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Jueves 28 de Marzo de 2024 |
 

Obras completas de Hector Vallés

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Sepelio, Entrevista en la calle catorce, El halcón y la ahogada, Jorobado en Río Piedras.

Agregado: 18 de JULIO de 2003 (Por Michel Mosse) | Palabras: 9112 | Votar | Sin Votos | Sin comentarios | Agregar Comentario
Categoría: Apuntes y Monografías > Literatura >
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    Obras de Hector Vallés

    Sepelio

    Desde que Arnaldo fue adquiriendo fama de loco, ninguna muchacha de buena familia quería salír con él. Por tanto, el joven hijo del doctor Morales, tenía que quedarse leyendo novelas rusas y enzorrarse en su habitación en la casa de su padre en Ocean Park, hasta por fin, después de mirar las páginas melodramáticas por par de horas, adquirir el sopor necesario para quedarse dormido de plano en su muelle colchón Sealy Posturepedíc. Otras veces iba al cine a ver una película de Drácula o Frankestein y después sobrecogido por semanas de lujuria acumulada se dírigía a los muelles a beber y bailotear con prostitutas.

    Eso fue antes de que su infamia llegara a aquellos reductos de la ciudad. Una vez que esto sucedió, sin embargo, hasta las mujeres decadentistas de los prostíbulos le sacaron el cuerpo. Es decir, si no estaban demasiado borrachas o drogadas. Como esto ocurría con cierta frecuencia, Arnaldete pudo por tanto lograr un grado de satisfacción sexual y emotiva en aquellos tiempos difíciles.

    Pero no siempre. Arnaldo Morales pasaba muchas noches en coca, sin comerse ni un tostón, releyendo Los hermanos Karamasov en una habitación que daba al patio frondoso de la casona del doctor Arnaldo Morales Senior, el cual estaba contentísimo de que su híjo estuviera por fin sentando cabeza. El aburrimiento y la añoranza sexual y emotiva de Arnaldo Morales se remontaban sin embargo, en realidad, a paroxismos delirantes. Por más que las orgías y francachelas de Dimitri y los pufos mentales de Alosha, y la fiebre política de Iván Karamasov llegaran a alturas de naves de catedral gótica, Arnaldete lo que quería era tener una novia.

    Pero nada. Desde que el muchacho había comenzado a ver al siquiatra doctor Mauricio Monserga, después que tuvo varias rabietas que tomaron al barrio por sorpresa y que nadie supo a que se debían en realidad, si no era a la vez que Pinkie le había dado con una piedra en la cabeza y le habían tenido que tomar catorce puntos, es decir, cuando tenían ambos nueve años, nadie se le arrimaba.

    Desgraciadamente, más o menos después de una década más tarde del famoso peñonazo, ese muchacho que antes había sido como un angelito, callado por regla general, se había obnubilado, había pegado tres gritos en varias ocasiones, como se dijo anteriormente, y hasta había corrido detrás de Pinkie (dicho sea de paso, el vecino de al lado), con el cuchillo de cocina de su casa.

    Esto, por supuesto, tambíen había ocurrido en el interín. Pero si se piensa que, ya entonces, Arnaldete tenía veintiún años, es decir, en edad de merecer novia formal y terminar prácticamente, carrera universitaria y matricularse en la escuela de medicina o de derecho, o de sicología o de lo que fuera, donde fuera (en Santo Domingo si fuese necesario), su comportamiento no procedía y daba mucho que desear. Por tanto, se encontró sentado en la poltrona sicoanalítica del doctor Mauricio Monserga, examinando detenidamente sus etapas orales, anales y fálicas, y su ira desmesurada hacia las figuras masculinas en su vida. O al menos ese era el ideal analítico del ilustre Monserga.

    Ya es tiempo de que me busque una novia, doctor...¿Usted no cree?

    Ya habrá lugar para eso más tarde...

    Me sacan el cuerpo las muchachas, doctor.

    Si fuera a usar el argot barriobajero de Trastalleres, Arnaldo, diría que tienes la paranoia.

    Doctor--, suspiró Arnaldo --si todo el mundo habla desde que vengo aquí.

    Hoy en día todo el mundo ve un siquiatra que otro. No hay nada extraordinario en eso.

    Espero que tenga razón.

    No lo dudes...Pero tienes que dejar de salir con putas, muchacho. Es decir, esos muelles están llenos de drogos como si fuesen cucarachas. Vete tú a saber qué caso de sífilis galopante te puede caer encima.

    Para eso está la penicilina, doctor don Mauricio.

    Que te puede acaecer una mala muerte de cantina! ¿Tú sabes lo que es eso? Una mala muerte de cantina!

    Todo se resolvería si tuviese una novia formal. Lo juro.

