuridad. La

    patrulla usó de sus armas de fuego, falleciendo instantáneamente Luis

    Espinoza Villalobos y uno de los atacantes identificado como Abraham

    Oliva. El resto de los atacantes huyó en la oscuridad frente a la acción

    de la patrulla.

    Como se usaba en aquel tiempo, el Jefe de Plaza transformó

    el asesinato en aplicación de la Ley de Fuga y, para tales efectos,

    en su Comunicado trasladó el lugar de los hechos al cruce de

    Frutillar, mintiendo también acerca del resto de las circunstancias.

    El camino a Osorno

    Desde la entrada al pueblo de Purranque era posible ver, hacia el

    oriente, la silueta del cerro Puntiagudo y los volcanes Casa Blanca

    y Puyehue. Pocos minutos después cruzamos el camino a Río

    Negro y más adelante descendimos hacia el puente sobre el río

    Rahue.

    Antes de llegar a la cabecera del puente, me dieron ganas de

    advertirle "Cuidado con el hoyo!", al conductor. Pero él lo

    esquivó con maestría, dando muestras de conocer muy bien aquel

    peligroso bache del camino. Cuando nos acercábamos al trébol sur de Osorno, sentí un

    cosquilleo en el estómago. Imaginé que en aquel cruce me iba a

    encontrar con una multitud de conocidos, una patrulla de Militares

    o tal vez un grupo de latifundistas con sus miradas encendidas de

    odio.

    No había nadie.

    Me sentí decepcionado cuando ví que el lugar estaba vacío.

    En aquella temprana hora de día domingo, mientras el sol se

    asomaba perezosamente sobre las cumbres de la Cordillera de los

    Andes, los habitantes de la ciudad dormían arropados en sus

    camas.

    No se veía un alma.

    Sólo divisé dos obreros en el patio de la Cooperativa lechera

    y no ví a nadie en el recinto de la fábrica Mohrfoll, de la que yo

    había sido Interventor.

    Girón

    En aquellos momentos recordé a Girón, nuestro fiel perro. Nunca

    supimos el destino final de aquel noble animal que con tanto fervor

    cuidaba de mis hijos y no permitía a los extraños acercarse a mi

    casa. ¿Había sido adoptado por alguna de nuestras vecinas o

    andaba vagabundeando por las calles en busca de alimento? ¿Se

    habrían ensañado en él mis frustrados enemigos?

    El odio. Siempre me resultó inexplicable que existiera gente que me odiara,

    sin conocerme. En Osorno, mis adversarios políticos me miraban

    sin ocultar su odio. Los más exaltados me insultaban en la calle,

    provocándome.

    El Diario La Prensa de Osorno publicaba artículos

    difamantes en mi contra, mientras la Radio SAGO difundía sus

    calumnias. Si en aquella época hubiese existido en Chile un Poder

    Judicial verdaderamente independiente, que hubiese aplicado la

    Ley sin sentido de clase, yo habría podido enviar a la cárcel a los

    difamadores, pero aquél no fue el caso. Para los calumniados de mi

    condición política, recurrir a los Tribunales era, además de un

    gasto inútil, una pérdida de tiempo.

    A pesar de haber sido Dirigente político durante varios años,

    muy poca gente de derecha me conocía personalmente.

    En cierta ocasión, al salir del edificio del Correo, frente a la

    Plaza de Armas de la ciudad, escuché que alguien decía en voz

    alta: "Ése es Bongcam!" Me volví a mirar al que así había hablado

    y me encontré con la mirada de odio de dos hombres mayores, a

    quienes no recordaba haber visto antes. Uno de ellos me fotografió.

    Aquel odio me sorprendía. Sinceramente, yo no odiaba a mis

    adversarios políticos. Tan sólo pensaba que eran víctimas

    enajenadas del sistema económico y social imperante.

    El patíbulo colgante

    Entre Osorno y Santiago había novecientos kilómetros.

    Pocos minutos después cruzamos el río Pilmaiquén. Paralelo al puente de la Carretera Panamericana estaba el

    puente colgante para peatones.

    En aquel lugar, los Carabineros y el Escuadrón de la

    Muerte de los latifundistas osorninos habían masacrado a

    centenares de partidarios de la Unidad Popular de Osorno.

    El Sindicato Esperanza del Obrero

    Atravesando el río Bueno, entramos a la Provincia de Valdivia. Un

    par de kilómetros más al norte nos cruzamos con una camioneta

    que venía en sentido contrario. Aquel fue el único vehículo que

    vimos antes de llegar al pueblo de Paillaco, donde existía un Retén

    de Carabineros.

    Al este de Paillaco, un camino transversal de segundo orden

    iba al pueblo de Futrono, construido en la ribera norte del lago

    Ranco, centro geográfico del sector sur del Complejo Maderero y

    Forestal Panguipulli.

    El 9 de octubre de 1973, los obreros del Sindicato

    Campesino Esperanza del Obrero fueron a trabajar como de

    costumbre. Tal como lo habían hecho siempre.

    Parecía un día normal, pero todo comenzó a cambiar cuando

    los Carabineros de los Retenes de la zona, después del mediodía,

    detuvieron en sus lugares de trabajo a los Dirigentes Sindicales.

    Terminada la jornada laboral, los obreros que no habían sido

    detenidos, se fueron tranquilamente a sus casas.

    Al atardecer, una caravana de vehículos, conduciendo cerca

    de un centenar de soldados fuertemente armados, arribó a Futrono.

    Los Oficiales traían una lista con los nombres de las personas que venían a buscar. Quienes habían sido detenidos por los

    Carabineros, fueron entregados sin más trámites a los Militares.

    Los demás fueron apresados en sus respectivos domicilios. No

    hubo complicaciones. Nadie intentó huir ni opuso resistencia. En

    total, los Militares detuvieron a diecisiete trabajadores.

    Al anochecer condujeron a los detenidos a la cordillera de los

    Andes, al sector denominado Baños de Chihuío. Allí los hicieron

    bajar de los vehículos y, para no perturbar con disparos la quietud

    de la noche, los mataron con sus corvos.

    Al día siguiente de la masacre, un campesino de la zona

    encontró los cadáveres apenas cubiertos con ramas. A pesar de las

    mutilaciones, pudo identificar a las víctimas. La mayoría tenía

    cortes de arma blanca en el vientre. Algunos habían sido

    degollados y sus testículos cercenados. A todos les habían cortado

    los dedos de las manos. Los cuerpos no presentaban impactos de

    proyectiles.

    Esta masacre fue dirigida y ejecutada por los Oficiales de la

    Comitiva del General Sergio Arellano Stark, Delegado Especial

    del General Pinochet a la zona con la misión de incentivar las

    acciones de represalia en contra de los dirigentes sindicales y

    políticos de la Unidad Popular en las provincias del sur de Chile.

    El propósito de aquellos crímenes era crear el terror en la

    población.

    Dos semanas más tarde, cuando ya había corrido la macabra

    noticia en toda la zona, regresaron los Militares de Valdivia y

    sepultaron a las víctimas en fosas improvisadas.

    (Años después, cuando se había comenzado a investigar

    aquel crimen, un grupo vestido de civil llegó al lugar y al amparo

    de la oscuridad de la noche abrieron las tumbas y trasladaron los restos mortales a un lugar desconocido. Todos aquellos

    campesinos figuran en la larga lista de detenidos desaparecidos)

    No llovía en Valdivia

    En abril de 1974, el sector de la Carretera Panamericana entre Los

    Lagos y San José de la Mariquina aún no estaba habilitado. Todos

    los vehículos que viajaban al norte se veían obligados a pasar por

    la ciudad de Valdivia.

    Excepcionalmente, aquel día no estaba lloviendo en

    Valdivia.

    Entramos a la ciudad sin encontrar ninguna patrulla militar.

    . Frente al cementerio ví a Rosana del brazo de su madre. Me

    quedé con la intención de pedirle al chofer que detuviera la

    camioneta para bajar a despedirme.

    La ciudad de Valdivia estaba silenciosa y tranquila.

    Se había apagado el eco de las descargas de los fusiles que

    acabaron con la vida de doce jóvenes acusados de asaltar el Retén

    de Carabineros de Neltume. Los muchachos fueron fusilados

    después que un Consejo de Guerra amañado por los militares,

    les condenó a muerte.

    En la habitualmente lluviosa ciudad de Valdivia yo tenía

    varios conocidos. Me quedé con la duda de si alguno de ellos me

    hubiese ayudado en aquellas circunstancias.

    Después de pasar frente al cementerio cruzamos el río Calle

    Calle y nos dirigimos hacia el norte por la Avenida Pedro Aguirre

    Cerda. A medida que nos alejábamos del centro urbano, las casas

    raleaban. La Avenida estaba despejada de vehículos. Parecía que todos

    se habían puesto de acuerdo para dejar el camino sólo para

    nosotros.

    Los Carabineros del Control Norte de la ciudad, al parecer se

    habían quedado dormidos.

    No había nadie en el Retén y las barreras se encontraban

    levantadas a lo alto. Sin detenernos dejamos atrás el Control

    abandonado.

    Desde aquel punto, Santiago se encontraba a ochocientos

    kilómetros de distancia.

    La limpieza del Complejo Panguipulli

    Al pueblo de Lanco llegamos sin inconvenientes. No había

    barreras y los Carabineros del lugar tampoco estaban visibles.

    Pasamos sin disminuir la velocidad.

    De Lanco nace un camino que lleva al villorrio de

    Panguipulli, construido en la ribera del lago del mismo nombre. En

    aquel tiempo éste era el centro del Complejo Maderero y Forestal

    Panguipulli.

    El 10 de octubre de 1973, a este sector llegó un contingente

    de Militares en uniforme de combate, apoyados por un helicóptero

    y acompañados por un grupo de civiles. Portaban una lista con los

    nombres de las personas que iban a detener. En sus

    desplazamientos fueron guiados por los Carabineros de la zona.

    Los Oficiales de la siniestra Comitiva del General Arellano

    Stark, que viajaban en el helicóptero, comandaban a los Militares y

    a sus acompañantes, que se movilizaban en diversos vehículos. Sin encontrar ninguna resistencia detuvieron en sus

    domicilios a dieciséis personas.

    Cumplido este trámite, partieron hacia la ciudad de

    Villarrica. En el puente sobre el río Toltén, aquella trágica

    caravana se detuvo y allí les dieron muerte a todos los detenidos.

    Luego lanzaron sus cuerpos a las impetuosas aguas del río.

    Mi pueblo natal

    Dejamos atrás el camino que llevaba hasta la hijuela que había

    pertenecido a mi abuelo materno, donde mis hermanos y yo

    pasamos muchas vacaciones de verano, y llegamos a Pitrufquén,

    mi pueblo natal.

    El 15 de septiembre de 1973, el Secretario Regional del

    Partido Socialista de la Provincia de Cautín fue detenido en su casa

    por los Carabineros de Pitrufquén. Lo retuvieron en la Comisaría

    hasta que llegó la noche. Entonces lo llevaron al puente sobre el río

    Toltén y allí lo mataron. Su cadáver, una vez arrojado al río,

    desapareció para siempre.

    Todos los partidarios de la Unidad Popular que tuvieron la

    mala fortuna de ser detenidos por los Carabineros de Pitrufquén,

    corrieron la misma suerte.

    La Carretera Panamericana cruzaba Pitrufquén,

    paralelamente a la línea del ferrocarril longitudinal. Para construir

    aquella carretera tuvieron que expropiar siete u ocho manzanas del

    pueblo y demoler algunas decenas de viviendas. Entre ellas, el

    progreso vial destruyó aquella donde yo ví por primera vez la luz,

    en 1934. Entramos al puente carretero sin bajar la velocidad, porque

    no estaba puesta la barrera de los Carabineros.

