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Derecho Procesal Penal - Editado de Julio B. Maier

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erecho Procesal Penal - Editado de Julio B. Maier

Agregado: 31 de ENERO de 2005 (Por Marcelo) | Palabras: 8893 | Votar |
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Material educativo de Alipso relacionado con Derecho Procesal Penal Editado Julio Maier
  • Proceso penal: falta de merito.:
  • Penal: querella por calumnia e injurias.:
  • El derecho administrativo.: Estado, concepto, relacion con otras ramas del derecho, clasificacion de las leyes, orden de prelacion de las leyes, fuentes de derecho administrativo, administracion publica, servicio publico, etc.

  • Enlaces externos relacionados con Derecho Procesal Penal Editado Julio Maier


    Publicado por Marcelo dalhoffmarcelo@gmail.com

    Derecho Procesal Penal - Tomo I

    Fundamentos - Julio B. Maier

     

    El Poder Penal del Estado: Límites y Organización.

    Parece razonable distinguir, en la evolución de la organización social, tres períodos fundamentales:

    1) La sociedad primitiva formada sobre la base de "grupos parentales" (tribu), que desconocía la existencia de un poder político central;

    2) la sociedad culturalmente evolucionada, que organiza definitivamente un poder político central, el Estado; y

    3) la sociedad moderna, que además de reconocer las ventajas de la organización estatal para la vida del hombre en sociedad, al establecer cierto orden para las relaciones de los individuos que la componen, advierte las desventajas que ese orden establecido por unos puede traer aparejado para otros y procura que los conflictos sociales, a todo nivel, se decidan conforme a acuerdos y formas racionales que protejan a todos los interesados.

    En la primera forma social, el poder penal pertenece, en principio, como en el Derecho germano antiguo, al ofendido y su tribu.

    A partir del siglo XIII comienza a consolidarse la instancia política central, con la creación de los estados nacionales, que, en el tema específico de la realización del poder penal, provocan el nacimiento de la Inquisición.

    La época actual, desde el siglo XVIII, corresponde a la tercera forma social, en la cual se procura definir el orden comunitario a través de compromisos políticos, con participación de quienes deben observarlo y resguardar formalmente el poder transferido para realizar el orden establecido; su producto, en materia penal, es la reforma de la Inquisición.

    Interesa reconocer que, en un determinado momento del desarrollo social, el poder penal se transfiere del individuo o su grupo parental inmediato a una instancia política central, al Estado. A la venganza privada del ofendido o su tribu, traducida en una acción física contra el agresor, le sucede lo que modernamente se conoce como acción procesal o, en nuestra materia, persecución penal, ejercida en un primer momento por el ofendido. -o sus parientes inmediatos, de quienes dependía-(acción privada) o el ciudadano (acción popular), y, tiempo después, por el Estado, que expropió ese poder de manos del individuo y monopolizó el poder penal. Esta transferencia del poder penal, con representar un modo más civilizado para decidir los conflictos, al evitar la venganza privada, porta en sí misma el planteo de un problema grave: el poder penal, tanto en su definición, como en su ejercicio práctico representa, en manos del Estado, el medio más poderoso para el control social.

    Vienen de antaño las limitaciones al poder penal, pues toda regla jurídica acerca de una potestad, por elemental que ella sea, cumple la función básica de ceñirla.

    Con la creación del Estado de Derecho, se declara una serie de derechos y garantías que intentan proteger a los individuos, miembros de una comunidad determinada contra la utilización arbitraria del poder penal del Estado; ellos conforman la base política de orientación para la regulación del Derecho penal del Estado, el marco político dentro del cual son válidas las decisiones que expresa acerca de su poder penal, sean ellas generales o referidas a un caso concreto.

    El Derecho procesal penal es, desde un punto de vista, Derecho constitucional reformulado o, utilizando palabras de la misma Constitución, la ley procesal es ley reglamentaria de los principios, derechos y garantías reconocidos por la suprema y, por ende, no puede alterarlos (CN. 28). Se puede comprender así como los derechos y garantías, especialmente éstas, por tratarse ahora del ejercicio del poder penal del Estado, aparecen aquí en forma de orientaciones o principios que informan todo el contenido de las leyes procesales penales y rigen, además, su interpretación.

    Se advierte también con razón que estos principios limitativos del poder penal del Estado sólo aparecen con ese significado general en la Edad Moderna, a partir de las ideas que triunfaron en el siglo XVIII, esto es, con el nacimiento del constitucionalismo.

    Los principios constitucionales, se traducen en valores que alcanzan la cúspide de nuestro orden jurídico, cuyo centro es el individuo que se coloca bajo la vigencia del orden jurídico nacional, valores que, por tanto, aparecen como superiores en rango a la misma potestad penal del Estado y, en nuestra materia, específicamente, a la misma facultad de realización (persecución penal) del Derecho penal material y a su eficacia.

    En lo que respecta al Derecho procesal penal, siguiendo cierta tradición, distinguiremos para su mejor estudio, los principios directamente relativos al procedimiento, regularmente designados como garantías del imputado (garantías de seguridad individual), de aquellos que aún cuando sirven a la seguridad individual, están referidos a la organización judicial. Nos abocaremos, primeramente:

    a) al análisis de la exigencia del juicio previo (nulla poena sine iuditio);

    b) de la necesidad de tratar como inocente al imputado durante ese juicio, y de que en él se le otorgue plena libertad de defensa;

    c) al estudio de la prohibición de la persecución penal múltiple (ne bis in idem);

    d) el desarrollo de las formas esenciales del enjuiciamiento (publicidad y oralidad),

    e) y a los límites referidos a los métodos para averiguar la verdad, a la incoercibilidad del imputado como órgano de prueba y el ámbito de reserva que le pertenece (inviolabilidad de domicilio y epistolar)

    f) y, por fin, consideraremos la exigencia de que la condena que habilita una consecuencia jurídico-penal, se someta a la prueba de la "doble conforme", si así lo exige el condenado.

    Junto a estos principios, típicos del Derecho procesal penal en sentido estricto (esto es, del procedimiento o de las formas para la realización del Derecho Penal), deben ser ubicadas también las reglas de orientación fundamentales relativas a la organización judicial; entre ellas:

    1) Imparcialidad de quienes cumplen la tarea de juzgar frente al caso y, para lograr este atributo, independencia de sus juicios (decisiones) de los órganos de administración de justicia frente a todos los poderes del Estado, comprendidos aquí los principios tradicionales del juez natural y la integración del tribunal penal por jurados; como modos genéricos de evitar la influencia del poder estatal en la administración de su propio poder penal.