    Después que te arregles la cabeza, muchacho. Lee, lee que el bachillerato en humanidades es buen entrenamiento para la carrera de abogacía.

     

    2

    Y por tanto Arnaldete leía sobre los bajos fondos de Moscú y San Petersburgo, para no mencionar las prisiones en Sibería durante el siglo diecinueve. Pero precisamente estas lecturas le creaban añoranza de visitar los antros en los muelles, a manera de así acumular experiencias propias, quizás para sus propias novelas. Pensaba Arnaldo que si escríbía una novela de fama internacional--y las novelas de los bajos fondos tienen ciertamente un vetusto abolengo internacionalizante--llegaría, a pesar quizás de su locura, a tener las muchachas más espeluznantemente bellas en toda la capital, para no mencionar las europeas, las neoyorkinas, etc.

    Sin embargo, cada vez que se le ocurría llamar a una muchacha bien o no tan bien pero al menos normal el resultado era el mismo.

    Yo sí sé quien es usted pero desgraciadamente usted no tiene buena fama, señorito Morales. Además, yo no salgo con un muchacho que además de loco, tiene fama de prostibulario...Quién sabe qué enfermedad se me podría pegar, con solo respirarme de cerca. Porque yo de lo otro no, claro está...

    No sí ni lo pensaría.

    Pues no.

    Esa fue la única vez que Arnaldo habló con Eulalia Bustamante. El numero de teléfono se lo había dado un amigo, como una posible muchacha que quízás saliese con él. Pero nanai. Aunque hacía poco tiempo que Eulalia había llegado a Santurce de Naranjíto, ya había oído hablar de Arnaldete,"el sícoanalizando". Por supuesto que nunca salió con Arnaldete; ni tan síquíera se vieron jamás. Es decir hasta que...

     

    3

     

    Eulalia murió de un aneurisma. Así, de sopetón. Un día llegó a casa de La Facultad de Comercio, se sintió mareada y fue a recostarse un momentito. CATAPUN! No se despertó jamás. Es de esperar que se hubiese confesado y comulgado, tal como es prescrito a los miembros de La Iglesia de Roma. De eso sin embargo estamos seguros. Como no, la muchacha no salía apenas a no ser a la iglesia Santa Genoveva de Hato Rey. Así, CATAPUN! Sinceramente, no somos nadie.

    Pues bien, esto ocurrió en el momento quizás más aburrido de la vida de Arnaldo, cuando ya se había recorrido todos los muelles de San Juán y se había leído todas las novelas decimonónicas rusas de renombre. No solamente eso, pero cuando las muchachas le habían dado tantas calabazas de entrada que no le quedaba otro recurso que leer y leer. Dicho sea de paso, el veintiunañero hasta había decidido descontinuar el análisis y bandeárselas por sí solo en la capital, con la esperanza de que la gente se olvidara de su historia después de una cantidad razonable de tiempo y lo dejaran en paz en su búsqueda de compañía femenina y noviazgo formalizado y casto.

    Le ocurrió cuando se despuntaba mujer, dijo alguien en la Ehret de Hato del Rey.

    Si al menos hubiese cumplido los veinticinco,pero a los diecinueve añitos!

    La madre de Pínkie, quíen no conducía--había cogido pon para venirse hasta la funeraria alegando conocer a la fenecida desde los dos días después de nacida--tomaba parte en el llanterío, rodeada de niñas núbiles. El ataúd estaba allá en la parte de atrás de la capilla y era prácticamente inasequible, a causa de hileras sucesivas de plañideras adolescentes y sus apropiadas chaperonas. Eso fue cuando entró Arnaldo si no novelando, ciertamente, novelereando. No, pero esto es una broma. En realidad Arnaldete tenía sobradas razones para participar en el velorio. Para empezar, quería saber qué aspecto tenía aquella muchacha de la cual estaba supuesto a estar formalmente enamorado, como correspondía a un muchacho con historial siquiátrico.

    Pero aquellas oleadas de gente no le permitían que llegase al regazo de su amada y llorase lágrimas tiernas y ansiosas, destruido, como es digno de un amor atormentado. Arnaldo se tapó la boca con el puño y tosió apropiadamente, como quien se quiere suicidar con el uso exagerado de la nicotina.

    Vas a morir como el pez, por la boca--, le comentó un hombre con sortija gruesa con el caduceo de médico engastado en un zafiro.

    Ojalá que muriese ahora mismo de otro aneurisma.

    Lo sé, es trágíco. Degraciadamente la ciencia médica no ha llegado a curar este síndrome sanguíneo venoso.¿Eras tú de sus amistades más allegadas?

    Arnaldo titubeó momentaneamente. --En sí era su novio...Claro está, cómo decirle...que no la he visto nunca personalmente.