    Desde el puente, las agitadas y profundas aguas del Toltén se

    veían fluir con in disimulada potencia. Aquellos remolinos líquidos

    fueron la frontera que separó por siglos a las tribus de indígenas

    mapuches y huilliches.

    Los ideales se pagaron con la vida

    Luego de cruzar el río Cautín, la Carretera Panamericana atraviesa

    la ciudad de Temuco en forma diagonal.

    Al entrar al casco urbano, la camioneta en que viajábamos

    disminuyó su velocidad.

    El día estaba luminoso, pero la ciudad presentaba un aspecto

    desolado, típico de los pueblos del sur del país a media mañana de

    día domingo

    A fines del mes de octubre del año anterior, los Militares del

    Regimiento de Temuco habían asesinado a mi amigo Jecar

    Neghme, Integrante del Comité Regional de la Provincia de Cautín

    y profesor universitario. Neghme era un joven profesional de gran

    futuro. Recto padre de familia de tranquilos hábitos de vida.

    Jecar Neghme pudo haberse ido de la Provincia en tanto

    ocurrió el Golpe Militar. Se lo impidió el convencimiento de no

    haber trasgredido Ley alguna. También influyeron en su decisión

    las falsas promesas de los retorcidos Militares.

    Jecar, no tenía nada que temer porque siempre había actuado. Sus únicas faltas eran su pasión por la Justicia y su vocación social

    al servicio de los desposeídos.

    Desgraciadamente, bajo la Dictadura Militar aquellos ideales

    se pagaban con la vida.

    El Control Militar

    La camioneta abandonó Temuco, pasando por el costado oriental

    del cerro Ñielol. Desde aquel punto, Santiago estaba a seiscientos

    cincuenta kilómetros de distancia.

    Los controles de carretera estuvieron fuera de

    funcionamiento hasta el cruce del camino a Lautaro, donde una

    patrulla militar estaba controlando los vehículos.

    Con el fusil ametralladora colgando de su hombro de una

    correa y sujeto con una mano, levantando la mano libre un soldado

    nos obligó a detenernos. Cubierto por sus compañeros que nos

    vigilaban atentamente, el militar se acercó a nuestra camioneta

    acomodando su fusil.

    Le pidió los documentos al chofer y dueño de la camioneta y

    éste se los entregó por la ventanilla. El soldado los examinó con

    atención y confrontó el padrón del vehículo con el número de la

    patente. Luego le devolvió los papeles al chofer.

    Creyendo que iba a revisar los documentos de todos los

    pasajeros, yo hice ademán de pasarle mi Carnet de identidad, pero

    el soldado me dijo:

    No es necesario, señor.

    dentro de la Ley, de buena fe y no era culpable de ningún delito.

    El Juez de Osorno

    A la altura de la ciudad de Victoria nos adelantó un automóvil de

    color blanco. Era el vehículo del Juez del Trabajo de Osorno, quien

    viajaba acompañado de otras tres personas.

    Él me conocía perfectamente, pues yo había estado varias

    veces en su oficina como demandante, mientras fui Interventor de

    la industria Morhfoll.

    Durante el breve instante que duró el adelantamiento, pude

    ver al juez perfectamente. A las otras personas que viajaban en el

    automóvil no tuve tiempo de mirarlas.

    En aquellos días estaban construyendo el viaducto carretero

    sobre el río Malleco. Los vehículos tenían que bajar al fondo de la

    quebrada, cruzar el río por un puente provisorio y subir la

    pendiente del lado opuesto. Mientras bajábamos divisé el

    automóvil del juez trepando por el zigzagueante camino que subía

    por la pendiente contraria.

    Nuestra camioneta siguió el mismo camino y en el pueblo de

    Collipulli pasamos a una estación bencinera a cargar combustible.

    Cuando el chofer detuvo su vehículo en el patio de la

    gasolinera, ya era hora de almorzar. De alguna parte el dueño de la

    camioneta sacó un pequeño canasto con cocaví. Al mismo tiempo,

    en las manos de sus acompañantes aparecieron envoltorios con

    sandwiches. Sólo entonces me vine a dar cuenta que Gustavo se

    había olvidado de darme el envoltorio con comida que me había

    preparado su madre.

    Al ver que yo no tenía comida, mis ocasionales

    acompañantes compartieron conmigo lo que llevaban. Uno de los

    viajeros compró bebidas gaseosas, que también compartió con el resto. Después de merendar fuimos a orinar y luego subimos a la

    camioneta.

    A la altura del pueblo de Bulnes, poco antes de llegar a la

    ciudad de Chillán, nuevamente nos adelantó el automóvil del Juez

    de Osorno. En aquella ocasión el Juez iba dormitando junto al

    chofer. Habían pasado a almorzar a un restaurante a la vera del

    camino y nosotros los habíamos adelantado mientras ellos comían.

    La Carretera Panamericana atravesaba la ciudad de Chillán

    por la Avenida Bernardo O'Higgins. En la salida norte de la ciudad

    había un Control permanente de Carabineros. Normalmente, allí

    detenían a todos los vehículos para revisarlos. Aquel día ningún

    uniformado se encontraba en su puesto. Al parecer estaban

    durmiendo la siesta.

    Para llegar a Santiago sólo faltaban cuatrocientos kilómetros.

    El Alcalde de Chillán

    A fines de septiembre de 1973, cuando la calma parecía haber

    vuelto a la Provincia de Ñuble un contingente de Carabineros

    acordonó el sector de la ciudad donde estaba la vivienda de

    Ricardo Lagos, el popular Alcalde Socialista de Chillán. A los

    vecinos del barrio se les impidió entrar o salir de aquel cerco.

    El Alcalde estaba tranquilamente en su hogar. Las Nuevas

    Autoridades lo habían confirmado en su puesto y no tenía motivos

    para desconfiar. Junto a él se encontraban su joven esposa,

    embarazada de varios meses, y uno de sus hijos de su anterior

    matrimonio, de veinte años, a la sazón estudiante universitario. Los Carabineros, fuertemente armados, entraron a la casa sin

    que nadie les opusiera resistencia. Hicieron salir al patio de la

    vivienda a sus tres ocupantes y allí, sin más trámites, los mataron a

    tiros.

    El Intendente de Talca

    Por la Carretera Panamericana circulaban escasos vehículos y el

    dueño de la camioneta tenía prisa. Pronto llegamos al cruce del

    camino de entrada a la ciudad de Linares. En el Retén del Tránsito

    había un grupo de Carabineros, pero no estaban controlando los

    vehículos. Pasamos a baja velocidad y sin problemas. Desde aquel

    punto, sólo faltaban trescientos kilómetros para llegar a nuestro

    destino.

    Veinte minutos después pasamos frente a la ciudad de Talca,

    en cuyo Regimiento había sido fusilado Germán Castro, Intendente

    de la Provincia.

    El 11 de septiembre de 1973, luego de conocer la noticia del

    Alzamiento Militar, el Intendente trató de huir a Argentina

    cruzando la cordillera de los Andes. Aquel intento lo hizo

    acompañado de un grupo de veinte personas.

    Cuando los Carabineros del Retén de Paso Nevado trataron

    de impedir que el grupo siguiera adelante, se produjo un

    intercambio de disparos. A consecuencia del enfrentamiento

    resultó muerto uno de los Carabineros. El otro fue hecho prisionero

    y el grupo prosiguió su marcha.

    Más adelante cayeron en una emboscada que le tendió una

    patrulla del Ejército. Se produjo un nuevo enfrentamiento. La mayor parte del grupo, logró seguir adelante y asilarse en

    Argentina, pero el Intendente cayó prisionero junto a tres de sus

    acompañantes.

    Dieciséis días después, el 27 de septiembre, el Intendente fue

    fusilado. El Jefe de Plaza informó a la prensa que la resolución

    había sido adoptada por un Consejo de Guerra y sancionada por

    el Juez Militar. El Jefe de Plaza mintió, porque aquel Consejo de

    Guerra jamás se realizó.

    En la boca del lobo

    El resto del camino a Santiago estuvo libre de Controles Militares.

    Sin que nos ocurriera ningún incidente pasamos por Curicó, San

    Fernando y Rancagua.

    Aquella tranquilidad, semejante a la calma de los

    cementerios, ocultaba las Cárceles llenas de presos políticos, los

    campos de concentración atestados de prisioneros de guerra y

    los lugares secretos de detención donde se estaba torturando.

    Para entrar a Santiago, la camioneta se desvió de la Carretera

    Panamericana. Al llegar a la Avenida Departamental le pedí al

    chofer que se detuviera, le agradecí el viaje, me despedí de todos y

    me bajé. La camioneta se alejó y yo subí a un bus de la locomoción

    pública. En él llegué al barrio donde estaba la casa de mi madre.

    El sector parecía no haber cambiado sólo que, para ser un día

    domingo, lo encontré demasiado silencioso. No había ningún niño

    jugando en la calle. Tomando precauciones, atento a cualquier señal de peligro y

    aparentando tranquilidad, llegué hasta la casa de mi madre y llamé

    a la puerta.

    Abrió Alex, el menor de mis hijos hombres, quien al verme

    quedó mudo. Además de Alex estaban mi hermana María,

    Marjorie la menor de mis cuatro hijos y mi madre.

    ¿Para qué te viniste a meter a la boca del lobo? exclamó

    mi madre. Allá en el sur estabas seguro, incluso habrías podido

    pasar a la Argentina. ¿Cómo se te ha ocurrido venir a Santiago?

    Alex y Majorie me miraban contentos y nerviosos. Por fin su

    padre había aparecido. En aquel momento, los niños tuvieron la

    certeza de que yo me encontraba vivo, pero al mismo tiempo les

    surgió el temor de que me detuvieran.

    Sin hacer caso de las protestas de mi madre y de mi hermana,

    los abracé y besé a todos. Luego pregunté por el resto de la familia.

    Mientras me comía un durazno, mi madre me dijo:

    Erik está en un recinto de las Naciones Unidas. Allí está

    seguro. Gertie está donde Elvira.

    Jessy está en mi casa agregó mi hermana.

    Convídenme algo para beber, que me muero de sed. En

    seguida iré donde Elvira.

    Viajando en vehículos de la locomoción pública, a la casa de

    Elvira llegué sin inconvenientes. Su hija abrió el portón de la verja

    y al verme no me conoció. Tuve que decirle quién era para que me

    dejara entrar al patio de la vivienda.

    En aquel momento Elvira salió de la cocina a ver qué ocurría,

    regañando de paso a su hija porque había abierto la puerta. Casi se

    cayó de la impresión cuando me vió. Nos dimos un abrazo.

    Detrás de ella apareció mi mujer, mirando intrigada porque

    no podía ver quién era el recién llegado. Elvira y yo nos encontrábamos debajo del parrón y unas guías de las parras me

    ocultaban el rostro.

    Cuando me reconoció, nos abrazamos sin palabras. 9

    EL REFUGIO PADRE HURTADO

    Gertie y Elvira se llevaron una auténtica sorpresa. Mi mujer estaba

    muy contenta de verme después de tantos meses y, sobre todo,

    feliz porque había adelgazado. Recordándome el peligro que corría

    en su casa, Elvira nos volvió a la realidad.

    Al día siguiente Elvira consultó a unos compañeros del

    Partido y éstos le recomendaron que me llevara al Refugio Padre

    Hurtado a esperar que la Dirección Clandestina me contactara.

    Entonces me enteré de que la mayoría de los Miembros del

    Comité Central se había refugiado en las Embajadas

    inmediatamente después del Golpe Militar. Los que se habían

    entregado permanecían detenidos por los Militares. Un reducido

    grupo, encabezado por Exequiel Ponce, estaba en la

    clandestinidad.

