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Las causas de la Primera Guerra Mundial

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    Causas de la Primera Gran Guerra

    Varios fueron los motivos que produjeron la contienda mal llamada "Primera Guerra Mundial". El antagonismo entre Francia y Alemania, que consideraban necesaria la guerra para asegurar una verdadera paz, sobre todo Francia, que ansiaba tomar el desquite por las humillaciones sufridas en 1870; la rivalidad de Gran Bretaña y Alemania por l a supremacía de los mares, y la ambición de las grandes potencias de predominar en la Mesopotamia (actualmente Irak), en el Golfo Pérsico, en Asia Menor, en el Norte y Centro de África, en los Dardanelos y en los Balcanes.

    Por el Congreso de Berlín de 1878 se había adjudicado a Austria la administración de las provincias de Bosnia y Herzegovina, cuyo objeto se dice fue poner una valla al avance de Rusia, y contener así la influencia del eslavismo en los Balcanes. Pero Austria se las anexó a ambas en 1908, por razones geopolíticas, ya que tenía que asegurarse una salida permanente al Mar Egeo.

    Las naciones de Europa, entonces, estaban divididas en dos campos: las naciones de la Triple Alianza y las del Triple Acuerdo (o triple Entènte). El ambiente político a principios de 1914 presentaba un aspecto de tranquilidad.

    Sin embargo, el Coronel Hause, enviado del Ejército de los EEUU para el estudio de la situación europea, informó al Presidente Wilson que este continente marchaba "... a grandes pasos hacia un cataclismo: un desastre terrible...".

    El archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austro-húngaro, se había dirigido a visitar las mencionadas provincias de Bosnia y Herzegovina. El odio de las naciones yugoslavas contra el que consideraban un usurpador, motivó un complot terrorista contra ese príncipe, quién al llegar a Sarajevo, fue asesinado -el 28 de junio- junto con su esposa, por un judío anarquista, oriundo de Bosnia, pero ciudadano austríaco.

    Esta noticia produjo el natural estupor y conmoción en Europa. El gobierno austríaco, inspirado por el conde Berchtold, decidió obrar con una precipitación y dureza inexcusables. El asesino, Princip, declaró que no tenía cómplices, pero de una investigación realizada por un funcionario austríaco, enviado al efecto, resultó que eran también culpables varios funcionarios servios, un comandante de igual nacionalidad y un empleado ferroviario bosnio.

    El Emperador de Austria, Francisco José, trató de pulsar la opinión del Emperador de Alemania, Guillermo II, manifestándole que el atentado era consecuencia directa de la agitación promovida por los yugoslavistas, y le aseguraba que sólo se podría afianzar la paz en los Balcanes, excluyendo a Servia como factor de importancia, pues no era posible dejar impune un movimiento, cuyo foco de actividad criminal radicaba en Belgrado; a lo que contestó el gobierno de Berlín, que permanecería fiel al lado del gobierno de Austria, en el caso de una intromisión de Rusia a favor de Servia, pero que Austria debía decidir por sí sola ese asunto.

    Austria impuso a Servia unas exigencias de satisfacción inaceptables. En efecto, le dirigió un ultimátum que comenzaba por exigir del rey de los servios una declaración escrita, reprobando toda agitación yugoslava, la cual debía publicarse inmediatamente en el diario oficial del gobierno; además, la supresión de toda propaganda en aquel sentido, que se hacía por la prensa y las sociedades nacionalistas; disolución de la Narodna Udbrana -sociedad cultural que aún existe-; destitución de todos los oficiales y empleados comprometidos (cuyos nombres se le indicarían); investigación del atentado por medio de funcionarios austríacos, y otras imposiciones por el estilo, todo lo cual debía ser aceptado en 48 horas.

    A las potencias les pareció la nota demasiado fuerte, por todo concepto, y cuando, algunos días después, se le hizo presente al Ministro Berchtold el peligro que entrañaba su ultimátum, aquél contestó que no era un ultimátum, sino una movilización diferida.

    La noticia de las condiciones impuestas halló a casi todos los Jefes de Estado fuera de sus países y decidió sus apresurados retornos. El efecto que produjo en Servia fue tremendo. El rey Pedro I se hallaba ausente y había declinado el mando en su hijo, el príncipe heredero Alejandro, quien fuera aconsejado por el jefe del gobierno, Paschitsch, a los fines de que se dirigiera al Zar, apelando a su corazón eslavo.

    Entretanto, algunas potencias insinuaban a Servia que aceptara las condiciones en todo lo que fuera posible, y Francia, en ausencia de Poincaré, proponía que se tratara de ganar tiempo y se invocase a Europa como árbitro de la situación. Paschitsch decidió aceptar las condiciones en su casi totalidad, excepto en lo de perseguir a los culpables sin previas pruebas concretas y admitir la intervención de órganos austríacos en los procesos del atentado; pero, al mismo tiempo, contando con la amistad de Rusia, ordenó la movilización del ejército en todo el país.

    El embajador austríaco en Belgrado, al leer la contestación al ultimátum y las ligeras objeciones del gobierno servio, entregó la respuesta de su gobierno, pidió su pasaporte y en poco más de media hora se puso en viaje.

    La guerra entre Austria y Servia había quedado virtualmente declarada. La paz del mundo había dejado de existir.