    El médico achicó los ojos, extrañado. --Con el permiso--. Y se escabulló por entre la dolida concurrencia. Sí, él también había oído hablar del caso Arnaldo Morales, y su mente raudocíentífíca lo reconoció ipso facto.

    Arnaldo se encogió de hombros y trató de vencer la resistencia de la oleada plañidera. En un momento, sin embargo, en que Arnaldo viró la cabeza hacia atrás, siguiendo con la vista un llantén particularmente estridente, divisó a doña Pitusa, la madre de Pinkie, tener un apropiado desmayo de velorio por enésima vez. Las núbiles niñas bien, por supuesto, la recogieron y le dieron sales a oler. Despertó, tuvo la realización de dónde estaba, y le dio otro consecuente patatús. Arnaldo se le ocurrió de que quizás le podría introducir a las núbiles adolescentes, sobre todo una con una nariz de enchufe que se enjugaba los ojos verdes con un delicado pañuelito de encaje.

    Sin embargo, esto fue sólo de pasada. En realidad, quería ver a su novia y entonces ya tendría un más acendrado criterio para tomar una decisión. Por tanto, a rempujones, se avalanzó hacia la caja eterna de la que era la homenajeada y despedida en aquella función social.

    4

    Era flaca, como un espárrago. La nariz aguileña, de aletas distendidas, sobresaliendo a través del tul mortuorio desde una cara enjuta, la mostraba como una vampiresa casta y brutal. Nadie se podría haber enamorado de aquel espantapájaros: era demasiado requetefea. Además, tenía una verruga en la punta de la nariz de la cual sobresalían ralos vellos como si fuese un erizo en la segunda peña del Ultimo Trolley. A Arnaldo le sobrevino una enorme emoción en aquel momento y se deshizo en un llanto fúnebre. De hecho, en un determinado momento la tomó por sus gélidas manos, cruzadas en el pecho como dicta la etiqueta funeraria, y derramó tiernas lágrimas de amante a lo Aleksandr Pushkin. Después le plantó un beso en las mejillas enjuntísimas, y en la punta de su nariz de guerrera azteca.

    No rechistó, a pesar de las asperezas de la piel de la difunta. Aún hubo que desarraigarlo dedo por dedo de la fenecida, horas más tarde, cuando iban a llevarla en luctuoso sepelio, primero a Santa Eulalia de los Naranjos, su iglesia onomástica, para que recibiera los aspergios de rigor de las blancas manos rechonchas del padre León, y luego al panteón de la familia en el cementerio La Vírgen de las Naranjas, también de Naranjito. Demás está decir, que el padre de la fenecida lloró copiosas lágrimas sensibles al saber que al menos su hija era regalada en melindres amatorios, si no en esta vida donde los muchachos le huían despavoridos, al menos después de muerta.

    El padre lo consideró señal de buen aguero y supuso en el fondo de su acongojado corazón, que su hija ya descansaba en la gloria. Este, el dueño de la cadena de mueblerías, El rey de los muebles, al contrario, por una de esas cosas de la vida no había averiguado todavía quién era Arnaldo Morales, aquel que todo el mundo en el área metropolitana conocía como "el sicoanalizando".

    Esto por supuesto lo descualificaba de amante casto y doliente, ya que además las malas lenguas corrían por todo San Juán diciendo que lo habían visto en La Riviera, en El Jockey Club, y en Los Cuatro Pechos De Mi Llorona, bar poco conocido al lado de una quebrada en Guaynabo, besuqueándose con alguna más baja que de los bajos fondos. Pero no le dijeron nada, piadosamente, a don Carlitos Bustamante, como era conocido afectuosamente en los Rotarios. Después de todo, a sus cincuenta años por fin se establecía en Hato Rey, en Baldrich, para lo cual había trabajado vehementemente como un animal, como quien dice toda su vída, y que ahora desgraciadamente le tocaba este revés del destino, poco después de mudarse a una casa amplia decorada con piezas de lo más refinado de El rey de los muebles, con un estéreo en el cual podía oírse lo mejor de El trío los Panchos y Rafael Hernández con una precisión de apariciones espiritistas.

    Y vuelvo a repetir, ahora esto. Por más que le hubiese pedido a santos y vírgenes que se la devolviesen, que fuese solamente un mal sueño del que despertara y, allí su única hija, el fruto de la única mujer que le había hecho caso cuando era un advenedizo de una jalda, aún en Naranjito...