    El café quedó pendiente

    El día siguiente fue martes. Con Elvira fuimos al centro de

    Santiago en una micro de la locomoción colectiva. Mientras Elvira

    ultimaba algunos detalles llamando a Padre Hurtado desde la Compañía telefónica, yo estuve esperándola en la calle Moneda, a

    una cuadra del destruido Palacio Presidencial.

    Para hacer tiempo entré en una librería desierta de clientes.

    Allí estuve largos minutos examinando los libros expuestos sobre

    las mesas. Cuando calculé que ya no podía quedarme más tiempo

    sin despertar sospechas, volví a la calle.

    En los momentos en que recorría un pasaje comercial, cerca

    de la calle Ahumada, me llegó el aroma del café. Al instante me

    invadió un irresistible deseo de tomar un café exprés. Reprimiendo

    a duras penas la tentación de ir al café Haití, me entretuve mirando

    las vitrinas de los negocios del pasaje. La tacita de café había sido

    un rito diario, durante los últimos trece años vividos en Santiago.

    Cuando Elvira regresó, le dije:

    Vamos a tomar un café exprés, me muero de ganas.

    Estás loco! El café Haití está lleno de soplones.

    Pero..., es que tengo muchas ganas.

    En tono solemne, Elvira me dijo:

    Te prometo que cuando caiga la dictadura te voy a invitar

    a tomar un café exprés.

    No tuve más remedio que aceptar, creyendo que aquello iba a

    ocurrir dentro de poco tiempo.

    (Sólo veinte años más tarde Elvira pudo cumplir su promesa)

    Caminando fuimos al paradero del bus que nos llevaría a

    Padre Hurtado, localidad ubicada al poniente de Santiago.

    Para llegar al paradero pasamos, sin demostrar preocupación,

    al lado de la Guardia de Militares fuertemente armados que había

    frente al Ministerio de Defensa.

    El Refugio Padre Hurtado

    La Casa de Ejercicios Loyola era un local que la Iglesia Católica

    utilizaba para hacer retiros espirituales. El edificio estaba

    construido en una parcela ubicada en la localidad de Padre

    Hurtado, de ahí el nombre con el cual fue bautizado el Refugio que

    funcionó durante la emergencia.

    Después de la Sublevación Militar, los refugiados políticos

    latinoamericanos a quienes el Gobierno de Chile había dado asilo

    antes de aquella fecha, fueron víctimas indefensas de la xenofobia

    de los Militares chilenos. En el local eclesiástico, que fue llamado

    desde un comienzo Refugio Padre Hurtado, cientos de

    ciudadanos extranjeros estuvieron bajo la protección del Alto

    Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados,

    ACNUR, y del Comité Nacional de Ayuda a los Refugiados,

    organismo este último en el que participaban las Iglesias,

    esperando que algún país les concediera visa y asilo, para salir de

    Chile.

    Las Naciones Unidas le habían arrendado esta casa a la

    Iglesia Católica y por aquella razón el Refugio Padre Hurtado

    ostentaba la condición informal de local de las Naciones Unidas.

    En una parcela rodeada de una tapia se levantaba una iglesia

    cuyo frente estaba orientado a la calle principal, perpendicular a la

    carretera por donde pasaban los buses y, detrás de ésta, separado

    por un muro, estaba el edificio principal del Refugio. La entrada de

    éste daba a un callejón lateral. Era un amplio portón de dos hojas

    de hierro forjado que formaba parte de una extensa verja del

    mismo material. Entre el portón y el edificio se extendía un

    antejardín. En la parte trasera de la construcción principal había

    parrones, algunos edificios menores y una cancha de fútbol. El edificio del Refugio Padre Hurtado era una

    construcción de dos pisos en forma de una H. En la nave central,

    que unía las dos alas paralelas, estaban las oficinas y el salón de

    actos. En el piso superior de las dos alas del frontis del edificio se

    encontraban los dormitorios y, en el piso bajo, las salas de

    reuniones de grupos. En una de las alas posteriores estaba la cocina

    y los comedores y, en la otra, los dormitorios de los curas.

    Hacia la derecha de la construcción central había una piscina

    y más allá de ella se extendía un duraznal, que alcanzaba hasta el

    límite poniente de la parcela.

    En la parte exterior del portón de entrada había una Guardia

    Militar permanente que controlaba a las personas que entraban y

    salían del recinto. Cuando Elvira y yo llegamos al Refugio, unos

    soldados armados con fusiles ametralladora nos cerraron el paso.

    Para entrar, tuvimos que entregarles nuestros documentos de

    identidad. Era la primera vez que mi Carnet Falsificado se iba a

    poner a prueba en manos de los Militares. De aquel Documento

    dependía mi seguridad. Todo estaba en juego.

    En los primeros instantes el soldado no le prestó demasiada

    atención a nuestros documentos, porque no podía despegar los ojos

    de mi acompañante. Elvira era una mujer alta y morena, de bellos

    ojos, cintura estrecha y piernas largas y hermosas. Cuando

    caminaba, producía toda aquella gama de pensamientos que a los

    hombres se nos asoman por los ojos.

    Cuando llegué al Refugio Padre Hurtado quedaban muy

    pocos extranjeros. La mayoría de los refugiados eran chilenos

    recién salidos de las cárceles y de los campos de concentración,

    que estaban esperando que algún país les concediera visa para

    viajar al exilio. Entre aquellos refugiados reconocidos por los

    Militares, se movía una docena de refugiados clandestinos.

    Habían cambiado la rutina

    Muchas visitas que venían de las Provincias a despedirse de los

    refugiados políticos que estaban esperando salir al exilio, solían

    quedarse a dormir. En estos casos, el funcionario de las Naciones

    Unidas a cargo del Refugio Padre Hurtado iba a la Guardia,

    poco antes de la hora del Toque de Queda, y retiraba los

    documentos de las personas que se iban a quedar en el Refugio.

    De esta forma, varios compañeros buscados por los Servicios

    Secretos de la Junta Militar, habían podido quedarse en forma

    clandestina. Se pensaba que los Militares no se atreverían a allanar

    un local bajo la protección de las Naciones Unidas.

    Elvira se fue del Refugio después del mediodía, convencida

    de que yo ya me encontraba fuera de peligro. Yo también pensaba

    lo mismo. Pero cuando llegó el funcionario de las Naciones Unidas

    a cargo del local, todo cambió.

    Él, me explicó:

    A fines de la semana pasada los Militares cambiaron la

    rutina. Ahora la Guardia no me entrega los documentos de

    identidad de las personas que se quedan a dormir. Los carnets

    permanecen toda la noche en sus manos y se los devuelven a los

    propios interesados, en el momento en que éstos abandonan el

    Refugio.

    El único camino. Con aquella rutina no era posible quedarse en el Refugio, en la

    forma como lo habíamos pensado. Había que resolver rápidamente

    aquel problema. Con los camaradas clandestinos llegamos a la

    conclusión de que había que salir y recuperar el Documento de

    Identidad falso. Luego caminar hasta la calle principal por donde

    habíamos llegado con Elvira, pasar delante de la iglesia en

    dirección a la carretera y, antes de cruzar la línea férrea, entrar al

    callejón que había al costado sur de la parcela. Un centenar de

    metros más adelante, entrar al Refugio saltando el muro. Era el

    único camino.

    Aquella maniobra era arriesgada, pero no había otra forma de

    hacerlo sin poner en peligro la seguridad de todos los refugiados

    clandestinos que en aquel momento se encontraban en el Refugio,

    entre los cuales se encontraba mi hijo Erik.

    En compañía de dos camaradas clandestinos fuí a explorar la

    pandereta de los fondos del recinto. Junto al muro, por el interior

    del Refugio pasaba un canal de pequeñas dimensiones. Una doble

    línea de alambres de púa coronaba la tapia de ladrillos. Al otro

    lado de la muralla había un callejón de tierra y unos metros más

    allá pasaba la línea férrea que unía Santiago con el Puerto de San

    Antonio.

    El lugar más apropiado para saltar la muralla se encontraba al

    término de la pandereta que correspondía al patio de la iglesia,

    donde comenzaba el muro del Refugio. Allí había unos pastelones

    de hormigón cubriendo el canal.

    Todo el callejón, desde la esquina hasta aquel punto, estaba

    iluminado por las lámparas eléctricas que los curas habían

    montado sobre la muralla de la iglesia. Los focos del alumbrado

    público eran escasos e insuficientes y los frondosos árboles impedían casi por completo que éstos proyectaran su luz en el

    callejón. Sin embargo, el lugar elegido para saltar estaba

    medianamente iluminado por uno de estos focos.

    Al otro lado del callejón, entre la esquina y el lugar elegido

    para saltar la tapia, había una casa campesina. Al poniente, el

    camino de tierra se perdía en la oscuridad. En aquella dirección no

    se veían más viviendas.

    Desde el comienzo del callejón hasta el lugar del salto, había

    que caminar poco más de cien metros. Distancia que una bala de

    fusil recorre limpiamente en décimas de segundo.

    Según los compañeros del Refugio, las patrullas de Militares

    y de Carabineros solían efectuar rondas en torno a la parcela.

    La hora del Toque de Queda se acercaba.

    Me vi obligado a salir.

    La recuperación del Carnet

    Acompañado por un refugiado argentino y aparentando

    tranquilidad, fui a la Guardia. Yo era la última persona en

    abandonar el Refugio aquella tarde. Mi Carnet había permanecido

    todo el día en manos de los Militares. Al portón de entrada

    llegamos conversando. Allí nos separamos. Salí a la calle y me

    acerqué a los soldados.

    Yo creo que me voy esta semana, che me dijo el

    argentino desde el interior de la reja.

    Con calma, los dos soldados de la Guardia se me acercaron.

    En ese caso tendré que volver mañana repliqué, mirando

    de reojo a los soldados. El militar que tenía mi Carnet en sus manos se detuvo a unos

    tres metros de distancia del lugar donde yo estaba, abrió el

    Documento y permaneció inmóvil mirando la fotografía y

    cotejándola conmigo.

    Sí, che me dijo el argentino, será mejor que vengás

    mañana.

    El segundo soldado pasó a mi lado y se acercó al portón de

    hierro que yo, por precaución, había dejado entreabierto.

    En aquel instante pensé que aquel soldado se estaba

    colocando a mi espalda para detenerme y estuve a punto de

    cometer el error de atacarlo. Pero en el último momento me fijé

    que no tenía el dedo en el gatillo de su arma. Quedé a la

    expectativa.

    Estoy pensando le dije al argentino, mientras con el

    rabillo del ojo vigilaba al soldado que examinaba mi Documento

    de Identidad falso, que mañana vendré después de almuerzo.

    En aquel instante, el soldado que había pasado a mi lado

    llegó hasta el portón y lo cerró.

    Al mismo tiempo, el otro soldado estiró su mano con mi

    Documento de Identidad, diciéndome:

    Todo en orden!

    Muchas gracias le respondí, recibiendo el Carnet.

    Luego, aliviado, al argentino le dije:

    Lo dicho, compadre, mañana volveré.

    Macanudo! Hasta mañana, che!

    Hasta mañana! le respondí.

    El salto del muro. Me alejé de la Guardia Militar del portón reprimiendo a duras

    penas las ganas de echarme a correr.

    Desde la esquina, a unos cien metros a la izquierda vi

    algunos vehículos estacionados frente a la Comisaría de

    Carabineros de Padre Hurtado y a dos policías de guardia en la

    puerta.

