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¿Existe realmente Dios?

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El avance actual de la ciencia habría logrado mostrar en forma consistente con las observaciones, el proceso mediante el cual se forman las galaxias y los mundos en el Universo. Del mismo modo, la evolución y selección natural de las especies, permite comprender de forma racional como se desarrollan seres inteligentes como nosotros. Este progreso ha ido en detrimento de las explicaciones teológicas históricas, las que paulatinamente se han visto forzadas a retroceder y atrincherarse en los umbrales del conocimiento actual. La pregunta que surge es porqué, aún con lo que sabemos actualmente, cerca del 95% de la población mundial creemos ya sea en Dios o bien en algún tipo de divinidad o ser místico que interviene de algún modo en nuestra vida diaria? ¿Podría ser acaso que estuviésemos todos equivocados, tal como lo estuvo el mundo antiguo al sostener que la tierra era plana?

Agregado: 11 de OCTUBRE de 2008 (Por elinjenierillo@hotmail.com) | Palabras: 2383 | Votar |
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Categoría: Apuntes y Monografías > Religión >
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    Autor: elinjenierillo@hotmail.com (elinjenierillo@hotmail.com)

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    ¿Existe realmente Dios?
    elinjenierillo@hotmail.com





    "[Los Impíos]... dicen discurriendo desacertadamente: ‘Corta es y triste nuestra vida; no hay remedio en la muerte del hombre ni se sabe de nadie que haya vuelto del Hades. Por azar llegamos a la existencia y luego seremos como si nunca hubiéramos sido... al apagarse, el cuerpo se volverá ceniza y el espíritu se desvanecerá como aire inconsistente... Paso de una sombra es el tiempo que vivimos, no hay retorno en nuestra muerte; porque se ha puesto el sello y nadie regresa'. Los impíos tendrán la pena que sus pensamientos merecen, por desdeñar al justo y separarse del Señor."

    La Biblia, Sabiduría Capítulo 1, versículos 1-10.

    El avance actual de la ciencia habría logrado mostrar en forma consistente con las observaciones, el proceso mediante el cual se forman las galaxias y los mundos en el Universo. Del mismo modo, la evolución y selección natural de las especies, permite comprender de forma racional como se desarrollan seres inteligentes como nosotros. Este progreso ha ido en detrimento de las explicaciones teológicas históricas, las que paulatinamente se han visto forzadas a retroceder y atrincherarse en los umbrales del conocimiento actual. La pregunta que surge es porqué, aún con lo que sabemos actualmente, cerca del 95% de la población mundial creemos ya sea en Dios o bien en algún tipo de divinidad o ser místico que interviene de algún modo en nuestra vida diaria? ¿Podría ser acaso que estuviésemos todos equivocados, tal como lo estuvo el mundo antiguo al sostener que la tierra era plana?

    Nuestra comprensión actual del universo y de las leyes que lo gobiernan no pudo lograrse en un día; sólo se consiguió con el lento avance en la comprensión de nuestro entorno. De forma análoga, la idea de un Dios o divinidad difícilmente podría ser abandonada de golpe, más aún, si consideramos que sólo una fracción muy pequeña de la población mundial posee conocimiento científicos acabados. Incluso el mismo Albert Einstein nunca abandonó la idea de un Dios, la que plasmó en su célebre frase ‘Dios no juega a los dados con la naturaleza' a propósito del desarrollo de las leyes de la mecánica cuántica que explican con éxito el mundo de las partículas, y donde el azar y la incertidumbre juegan un papel preponderante.