     

    5

    Alguien empujó a Arnaldo dentro de un automóvil que formaba parte de la procesión funebre que había de transitar por pueblos y montañas con una seriedad de tumba de rigor. Miró a través del cristal del Plymouth negro y supo que no regresaría vivo de aquel viaje, como quien se dirigía en un tren transiberiano a cumplir una sentencia de cadena perpetua por haber asesinado a una vieja usurera en Moscú o en Kiev. Las demás personas en el carro, unas viejas vestidas de luto, soplándose las narices con sendos pañuelos de encaje, lloraban a moco tendido, como es apropiado de plañideras a pago. Arnaldo sacó un paquete de cancerígenos y le ofreció a las lloronas. Dos aceptaron. Arnaldo les prendió los sendos cigarrillos con su encendedor de oro y se echó la cabeza hacia atrás, después de haber abierto un poco el cristal de la ventana del automóvil para no viciar demasiado el aire acondicionado, y caviló por unos momentos sobre el sentido de la vida y la teleología del universo.

    Después se relajo que daba gusto y fue cayendo en un sueño profundo y divertido, sobre panteones y prostíbulos, que en sí hubiera servido de varios relatos que el presente historiador tendrá que algún día abordar, cuando llegue a la edad madura y sabia de los ochenta años. Para adelantar algo, sin embargo, diré que Arnaldo se encontraba vagando por el cementerio que nunca vío hasta más tarde en Naranjito y que, entre panteón que viene y panteón que va, se topo cara a cara con su dulce Eulalia Bustamante, llamándolo con un ademán del dedo índice, de que se acercara a ella y viviera con ella para siempre y para siempre, criando malvas en aquella recoleta necrópolis.

     

    6

    Un hombre vestido de negro, de cabello blanco y líneas pronunciadas en una cara larga, lo sacudía por el hombro y le repetía que nadie debería dormir cuando la hija de don Carlos Bustamante estaba siendo bendecida, por última vez, en la santa iglesia.

    ¿Qué iglesia?--respingó.

    El hombre le apuntó con el dedo índice a un edificio crema, de campanario atemporal, que se cernía sobre la hilera de automóviles estacionados, trepada al final de unas escaleras de piedras encaladas. El sol de medio día le golpeó directamente en los ojos a Arnaldo. Se protegió con la mano abierta. Asió la manivela, abrió el automóvil y salió afuera.

    Se escuchaba una música luctuosa de misa solemne, de una pintiparada depresión subida. Arnaldo buscó entre los pantalones a por un cigarrillo y lo encendió mientras caminaba por una acera bordeada de una hilera árboles. Abajo, en aquella tierra entre la balaustrada de hierro y el valle, se desplegaban los naranjos colmados de fruta. Fue dejando la iglesia atrás, trepada en aquel nivel, y concentró la vista en las montañas ceniza y azuladas en la lontananza.

    Pensó profundamente sobre la literatura decimonónica rusa de vampiros y los ojos se le aguaron en un arrobo transmundano. Decidió en aquel momento no volver a los muelles en la vida y esto le sirvió de acto de contricción. Después, no recordó más que unas lentas campanadas y la gente saliendo por las puertas de la iglesia. El ataúd era cargado por seis hombres de las asas, lentamente, con dignidad apropiada de entierro de hija de rico hombre. Arnaldo siguió la marabunta que se dirigía, entre tortuosas calles adoquinadas, hacia el portal del Campo Santo que ya se perfilaba sumido en el olor a gladiolas y demás flores víoláceas. Más tarde, en el preciso momento exangüe de dar a la tierra lo que, al fin y al cabo, siempre fue suyo, Carlitos Bustamante puso una docena de rosas encima del féretro y se desplomó y, como suele suceder en estas ocasiones, estuvo a punto de caer plantado junto con su hija en la fosa.

     

    7

    Después se fue desperdigando la gente hacia las casas y los automóviles. En algún momento, en medio de aquel silencio sólo interrumpido por algún sollozo, Arnaldo dijo en voz alta, --Quisiera olvidarme del universo!-- La gente lo miró como a loco, se encogieron de hombros, y siguieron regresando por las calles estrechas. Arnaldo, por supuesto, se quedó atrás

    mirando hacia la lontananza moral y física, al igual que a aquellos espirituales angelitos, vírgenes, Cristos y santos que adornaban aquel último lugar de reposo.

    Nadie sabe en qué viajes astrales participó aquel atardecer Arnaldo Morales, mientras fumaba empedernidamente. Sólo hay constancia lógica de que estuvo cavilando horas por aquellos parajes, tratando de conjurar el cuerpo o el alma de la única novia que tuvo. También consta en la leyenda de que Arnaldo Morales pidió direcciones de dónde quedaba el burdel de Naranjito, o el casino o qué sé yo. Finalmente, se sabe que allí se encontró con una mujer algo cenicienta, de unos ojos enormes, hundidos, una nariz aguileña y unos dientes algo separados. Quizás estaba de suplente aquella noche aquella mujer que lo tocó por el hombro con dedos gélidos de ultratumba y le sonrió y le dijo,

    Ahora sí, ahora sí seré tuya para siempre mientras la vellonera maullaba alguna ranchera.