    Giré a la derecha en dirección a la Carretera y sin

    apresurarme recorrí toda la cuadra por la acera de la Iglesia, hasta

    la entrada del callejón. Entré al callejón resueltamente, tratando de

    no perder la calma.

    El sector iluminado del camino de tierra estaba solitario. Más

    allá, entre las sombras, era imposible adivinar la presencia de una

    persona o de todo un regimiento.

    Las ramas de los grandes árboles semiocultaban los focos del

    alumbrado público, que proyectaban más sombras que luces sobre

    el camino. Salvo el rumor del viento que mecía los árboles, todo

    estaba en silencio.

    Una vez allí me dí cuenta de que se podía entrar al callejón

    simulando dirigirse a la vivienda, pero que no se justificaba seguir

    más allá. A quienes me estuviesen mirando, sobre todo si eran

    Militares o Carabineros de ronda, les iba a resultar sospechoso que

    alguien siguiera más allá de la casa. Sin embargo, yo ya no podía

    regresar.

    Al pasar frente a la modesta vivienda campesina, el

    sorpresivo ladrido de los perros me hizo dar un brinco. Los

    animales se mantenían al otro lado de la verja y no dejaban de

    ladrar.

    Los cincuenta o sesenta metros que me faltaban para llegar al

    lugar elegido para el salto, los hice acompañado de aquel inoportuno coro de ladridos. No obstante, nadie salió de la casa, ni

    nadie se asomó a la entrada del callejón. Hacia el fondo del camino

    de tierra, era imposible ver nada en la oscuridad.

    Una vez en el punto elegido para el salto, comprobé con

    aflicción que desde el callejón la tapia era más alta que al interior

    del Refugio. Miré hacia la entrada del callejón. No se veía a nadie.

    Al tercer intento me agarré de la parte superior de la

    pandereta y comencé a trepar tratando de no romperme los

    pantalones. El traje que andaba trayendo me lo había prestado

    Elvira y en aquel crucial instante me invadió un irracional deseo de

    no estropearlo.

    Temiendo oir disparos me encaramé a la muralla, aunque

    sabía que si me baleaban mortalmente, no iba a escucharlos.

    Arriba de la tapia me demoré tratando de no enredarme en

    los alambres de púas, lo que puso muy nerviosos a mis camaradas

    del interior, quienes me decían en voz baja que saltara de una vez.

    Finalmente me ayudaron a descender adosando una escalera

    de mano a la muralla. Ya en el patio del Refugio nos abrazamos y

    nos dirigimos al comedor.

    Ninguno de los residentes en el Refugio, salvo mi hijo y el

    Encargado que estaban enterados, se percató de nuestra maniobra.

    El ambiente en el Refugio

    Dentro del Refugio Padre Hurtado todos los asilados

    clandestinos usábamos nombres supuestos para ocultar nuestras

    verdaderas identidades. El clima que se vivía era de nerviosismo y tensión. Había un

    cargado ambiente de sospechas recíprocas y de rumores. La gente

    se comportaba en forma anormal. Abundaban las personas

    conflictivas y depresivas.

    Era claro que el impacto del sangriento Golpe de Estado,

    había trastornado nuestras vidas

    Los más impactados eran aquellos que habían creído que las

    Fuerzas Armadas eran constitucionalistas, sometidas al poder

    civil y respetuosas de la legalidad. Patrañas todas de la

    ideología dominante en Chile hasta septiembre de 1973.

    Las diferencias políticas entre miritas y comunistas estaban

    muy exacerbadas. Estos últimos culpaban directamente a los ultras

    de izquierda, miristas y socialistas, de ser los causantes del Golpe

    de Estado.

    Los miristas replicaban que el Gobierno de la Unidad

    Popular no había sido el Gobierno de ellos y que los comunistas y

    socialistas no habíamos sido capaces de defenderlo.

    El mensaje falso

    Al funcionario de las Naciones Unidas Encargado del Refugio, le

    expliqué que mi intención no era asilarme, sino esperar un contacto

    con mi Partido. En el Refugio se encontraba Rafael, un camarada que yo

    conocía desde antes. Él había sido arrestado por los Militares en un

    local de la Iglesia Católica y llevado al Regimiento de Tejas

    Verdes, donde fue sometido a toda clase de vejámenes y torturas.

    En el tiempo de su arresto, en el Regimiento de Zapadores de

    Tejas Verdes funcionaba la Escuela de Torturas que entrenaba a

    los Militares. Los prisioneros eran usados como conejillos de

    indias.

    Venturosamente, el Cardenal que le había dado asilo

    consiguió que el General Bonilla devolviera a Rafael, y a un joven

    comunista que le acompañaba, a manos de la Iglesia.

    Después de fracasar en un intento por entrar a una Embajada,

    Rafael entró al Refugio Padre Hurtado en calidad de asilado

    clandestino.

    De vez en cuando, Rafael se comunicaba con gente del

    Partido en la Iglesia vecina. Nadie me fue a ver a mí. Al principio

    tampoco mi mujer me pudo visitar ya que a ella, por razones de

    seguridad, Elvira no le había dicho dónde me encontraba.

    Fue entonces cuando Sofía, la compañera de Rafael, se

    ofreció para llevarle mi mensaje a un contacto de la Dirección

    Clandestina que ella conocía.

    El día 4 de mayo, la compañera me informó que Exequiel

    Ponce, el máximo Dirigente clandestino del Partido, se había

    negado a incorporarme al trabajo clandestino.

    Me sentí desmoralizado. No podía creer que había viajado en

    vano desde Puerto Montt.

    Amanda.

    De modo que me dejó en paz.

    En medio de las tensiones y rumores imperantes

    transcurrieron un par de semanas durante las cuales no se produjo

    el contacto con la Dirección Clandestina del Partido, prometido a

    Elvira. No conforme con aquella respuesta, aquel mismo día me puse en

    campaña para tomar contacto con Amanda, una compañera de

    Osorno, que estaba viviendo en Santiago. No atreviéndome a usar

    el teléfono del Refugio para llamarla a la casa de sus padres, le

    pedí a un compañero que viajaba al Canadá, que la llamara desde

    el aeropuerto y le diera mi mensaje.

    Amanda fue al Refugio Padre Hurtado. Por ella me enteré

    de la situación que se estaba viviendo en el Partido en aquellos

    momentos. Me dijo que existía la posibilidad de llegar a Exequiel

    Ponce por intermedio de María Eugenia, una camarada de Osorno

    que estaba en contacto con el Comité Central Clandestino.

    Al día siguiente, los Militares iniciaron una operación

    rastrillo en las poblaciones que rodeaban el Refugio Padre

    Hurtado. Entre los asilados clandestinos se extendió el rumor de

    que dicha operación culminaría con un allanamiento del Refugio

    donde nos encontrábamos.

    A mí me resultaba difícil creer que los Militares se atrevieran

    a allanar un local bajo la protección de las Naciones Unidas, pero

    el camarada Rafael y su amigo comunista, que habían dado

    muestras de ser analistas ponderados de las informaciones que se

    recibían, también cayeron víctimas del temor que se apoderó de

    todos.

    Entonces pensé que había llegado la hora de abandonar el

    Refugio Padre Hurtado.

    El pastor James Savolainen.

    El lunes 6 de mayo le expliqué a Amanda la hipotética amenaza

    que se cernía sobre el Refugio. Ella fue a ver al pastor luterano

    James Savolainen y de paso informó a María Eugenia. Savolainen

    era un norteamericano de origen finlandés, que había sido

    expulsado de Osorno por su trabajo en defensa de los Derechos

    Humanos.

    Al día siguiente, el pastor llegó al Refugio Padre Hurtado

    en su vehículo, acompañado de Amanda.

    Hay una sola condición me dijo el pastor. Antes de

    salir de aquí tienes que entregarme tu arma.

    No tengo ningún arma.

    El pastor se mostró muy sorprendido. No me creía.

    Cómo! ¿No andas armado? ¿No tienes con qué

    defenderte?

    Al salir de la cordillera tuve que deshacerme de la pistola

    y confiar en mi Carnet.

    Eso ha sido muy arriesgado.

    Es cierto, pero era la mejor alternativa.

    Te voy a llevar en calidad de huésped a la Embajada de

    Finlandia. Allí no te puedes asilar porque Finlandia no tiene

    convenio de asilo con Chile.

    ¿Me podrá acompañar mi hijo?

    No. El Embajador sólo aceptó recibirte a tí.

    Yo tengo instrucciones de llevar a Erik, a una casa de

    seguridad del Partido intervino Amanda. Después se intentará

    llevarlo a una Embajada.

    Yo confiaba que la gente del Partido cumpliría su palabra,

    por eso les respondí:

    No hay más que discutir. Estamos en vuestras manos.

    El sacerdote Luis Rezzi

    Para salir a hacer trámites, tales como obtener pasaportes,

    conseguir visas o firmar documentos notariales, el Sacerdote Luis

    Rezzi proporcionaba unos papelitos a los refugiados, que servían

    como salvoconducto ante los Militares de la Guardia del Refugio

    Padre Hurtado.

    Por tal razón, antes de salir le avisé que iba a realizar unos

    trámites a las oficinas del Comité Intergubernamental de

    Migraciones Europeas, CIME, ubicadas en la Avenida Ricardo

    Lyón. A falta de otro organismo internacional más apropiado, el

    CIME se había hecho cargo del traslado de los exiliados

    chilenos al extranjero.

    Cuando el cura me pidió mi Documento de Identidad, le

    entregué mi Carnet falso. El sacerdote rellenó a mano los datos que

    faltaban en el modesto formulario, hecho con máquina de escribir

    y papel de calco, que él usaba para tales efectos. Mientras escribía,

    sin venir al caso y de mal modo, me dijo:

    Ustedes me caen mal! No hallo las horas que se vayan de

    aquí, para que en esta casa se vuelvan a realizar retiros espirituales.

    No me diga que también le caen mal los dólares que las

    Naciones Unidas les pagan por el arriendo le respondí.

    Refunfuñando, el cura terminó de escribir en el papel y me lo

    entregó.

    El salvoconducto decía:

    Autorizo al Sr. Alberto Miranda Carnet número 52615

    Nacionalidad chilena Trámite: Lyon

    Desde horas 8 AM hasta horas 20 PM

    Fecha 8-V-74. Refugio Padre HurtadoFirma: Hermano Luis Rezzi Representante del Comité

    Nacional de Ayuda a los Refugiados

    Además había un extraño timbre en forma de escudo con la

    leyenda Casa de Ejercicios Loyola escrita en los bordes y al

    centro las figuras de dos perros parados en dos patas, frente a

    frente, afirmándose con las extremidades superiores a una olla de

    hierro que colgaba de una cadena. Me pareció un emblema propio

    de brujas.

    Mi hijo Erik recibió un papel semejante.

    Estas autorizaciones del Comité de Ayuda a los

    Refugiados nos habrían servido para franquear la Guardia Militar

    de la entrada, en el caso de haber tenido que regresar al Refugio

    Padre Hurtado.

    En el furgón del pastor Savolainen salimos rumbo a

    Santiago. Para evitar el centro de la ciudad, el pastor entró por la

    Avenida Carlos Valdovinos y se detuvo en la Gran Avenida. Allí

    se bajó mi hijo con Amanda y nosotros continuamos hasta las

    oficinas de la Iglesia Luterana.

    Se dió la casualidad de que justo al otro lado de la calle

    estaba la capilla de la Iglesia Católica que los Militares habían

    allanado cuando detuvieron a Rafael y a su amigo.