    2) Organización judicial que admita la falibilidad de esos juicios (del veredicto y la sentencia), determine e integre el tribunal ante el cual el condenado pueda ejercitar su derecho de provocar la prueba de la "doble conforme"(instancia recursiva para el condenado)

    3) Federalización de la administración de justicia y, por ende de la organización judicial nacional observada como un todo, conforme a nuestra forma característica de organización política como Estado Nacional.

     

    JUICIO PREVIO (nulla poena sine iuditio)

    La sentencia judicial de condena como fundamento de la actuación del poder penal material del Estado (la pena)

    El art.18 de nuestra C.N., comienza "Nadie puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso".

    La exigencia del juicio previo, impone la necesidad de la existencia de una sentencia de condena firme para poder aplicar una pena a alguien. (esto no importa afirmar que la sentencia penal condenatoria sea constitutiva; ella solo verifica y declara los elementos -positivos y negativos-que la ley penal exige para la imposición de una pena)

    Juicio y sentencia son aquí sinónimos, en tanto la sentencia de condena es el juicio del tribunal que, al declarar la culpabilidad del imputado, determina la aplicación de la pena. Ello emerge del propio texto constitucional, cuando exige que ese juicio esté "fundado en ley anterior al hecho del proceso" (CN.18). De manera evidente, solo un juicio, en tanto conclusión lógica de un razonamiento fundado en premisas, representado por el acto que técnicamente llamamos sentencia, puede estar fundado en algo, para el caso la ley penal previa al hecho que se juzga (principio de legalidad en materia penal), una de sus premisas.

    El juicio fundante de la decisión de aplicar una pena a alguien es tarea que le corresponde al poder judicial, dentro del esquema de división de los poderes soberanos de un Estado, según el sistema republicano de gobierno, aspecto que se analizará con detenimiento al tratar el principio del juez natural. El presidente de la República no puede(ni tampoco autoridad administrativa alguna que del él dependa) "condenar por sí, ni aplicar penas" (CN.23), ni "ejercer funciones judiciales, conocer las causas pendientes o restablecer las ya fenecidas"(CN.109).

    Existe, en nuestra doctrina jurídica y en nuestra jurisprudencia, la tendencia definida a afirmar categóricamente que la sentencia penal (en realidad: toda sentencia judicial) debe ser fundada para ser válida, y, más aún que ello deriva de la interpretación sistemática del texto de la Const.Nacional, en especial de la garantía del juicio previo fundado en ley anterior al hecho imputado (CN.18) o de la que dispone la inviolabilidad de la defensa del imputado (CN.18), y como exigencia de la forma republicana de gobierno (CN.1). En ese sentido, se entiende por fundar la sentencia, o por motivarla, como también se enuncia esa exigencia para su validez, no tan solo la expresión de las premisas del juicio, las circunstancias de hecho verificadas y las reglas jurídicas aplicables, como alguna vez se ha entendido en sentido muy estricto, sino, antes bien, la exposición de las razones de hecho y de Derecho que justifican la decisión. Esto es, en lenguaje vulgar, la exteriorización del por qué de las conclusiones de hecho y de Derecho que el tribunal afirma para arribar a la solución del caso: se reconoce que una sentencia está fundada, al menos en lo que hace a la reconstrucción histórica de los hechos, cuando menciona los elementos de prueba a través de los cuales arriba racionalmente a una determinada conclusión fáctica, esos elementos han sido válidamente incorporados al proceso y son aptos para ser valorados (legitimidad de la valoración), y exterioriza la valoración probatoria, esto es, contiene la explicación del por qué de la conclusión, siguiendo las leyes del pensamiento humano (principios lógicos de igualdad, contradicción, tercero excluido y razón suficiente), de la experiencia y de la psicología común. (Estas son reglas propias del sistema de libre convicción o sana crítica en la valoración de la prueba: cuando se sigue el sistema de pruebas legales o existe alguna regla de prueba legal, la exigencia y su control, son puramente jurídicos: consisten en determinar si las afirmaciones fácticas de la decisión derivan de la correcta aplicación de las reglas que la ley prevé).

    Nuestra Constitución Nacional no presta apoyo a aquellos que pretenden que la reconstrucción de hechos integrante de la sentencia penal, esto es, la premisa fáctica del juicio previo fundante de la aplicación de la pena, deba ser motivada en el sentido indicado. No solo no existe en el texto constitucional ninguna oración de la que se pueda desprender esa exigencia, sino que por el contrario, la ley fundamental ha estimado consustancial a nuestra forma republicana de gobierno el juicio por jurados. El jurado clásico, como modelo de tribunal de juicio, representa la inexistencia de toda expresión de motivos que apoye el veredicto en el cual concluye, pues tanto históricamente como en el Derecho comparado, esos tribunales valoran la prueba por el sistema de íntima convicción, sin necesidad de exteriorizar las razones por las cuales arriban a una determinada conclusión aprobatoria o desaprobatoria del comportamiento imputado. De allí emerge que nuestra misma Corte Suprema, haya debido contrariar sus afirmaciones genéricas acerca de la invalidez de las sentencias infundadas, base de su doctrina sobre la arbitrariedad, que habilita el recurso extraordinario ante ella, en el único caso legislativo que supone el juicio por jurados.

    Por lo demás, es hipócrita sostener que la exigencia de motivar los fallos penales, explicando la valoración de la prueba por la que se arriba a determinada conclusión fáctica, constituye una garantía individual, integrante del juicio previo. Si ello fuera así no debería proceder la anulación de sentencias favorables al imputado por este motivo, cuando por ejemplo, la sentencia considera que el hecho no existe, el imputado no ha participado en él o, por alguna circunstancia, afirma una justificante, rechaza la culpabilidad o la misma punibilidad. Y, sin embargo, la exigencia es utilizada de ordinario por nuestra misma Corte constitucional para casar sentencias favorables al imputado (o sin recurso defensivo), por supuesto con total prescindencia de lo que dispone la ley procesal aplicada, pues ella no es objeto de interpretación y aplicación por esa Corte, salvo su rechazo porque se opone a una garantía constitucional (que pertenece solo al imputado).

     Las argumentaciones anteriores solo pretenden destruir la afirmación categórica acerca de que las conclusiones fácticas enunciadas en las sentencias penales tengan que ser motivadas, por exigencia constitucional.

    La sentencia penal pronunciada por el órgano judicial competente para ello es hoy el único fundamento que admite la aplicación de una pena. Desde que la sociedad moderna prohibió la justicia de propia mano (venganza privada) y erigió al Estado (poder político central) en depositario y monopolizador del poder penal, constituyendo a la pena como un instituto público, ella solo puede ser impuestas por un órgano oficial determinado por la ley.