    Fin

    Entrevista en la calle catorce

    Gudrun, el Boricua corpulento con el pelo de estropajo en el autobús puede que haya estado yendo o viniendo de cualquier parte en la ciudad, te lo acepto. Pero la manera que te miró a ti y después a mí uno podía saber que estaba tratando de corroborar si somos quienes somos.

    Pero por qué, Arnaldo, ¿por qué?

    ¿Quieres un cigarrillo? Te lo cuento.

    Gudrun rechazó el cigarrillo con un gesto de la mano abierta. Arnaldo encendió uno. Inhaló. Se peinó el pelo abundante con la mano hacia atrás y luego hacia el lado.

    Me lo has contado montones de veces.

    La sala de espera de la Clínica Outpatient de Highbridge estaba pintada de un amarillo institucional. Estaba dividida del resto de la clínica por una partición. Al nivel de la vista sobresalía alrededor una lámina transparente de plástico, desde donde se podían observar los pacientes y los pacientes podían observar a la recepcionista, a los trabajadores sociales y los psiquiatras. Hacia la parte de afuera estaba la ventana que permitía ver la avenida Jerome y la vía elevada del metro.

    Pues quizás te lo he contado otras veces. Es como pelar una cebolla.

    Gudrun se atusó el pelo rubio. Vestía un impermeable azul. Tenía treinta y cinco años pero aparentaba cuarenta y tantos. Era matronal y lo había sido cuando se habían conocido doce años atrás en Munich.

    Sé que las cosas que me están sucediendo tienen una razón de ser continuó Arnaldo. Comenzaron cuando estuve saliendo con Beatriz Gómez.

    No me empieces de nuevo con eso, Arnaldo.

    No, no, no, no. Escucha. Está saliéndose por los intersticios de nuevo. Antes no. Pero esta vez sí que estoy seguro que me han seguido y me están dando caza en Nueva York.

    Dame un cigarrillo, anda.

    ¿Uh?

    Anda. ¿Quién quiere vivir para siempre?

    No quiero arruinarte la vida, Gudrun. Pero me siento tan solo. Sí no fuera porque tengo un miedo atroz de que están esperando como lobos para destajarme... Te diría que volvieras a Alemania.

    Gudrun tomó una calada del Marlboro. Pensó que estar allí a estas alturas en el South Bronx era como estar en cualquier parte. Ya no le importaba, en el fondo.

    Lo que necesitas es el medicamento, Arnaldo. Yo también. Si no fuera por el Tofranil me hubiera tirado del puente desde que nos mudamos a Undercliff.

    Las medicinas no pueden cambiar la realidad.

    Es cierto admitió Gudrun. Pero nos puede dar un tiempo para pensar.

    Es lo que necesito: tiempo para pensar. Pero lo que ocurre es que cuando comienzo a contarte algo me dices que ya te lo he contado y tal vez es cierto que te lo he contado...

    Me lo vienes contando una y otra vez desde ayer!

    Quizas, pero déjame que vuelva sobre ello, Gudrun. Por Dios, déjame decirte que ésta... qué sé yo... mujer... retorcida... estaba caminando el lunes, el día de la entrevista, por la catorce, saliendo y entrando de los bazares de ropa, llevando un bolso de libros que probablemente había comprado en Lectorum o en Macondo. Toda chula, así, con su cara arrogante a pesar de su fealdad...

    ¿Qué mujer?

    Arnaldo se quedó boquiabierto. ¿Cómo no se lo había contado a Gudrun si se lo había contado a Mario, el trabajador social, y a Warren Kaufman, el siquiatra, y hasta a Paul Rubin, el farmacéutico?

    Me estás tomando el pelo, Meine Liebe.

    En absoluto. Sólo que no se me ocurre de quién hablas a no ser que estés alucinando a una mujer que hace veinte años que no ves pero que insistes que te sigue por todas partes como en Schawben, saliste corriendo de la cervecería gritando que los comunistas del PCP te estaban observando desde la otra mesa y que te iban a clavar...

    Soy el último en negar que he sido algo paranoico a veces. Pero si tú tuvieras mi cerebro privilegiado quizás te darías cuenta que la paranoia es un sexto sentido que...

    No te das cuenta que te lo estás imaginando! Supongamos que eres un Albert Einstein. Para poner por caso, supongamos.

    Mujer, tanto como un Einstein, no.

    ¿Por qué no? ¿Eres un genio o no eres un genio?

    Bueno lo soy pero un...

    Pero, pero qué. Einstein era un genio, ¿no?

    Arnaldo asintió con un movimiento de la cabeza.

    Pues entonces, un genio puede estar loco, ¿no? Digo, todo el mundo dice que Einstein pensaba tanto que era como si estuviera loco.