    "Tiene que recuperar su Carnet"

    Finlandia se había hecho cargo de los intereses de la República

    Democrática Alemana, que rompió sus relaciones diplomáticas con

    Chile luego de producirse el Golpe Militar. La Embajada finlandesa se había instalado en la residencia donde había

    funcionado una escuela para los hijos de los diplomáticos alemanes

    democráticos, acreditados en Chile durante el Gobierno de

    Salvador Allende.

    A media mañana, cuando el sol ya había calentado las calles

    de Santiago, salimos rumbo a la Embajada. El pastor estacionó su

    vehículo un poco alejado de la entrada y nos bajamos.

    Ante la verja de hierro, había un Carabinero de Guardia,

    estaba armado con una metralleta Karl Gustav. Su compañero se

    encontraba frente a la sede de otra misión diplomática, a cien

    metros de distancia. El pastor tocó el timbre de la Embajada y el

    Carabinero nos pidió nuestros documentos de identidad. El pastor

    Savolainen le entregó su flamante Pasaporte norteamericano y yo,

    mi modesto Carnet falsificado.

    Son las órdenes que tengo nos explicó el Carabinero y

    luego, al ver el águila del coloso del norte en el Pasaporte de mi

    acompañante, agregó como disculpándose: Es por la seguridad

    de ustedes mismos.

    Está bien le dije engolando la voz. Comprendemos.

    El Mayodormo nos abrió la puerta y entramos. El Embajador

    nos hizo esperar en una antesala con grandes ventanales y luego

    pasamos a su despacho, que tenía ventanas a la calle.

    El pastor nos presentó y el Embajador me pidió que le

    contara mi historia. En pocas palabras se la resumí, pensando que

    Savolainen ya le había referido lo suficiente.

    ¿Tuvieron problemas para entrar aquí?

    Ninguno le dije. Sólo que el Carabinero de Guardia se

    quedó con nuestros documentos de identidad.

    Cómo! exclamó el Embajador y poniéndose de pié se

    dirigió a los ventanales. A través de los cristales se podía ver al Carabinero que

    estaba examinando los documentos que le habíamos dejado.

    Usted no puede quedarse si ellos saben que está aquí!

    me dijo el Embajador.

    Yo pensaba que estando ya dentro de la Embajada, no tenía

    importancia que el Carabinero se quedara con mi Carnet. Por eso,

    al Embajador, le dije:

    El Carnet que le dí al Carabinero, es falso.

    No importa! me respondió el Embajador. Si usted

    quiere que lo acoja como huésped, tiene que recuperar su Carnet y

    regresar cuando no haya guardia frente a la puerta.

    Savolainen se había demudado.

    Es muy peligroso para él salir a la calle dijo el pastor.

    Yo no quiero tener problemas con los Militares!

    La recuperación del Carnet

    Aquella exigencia del Embajador me pareció exagerada, aunque

    comprendía que al finlandés le importara tener buenas relaciones

    con los Militares.

    Pero yo no andaba con ánimo suplicante. Poniéndome de pié,

    le dije:

    Muy bien. Así lo haré.

    Nos despedimos y salimos. El pastor se veía nervioso y,

    sobre todo, apesadumbrado.

    Vamos le dije. No hay nada que hacer.

    El Carabinero ya no estaba en la puerta. Se encontraba a unos

    treinta o cuarenta metros más allá del furgón del pastor. Cuando nos vio salir a la calle y dirigirnos al vehículo, se acercó

    calmadamente. Calculé que nos íbamos a encontrar frente al

    automóvil.

    Al acercarnos observé que el policía se veía relajado. Su

    arma colgaba de las correas terciadas al hombro y la traía cogida

    del cañón. Al percatarme de su actitud, me adelanté con decisión.

    El pastor me siguió.

    Al devolvernos los documentos, el Carabinero nos dijo:

    Perdonen la molestia.

    No había duda de que el Pasaporte del pastor Savolainen, le

    había impresionado.

    Está bien le dije. No tiene importancia.

    El Fiat blanco

    Subimos al vehículo y regresamos a las oficinas de la Iglesia

    Luterana. Al tiempo que nos bajábamos del furgón, un pequeño

    auto Fiat de color blanco, en cuyo interior había cuatro hombres de

    civil, se estacionó en la vereda de enfrente a cierta distancia del

    local de la Iglesia Católica.

    Desde la semana pasada, ese vehículo se ha venido a

    estacionar ahí todos los días nos informó la Secretaria del pastor.

    Le pregunté al pastor si no podíamos ir a otra Embajada, pero

    él me respondió que desgraciadamente no tenía más contactos. Me

    dijo, además, que el compromiso con el Embajador finlandés

    seguía a firme.

    Después de almorzar jugamos unas partidas de ajedrez hasta

    que llegó la hora en que el pastor tenía que ir a su casa. Su miba a realizar algunas diligencias y el pastor se iba a hacer cargo de

    sus hijas. Cuando salimos a la calle, el Fiat continuaba estacionado

    en el mismo lugar y sus cuatro ocupantes parecían dormir la siesta.

    El pastor Savolainen estaba casado con una hermosa mujer

    centroamericana y era el padre de dos preciosas niñas. Las niñitas

    se avinieron conmigo de inmediato. A una de ellas la llevé en

    brazos desde su casa hasta la camioneta. Durante el viaje me fui

    jugando con ellas hasta que llegamos a las oficinas de la Iglesia

    Luterana.

    El Fiat blanco seguía en el mismo lugar y sus ocupantes nos

    miraron. Yo fui el primero en bajar. Luego tomé en brazos a la hija

    menor del pastor, mientras él cargaba a la otra. A simple vista, yo

    era un viejo conocido de aquella familia.

    El segundo intento

    La señora del pastor se fue con el furgón, las niñitas quedaron al

    cuidado de la Secretaria y nosotros reanudamos nuestra partida de

    ajedrez. El pastor interrumpió un par de veces el juego para hacer

    unas llamadas telefónicas.

    Cuando su esposa regresó, Savolainen fue a dejar a su

    familia y después pasó a reunirse con un amigo.

    Al volver, contento, me dijo:

    He tomado medidas para que esta vez la cosa no falle. Un

    amigo nos va a ayudar.

    Quedamos a la espera del momento adecuado para regresar a

    la Embajada de Finlandia. Al término de la tarde, sonó el teléfono.

    Era el amigo del pastor que le llamaba para avisarle que se encontraba listo para iniciar la operación. Entonces Savolainen

    llamó a la Embajada de Finlandia.

    Después subimos al furgón y partimos. El pastor detuvo su

    vehículo antes de llegar a la Avenida donde estaba ubicada la

    Embajada y nos quedamos esperando.

    Poco después, un automóvil cruzó lentamente la bocacalle y

    el chofer, al vernos, tocó la bocina.

    El camino está libre! exclamó el pastor.

    Deprisa recorrió un par de cuadras y se detuvo en medio de

    la calle frente a la Embajada. No se veía ningún Carabinero.

    Gracias! le dije al bajarme del vehículo.

    De prisa caminé hasta el portón que el Mayordomo había

    abierto de par en par, pensando tal vez que el pastor iba a entrar al

    antejardín con su vehículo.

    Bien venido! me dijo el finlandés.

    Gracias! le respondí, estrechándole la mano.

    ¿Fue una exigencia burocrática?

    El Embajador ya no se encontraba en la residencia. Cumplido el

    horario de oficina, se había ido para su casa. En la Embajada,

    además del Mayordomo, había tres asilados chilenos que estaban

    esperando los salvoconductos de la Junta Militar para viajar a la

    República Democrática Alemana. Se trataba de dos comunistas y

    de Juan Carlos, un médico mapucista que había sido Ministro de

    Salud en el primer gabinete de Allende.

    Con Juan Carlos habíamos sido compañeros en el Coro del

    Instituto Nacional. Después del año 1950, no nos habíamos visto. En el momento de mi llegada, los asilados se encontraban en

    el comedor. Hasta allí me llevó el Mayordomo. Los compañeros

    me saludaron y uno de ellos me pidió que les refiriera mi historia.

    En breves palabras les hice un resumen y al final comenté la

    actitud del Embajador respecto del Carnet, diciendo que a mí me

    había parecido una exigencia burocrática.

    No fue una exigencia burocrática dijo Juan Carlos.

    Me sorprendió su tono y su afirmación, que interpreté como

    una defensa de lo que había hecho el Embajador.

    Irritado, le repliqué:

    Cuando está en juego la vida de una persona, lo menos

    que se puede decir de una actitud como esa, es que se trató de una

    exigencia burocrática!

    10

    CAMINO AL EXILIO

    La residencia donde funcionaba la Embajada de Finlandia había

    sido construida en un amplio terreno del barrio Las Condes. Años

    más tarde, a un costado se le había agregado un anexo de dos

    pisos. En la planta baja estaban el garaje, la cocina, la lavandería,

    un comedor, un baño y dos dormitorios para la servidumbre. En el piso superior del anexo había un baño y tres piezas, dos

    de ellas habilitadas como dormitorios. Estas habitaciones estaban

    comunicadas a una salita de distribución, donde había un televisor

    y varios sillones.

    El antejardín estaba separado de la calle por una verja de

    hierro forjado con un portón de dos hojas para los vehículos y una

    puerta lateral para las personas.

    Un jardín con árboles y arbustos de flor circundaba el

    edificio principal. El resto del terreno estaba cubierto por un

    cuidado césped.

    Los deberes de un huésped

    Al día siguiente de mi entrada, los funcionarios de la Embajada me

    instruyeron acerca de los derechos y obligaciones que me otorgaba

    mi calidad de huésped.

    Yo tenía derecho a permanecer dentro de la Embajada como

    los asilados, que en realidad no eran asilados de Finlandia sino de

    la República Democrática Alemana, país que cancelaba los gastos

    de arriendo y mantenimiento de la propiedad y la alimentación de

    todos los huéspedes.

    Mis obligaciones eran básicamente dos: no debía dar a

    conocer mi presencia en la Embajada, ni siquiera a mis familiares,

    y tenía expresamente prohibido hacer uso del teléfono.

    Durante los primeros días, aunque yo no había prometido

    nada a nadie, cumplí escrupulosamente mis obligaciones. Pero el

    Partido, como era natural, se enteró de mi presencia en la

    Embajada por intermedio de Amanda.

    El mensaje de Exequiel Ponce

    El 14 de mayo, el mismo día en que mi hijo Erik cumplía diez y

    siete años de edad, una compañera llegó a la Embajada de

    Finlandia con un mensaje de Exequiel Ponce, Nelson, en la

    clandestinidad. De entre los pliegues de su vestido sacó un papelito

    muy bien doblado:

    Estimado Gordo: Saber de tu llegada a ésta, luego de los dramáticos

    antecedentes recogidos respecto a tu zona, ha sido una de las mayores

    alegrías nuestras en estos duros meses.

    Para la Dirección es responsabilidad de primer orden garantizar

    la conservación e integridad y el buen aprovechamiento de los cuadros

    formados tan lenta y laboriosamente por el movimiento popular. En ello

    hay un capital que no le pertenece al Partido: es de la clase obrera y del

    pueblo. Recibe junto a nuestro abrazo fraternal, la seguridad de que a

    breve plazo te serán designadas tus responsabilidades y nuevo lugar de

    combate. Por de pronto, exagera todas las medidas de seguridad en

    torno a tu persona. En el curso de la semana próxima estableceremos

    una comunicación más directa y te informaremos de las posibles

    soluciones a tus problemas de tipo familiar.

    Recibe el saludo fraternal de toda la Comisión Política del

    Partido. Nelson. Santiago, 08.05.74.

    Esta nota de Exequiel Ponce, el máximo Dirigente del

    Partido Socialista en la clandestinidad, confirmó mis sospechas de

    que el mensaje recibido en el Refugio Padre Hurtado, había sido

    falso.