    Decir que, para someter a alguien a una pena, es necesario el pronunciamiento de una sentencia firme de condena que declare su culpabilidad en un delito determinado y le aplique la pena, y que para obtener legítimamente esa sentencia, es preciso tramitar un procedimiento previo, según la ley en el que se verifique la imputación, es lo mismo que sostener que durante el procedimiento o, si se quiere durante la persecución penal, el imputado es considerado y tratado como un inocente, por principio. La importancia que esta máxima asume en la construcción dogmática de toda la estructura del Derecho procesal penal es fundamental.

    Lo expresado de ninguna manera afirma que el imputado sea inocente hasta el momento en que se dicte una sentencia de condena firme, que constituye o crea la culpabilidad: si es inocente o culpable (en sentido amplio), en el momento del hecho, según lo que se hizo o se dejó de hacer (comportamiento observado), pero el orden jurídico (normativo) sólo comienza a tratar a una persona como culpable desde el momento en el cual la sentencia de condena queda firme.

     

    El Proceso Legal Previo (nulla poena sine processu)

    La ley fundamental supone también un procedimiento previo a la sentencia tal que, precisamente, le procure los elementos para la decisión del tribunal respecto de la imputación deducida, esto es, los elementos que le permitirán construir, sobre todo, la premisa fáctica en la que apoyará su resolución, aplicando la ley penal o prescindiendo de su actuación. Este es otro de los sentidos que en la Constitución asume la cláusula del "juicio previo", no solo porque la misma palabra "proceso" aparece al final de la regla (CN, 18, párr.I), sino, especialmente, porque los preceptos de garantía judicial que el mismo artículo contiene se ocupan, precisamente, de las formas fundamentales que debe observar ese proceso previo.

    Por ello se ha sostenido que la reacción penal no es inmediata a la comisión de un delito, sino mediata a ella, a través y después de un procedimiento regular que verifica el fundamento de una sentencia de condena; ello ha sido traducido afirmando la mediatez de la conminación penal, en el sentido de que el poder penal del Estado no habilita, en nuestro sistema, a la coacción directa, sino que la pena instituida por el Derecho Penal representa una previsión abstracta, amenazada al infractor eventual, cuya concreción solo puede ser el resultado de un procedimiento regulado por la ley, que culmine en una decisión formalizada que autoriza al Estado a aplicar la pena. Esta es la razón por la que, en nuestro sistema, el Derecho procesal penal se torna necesario para el Derecho penal, porque la realización práctica de éste no se concibe sino a través de aquél.

    El procedimiento previo exigido por la Constitución no es cualquier proceso que puedan establecer, a su arbitrio, las autoridades públicas competentes para llevarlo a cabo. Se debe tratar de un procedimiento jurídico, esto es, reglado por ley, que defina los actos que lo componen y el orden en el que se los debe llevar a cabo. Ello implica la necesidad de una ley del Estado que lo establezca y el deber de los órganos legislativos competentes de dictar la ley adecuada para llevarlo a cabo, que organice la administración de justicia penal (ley de organización judicial) y que establezca el procedimiento penal que los órganos públicos de persecución y de decisión deberán observar para cumplir su cometido (Código procesal penal.

    Pero el procedimiento reglado que exige la Constitución tampoco es cualquier procedimiento establecido por la ley, sino uno acorde con las seguridades individuales Y FORMAS QUE POSTULA LA MISMA LEY SUPREMA (juez natural, inviolabilidad de la defensa, tratamiento del imputado como inocente, incoercibilidad del imputado como órgano de prueba, inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia epistolar, juicio público a decidir por jurados en la misma provincia en la que se cometió el delito), al regular de esta manera las pautas principales a las que deben ajustarse las leyes de enjuiciamiento penal, que ellas deben reglamentar con minuciosidad.

    Desde este punto de vista, el proceso penal, es un procedimiento de protección jurídica para los justiciables, y el Derecho procesal penal una ley reglamentaria de la Constitución.

     

     

     

    Inocencia: Concepto

    La ley fundamental impide que se trate como si fuera culpable a la persona a quien se atribuye un hecho punible, cualquiera que sea el grado de verosimilitud de la imputación, hasta tanto el Estado, por intermedio de los órganos judiciales establecidos para exteriorizar su voluntad en esta materia, no pronuncie la sentencia penal firme que declare su culpabilidad y la someta a una pena. Según se observa, la afirmación emerge directamente de la necesidad del juicio previo, antes explicada. De allí que se afirme que el imputado es inocente durante la sustanciación del proceso o que los habitantes de la Nación gozan de un estado de inocencia, mientras no sean declarados culpables por sentencia firme, aún cuando respecto a ellos se haya abierto una causa penal y cualquiera que sea el proceso de esa causa.

    La historia revela que esta declamación tan drástica, es consecuencia de la reacción que se produjo contra la Inquisición. Así, la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano estableció en Francia que "presumiéndose inocente a todo hombre hasta que haya sido declarado culpable..."(art.9)

    "Presumir inocente"; "reputar inocente" o "no considerar culpable", significan exactamente lo mismo: y, al mismo tiempo, estas declaraciones formales mentan el mismo principio que emerge de la exigencia de un "juicio previo" para infligir la pena a una persona.

    La inocencia o la culpabilidad se mide, sin embargo, según lo que el imputado ha hecho o a dejado de hacer en el momento del hecho que le es atribuido: es inocente si no desobedeció ningún mandato o no infringió ninguna prohibición o sí, comportándose de esa manera, lo hizo al amparo de una regla permisiva que eliminaba la antijuricidad de ese comportamiento, o bien concurrió alguna causa que eliminaba su culpabilidad o, en fin, se arriba al mismo resultado práctico ante la existencia de una de las causas que excluyen la punibilidad, culpable es, por el contrario, quien se comportó contraviniendo un mandato o una prohibición, de manera antijurídica, culpable y punible. La declaración estudiada no quiere significar, por ello, que la sentencia penal de condena constituya la culpabilidad, sino, muy por el contrario, que ella es la única forma de declarar esa culpabilidad, sino, muy por el contrario, que ella es la única forma de declarar esa culpabilidad, y de señalar a un sujeto como autor culpable de un hecho punible o participe en él, y, por tanto, la única forma de imponer una pena a alguien.