    No que estaba loco sino que tenía una genialidad tan sobresaliente que...

    Estaba loco, Arnaldo, y punto.

    Bueno pues entonces tendrás que admitir que puede ser que yo como genio veo cosas que otras personas no ven y que si yo vi a Beatriz Gómez bamboleándose de un lado a otro de la catorce es porque lo estaba haciendo.

    Y lo estaba haciendo, ¿y...?

    Pues me siguió en dirección a mi entrevista en Baruch College para hacerme la gran putada.

    Gudrun hizo un gesto escéptico con los labios.

    Pues me siguió, sí. La vi espiándome desde la cristalera cuando entré en el Chock Full 'O Nuts a tomarme un café y una dona para no ir con el estómago vacío a la entrevista y poder enfrentarme con aquellas cacatuas: la profesora Anderson y demás eruditas a la violeta, y poder torear sus alusiones culteranas. Luego Beatriz hizo una mueca de sorna con los labios y desapareció en la calle instantáneamente.

    Las tres mujeres estaban vestidas con camisas de seda de mucho volante, y trajes de negocios azulmarinos. La primera pregunta que me hice fue qué tenían contra nosotros personalmente aquellas mujeronas que nos querían ver por las calles panhandling, desorientados como en una tragedia griega.

    ¿Nos podría decir algo más sobre su background, Dr. Morales? me preguntó la doctora Anderson una vez que nos habíamos sentado los cuatro en su oficina: aquellas tres mujeres que acariciaban sus solapas y jugaban con sus espejuelos de leer y a quienes no les importaba para nada los años que pasamos en pensiones cochambrosas en Madrid mientras yo estudiaba literatura castellana, y entraba y salía de los sanatorios porque sabía que no había futuro en ello, que íbamos a terminar en la prángana.

    Tranquilo, Arnaldo, tranquilo, le frotó Gudrun las espaldas.

    Y me dice la muy hija de puta, Nada serio espero, ¿Dr. Morales?

    No llores, Arnaldish, no llores...

    Y la muy cínica me dice, ¿Qué es eso de un thought disorder, Dr. Morales? He oído el término en alguna parte pero no recuerdo...

    Arnaldish, ¿cómo se te ocurre? Dime.

    Ya sé que fue una estupidez de mi parte, pero... Gudrun, quizás no lo fue. Yo vengo a hablar de cosas que son de, de primera importancia para el destino del planeta. Cosas que si no se resuelven van a dar al trasto con...

    El planeta se fue al trasto hace tiempo, Arnaldo. Qué importa! Mira chico, lo único que te pido es que te tomes el Mellaril.

    ¿Donde tú has oído hablar de un profeta que tomara neurolépticos? ¿En qué Biblia? No, chica, no..., las alucinaciones son mensajes del más allá.

    Arnaldo, pero tú no crees en Dios.

    No, nadie me va a hacer tomar esos medicamentos del demonio. Por más persuasivos que sean tus argumentos no los tomaré.

    Una de dos mujeres que estaban sentadas enfrente de ellos en la sala de espera se rió bobaliconamente. Eran dos puertorriqueñas gemelas de alrededor de cincuenta y cinco años que apenas emitían un sonido. Tenían el aspecto de haber estado en clínicas siquiátricas y cotolengos desde que habían nacido. Al igual que Arnaldo, estaban esperando a que llegara el psiquiatra, quien había llamado para decir que estaba teniendo problemas con el automóvil, y les escribiera la receta mensual de neurolépticos. Otros pacientes entraban y salían a humear cigarrillos y pedir dinero para un café azucarado que compraban en un Donut Shop que quedaba en la esquina de la Burnside y que frecuentaban también los narcómanos y adictos al crack del vecindario.

    Hacía tres meses que Arnaldo había rehusado a tomar más las medicinas. Sólo sirven para castrar la creatividad fue el comentario críptico que le había pronunciado a Gudrun en aquella ocasión. Luego Arnaldo había caído en un frenesí creativo donde escribía poesías, ensayos, cuentos y novelas hasta las tantas de las noches. Progresivamente sus escritos se convirtieron en enormemente gongorinos y luego, cada vez más mutilados, estridentistas y finalmente ininteligibles. Gudrun los leyó pasmada, con la boca abierta. Escribo para de aquí a mil años fue la explicación que le dio Arnaldo. Esta semana por fin, Gudrun lo había convencido a medias a que viniera por una receta de neurolépticos.

    Imagínate, Gudrun, lo que es el mundo. En San Juán supongo que corre la bola de que estoy viendo a un sicoanalista en Central Park West y que me codeo con la inteligentsia de Manhattan.

    Puerto Rico es un país atrasado y sin interés. No me explico como sigues obsesionado por la historia de semejante islote.