    El Mayordomo

    Posteriormente, Mauro, el Mayordomo de la Embajada, un

    finlandés casado con una chilena y padre de varios hijos, accedió a

    llevarle una nota a mi esposa. Así les pude avisar a ella y a Elvira

    dónde me encontraba.

    En la tarde del 30 de mayo, Mauro me permitió recibir mi

    primera llamada telefónica. Era María Eugenia que me llamaba

    para preguntarme qué había decidido en relación a las alternativas

    que me había planteado el Partido. Yo no tenía idea de qué me

    estaba hablando, porque no había recibido ninguna comunicación

    en tal sentido.

    Al preguntarle por mi hijo Erik, ella me respondió que no me

    preocupara porque él había entrado a la Embajada de Italia y

    estaba apunto de viajar a Europa.

    Cuando Amanda me llevó un poco de ropa que me mandaba

    el Partido, le conté que Erik iba a viajar a Italia. Ella se mostró

    muy sorprendida de que me hubiesen dado esa información,

    porque mi hijo se encontraba en la casa de seguridad del Partido a

    donde ella lo había llevado.

    El ultimátum

    Unos días después, el Embajador regresó a Finlandia de

    vacaciones, dejando en su reemplazo al Encargado de negocios. El domingo 8 de junio, este diplomático me informó que yo

    debía abandonar la Embajada en tanto se fuera a Alemania

    Democrática el último asilado.

    Son las instrucciones que me dejó el Embajador me

    dijo.

    Él creía que los dos asilados que restaban viajarían a Europa

    alrededor del 15 de junio.

    Le hice ver que debido a la situación en que me encontraba

    dentro de la Embajada, impedido de usar el teléfono y de recibir

    visitas, estaba desconectado del Partido. Le manifesté que en tales

    circunstancias yo veía mucho más sencillo salir del país que salir

    de la Embajada a la calle. Le solicité que buscara otra solución al

    problema.

    El encargado de negocios consultó con su Gobierno y luego

    me dijo que primero que nada yo tenía que conseguir un país que

    me concediera una visa.

    Suiza dijo sí, Cuba también

    Los alemanes democráticos no aceptaban más asilados, si no eran

    comunistas. Finlandia tampoco aceptaban más asilados, aunque no

    fueran comunistas. En resumen, parecía que yo no tenía a dónde ir.

    Sin embargo, se hicieron algunas gestiones que resultaron

    exitosas. Mi madre recurrió a la Embajada de Suiza. Este país

    concede la nacionalidad Suiza a los hijos de emigrantes hasta la

    quinta generación y yo era de la tercera, puesto que mi abuelo

    materno había nacido en Berna. Aunque mi abuelo, que vivió toda su vida en el campo, en el sur del país, nunca tuvo tiempo para ir a inscribir a sus hijos en el Consulado de Suiza, el Embajador le dijo

    a mi madre que yo podía disponer de una visa, sin ningún

    problema.

    Yo, que estaba interesado en primer lugar en viajar a Cuba,

    le había solicitado al pastor Savolainen que fuera a solicitar una

    visa a la Embajada de Suecia, que tenía a su cargo los intereses

    cubanos en Chile.

    El Embajador de Suecia consultó sobre mí persona a los

    socialistas que tenía asilados. Manuel Matamoros, un ex

    compañero del Instituto Nacional, le informó quién era yo, por lo

    que la respuesta de Cuba también fue positiva.

    Con estas ofertas de visa, el Encargado de Negocios de la

    Embajada de Finlandia, comenzó a estudiar la forma de sacarme

    del país. Para aquel entonces, la Junta Militar ya había notificado a

    los países europeos que no tenían convenio de asilo con Chile, que

    no les iba a conceder más salvoconductos de salida a quienes se

    refugiaran en sus embajadas.

    El Embajador de Venezuela

    Un fin de semana se realizó una reunión del Cuerpo Diplomático

    acreditado en Chile.

    Durante el cóctel, un Embajador comentó:

    No sé qué hacer! Tengo un refugiado en la Embajada y la

    Junta no quiere darme el salvoconducto. Y yo no puedo echarlo a

    la calle!

    ¿Sí? le respondió el interpelado ¿Y qué voy a hacer

    yo que tengo tres?

    Y yo, que tengo cinco! exclamó otro.

    Se hizo un rápido recuento. En aquel momento, las

    embajadas europeas reunían sesenta y cinco refugiados. Para éstos,

    según la Junta Militar, no iba a haber salvoconductos.

    No se preocupen dijo el Embajador de Venezuela. A

    estos señores Militares yo sé cómo tratarlos. La Junta necesita

    petróleo y quiere que nosotros se lo vendamos. El martes tendré

    una entrevista con el Ministro de Economía y le voy a plantear que

    no habrá petróleo si no conceden los salvoconductos que

    necesitamos. Por favor, hagan una lista con todos los refugiados y

    me la hacen llegar el lunes a la Embajada.

    El Encargado de Negocios de la Embajada de Finlandia llegó

    radiante el lunes por la mañana.

    Carlos me dijo: el problema de tu salvoconducto para

    salir del país está en camino de resolverse. Necesito tu nombre

    completo y el número de tu Carnet.

    ¿Para qué lo necesitas?

    El Embajador de Venezuela va a presentar a la Cancillería

    chilena la nómina de todos los refugiados que se encuentran en las

    Embajadas de los países europeos. Él está seguro que va a

    conseguir los salvoconductos.

    Escribí mis datos en un papel y antes de entregárselo, le

    pregunté:

    ¿Puedo agregar el nombre de mi hijo?

    El finlandés, un gordo sanguíneo y buena persona, lo pensó

    un instante y luego, solidarizando conmigo, me respondió:

    Bien. Escribe el nombre de tu hijo y el número de su

    Carnet de Identidad.

    No me acuerdo del número de su Carnet le dije. Pero

    si me esperas hasta la tarde, creo que lo puedo conseguirBueno me dijo, pero tiene que ser rápido.

    Llamé por teléfono al pastor Savolainen y le pedí que fuera a

    las oficinas del CIME, en la Avenida Ricardo Lyon, a conseguir

    el número del Carnet de mi hijo, porque allí tenían registrados

    todos sus datos. El pastor, que tenía una reunión impostergable,

    llamó a Amanda y le pidió que hiciera aquel trámite. Ella fue al

    CIME y después me llamó por teléfono para darme el número

    del Carnet de Erik. De inmediato se lo entregué al Encargado de

    Negocios.

    Al día siguiente, el Embajador de Venezuela presionó a los

    Militares con el petróleo y consiguió que la Junta se

    comprometiera a dejar salir del país a todos los refugiados que nos

    encontrábamos en las Embajadas europeas, incluyendo a mi hijo.

    La Junta nos otorgó, para mantener las apariencias,

    permisos especiales de salida en vez de salvoconductos. A

    nosotros no nos importó la fórmula legal utilizada, sino tener la

    posibilidad de salir del infierno en que los Militares habían

    transformado "la copia felíz del Edén".

    La Operación Erik

    El paso siguiente consistía en hacer entrar a la Embajada, sano y

    salvo, a mi hijo Erik.

    Esta operación la preparó con entusiasmo el propio

    Encargado de Negocios, quien ideó que Erik llegara disfrazado de

    electricista. En la ejecución del plan cooperaron Amanda y el

    pastor Savolainen.. El día X, Amanda fue a buscar a mi hijo a la casa de

    seguridad del Partido y lo dejó en la esquina de las Avenidas

    Providencia y Tobalaba. Allí lo recogió el pastor en su furgón y lo

    llevó a sus oficinas. En aquel lugar Erik se puso un mameluco azul

    de obrero y luego subió al vehículo del pastor portando un rollo de

    alambre y un maletín con herramientas que el diplomático

    finlandés había dejado en las oficinas de la Iglesia Luterana.

    Mientras tanto, nosotros en la Embajada estábamos

    pendientes de los movimientos del Carabinero de Guardia frente a

    la puerta. Cuando vimos que el policía se alejaba en dirección a la

    Embajada vecina, el Encargado de Negocios llamó al pastor, quien

    vino a dejar a Erik a una esquina cercana a la Embajada de

    Finlandia.

    Debido a problemas en el tráfico, el pastor se retrasó unos

    minutos.

    Cuando Erik dobló la esquina, el Carabinero ya había

    regresado a su puesto junto a la puerta. En los momentos en que

    Erik se acercaba a la Embajada, una hermosa joven apareció en la

    vereda de enfrente, caminando en sentido contrario. El Carabinero

    de Guardia la quedó contemplando fascinado y sin dejar de mirarla

    se alejó lentamente del portón de la Embajada, al encuentro de

    Erik.

    Al cruzarse ambos, mi hijo le hizo al Carabinero un gesto de

    complicidad, señalando con la cabeza hacia la joven providencial.

    El policía, hipnotizado por la deslumbrante belleza de la

    desconocida, le respondió a mi hijo con una sonrisa.

    Entre tanto, el Mayordomo de la Embajada había salido al

    antejardín para abrir la puerta, de modo que Erik pudo entrar sin

    demora a territorio finlandés, donde el Encargado de Negocios lo

    estaba esperando. Adentro de la residencia, con el alma pendiente de un hilo,

    yo aguardaba a mi hijo para abrazarlo.

    El orden burocrático

    En la Embajada me llamó la atención el riguroso orden protocolar

    que mantenían los comunistas y Juan Carlos.

    Cuando yo llegué, el dormitorio más amplio y confortable

    del segundo piso, lo ocupaba un Diputado Comunista y el

    dormitorio más pequeño, Juan Carlos, a quien los comunistas le

    concedían el rango de ex Ministro. El dormitorio más espacioso de

    la planta baja lo ocupaba el funcionario del Comité Central del

    Partido Comunista.

    A mí, que había sido Secretario Regional del Partido

    Socialista y tenía sólo la calidad de huésped y no de asilado, me

    asignaron el último grado del escalafón. En tal condición me

    correspondió el dormitorio de la planta baja que daba al patio

    trasero.

    Después que el Diputado Comunista viajó a Alemania, Juan

    Carlos heredó su dormitorio y el funcionario del Comité Central, el

    que dejó libre Juan Carlos. Yo no quise moverme del mío.

    Cuando Juan Carlos y el Funcionario comunista viajaron a

    Alemania Democrática y mi hijo llegó a la Embajada, yo rompí el

    orden burocrático. Ocupé el dormitorio pequeño del segundo piso

    y dejé que mi hijo se instalara en el más espacioso y confortable.

    Nosotros subimos al segundo piso, no para ascender en el

    escalafón, sino porque nuestros anfitriones nos pidieron que nos

    cambiáramos allí para cerrar la planta baja. La carta a Exequiel Ponce

    Ante la inminencia de partir al exilio, le envié una carta a Exequiel

    Ponce.

    Santiago, 22 de junio de 1974.

    Estimado Nelson: Mucho aprecié los conceptos contenidos en tu nota del

    8 de mayo, máxime cuando con anterioridad había recibido un juicio

    negativo sobre mi persona que se te atribuía. Los hechos acontecidos con

    posterioridad me han situado en la condición de asilado y es por ello que

    se hace necesario aclarar lo ocurrido.

    En primer término quiero dejar establecido que me encuentro vivo

    gracias al comportamiento leal de innumerables campesinos y

    compañeros quienes se jugaron por darme seguridad y afecto en los

    momentos más difíciles.

    El domingo 7 de abril llegué a Santiago a pedir instrucciones y

    ponerme a las órdenes del Comité Central, encontrar a mi familia y ver

    modo de solucionar algunos problemas relativos a ella. El contacto

    hecho me informó de la necesidad de tomar precauciones y para esperar

    la comunicación del Comité Central me llevó al Refugio Padre Hurtado.