    De tal manera, el principio estudiado solo quiere significar que toda persona debe ser tratada como si fuera inocente, desde el punto de vista del orden jurídico, mientras no exista una sentencia penal de condena; por ende, que la situación jurídica de un individuo frente a cualquier imputación es la de un inocente, mientras no se declare formalmente su culpabilidad y, por ello, ninguna consecuencia penal le es aplicable, permaneciendo su situación frente al Derecho regida por las reglas aplicables a todos, con prescindencia de la imputación deducida. Desde este punto de vista, es lícito afirmar que el imputado goza de la misma situación jurídica que un inocente. Se trata, en verdad, de un punto de partida político que asume (o debe asumir) la ley de enjuiciamiento penal en un Estado de Derecho, punto de partida que constituyó, en su momento, la reacción contra una manera de perseguir penalmente que, precisamente, partía desde el extremo contrario. El principio no afirma que el imputado sea, en verdad, inocente, sino, antes bien, que no puede ser considerado culpable hasta la decisión que pone fin al procedimiento, condenándolo.

     

    Repercusiones: In dubio pro reo.

    El aforismo, proviene hoy, a la letra, de la presunción de inocencia que ampara al imputado.

    Sin embargo, se afirma que el principio tiene larga data; por ejemplo, se rescata en el Derecho Romano de la última época imperial el brocárdico: "Satius esse impunitum relinqui facinus nocentis quam innocentem damnari" (es preferible dejar impune al culpable de un hecho punible que perjudicar a un inocente; Digesto, De Poenis, Ulpiano, 1,5)

    Aunque se discute sobre el verdadero nacimiento histórico de la máxima, su concepción actual proviene directamente del Ilumiminismo y del movimiento político que el formó, cristalizado en la presunción de inocencia declamada por el art.9 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. En verdad, la afirmación del aforismo viene históricamente unida a la supresión del sistema de prueba legal y a la imposición de la libre o íntima convicción en la valoración de la prueba.

    Su contenido, al menos para el Derecho Procesal Penal, es claro: la exigencia de que la sentencia de condena y, por ende, la aplicación de una pena sólo puede estar fundada en la certeza del tribunal que falla acerca de la existencia de un hecho punible atribuible al acusado. Precisamente, la falta de certeza, representa la imposibilidad del Estado de destruir la situación de inocencia, construida por la ley (presunción), que ampara al imputado, razón por la cual ella conduce a la absolución. Cualquier otra posición del juez respecto de la verdad, la duda o aún la probabilidad, impiden la condena y desembocan en la absolución.

    Si, convencionalmente, llamamos certeza positiva o probabilidad positiva a aquella que afirma el hecho imputado, es correcto afirmar que solo la certeza positiva permite condenar y que los demás estados del juzgador respecto de la verdad remiten a la absolución, como consecuencia del in dubio pro reo.

    Por fin, duda, probabilidad y certeza son posiciones respecto de la verdad que suponen la libre valoración de la prueba, esto es, la ausencia genérica de reglas legales que imponen a quien valora una solución determinada en presencia de ciertos elementos o condiciones, en este último caso quién valora es la ley, y la persona que expresa su voluntad sólo formula un juicio jurídico acerca de las condiciones que la ley prevé para determinar un hecho.

    La Corte Suprema ha reconocido la vigencia constitucional del aforismo y su núcleo de significación, casi siempre con remisión al argumento sobre la imposibilidad de invertir la carga de la prueba (próxima consecuencia del principio de inocencia a examinar), colocando en cabeza del imputado la necesidad de probar su inocencia y desplazando la regla derivada que impone al acusador o al Estado (persecutor penal), la exigencia de demostrar con certeza la imputación delictiva.

    La sentencia definitiva (condena o absolución), es el ámbito natural en el que la regla juega su papel. Por ello, algunos códigos modernos que contienen esta regla las ubican en el capítulo dedicado a regular la sentencia; otros, en cambio, la formulan como regla general. Se puede admitir que, por excepción, se afirme el favor rei (esta garantía -que surge del principio de inocencia-supone que la sentencia condenatoria, y la aplicación de una pena como su consecuencia, solo pueden estar fundadas en la certeza del tribunal) en una decisión que no sea la sentencia, según su denominación técnica, pero siempre deberá estar en relación con los elementos que tornan punible un hecho, ante la posibilidad de afirmarlos o negarlos, y de esa decisión dependerá, materialmente, la clausura de la persecución penal (sobreseimiento).

    También los presupuestos fácticos que determinan la individualización de la pena (CP, 41) deben ser reconstruidos conforme al principio in dubio pro reo; así, la falta de certeza operará para admitir el hecho o negarlo, según que el juzgador le acuerde valor para aminorar o gravar la pena dentro de la escala respectiva.

    Nadie ha discutido la vigencia de la regla del favor rei para la determinación de los hechos que importan en la sentencia y en la práctica jurisprudencial ha sido pacífica su aplicación, pese a algunas desviaciones ocasionales.

    Aquello que aquí se menciona como "interpretación favorable al reo", es aquello que, tradicionalmente, se conoce como interpretación restrictiva. Como se trata de la coerción estatal (llámese pena o medidas de seguridad), la regla in dubio pro reo, así interpretada o así formulada, pretende limitar el poder penal del Estado, conforme al sentido del Estado de Derecho ("un resguardo más de la libertad individual"), exigiendo la interpretación restrictiva de la norma que regula las condiciones bajo las cuales corresponde reaccionar penalmente (in dubio mitius) : frente a dos posibilidades interpretativas, obtenidas por métodos distintos (interpretación literal o sistemática, etc.) o por diferentes definiciones válidas de las palabras de la ley (semántica), elegir la menos gravosa para el imputado (porque coloca el hecho fuera de la reacción penal o lo privilegia respecto de la pena aplicable o, simplemente, de las características de su ejecución).

    Con la reforma constitucional de 1949, se introdujo en la Constitución Nacional (CN.29, texto reformado) el principio del in dubio pro reo, así formulado: "En caso de duda, deberá estarse siempre a lo más favorable para el procesado". Dejando de lado la crítica política del texto, lo cierto es que, introducida la regla a la ley suprema de la manera indicada, la discusión acerca de si ella abarcaba sólo la determinación de los hechos o también el Derecho aplicable no solo era válida en todos sus términos, sino que, además, se hubiera debido inclinar hacia aquellos que sostienen la aplicación del aforismo también a la interpretación jurídico-penal. La Corte Suprema tuvo oportunidad de pronunciarse sobre el particular (nuevo texto), admitiendo que la regla era válida tanto para la prueba de los hechos cuanto para la interpretación de la ley.

    El principal problema que plantea la aplicación de un principio como el examinado a la interpretación de la ley es el que emerge de la afirmación siguiente: bastaría tornar razonable la posibilidad de más de una interpretación de la ley para que solo una fuera correcta, la más favorable.