    Desde los albores de la humanidad, el hombre ha intentado explicar su propia existencia y la del mundo que lo rodea. Para nuestros antepasados primitivos la respuesta lógica era que un Dios todopoderoso lo había creado todo, de modo tal, de satisfacer a cabalidad los requisitos para la subsistencia de nuestra supuestamente privilegiada humanidad. De este modo, nuestro planeta ocuparía un sitial primordial en el Universo, y tanto el aire que respiramos como los animales que nos dan el sustento, así como las estaciones del año, habrían sido creados ‘a la carte' (es decir, a la medida) por dicha divinidad. Para nuestros antepasados temer, alabar y mantener contenta a la(s) Divinidad(es) con toda clase de sacrificios y ofrendas, resultaba absolutamente fundamental para garantizar la armonía y estabilidad del mundo y los cielos. Lo contrario suponía desatar su cólera, la que quedaría de manifiesto en catástrofes naturales y calamidades de toda especie. Un claro ejemplo de esta relación de "obediencia por temor" se encuentra en la Biblia judía o antiguo testamento, donde se aprecian numerosos pasajes alusivos a normas del tipo ‘premio-castigo' entre el pueblo judío nómada de aquél entonces y su Dios, Yahvé: "Si despreciáis mis normas y rechazáis mis leyes...mandaré sobre vosotros el terror, la peste y la fiebre...soltaré contra vosotros la fiera salvaje que les devorará sus hijos... ¡llegaréis a comer la carne de vuestros propios hijos e hijas! Porque yo soy Yahvé, vuestro Dios! Levítico 26,14-45.

    Hoy sabemos que los desastres naturales corresponden a ciclos naturales según las condiciones geográficas de un sector, y que una tormenta eléctrica no responde a la ira desatada de algún Dios a quién se ha olvidado rendir sacrificio; Hemos comprobado en base a nuestras observaciones que nuestro lugar en el Universo dista mucho de ser el lugar privilegiado que supondría ser la creación predilecta de un todopoderoso, y que muy por el contrario, nos encontramos en la periferia de una de miles de galaxias, con un sol corriente como cientos de miles de otros. No obstante, la idea de un Dios creador, cuyos misteriosos designios crean y rigen los destinos de cada uno de los elementos y seres que componen el universo sigue siendo la creencia más aceptada en la actualidad. Resulta evidente que desde tiempos inmemoriales, conservamos profundamente grabado en nuestro cerebro esta idea de un creador divino, de un diseñador todopoderoso que nos ha escogido y nos ha entregado deliberadamente su orden divino.

    La astrofísica descubrió que los elementos que formaron la tierra y la vida que ella sostiene fueron sintetizados en sucesivos ciclos de vida de estrellas primigenias. Con el paso de millones de años la vida ha logrado abrirse paso, evolucionar y adaptarse a los cambios climáticos de la tierra, hasta dar como resultado seres inteligentes como nosotros (o los delfines). ¡El calcio de nuestros huesos fue formado hace millones de años al interior de una estrella! Resulta muy poco probable que, el hecho que podamos respirar el aire, se deba a que éste último hubiese sido puesto deliberadamente allí, por alguien, para así ajustarlo caprichosamente a nuestras funciones pulmonares, sino que resulta mucho más plausible pensar que simplemente las formas terrestres como nosotros, han debido evolucionar y adaptar su metabolismo de modo que lo puedan respirar (...o de lo contrario nos habríamos extinguido hace mucho!). A pesar de la enorme evidencia fósil y genética que da cuenta de esta naturaleza ‘evolutiva' de las especies, la inmensa mayoría de la humanidad prefiere pensar en una Divinidad como responsable de un proceso creativo, ajustado (contra toda posibilidad) a nuestra supuestamente privilegiada existencia. Los últimos avances en la unificación de la Relatividad con la Mecánica Cuántica dan cuenta de un Universo finito, pero sin fronteras; sin un principio ni final (como lo es, por ejemplo, la superficie de un balón de fútbol). En palabras del célebre científico inglés Stephen Hawking "El Universo estaría completamente autocontenido y no existiría ninguna singularidad para la cual debiese recurrirse a Dios. El Universo no sería creado ni destruido. Simplemente ‘SERíA', con una cantidad total de energía igual a cero."