    El 4 de mayo se me informó que tú opinabas que yo no tenía condiciones

    para trabajar en las actuales circunstancias, sin dar una salida a mi

    situación. Aunque esa información me desmoralizó un tanto, decidí

    apelar porque me pareció que tal juicio era injusto. Cuando esperaba

    materializar dicha apelación fue necesario abandonar el Refugio, era el

    8 de mayo. Se me trajo a la Embajada mientras el Partido resolvía. El 14

    de mayo recibí tu nota de saludo en la que me anuncias un contacto más

    directo. El 30 de mayo me telefoneó María Eugenia quien me habló

    sobre ciertas alternativas que el Partido entregaba a mi decisión, pero

    las cuales yo desconocía. La nota que las contenía no llegó nunca a mis

    manos y Amanda me confirma no haberla recibido. A todo esto fui informado por el Encargado de Negocios de la

    Embajada de Finlandia que debía abandonar la Embajada cuando se

    fuera el último asilado y tal cosa se estimaba probable que ocurriría en

    la semana del 10 al 15 de junio. Ante esto y no teniendo contactos con el

    Partido, Amanda hizo gestiones con el pastor quien vino, conversó

    conmigo y fue a la Embajada de Suecia que de inmediato aceptó

    enviarme a Cuba junto a mi hijo. Luego, teniendo país de destino, el

    Encargado de Negocios de la Embajada de Finlandia informó a la

    Cancillería chilena de mi presencia aquí. Días más tarde el Embajador

    de Venezuela solicitó y obtuvo los salvoconductos.

    Estos son los hechos. He permanecido más de tres meses en

    Santiago esperando que el Partido le diera una salida a mis deseos de

    continuar en el trabajo. Lo último que deseaba era salir y lo prueba el

    hecho que rehusé salir a la Argentina por mi zona. Al mismo tiempo me

    doy plena cuenta de mis limitaciones personales y en atención a las

    necesidades presentes y futuras del proceso y del Partido, es que deseo

    se me dé la posibilidad de adquirir afuera la preparación que me hace

    tanta falta y así poder regresar a la brevedad posible a aportar al

    trabajo en la medida de mi capacidad y en el puesto que se me asigne.

    Sólo espero que tú puedas seguir trabajando con pleno éxito hasta

    que nos veamos, reitero, a muy breve plazo. De momento recibe un fuerte

    abrazo. Fernando.

    "Hay un proceso en tu contra"

    Un par de días después de que el Embajador de Venezuela les

    había arrancado a los Militares el compromiso de concedernos

    permisos de salida del país, el Encargado de Negocios de Finlandia

    me llamó a su despacho.

    Nerviosamente, me dijo:

    La Junta Militar no quiere darte salvoconducto para que

    salgas del país. ¿Por qué?

    Porque la Justicia Militar tiene un proceso en tu contra.

    Yo te lo había dicho. No te preocupes, porque la Justicia

    Militar chilena es una farsa.

    De todas maneras, lo tengo que consultar con mi

    Gobierno. Después te informo.

    El diplomático había confirmado, de boca de los Militares, lo

    que yo le había contado acerca de mi situación. Los tozudos

    Militares osorninos habían proseguido el proceso en mi contra y en

    aquel entonces éste se encontraba en la Corte Militar de Valdivia.

    En los días siguientes, el Encargado de Negocios tuvo que

    escribir innumerables telex cifrados a su Gobierno y negociar mi

    caso con la Cancillería de Chile.

    Finalmente, llegaron a un compromiso: para que los

    Militares me dejaran salir, los finlandeses se comprometieron a

    mantenerme en el territorio de Finlandia por el lapso de sesenta

    días, a la espera del pedido de extradición que la Justicia Militar

    iba a tramitar de inmediato en la Corte Suprema de Justicia.

    El vuelo secreto

    Cuando el viaje ya estaba decidido y todos los trámites listos, el

    Encargado de Negocios no quiso informarme con tiempo de la

    fecha exacta en que mi hijo y yo íbamos a salir de Chile. (Al

    despedirse en el aeropuerto, me dijo que lo había hecho por

    razones de seguridad)

    Me parece inhumano que mi Jefe no les quiera informar la

    fecha del vuelo me dijo una secretaria de la Embajada, el viernes12 de julio. Te informo en secreto: todo está listo y ustedes

    viajarán a Finlandia a mediados de la próxima semana.

    Esta conversación nos permitió, durante aquel fin de semana,

    despedirnos apresuradamente de nuestros parientes más directos.

    El martes 16 de julio al atardecer, un par de horas antes del

    Toque de Queda, el diplomático finlandés nos informó que

    íbamos a salir del país al día siguiente, a primera hora de la

    mañana, y nos entregó veinte dólares americanos a cada uno.

    ¿Para qué es este dinero? le pregunté. Si en el avión

    todo es gratis.

    Para cubrir gastos eventuales.

    ¿Es dinero de tu bolsillo?

    No. Es de rutina. Se les da a todos los exiliados que viajan

    fuera del país.

    En vista de que no le hice más preguntas, agregó:

    Ahora vayan a empacar vuestras pertenencias.

    Todo el equipaje de mi hijo cupo en una pequeña y vieja

    maleta y el mío, en un bolso de mano. Lo más importante, lo que

    no me habían podido quitar los que saquearon mi casa, ni el ladrón

    que se apropió de mi automóvil, ni habían logrado destruir los

    Militares, lo llevaba en mi corazón y en mi cabeza.

    Dos diplomáticos alemanes que regresaban a su país al día

    siguiente, fueron a despedirse del personal de la Embajada de

    Finlandia. Como íbamos a viajar en el mismo vuelo, les pedí que

    me llevaran hasta el avión un sobre con algunos recortes de diarios

    que yo quería sacar del país.

    Otro sobre con documentos personales, donde también iba el

    carnét falso que había utilizado para moverme clandestinamente

    por el país, se lo había entregado al Encargado de Negocios de la Embajada de Finlandia, dado que él me había asegurado que me lo

    iba a enviar a Helsinki por valija diplomática.

    Camino al aeropuerto

    El miércoles 17 de julio de 1974, muy temprano por la mañana, el

    Encargado de Negocios llegó a buscarnos. El día estaba despejado

    y frío, al sol todavía le faltaban unas horas para asomarse por

    arriba de la cordillera de los Andes.

    El diplomático finlandés en persona conducía el automóvil

    de la Embajada. Yo me senté a su lado y mi hijo lo hizo en el

    asiento trasero. Ya en la calle, detrás de nuestro vehículo se ubicó

    un Radiopatrullas de Carabineros.

    Tienen orden de servirnos de escolta me dijo el

    finlandés, respondiendo a mi mirada.

    Nos dirigimos hacia el centro de Santiago, mientras la ciudad

    recién comenzaba a despertar. Escasos vehículos circulaban a

    aquella temprana hora y las luces verdes de los semáforos nos iban

    dando la pasada sincronizadamente.

    Avanzando por la Avenida Providencia, rápidamente

    dejamos atrás varias cuadras de edificios con los negocios

    cerrados, hasta llegar al desolado Parque Gran Bretaña, cuyos

    árboles se veían desnudos, deshojados por el invierno.

    Arribamos a la rotonda de la Plaza Italia con exceso de

    velocidad, por lo que el diplomático debió frenar bruscamente

    frente al último semáforo.

    Mientras esperábamos el cambio de luces, para entrar a la

    Alameda Bernardo O'Higgins, vi las patrullas de Carabineros con cascos de acero y fusiles automáticos, montando guardia en las

    esquinas.

    Frente al edificio Gabriela Mistral, al que los Militares le

    habían cambiado el nombre para transformarlo en la Sede de su

    Gobierno, las patrullas de Carabineros fuertemente armados nos

    obligaron a pasar por la calzada contraria. El carril sur de la

    Alameda estaba protegido con obstáculos de concreto.

    Sobre el frontis de la Universidad Católica, Cristo abría sus

    brazos con desaliento, contemplando la ciudad recién salvada por

    los Defensores de la Patria. En el interior de aquella casa de

    estudios, el Rector-Delegado de la Junta Militar llevaba adelante

    urgentes reformas patrióticas cerrando Facultades, clausurando

    Escuelas, destituyendo Profesores y expulsando Alumnos.

    Unas pocas cuadras más al poniente, el Coronel que había

    sustituido a don Edgardo, el rector demócrata cristiano, hacía otro

    tanto en la Universidad de Chile.

    Atrás dejamos el Cerro Santa Lucía, inaccesible entonces a

    las parejas de enamorados; el Museo de Historia; la Biblioteca

    Nacional; la Iglesia de San Francisco, y la pecadora calle San

    Antonio.

    El tramo siguiente de la Alameda estaba poblado por mis

    recuerdos: la pérgola de las flores, los bulliciosos tranvías con

    acoplados, las destartaladas góndolas con cobradores, los desfiles

    multitudinarios y las banderas. También seguían allí los ecos de los

    disparos de fusil y los gases lacrimógenos conque nos reprimían

    los Carabineros, cumpliendo las órdenes de los gobiernos

    democráticos antecesores de Allende.

    Emergiendo de la niebla de la memoria pasamos frente al

    Palacio de La Moneda, donde el Presidente Salvador Allende había

    muerto en defensa de la Democracia. Desde allí, la Alameda se estrechaba. El automóvil debió

    pasar muy cerca de los tabiques de madera que separaban la

    calzada de las obras de construcción del metro. A la Estación

    Central llegamos a escasa velocidad, a causa de que había

    aumentado el número de vehículos en circulación.

    El Encargado de Negocios condujo su vehículo por la

    Avenida Ecuador y algunas cuadras más adelante salimos al

    camino que nos llevaría al Aeropuerto de Pudahuel.

    Cuando nos acercábamos a nuestro destino recordé a los

    Carabineros y miré hacia atrás. Ahí estaban. Al parecer, habían

    hecho todo el trayecto pegados a nosotros.

    La partida

    En el Aeropuerto nos estaba esperando un funcionario del CIME

    quien me entregó un formulario hecho a mimeógrafo, de tamaño

    oficio, en el que nuestros nombres estaban escritos a máquina. En

    aquel Documento se especificaba que viajábamos a Helsinki, vía

    Ámsterdam, autorizados por la oficina central del CIME en

    Ginebra. Este modesto papel, sin fotografías ni huellas dactilares,

    fue nuestro pasaporte al exilio.

    Dentro del Aeropuerto, el Encargado de Negocios se

    mantuvo en todo momento a nuestro lado, interviniendo cada vez

    que los funcionarios de la Policía Internacional nos requerían algún

    detalle. Debido a que los policías le dijeron que no iba a poder ir

    hasta la escalinata del avión, como eran sus deseos, nos

    despedimos antes de subir al bus que nos llevaría hasta el aparato. A este sensible diplomático finlandés, junto a la larga cadena

    de personas que nos ayudaron durante aquellos once meses en la

    clandestinidad, le quedamos debiendo nuestras vidas, lo único que

    pudimos salvar del desastre.

    Además del chofer, en el bus que nos llevaba hasta el avión

    íbamos sólo el representante del CIME, mi hijo y yo. Al pié de

    la escalerilla de la nave aérea, aquel funcionario nos dió la mano,

    deseándonos buen viaje. En ese instante, los primeros rayos del sol

    le dieron sobre los ojos. Ví que le brillaban en forma extraña.

    Tardíamente, cuando ya estaba arriba a punto de entrar al avión,

    me dí cuenta de que el hombre estaba emocionado. De haberme

    dado cuenta a tiempo, le habría dado un abrazo.