    Los códigos procesales modernos, limitados correctamente a su propio ámbito, la ley procesal, contienen una regla que impone la interpretación restrictiva de los preceptos que coartan la libertad personal, limitan el ejercicio de un derecho atribuido o establecen sancione procesales, con lo cual la regla que acepta el brocárdico del favor rei, en la interpretación de la ley procesal penal, se formula en lenguaje tradicional.

    Según lo explicado, el aforismo in dubio pro reo representa una garantía constitucional derivada del principio de inocencia (CN.18), cuyo ámbito propio de actuación es la sentencia (o una decisión definitiva equiparable), pues exige que el tribunal alcance la certeza sobre todos los extremos de la imputación delictiva para condenar y aplicar una pena, exigencia que se refiere meramente a los hechos y que no soluciona problemas de interpretación jurídica, ni prohíbe ningún método de interpretación de la ley penal, mientras ella se lleve a cabo intra legem

    La regla es, así, un criterio político transformado en precepto jurídico para poder decidir, cuando se carece de seguridad, afirmando o negando un hecho jurídicamente importante, de modo que, aunque se "desconozca" el acierto o desacierto objetivo de la resolución, permita, al menos, valorar la juridicidad de la conducta judicial; tal criterio político es propio del Derecho penal liberal o de un Estado de Derecho, pues quién quisiera podría resolver las cosas de otra manera (non liquet, absolutio ab instantia, poena extraordinaria)

    Es por ello que, partiendo de este criterio, resulta inadmisible que los jueces, a manera de sanción moral, utilicen en la parte dispositiva del fallo la fórmula de que absuelven "por beneficio de la duda" o mencionen allí la regla respectiva.

     

     

     

     Onus probandi:

    Derivado de la necesidad de afirmar la certeza sobre la existencia de un hecho punible para justificar una sentencia de condena, se ha afirmado también que, en el procedimiento penal, la carga de la prueba de la inocencia no le corresponde al imputado o, de otra manera, que la carga de demostrar la culpabilidad del imputado le corresponde al acusador y, también, que toda la teoría de la carga probatoria no tiene sentido en el procedimiento penal.

      La solución depende sin duda, de la forma según la cual definimos el confuso concepto de carga de la prueba. Sin proponernos definir el concepto de carga de la prueba. Sin proponernos definir el concepto con precisión, basta decir que la categoría carga o cargo se presentó en el Derecho procesal como un intento de reemplazar a la obligación, más técnica y propia de las relaciones jurídicas materiales, indicándose que quien no cumplía con una carga procesal omitía desarrollar una facultad que lo preservaba de colocarse en situaciones desventajosas respecto de la decisión, o bien dejaba de utilizar una posibilidad de colocarse en una situación ventajosa, en miras a la sentencia final. Ello, en verdad, no define otra cosa que lo que la teoría jurídica nombra como facultad, potestad o derecho, de manera general. Pero, en el proceso civil, la teoría de la carga de la prueba se ha utilizado como regla de principio para determinar cuál de las partes debe demostrar los hechos afirmados y, a la vez, como consecuencia, como debe decidir el juez sobre los hechos afirmados, que no han sido determinados fehacientemente; la regla explica que cada una de las partes debe demostrar los hechos que invoca (onus probandi): el actor los que fundan su demanda, y el demandado los impeditivos que invoca en su defensa, con lo cual quien no verifica aquello que afirma coloca al juez en situación de negar la hipótesis en la sentencia, por remisión a la regla, como el tribunal es, en el proceso civil, más un árbitro que un inquisidor, la regla define la reconstrucción del hechos oscuros e inciertos, ante la imposibilidad del non liquet

    Una estructura y organización similar no existen en el procedimiento penal. Aquí se trata del funcionamiento de la regla in dubio pro reo en la sentencia, de modo tal que, no verificados con certeza todos los elementos que permitan afirmar la existencia de un hecho punible, el resultado será la absolución: y, de otra parte, no destruida con certeza la probabilidad de un hecho impeditivo de la condena o de la pena, se impondrá el mismo resultado.

    Y ello porque EL IMPUTADO NO TIENE NECESIDAD DE CONSTRUIR SU INOCENCIA, YA CONSTRUíDA DE ANTEMANO POR LA PRESUNCIóN QUE LO AMPARA, SINO QUE, ANTES BIEN, QUIEN LO CONDENA DEBE DESTUIR COMPLETAMENTE ESA POSICIóN, ARRIBANDO A LA CERTEZA SOBRE LA COMISIóN DE UN HECHO PUNIBLE.

    El único principio rector actuante solo expresa que la condena requiere la certeza de la existencia de un hecho punible (in dubio pro reo. El deber del acusador público no reside en verificar ese hecho punible, sino, antes bien, en investigar la verdad objetiva acerca de la hipótesis delictual objeto del procedimiento, tanto en perjuicio como en favor del imputado, deber similar al que pesa sobre el tribunal. Y ambos están ligados ( uno para dictaminar en sus requerimientos y otro para decidir) por la regla que les exige que, sino obtienen la certeza, se deben pronunciar a favor del imputado.

     

    El trato de inocente y la coerción procesal:

    El axioma que impide la pena sin una sentencia judicial que la ordene, decisión fruto de un procedimiento previo ajustado a la Constitución y a la ley, ha fundado correctamente la pretensión de que durante el curso de ese procedimiento el imputado no puede ser tratado como un culpable ( penado) o, dicho de modo positivo, que deba ser tratado como un inocente. Sin embargo la afirmación no se ha podido sostener al punto de eliminar toda posibilidad de utilizar la coerción estatal, incluso sobre la misma persona del imputado, durante el procedimiento de persecución penal.

    Los términos coerción o coacción, voces sinónimas para el caso, representan el uso de la fuerza para limitar o cercenar las libertades o facultades de que gozan las personas de un orden jurídico, con el objeto de alcanzar un fin determinado. Cuando hablamos de la coerción legítima que ejerce el Estado, nos referimos al uso de su poder, acordado por la ley ( ley que debe respetar las reglas constitucionales que limitan el poder estatal), que conculca o restringe ciertas libertades o facultades de las personas, para lograr un fin determinado.  

    La pena ( también las medidas de seguridad y corrección), es el medio clásico de coerción del que dispone el derecho penal material: la ejecución forzada. Pero también el derecho procesal, penal y civil, utiliza la pena estatal para lograr determinados fines: ejemplo de ello, son la prisión preventiva o privación de libertad procesal, el embargo, el allanamiento domiciliario, etc.