    Ahora bien, que sucede en el plano, llamémoslo, espiritual; aquí la fe en uno o más Dioses se basa principalmente en la creencia de que se puede vencer y trascender la muerte, que es un cambio irreversible. Para quienes tenemos hijos o hemos perdido un ser querido esta posibilidad resulta particularmente atractiva, pues supone que una vez dejemos de existir, será Dios quién seguirá cuidando de nuestros hijos, y nuestro ‘espíritu' logrará trascender eternamente y reencontrarse con quienes perdimos algún día, en un lugar maravilloso, lleno de paz, donde no existan los miedos ni males terrenales. La forma más natural de evitar la muerte es negando su existencia. Este precepto resulta ciertamente lógico tanto en el mundo actual, como en el de nuestros antepasados. De allí entonces que desde los orígenes de la civilización, la creencia de una vida celestial después de la muerte, haya ocupado un sitial de gran importancia. Evidentemente cualquiera de nosotros desearía que éste fuese nuestro destino póstumo y el de nuestros seres queridos; trascender y lograr para ellos la vida eterna y la paz de sus ‘almas' ¿Quién no podría desear algo así? Esto explica por qué la humanidad se ha aferrado a estas ideas con tanto fervor. Son justamente las esperanzas depositadas en estas transmigraciones y paraísos celestiales las que convierten la vida en tolerable para la inmensa mayoría de las personas y les permite enfrentarse de mejor manera con la muerte. La inexistencia de estas vidas eternas, almas, paraísos y divinidades supondría un duro golpe a nuestros anhelos espirituales más profundos. Por ello resulta comprensible que los asimilemos en nuestros corazones como verdades innegables y absolutas.

    No tenemos, sin embargo, evidencia irrefutable alguna que permita apoyar la existencia de tales ideas y la posibilidad real de que exista vida después de la muerte, reencarnaciones del alma o un supuesto paraíso, tal y como los entendemos, parece ser en extremo remota. El Universo y sus procesos físicos y biológicos, parecen moverse inexorablemente hacia el desorden, en lo que se conoce como ley de Entropía, palabra que procede del griego que significa ‘evolución'. Este principio señala que el nivel de ‘desorden' del Universo siempre aumenta o bien se mantiene constante. Considere la siguiente pregunta: ¿por qué ocurren los sucesos de la manera en que ocurren, y no al revés? se busca una respuesta que indique cuál es el sentido de los sucesos en la naturaleza. Por ejemplo, si se ponen en contacto dos trozos de metal con distinta temperatura, se anticipa que eventualmente el trozo caliente se enfriará, y el trozo frío se calentará, logrando al final una temperatura uniforme. Sin embargo, el proceso inverso, un trozo calentándose y el otro enfriándose es muy improbable a pesar de conservar la energía. El universo real tiende a distribuir la energía uniformemente, es decir, a pasar de estados ordenados a desordenados, a maximizar la entropía. Esto tiene fuertes implicancias para nuestra concepción del Universo que nos rodea, ya que marca un sentido a la evolución del mundo físico que apunta a una irreversibilidad de todos los procesos. Si llevamos esta idea al extremo, encontramos que cuando la entropía sea máxima en el universo, esto es, exista un equilibrio entre todas las temperaturas y presiones, llegará la muerte térmica del Universo. Toda la energía se encontrará en forma de calor y no podrán darse transformaciones energéticas. ¿Cómo podría entonces existir un paraíso o mucho menos la vida eterna, al menos en los términos que desearíamos que existiese?