    Rusia, que no se consideraba preparada todavía para una guerra, pensó al principio que habiendo dado Servia una reparación moral a Viena, bastaría con disponer una movilización parcial. Además, consultado el embajador de Inglaterra sobre las intenciones de su gobierno, expresó que la opinión pública de su país estaba muy lejos de comprender lo que el interés general ruso estimaba tan importante, y que al no tener -el gobierno británico- un interés inmediato en Servia, no aprobaría una guerra emprendida con motivo de esa nación. No obstante el zar, hombre débil, místico e indeciso, impresionado por las perspectivas que le ofrecía la clase militar, encabezada por su tío, el gran duque Nicolás -acicateado por el desagravio que para el honor de Rusia significaría una guerra contra Austria- vendría a vengar la acción del conde Aehrenthal, en 1908, al sustraer a la administración rusa las provincias eslavas de Bosnia y Herzegovina, y seducido por la esperanza de redimir, bélicamente, el esplendor y poderío del trono, malparamos después de la guerra con Japón, decidió autorizar la movilización de trece cuerpos del ejército contra Austria-Hungría, condicionándola al ataque de ésta a Servia y dejando librada la fijación de la fecha al Ministro de Relaciones Exteriores Sazonoff.

    El 27 de julio, al llegar a Viena la noticia -nunca confirmada- de que las tropas servias habían hecho fuego contra las austríacas desde un barco en el Danubio, el emperador se decidió a iniciar la guerra contra Servia, por considerar rotas las hostilidades entre ambos países, y el 31 firmó la orden de movilización general y el avance de sus tropas sobre el territorio servio.

    El mismo día se declaró en Berlín el "estado de peligro de guerra" y Guillermo II, al tener conocimiento de que Inglaterra no permanecería neutral si Alemania y Francia entraban en lucha, dirigió un telegrama al Zar, prometiéndole que no intervendría si Rusia anulaba o reducía la movilización general; y encargó a su embajador en San Petersburgo que fijara el plazo de doce horas para la contestación. Pero el militarismo ruso temió más el desorden técnico de una movilización frustrada, que el horror de una guerra, y así los acontecimientos siguieron su curso. Terminado el plan sin recibir contestación, Alemania declaró la guerra a Rusia.

    El Presidente Poincaré, al tener noticias del ultimátum de Austria a Servia, aceleró su regreso a Francia, previendo las posibles complicaciones internacionales que podrían sobrevenir a causa de la irreductible situación planteada. Pertenecía Poincaré al grupo de dirigentes franceses que albergaba en su corazón el deseo del desquite de la guerra de 1870, y él con mayor razón, por haber nacido en Lorena, una de las dos provincias perdidas por Francia en aquella ocasión. Fácil es presumir su estado de ánimo con respecto a Alemania, ligada a Austria por el Tratado de la Triple Alianza. Su actitud en caso de guerra, no podía ser dudosa, lo exigía el honor a su país.

    Cuando se conoció en París ese ultimátum, todos creyeron que Alemania era la inductora de Austria. Los títulos de renta bajaron más que nunca desde la guerra franco-prusiana, y se hablaba de cerrar la Bolsa; para los franceses era evidente que Alemania provocaba la guerra. Sin embargo, Francia se manifestaba dispuesta, por el alto interés de la paz, a demorar temporariamente la movilización, sin que ello le impidiera seguir preparándose, aunque sólo sobre la base del transporte de pequeños núcleos de tropas; pero el 2 de agosto, el embajador alemán en París entregó al Ministro Viviani, una nota del gobierno de Berlín en la que declaraba la guerra a Francia, en vista de que este país había iniciado de hecho las hostilidades, al bombardear -desde aeroplanos- la vía férrea desde Nuremberg.

    La situación de Inglaterra era, en aquellos momentos, singular. Su tranquilidad habitual se hallaba perturbada. Irlanda habíase sublevado y, dentro de la isla, protestantes de las provincias del Norte y católicos del Sur, se levantaban en armas en sí. Los primeros, el Ulster, mantenían su unión con Inglaterra, en tanto que los segundos, el Estado Libre, pedía la autonomía para Irlanda. Por otra parte, un campamento de adiestramiento de tropas mercenarias se había alzado contra el Ministro de Guerra de Londres, y varios altos funcionarios militares se negaron a obedecer al gobierno, por considerarlo débil con relación a los sucesos de Irlanda. No era fácil, pues, que el pueblo inglés se preocupara mayormente por los conflictos de Servia. Entre los gabinetes más importantes del mundo, era el británico el que menos deseaba la guerra, y el que la resistió por más tiempo, y el que quizá podría haberla impedido si hubieran predominado las sugerencias del ministro Eduardo Grey.

    Pero cuando el gobierno inglés tuvo noticias de la posibilidad de invasión alemana en Bélgica y advirtió que la escuadra francesa estaba en el Mediterráneo, hizo saber a este país que, en caso de ataque contra sus costas indefensas, podría contar con su ayuda. En cuanto a Bélgica, consideró que si ésta perdía su independencia, desaparecería también la de Holanda y peligrarían los intereses británicos, además de que el honor inglés estaba comprometido en apoyar a este país tanto como en 1870, cuando Gladstone se opuso a su invasión por parte de Napoleón III. En consecuencia, Inglaterra declaró la guerra a Alemania el 4 de agosto, y el 13 Austria se la declaró a Gran Bretaña, en cumplimiento de su alianza con Alemania.

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