    Históricamente, la llamada "presunción de inocencia" no ha tenido como fin impedir el uso de la coerción estatal durante el procedimiento de manera absoluta. Prueba de ello es el texto de la regla que introdujo claramente el principio, el artículo 9 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano: "... presumiéndose inocente a todo hombre hasta que haya sido declarado culpable, si se juzga indispensable arrestarlo, todo rigor que no sea necesario para asegurar su persona debe ser severamente reprimido por la ley".

    Nuestra ley fundamental sigue esos pasos: pese a impedir la aplicación de una medida de coerción del Derecho material (la pena) hasta la sentencia firme de condena tolera el arresto por orden escrita de autoridad competente, durante el procedimiento de persecución penal (CN.18).

    Resulta evidente que, si, además de la facultad de aplicar penas, se entiende que los jueces naturales son los autorizados a emitir la orden escrita de arresto permitida por la Constitución, durante el procedimiento penal, ello significa que es posible y legitima la coerción, aún antes de la sentencia firme de condena.

    Sin embargo, el hecho de reconocer que el principio de inocencia no impide la regulación y aplicación de medidas de coerción durante el procedimiento (antes de la sentencia de condena firme que impone una pena), según el texto de la ley fundamental o el sentido histórico-cultural de la garantía, no significa afirmar que la autorización para utilizar la fuerza pública durante el procedimiento, conculcando los derechos de que gozan quienes intervienen en él, en especial los del imputado, sea irrestricta o carezca de límites. Al contrario, la afirmación de que el imputado no puede ser sometido a una pena y, por tanto, no puede ser tratado como un culpable hasta que no se dicte la sentencia firme de condena, constituye el principio rector para expresar los límites de las medidas de coerción procesal contra él.

    Este principio rector que preside la razonabilidad de la regulación y de la aplicación de las medidas de coerción procesales, se puede sintetizar expresando: REPUGNA AL ESTADO DE DERECHO, PREVISTO EN NUESTRO ESTATUTO FUNDAMENTAL, ANTICIPAR UNA PENA AL IMPUTADO DURANTE EL PROCEDIMIENTO DE PERSECUCIóN PENAL.

    La sanción es la llamada coerción material y representa la reacción del derecho, prometida o aplicada contra la inobservancia de los deberes que imponen. En el caso del derecho penal esa sanción se denomina pena y representa la reacción estatal frente al delito.

    Actualmente se han determinado tres fines principales que persigue la pena:

    1) La retribución, con un mal impuesto al infractor que él merece por la realización de un valor contrario al puesto por la norma jurídica (desvalor)

    2) La prevención general, como intento del orden jurídico de colocar un "contramotivo" para la decisión de delinquir, que se agota en la amenaza de la sanción o, positivamente, como forma de mantener vigentes ciertos valores jurídico-sociales, establecidos por el orden jurídico a través de la condena y sanción de algunas acciones que lo desprecian

    3) La prevención especial, referente a la sanción ya aplicada con el objeto de que el infractor particular que sufre la condena no recaiga en el delito.

    La diferencia entre la coerción material y la procesal no se observará por el lado de la fuerza pública, ni centrando la mira en aquello que implica la privación de libertades otorgada por el orden jurídico, elemento que caracteriza a toda coerción estatal y que, por lo tanto, son comunes a ambas: sólo se puede establecer por el lado de los fines que una y otra persiguen. La coerción procesal, correctamente regulada y aplicada, no aparecerá vinculada a los fines que persigue el uso de la fuerza publica en el derecho material, pues, si así fuere, no significaría más que anticipar la ejecución de una sanción no establecida por una sentencia firme mientras se lleva a cabo el proceso regular establecido por la ley para posibilitar esa condena. Al contrario, resulta lícito pensar que la fuerza pública se puede utilizar durante el proceso (y en el proceso penal, no sólo contra el imputado, aunque él sea el motivo de la preocupación principal) para asegurar sus propios fines. En el Derecho procesal penal, como tantas veces se ha dicho, esos fines son expresados sintéticamente mediante el recurso a las fórmulas: correcta averiguación de la verdad y actuación de la ley penal (Vélez Miraconde).

    La actuación de la ley penal puede verse impedida por una acción que la inhiba, como cuando se torna imposible la tramitación del procedimiento previsto para arribar a la sentencia, o la ejecución de la sentencia de condena. En particular, la fuga del imputado (su rebeldía a someterse al procedimiento) impide tanto la ejecución real de la pena impuesta (al menos la privativa de libertad) como la realización del procedimiento previsto para arribar a la sentencia, pues, según se explicará (inviolabilidad de la defensa), nuestro Derecho procesal penal no tolera la persecución penal de un ausente; esta es la razón principal por la que se autoriza la privación de libertad del imputado durante el procedimiento (CN.18), aunque el encarcelamiento preventivo puede obedecer también al propósito de evitar todo entorpecimiento en la averiguación de la verdad.

    Por último, se debe reconocer que las autoridades de la persecución penal (en sentido amplio: policía, ministerio público, tribunal) cumplen también un fin preventivo, en el único sentido de evitar la consumación de un delito tentado o consecuencias posteriores perniciosas del delito consumado, razón por la cual algunas medidas de coerción reconocen como fundamento este tipo de prevención concreta, referida inmediatamente al hecho objeto del procedimiento (distinta a la que procura el Derecho penal), cuyos fines son siempre compatibles con los propósitos de asegurar la correcta averiguación de la verdad o la presencia del imputado en el procedimiento.

    La prevención que cumplen ciertas autoridades de la persecución penal, incluso las particulares en ocasiones especiales, según reglas del Derecho procesal, se refiere siempre a un hecho punible concreto, que se afirma como ya acaecido y tiende siempre a evitar la consumación delictiva o los mayores daños provenientes del delito.

    La "aprehensión" policial o privada del imputado en flagrante delito y son orden judicial, que todas las leyes procesales penales autorizan tiene también su razón de ser en la necesidad de impedir la consumación del delito aún tentado, o debitar la proyección de un daño superior, a más de los fines estrictamente procesales referidos al aseguramiento de la prueba y la persona del imputado.

    LA COERCIóN PROCESAL ES LA APLICACIóN DE LA FUERZA PúBLICA QUE COARTA LIBERTADES RECONOCIDAS POR EL ORDEN JURíDICO CUYA FINALIDAD, SIN EMBARGO, NO RESIDE EN LA REACCIóN DEL DERECHO FRENTE A LA INFRACCIóN DE UNA NORMA DE DEBER, SINO EN EL RESGUARDO DE LOS FINES QUE PERSIGUE EL MISMO PROCEDIMIENTO , AVERIGUAR LA VERDAD Y ACTUAR LA LEY SUSTANTIVA, O EN LA PREVENCIóN INMEDIATA SOBRE EL HECHO CONCRETO QUE CONSTITUYE EL OBJETO DEL PROCEDIMIENTO. Por ello, es verdad que, en el Derecho procesal penal, excluyendo los fines preventivos inmediatos, el fundamento real de una medida de coerción solo puede residir en el peligro de fuga del imputado o en el peligro de que se obstaculice la averiguación de la verdad.