    Finalmente, mucha gente argumenta la existencia de Dios, la vida después de la muerte y los paraísos, sobre la base de que no sea posible demostrar que NO existan. Este argumento podría parecer algo desesperado, sin embargo, es bastante frecuente entre personas que profesan algún tipo de fe. Existe en lógica un principio universalmente aceptado llamado "La navaja de Occam" atribuido al fraile franciscano inglés del siglo XIV Guillermo de Occam. Se basa en una premisa muy simple: en igualdad de condiciones la solución más sencilla es probablemente la correcta. Dicho de otro de modo; "no ha de presumirse la existencia de más cosas que las absolutamente necesarias". Cuando dos explicaciones se ofrecen para un fenómeno, la explicación completa más simple es preferible. Según este principio, siempre que se encuentren varias explicaciones a un fenómeno, se debe escoger la más sencilla que lo explique por completo. Por ejemplo, para explicar la caída de una manzana al suelo, podríamos plantear las siguientes explicaciones:
    1. Unos duendes traviesos invisibles e indetectables la han movido hasta el suelo, movidos por el afán de molestar.
    2. La madurez propia de la fruta ha debilitado el rabito por el que está unida al árbol y, debido al peso excesivo, la gravedad ha propiciado su caída.
    Ambas alternativas explican igualmente el fenómeno desde el punto de vista lógico y experimental. No podemos demostrar de manera irrefutable la existencia de los duendes, pero, a su vez, nadie puede tampoco demostrar que, de hecho, NO existan. Sin embargo, el criterio de Occam nos obliga a escoger la segunda como verdadera, ya que la primera nos obligaría a asumir una serie de postulados muchísimo más complicados.
    Ahora bien, al aplicar este principio a la existencia de una divinidad creadora del Universo junto con la existencia de paraísos y vida eterna encontramos las siguientes explicaciones:
    1. Existe un Dios todopoderoso, invisible e indetectable, que ha creado de una forma incomprensible y misteriosa todo el orden existente. El Universo y sus leyes fueron creadas deliberadamente para nuestra privilegiada humanidad y se rige de acuerdo con su misterioso designio. De este modo, cada microorganismo, cada bacteria y todo ser viviente tiene un destino preparado por Dios. Por el mismo motivo existen los paraísos, el alma y la vida después de la muerte, siendo éstos de caracteres eternos e igualmente invisibles e indetectables.
    2. Millones de años de evolución cósmica, primero, y selección natural, posteriormente, han permitido transformar la materia en seres inteligentes. No existen especies privilegiadas, sólo están las que se extinguen y las que no. De este modo, no puede haber un destino deliberado, ni para una bacteria ni mucho menos para otros seres vivientes; sólo procesos físicos y biológicos finitos e irreversibles. El Universo se encuentra autocontenido y no existe principio ni final para el cual deba recurrirse a un creador.
    Ambas alternativas explicarían nuestra existencia y la del universo que lo rodea de manera plausible y completa. Según el principio de Occam, la explicación más simple y suficiente es la más probable (más no necesariamente la verdadera). En este caso, la segunda opción es la más probable, ya que la primera nos obligaría a suponer conjeturas mucho más intrigantes y postulados muchísimo más complicados.

    Por muy atractivas que nos resulten, las ideas de vida después de la muerte, de paraísos, de almas inmortales, de reencarnaciones y de seres celestes que intervienen en nuestra vida diaria parece tener muy pocas posibilidades dado los modelos y las observaciones actuales. Esto supone un fuerte impacto en nuestras creencias y explicaría porqué, la inmensa mayoría de la humanidad, prefiere continuar adelante con sus credos, aún cuando la evidencia científica pareciera echarlas por tierra de manera lapidaria y definitiva. Nuestro rasgo distintivo de otras inteligencias terrestres es justamente que hemos logrado evolucionar más rápido (obviamente alguna especie tuvo que ser la primera, ya que resulta muy improbable que muchas especies desarrollen exactamente el mismo grado de inteligencia al mismo tiempo) y hemos desarrollado la capacidad de imaginar y de creer. Esta facultad nos ha permitido sobrevivir en las etapas tempranas. No es de extrañar entonces que abracemos con fervor estas creencias de divinidad (que según algunos serían reales y según otros meras figuras o invenciones de corte mitológico) pues forman parte nuestro proceso creativo colectivo; han acompañado a la humanidad por miles de años y se encuentran profundamente grabadas en nuestro cerebro como uno de nuestros más grandes, hermosos y profundos anhelos.

    Bibliografía

    Enciclopedia Wikipedia www.wikipedia.com
    Stephen Hawking, Historia del Tiempo.
    Carl Sagan, Cosmos.
    La Biblia Judeo-cristiana.
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