    Pero ellos no lo saben. Beatriz, por ejemplo, me siguió con toda la locura que implica la política de allí y se quedó husmeando por los pasillos hasta que supo de que se trataba y... Bueno, tú sabes como son las literatas que se conocen todas... Cuando llamé el martes a hablar con la Dra. Anderson para concertar una segunda entrevista me dieron el runaround. Que si está en una reunión, que si acaba de salir.

    Dame otro.

    ¿Uh?

    Otro Marlboro.

    Arnaldo sacó el paquete de cancerígenos y se lo acercó a Gudrun. Fumaron ambos.

    Y entonces fue cuando...

    Decidí acercarme de nuevo hasta Baruch. Me puse el flus de cuadros double breasted que le compré a los árabes, mi camisa azul de cuello demasiado grande, y la corbata azul, lisa.

    Que fue lo mismo que vestiste cuando fuiste a la primera entrevista...

    Cierto. Sólo que no había lavado la camisa. Estaba arrugada (la saque del fondo del hamper) y olía a sobaco. La corbata tenía manchas de café. Me puse unas medias de nilón sucias. Los únicos zapatos que tengo y salí ayer. Como tú sabes diluvió, caminando entre charco y charco tapándome con el paraguas en medio de la lluvia y la ventolera a decirle a la Dra. Anderson que cogiera su trabajo y se lo metiera por donde no le da el sol.

    Esperé la guagua lo que fue una eternidad. Ya estaba chorreándome el agua cuando por fin llegó y cruce el puente de Washington solamente pensando que un intelectual es un intelectual donde sea y que le iba a decir que si los rusos se van a quedar con el mundo lo mejor es que... Así tomé el tren y me llegué hasta la catorce. Supongo que lo mejor hubiera sido que tomase el subterráneo crosstown pero me dije what the hell. Por qué iba a esperar de pie en el maremagnum de gente que estaba en el andén apretujados como si Godzilla se hubiera escapado del zoológico.

    Salí a la catorce. Y el bazar estaba allí como todos los días del año aunque hubiese una guerra termonuclear. Excepto que tenían toda la ropa y los guindalejos debajo de carpas de plástico transparentes. Con el paraguas roto, las varillas saliéndosele por todas partes, fui zigzagueando por las mesas pensando que de un minuto a otro algún monstruo iba a aparecer por el horizonte y se iba a acabar el mundo. Iba así caminando, pensando en tacos que decirle a la Dra. Anderson y me salían por millones, cada cual más insultante que el anterior.

    Entonces, una sombrilla enorme roja se iba bamboleando con una sonrisa de hacer putadas. La frente alta, la cara pecosa, la nariz perfilada como la de una madona flamenca. Y le digo que me deje en paz. Que ambos podemos vivir en el mismo planeta, tener puestos universitarios, retirarnos cuando llegue el momento...

    Beatriz se carcajeó en aquel momento mostró los dientes como hachas, los labios finos, me apuntó y me dijo que nunca, nunca seré alguien. Que viviré en los inner cities el resto de mis días.

    Tiré los restos del paraguas a la calle y caminé enchumbándome cada vez más en dirección al lado este de la catorce. Así que había hablado la muy altanera con el cuadro director del departamento de lenguas y literaturas extranjeras del antro de Baruch y me estaban sacando el cuerpo las arpías.

    Fui, Gudrun, con paso animado por medio del diluvio que subsumía a toda la ciudad hostil...

    Estás algo paranoico, Arnaldo.

    Cómo que no. La ciudad es hostil.

    Gudrun recordó a Arnaldo tomando la sopa de lentejas en el cafetín en la Leopold Strasse donde se habían conocido. Tenía el pelo rizado y las facciones finas. Estaba totalmente espaciado.

    ¿Quieres ir al Max Planck Institute? le dijo una vez que hablaron un rato.

    ¿Qué es eso?

    Es un lugar donde ayudan a gente como tú y yo.

    Arnaldo la miró por un largo rato directamente en los ojos tratando de corroborar si podía confiar en aquella extraña.

    Vamos, finalmente se decidió, mientras mojaba el Pumpernickle con los vestigios de la sopa.

    Tomaron el tramn y fueron subiendo hasta la parte residencial de la ciudad.

    Y ¿de dónde eres?

    Arnaldo permaneció callado. Miraba hacia todas partes por entre las ventanas del tramn.

    ¿Te siguen?

    Hoy en día siguen a todo el mundo.

    A mí no. No soy lo suficientemente importante, puntualizó Gudrun.

    Yo tampoco lo soy. Pero, sin embargo, hay una mujer que quiere vengarse de...

    ¿De...?

    Permaneció callado un largo rato. Finalmente dijo.

    Es de Puerto Rico igual que yo. Allí la política lleva a las personas a asesinar por el más pequeño desdén.