    En Derecho material, la coerción representa la sanción o la reacción del Derecho frente a una acción u omisión antijurídica, con el fin de prevenir genéricamente las infracciones a las normas de deber, advirtiendo sobre el mal que se irrogará a quien infrinja un deber jurídico (amenaza como contramotivo para aquellos que están en la situación de transgredir un deber) o intentando afirmar en la realidad el valor que subyace a la norma violada, y especialmente para que el trasgresor no recaiga en un comportamiento contrario al derecho, cuando, en concreto, se reacciona contra alguien; en Derecho procesal, en cambio, la coerción no involucra reacción ante nada, sino que debe significar, únicamente, la protección de los fines que el procedimiento persigue, subordinados a la actuación eficaz de la ley sustantiva; en materia penal ello se traduce, en algunos casos, en el auxilio necesario para poder llevar a cabo con éxito la actividad tendiente a comprobar una infracción penal hipotética (objeto del procedimiento penal) y, eventualmente, actuar la pena correspondiente.

    Toda medida de coerción, representa una intervención del Estado (la más rigurosa) en el ámbito de libertad jurídica del hombre, fundamentalmente las que son utilizadas durante el procedimiento, pues ellas son aplicables a un individuo a quién, por imposición jurídica, se debe considerar inocente. Por ello, con razón, se expresa que cualquier medida de coerción conculca, por definición, alguno de los derecho fundamentales reconocidos al hombre por la Constitución. Así, también en este ámbito, el Derecho procesal penal se muestra como reglamentario de la ley básica.

    De ordinario, las medidas de coerción procesales, son divididas, para su estudio, en medios de coerción reales y personales, según que afecten a las cosas o a las personas. Sin embargo el fundamento de la división es insatisfactorio. Los medios de coerción, según se ha dicho, siempre significa una intervención forzada del Estado en el ámbito de libertad jurídica de una persona, por tanto, en su libertad de decisión garantizada por el Derecho atacando todos los aspectos de su vida que constituyen un bien o valor jurídico (libertad ambulatoria, integridad corporal, intimidad personal y hogareña, disposición económica) que, por ello, encuentran su reconocimiento en la ley fundamental . Por ende, las cosas no pueden ser objeto de la coerción, pues no son aludidas por estas reglas en su materialidad o en sí mismas, sino en la relación que una persona tiene con ellas, esto es, la privación de libertad que para una persona significa la decisión estatal que le impide disponer de las cosas libremente.

    Los distintos medios de coerción procesal afectan derechos básicos diversos, como ser:

    a) el encarcelamiento preventivo, en sus diversas formas (conducción forzada, aprehensión, arresto, detención, prisión preventiva), afecta la libertad física o ambulatoria, esto es, el derecho "de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino"(CN.14);

    b) el allanamiento, afecta el derecho a la intimidad hogareña, en tanto "el domicilio es inviolable"(CN.18);

    c) la apertura e inspección de correspondencia y papeles privados, afecta la intimidad de la correspondencia y documentación personal (CN.18);

    d) el embargo y el secuestro, afectan la libertad de disposición de los bienes, porque la propiedad es inviolable (CN.17);

    e) la extracción de muestras sanguíneas y otras inspecciones médicas afectan el derecho a la integridad física o, en ocasiones, la intimidad personal.

    La coerción, así observada, es el MEDIO ORGANIZADO POR EL DERECHO PARA QUE EL ESTADO INTERVENGA EN EL AMBITO DE LA LIBERTAD DE LAS PERSONAS y, cuando nos referimos a la coerción procesal, aquella que SE PRACTICA CON EL FIN DE ASEGURAR LA REALIZACIóN DEL PROCESO DE CONOCIMIENTO, PARA ACTUAR LA LEY SUSTANTIVA O PARA ASEGURAR LA EJECUCIóN EFECTIVA DE LA SENTENCIA.

    En adelante nos referiremos solo a la coerción procesal que se puede ejercer contra el imputado en una causa penal, y, dentro de ésta, solo a la llamada coerción personal, que interesa a la libertad física o ambulatoria de los habitantes, pues ésta es la forma más grave que adopta hoy nuestro derecho y el comparado para intervenir la libertad de las personas.

    La coerción aplicada a la libertad física o ambulatoria de un individuo es el medio coercitivo propio, aunque no exclusivo, del Derecho procesal penal, pues el Derecho procesal civil hace uso excepcional de él. En cambio, la coerción aplicada a la libertad de disponer de los bienes es la medida coercitiva por excelencia del Derecho procesal civil, pero se encuentra también en el Derecho procesal penal, no solo cuando aquí se trata de la reparación privada por el daño que ocasionó el delito, sino también en miras a la actuación de la ley penal (cauciones).

    El procedimiento penal no puede prescindir, al menos en el estadio cultural actual, de ciertas intervenciones en el ámbito de libertad del ser humano reconocido por la ley básica, con el fin de proteger sus propias metas; y es por ello que la misma Constitución las permite, a modo de reglamentación de los propios derechos y garantías que acuerda (CN.18 y 28). Pero también, como se adelantó, resulta imposible concebir estas intervenciones (medios de coerción) sin establecer sus límites, pues, tratándose en todo caso de derechos o garantías atribuidos a todo habitante por la ley fundamental, ni la ley puede alterarlos al reglamentar su ejercicio, ni es posible olvidar que, hasta la sentencia firme de condena, resulta contrario a la Constitución imponer una pena. Aquí nos ocuparemos, precisamente, de establecer esos límites fundamentales con relación a las medidas de coerción privativas de la libertad que puede sufrir quien soporta la persecución penal durante el procedimiento, por representar el medio coercitivo menos justificable que permite y regula el Derecho procesal penal actual, debido a su gravedad y a su similitud con las penas privativas de libertad.

    Para razonar como corresponde, es preciso partir del derecho a la libertad física o ambulatoria que la Constitución garantiza a todos los habitantes (CN.14: entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino), derecho que, en principio, sólo puede ser alterado por una sentencia firme de condena que imponga al condenado una pena (CN.18).

    Luego, es preciso reconocer que la misma Constitución autoriza la privación de libertad durante el procedimiento de persecución penal (CN.18), bajo ciertas formas y en ciertos casos.