    Yo no estaba triste, porque la salida del país me estaba dando

    la oportunidad de salvar a mi hijo y esperaba que, más adelante,

    también al resto de mi familia. Tal como le había comunicado a

    Exequiel, mis intenciones eran regresar lo más pronto posible.

    Nos habían corrido el límite

    Cuando el avión fue a colocarse en el cabezal sur de la pista, la

    loza del aeropuerto ya estaba iluminada por el sol.

    En la azotea del edificio del terminal aéreo, un pequeño

    grupo de personas, que no tenía nada que ver con mi hijo y yo, nos

    hacía señas de despedida con sus pañuelos.

    Con sus motores acelerados a fondo, el avión corrió por la

    loza hasta comenzar a elevarse. Siempre en ascenso describió un

    gran círculo hasta enfrentarse con la cordillera de los Andes. Las cumbres de las montañas estaban cubiertas de nieve y se

    sucedían unas a otras hasta donde alcanzaba la vista.

    Luego de unos minutos, que a mí me parecieron muy pocos,

    por los altavoces del avión informaron que estábamos cruzando el

    límite con Argentina. En aquel momento, una sensación extraña

    me apretó la garganta.

    A través de la ventanilla del avión, al ver la enorme

    extensión de cordillera que nos faltaba por sobrevolar, tuve la

    impresión de que los argentinos nos habían corrido el límite.

    Después de haber traspasado la frontera, el diplomático

    alemán vino a entregarme el sobre con los documentos que yo le

    había encargado. Cortésmente nos preguntó si necesitábamos algo

    y como nosotros le dijimos que no precisábamos nada, se fue y no

    lo volvimos a ver nunca más.

    En el Aeropuerto de Buenos Aires, mi hijo y yo bajamos del

    avión y fuimos hasta la pequeña sala para los pasajeros en tránsito.

    Cuando al recinto entraron unos hombres de aspecto patibulario,

    recordé las advertencias de la azafata y regresamos al avión de

    inmediato.

    La siguiente escala fue en Río de Janeiro.

    Haciendo uso de parte de los dólares que me habían dado en

    la Embajada de Finlandia, en aquel Aeropuerto me serví una tacita

    de café exprés, mientras esperábamos el reembarque. Allí nos

    habían obligado a abandonar el avión para reabastecerlo de

    combustible. Cumplida esta tarea, el avión alzó el vuelo para

    iniciar el cruce del Océano Atlántico.

    Las princesas africanas.

    A media noche aterrizamos en Monrovia, Capital de la República

    de Liberia, en plena África Ecuatorial.

    En tanto se detuvieron los motores, se cortó la ventilación,

    bajó la tripulación del avión y las puertas se quedaron o las dejaron

    abiertas. En unos momentos, la cabina se llenó del caluroso y

    sofocante aire tropical. Segundos después, los pasajeros estábamos

    empapados en sudor.

    Se hizo un largo silencio. Tan largo, que yo llegué a pensar

    que habíamos quedado olvidados en medio de la selva. Cuando ya

    esperaba ver aparecer a Tarzán con la mona Chita, subieron al

    avión unas bellas jóvenes, elegantemente vestidas de pies a cabeza

    con túnicas doradas, bordadas de rojo y negro, y turbantes.

    Pensé que eran princesas africanas que subían como

    pasajeras. Las muchachas fueron hasta el fondo del pasillo, sin

    reparar en nosotros. Yo esperaba ver que detrás de ellas subiría un

    sultán, el señor del harem, pero ningún hombre las seguía.

    Entonces se me ocurrió pensar que eran artistas que habían venido

    a cantar para entretenernos.

    Finalmente, las hermosas muchachas comenzaron a sacar los

    tarros de bebidas vacíos de las rejillas de los respaldos de los

    asientos y los restos de papeles de los pequeños basureros. Las

    princesas africanas ejecutaban su trabajo profesionalmente y con

    dignidad, moviendo con mucha gracia sus finas y artísticas manos.

    No he vuelto a ver princesas aseando un avión a la medianoche.

    En el aeropuerto de Monrovia estuvimos detenidos durante

    mucho tiempo. Tanto, que yo empecé a temer que los miembros de

    la tripulación habían sido capturados por alguna tribu salvaje.

    Cuando el calor estaba a punto de sofocarnos, regresaron los

    pilotos. Los motores se encendieron con estrépito y las azafatas originales recorrieron el pasillo revisando nuestros cinturones de

    seguridad.

    Rugiendo como una multitud de leones, el avión escapó de la

    ardiente loza monroviana hacia las estrellas.

    Recién a los diez mil metros de altura volvimos a respirar

    aire fresco.

    El caso único

    El vuelo transcurrió sin que ocurriera nada de interés hasta que

    aterrizamos en Ámsterdam. Después de un par de horas de espera

    en aquel aeropuerto, abordamos un avión de menor tamaño que

    nos llevó a Helsinki, la Capital de Finlandia.

    En el aeropuerto de esta ciudad, una funcionaria del

    Gobierno nos dió la bienvenida con un ramo de flores. También

    nos estaba esperando un dirigente comunista chileno que yo había

    conocido en Chile.

    Durante el viaje a la ciudad, al parecer sin poder encontrar

    las palabras adecuadas debido a su gran aflicción, este compañero

    me dijo:

    Aquí en Finlandia, el Partido Comunista está dividido.

    Yo, que conocía el significado que para los comunistas

    chilenos tenía la unidad del Partido, exclamé sorprendido:

    No me digas!

    Tal vez para minimizar aquel pecado mortal de los

    comunistas finlandeses, el camarada agregó:

    Es un caso único en todo el mundo! Respetando la tradición

    En su edición del 27 de noviembre de 1974, en la columna

    Noticias de Policía, el Diario El Mercurio de Santiago de

    Chile, publicó:

    INFORME SOBRE EXTREMISTA

    El Ministro de Relaciones Exteriores comunicó ayer a la Corte Suprema

    de Justicia que el ciudadano chileno Carlos Bongcam Wyss, quien está

    siendo procesado por infracción a la Ley de Control de Armas, no se

    encuentra como se creía en un principio asilado en Finlandia.

    La Corte Suprema había aprobado hace tiempo una petición de

    extradición en contra de Bongcam, solicitada por el Cuarto Juzgado

    Militar de Valdivia.

    En el Comunicado se dice que Bongcam habría abandonado

    territorio finlandés en fecha reciente desconociéndose el país al cual

    se dirigió posteriormente.

    El Gobierno finlandés había cumplido estrictamente el

    acuerdo suscrito con la Junta Militar, de mantenerme dos meses en

    su territorio a la espera del pedido de extradición que se tramitaba

    en la Corte Suprema de Justicia de Chile.

    El día en que se cumplieron los sesenta días, fui informado

    por las autoridades finlandesas de que no se había recibido ningún

    pedido de extradición de parte de la Junta Militar.

    El 19 de septiembre de 1974, Erik y yo abordamos un barco

    que nos condujo a Estocolmo. Desde allí, según se había acordado

    en Chile, saldríamos rumbo a Cuba.

    Las Fuerzas Armadas chilenas dieron un Golpe de Estado

    para restaurar la chilenidad quebrantada. Respetando la tradición más difundida de la chilenidad, la impuntualidad, en mi caso los

    Militares llegaron tarde.

    En los primeros días de diciembre de 1974 arribó a Suecia mi

    mujer con nuestros tres hijos menores. Reunida la familia,

    comenzó el exilio e iniciamos una nueva vida.

    BIBLIOGRAFíA:

    Allende Bussi, Beatriz y Castro Ruz, Fidel, El más alto ejemplo de

    heroísmo, Editorial de Ciencias Sociales, Instituto Cubano del Libro,

    La Habana, Cuba, 1973.

    Arroyo, Gonzalo, Golpe de Estado en Chile, Ediciones Sígueme,

    Salamanca, España, 1974.

    Bongcam Wyss, Carlos, Consejo de Guerra, Círculo de Estudios

    Latinoamericanos, Estocolmo, Suecia, 1985.

    Bongcam Wyss, Carlos, Sindicalismo Chileno, Hechos y

    Documentos, 1973-1983, Círculo de Estudios Latinoamericanos,

    Estocolmo, Suecia, 1984.

    Comisión Internacional de Investigación de los Crímenes de la Junta Militar

    en Chile, Denuncia y Testimonio, Ciudad de México, México,

    1975.

    Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, Informe, 3 Fascículos,

    Editorial Empresa Periodística La Nación, Santiago, Chile, Marzo

    1991.

    Galina, Lada, El sueño no fue ametrallado, Editorial Sofía-Press,

    Sofía, Bulgaria, 1976.nJunta Militar de Gobierno, 100 Primeros Decretos Leyes, Editorial

    Jurídica de Chile, Santiago, Chile, 1977.

    Pinochet, Augusto, El Día Decisivo, Editorial Andrés Bello, Santiago,

    Chile, 1980.

    Prats González, Carlos, Testimonio de un soldado, Editorial Pehuén,

    Santiago, Chile, 1985.

    Rivas Sánchez, Fernando y Reimann Weigert, Elisabeth, Las Fuerzas

    Armadas de Chile: un caso de penetración imperialista,

    Ediciones 75, Ciudad de México, México, 1976.

    Smirnow, Gabriel, La revolución desarmada (Chile 1970-1973),

    Editorial Era, Ciudad de México, México, 1977.

    Touraine, Alain, "Vida y muerte del Chile popular, Editorial Siglo

    XXI, Ciudad de México, México, 1974.

    Verdugo, Patricia, Los zarpazos del puma, Ediciones Chile América

    CESOC, Santiago, Chile, 1989.

    EL AUTOR:

    CARLOS BONGCAM WYSS, nacido en Pitrufquén en 1934

    Egresado de la Escuela de Ciencias Políticas y Administrativas de la

    Universidad de Chile, en 1962.

    Títulos profesionales:

    1) Administrador Público

    con Mención en Administración Pública General.

    2) Administrador Público

    con mención en Administración Financiera del Estado.

    Profesor de Administración en la Universidad de Chile,

    Sede Osorno, 1965-1973. Miembro del Consejo Directivo de la Sede Osorno

    de la Universidad de Chile, 1965-1973.

    Miembro del Consejo Normativo Superior

    de la Universidad de Chile, 1972-1973.

    Director del Círculo de Estudios Latinoamericanos,

    Suecia, 1978-1996.

    Director de las revistas "Suplemento América Latina" y

    "Educación y Cultura Latinoamericana", 1978-1995.

    Escritor, miembro de la Asociación de Escritores de Suecia.

    Periodista, miembro de la Unión de Periodistas de Suecia.

    OBRAS PUBLICADAS:

    Consejo de Guerra, edición en sueco, Suecia, Rabén & Sjgren,

    1978. Edición en español, Suecia, 1985.

    "LA EJECUCIóN", radioteatro en sueco, Radio Suecia, Estocolmo, 1979.

    "LATINOAMÉRICA AL ALCANCE DE TODOS", primera edición,

    Suecia, 1980. Segunda edición, Suecia, 1983.

    "LATINOAMÉRICA PARA NIÑOS", primera edición, Suecia, 1981.

    Segunda edición, Suecia, 1985.

    "APRENDIENDO A LEER LATINOAMÉRICA", Suecia, 1982.

    "SINDICALISMO CHILENO: HECHOS Y DOCUMENTOS, 1973-1983",

    Suecia, 1984.

    "LOS NIÑOS Y LAS DROGAS", Suecia, 1985.

    "LATINOAMÉRICA, 500 AÑOS", Tomo I, HISTORIA, Suecia, 1988.

    "LATINOAMÉRICA, 500 AÑOS", Tomo II, ECONOMíA, Suecia, 1990.


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