     

    En primer lugar, la fórmula constitucional requiere, formalmente, la orden escrita de autoridad competente y la exigencia se enriquece cuando se observa que esa autoridad no puede ser otra, en el caso, que la llamada por la misma Constitución a decidir durante la persecución penal, los tribunales competentes del poder judicial, encargados de administrar justicia en los casos concretos que le son presentados, con exclusión de los otros poderes del Estado.

    En segundo lugar, el encarcelamiento preventivo no depende solo del cumplimiento de aquel requisito puramente formal, la orden escrita de un juez, esto es, de su mero arbitrio, sino antes bien, de su legalidad, como adhesión de la orden a un reglamento legal que fija las condiciones bajo las cuales se puede privar de al libertad a una persona con fundamento en la realización de un procedimiento penal.

    Tal reglamento menciona taxativamente las condiciones que permiten aplicar el encarcelamiento preventivo y es de interpretación restrictiva, precisamente, debido a la situación jurídica de inocencia que ampara al imputado.

    Dos son las exigencias que el derecho a la libertad ambulatoria y el principio de inocencia plantean a la posibilidad de privar de la libertad durante el procedimiento penal: una se refiere a las condiciones generales que presupuestan la medida, acentuando su carácter excepcional; la otra alude a la relación de proporcionalidad que debe existir entre la pena que se espera de una condena eventual y los medios de coerción aplicables durante el procedimiento.

    El carácter excepcional del encarcelamiento preventivo emerge claramente de la combinación entre el derecho general a la libertad ambulatoria , del que goza todo habitante del país (CN.14), y la prohibición de aplicar una pena que cercene ese derecho antes de que, con fundamento en un proceso regular previo, se dicte una sentencia de condena firme que imponga esa pena. El trato de inocente que debe recibir el imputado durante su persecución penal impide adelantarle una pena: por consiguiente, rige como principio, durante el transcurso del procedimiento, el derecho a la libertad ambulatoria, amparado por la misma Constitución, que pertenece a todo habitante a quien no se le ha impuesto una pena por sentencia de condena firme.

    Queda demostrado que la posibilidad jurídica de encarcelar preventivamente, en nuestro derecho, queda reducida a casos de absoluta necesidad para proteger los fines que el mismo procedimiento persigue y, aún dentro de ellos, solo cuando el mismo resultado no se pueda arribar por otra medida no privativa de libertad, menos perjudicial para el imputado.

    Estamos en presencia de uno de esos casos, con evidencia, cuando es posible fundar racionalmente que el imputado, con su comportamiento, imposibilitará la realización del procedimiento o la ejecución de una condena eventual (peligro de fuga) u obstaculizará la reconstrucción de la verdad histórica (peligro de entorpecimiento para la actividad probatoria), para evitar esos peligros es admisible encarcelar preventivamente, siempre y cuando la misma seguridad, en el caso concreto, no pueda ser alcanzada racionalmente por otro medio menos gravoso.

    Sin embargo, aún verificado alguno de estos extremos, la privación de libertad del imputado resulta impensable sino se cuenta con elementos de prueba que permitan afirmar, al menos en grado de gran probabilidad, que él es autor del hecho punible atribuido partícipe en él, estos es, sin un juicio previo de conocimiento que, resolviendo prematuramente la imputación deducida, culmine afirmando cuando menos, la gran probabilidad de la existencia de un hecho punible atribuible al imputado o, con palabras distintas pero con idéntico sentido, la probabilidad de una condena.(esta es también una exigencia del Estado de Derecho).

    En conclusión, la decisión de encarcelar preventivamente debe fundar, por una parte, la probabilidad de que el imputado haya cometido un hecho punible y, por otra, la existencia o bien del peligro de fuga, o bien del peligro de entorpecimiento para la actividad probatoria. Tan solo es esos casos se justifica la privación de la libertad del imputado.

    Estos fundamentos, sin embargo, representan una condición necesaria, pero no suficiente, del encarcelamiento preventivo. Es preciso además, que él sea absolutamente indispensable para evitar los peligros referidos, esto es, que ellos no puedan ser evitados acudiendo a otros medios de coerción que, racionalmente, satisfagan el mismo fin con menor sacrificio de los derechos del imputado. Solo así aparecerá claro que la privación de la libertad debe ser, en el proceso penal, un medio de coerción de utilización excepcional.

    Si se parte del derecho a la libertad ambulatoria (CN.14) y se expresa que, en principio, solo la pena impuesta por sentencia firme (idem: medida de seguridad y corrección) es idónea para eliminarlo (CN.18), aunque el arresto (léase: privación de libertad) sea admisible durante el procedimiento penal (CN.18), excepcionalmente, es claro que la ley no puede regularlo de manera tal que supere la misma pena que se espera; una autorización semejante lesionaría por una vía oblicua las limitaciones impuestas por la Constitución a la misma pena, en particular por los principios de legalidad y culpabilidad, vigentes para el Derecho penal. Y, al mismo tiempo, renegaría de la naturaleza instrumental o del carácter sirviente del Derecho procesal penal, que sólo justifica su existencia como realizador del Derecho penal, para acordarle un fin en sí mismo, totalmente autónomo del Derecho material a realizar, por intermedio de un encarcelamiento preventivo con fine represivos propios.

    La necesidad de que el encarcelamiento preventivo sea proporcional a la pena que se espera, en el sentido de que no la pueda superar en gravedad. Y esa proporcionalidad se refiere tanto a la calidad cuanto a la calidad de la pena, en caso de ser ella divisible. Se debe, por ello, admitir que, en un Estado de Derecho, superado este límite de sacrificio de los derechos individuales, el Estado acepta el perjuicio eventual que de esta limitación podría sobrevenir para la realización regular y efectiva de la persecución penal, efecto que, por lo demás, es propio de toda limitación a su poder penal por intermedio de las garantías del individuo.

    En el Derecho procesal penal moderno se ha abierto paso, incluso por mandato de la Constitución política de los Estados, otro límite de proporcionalidad para el encarcelamiento preventivo. La proporcionalidad ya no se refiere a la pena que se espera, sino a la duración del procedimiento penal. El hecho de que el procedimiento penal se puede prolongar en el tiempo, por dificultades propias de la administración de justicia o de la organización que un Estado dedica a esa tarea, mientras el imputado permanece privado de su libertad, ha conducido a deliberar acerca del tiempo máximo tolerable en un Estado de Derecho, para el encierro de una persona a mero título de la necesidad de perseguirla penalmente. Como consecuencia de esta ideología liberal para la regulación del poder penal del Estado, ha emergido la necesidad de fijar límites temporales absolutos para la duración del encarcelamiento preventivo.

     

     

    Marcelo Dalhoff

     

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