    Al igual que acá y en todas partes.

    La miró de soslayo como si no hubiera considerado lo evidente desde hacía tiempo. Gudrun pensó doce años más tarde en Nueva York que, además de su propia soledad, fue aquella mirada de siervo asustado lo que la atrajo a él.

    Sí, la ciudad es hostil ¿y qué pasa con ello?

    Precisamente. Iba pensando en el desprecio sofisticado que me iba a mostrar la doctora Anderson una vez que llegara jadeando hasta ella. Cuando iba a las alturas de Chock Full 'O Nuts paré de caminar. Entré, me senté en una esquina del mostrador. Ojié la cartera y busqué en los bolsillos disimuladamente para corroborar si tenía suficiente dinero para una sopa. Apenas lo tenía. Cuando me sirvieron desboroné las galletas saladas encima del Clam Chowder y comencé a tomármela, lentamente, para hacerla durar.

    Y pensé en las mujeres aquellas y la putada de Beatriz y cómo no importaba un comino al fin y al cabo. Me miré en el espejo y me vi el pelo mojado, entrecano. Temblaba. Pensé en los poemas que nunca publicaré y supe entonces que el universo de aquellas espejueludas no añadía nada a mi pasión.

    Por eso te quiero, dijo Gudrun.

    ¿Por...?

    Porque no eres un pobre diablo como la mujer esa que alucinas hace veinte años.

    Pero es cierto, Gudrun!

    La alemana le puso el brazo alrededor del cuello y lo besó con uno de sus besos que sabían a tabaco, y a café. Luego le sonrió.

    Espera, espera Arnaldish, le tapó la boca con su mano ¿Te acuerdas cuando me escribiste el primer poema en Munchen?

    Arnaldo pensó un poco y luego hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

    Y entonces supe, Arnaldish, que eres alguien. Tranquilo. Por eso ella me envidia. Y te envidia a ti y te hace putadas.

    Si no sé sí en realidad...

    Arnaldo, te sigue. Yo a veces me despierto a las tres de la mañana y miro a través de la ventana hacia Undercliff y la luna la ilumina, como una loba hambrienta, esperando, acechando...

    Te lo inventas, Gudrun.

    Y jadea de tanta añoranza. Veinte años y no ha conocido a nadie que la haga ser tan triste.

    Me tomas el pelo.

    Como cuando esperé un mes a que me besaras en Munchen y luego fueron seis meses antes que me hicieras el amor. Estabas tan triste y yo te esperé y te estudié. ¿Crees que no lo sé todo de ti? ¿Qué no te protejo?

    Y Arnaldo la miró de lado y la vio llorar y sonreírle, a pesar de todo, feliz.

    El halcón y la ahogada

    Cuando la luz del sol
    se esté apagando
    y te sientas cansada de vagar.

    Ramón Álvarez despertó del sueño dopado del Unisome con un dolor de cabeza de momia después de siete mil años de olvido en las arenas. Se sentó en el borde del futon, haciendo un gran esfuerzo con los músculos y coyunturas de un cuerpo que había albergado en otra hora el apacible Ka. No obstante, en los tiempos recientes había sido atormentado, sujeto a la desgracia y la locura.

    Laura lo había dejado, trastornada, después que se les había ahogado su hija, Ariadna, en una piscina, el día de su cuarto cumpleaños. Entonces, Ramón, sin una razón que pudiera entender, había ido día tras día a vagar por las tiendas y los bazares de Aventura Mall, aquel universo dentro de la metrópolis, que cada vez le robaba más espacio a la realidad.

    Aquel día, a eso de las diez de la mañana, vio por primera vez en los grandes almacenes JC una fila de viejos moribundos y locos que esperaban su turno para probar qué holgado les quedaba el ataúd, facsímil del catafalco de un faraón de la época arcaica, o, si fuese la cliente mujer, aquél de su ésposa y hermana.

    Ramón vagó por los pasillos de JC y luego salió al segundo nivel del mall. Asido a la baranda, miró hacia el primer piso cuyo suelo de mármol veteado relucía grotescamente majestuoso. Hubiera sido cosa de dejarse caer contra el seto de abajo en un trance, casi como si fuese un accidente.

    A eso de las doce y media había mermado algo la fila mortuoria. Ramón se encontró en linea con los tullidos, los terminales y los locos, para participar del milagro de la vida eterna. Cuando le tocó el turno de acostarse en el féretro y cerró los ojos, se vio en la penumbra entre las cañas del río y escuchó el aleteo del halcón, Horus, en el momento de volar al mundo suprarreal.

    ¿Qué cree usted? ¿Qué esto es para siempre? , se le asomó un hombre de cara burlona, ojos saltones, pelo canoso rapado al cero, y miles de aditamentos para caminar, apuntando hacia su reloj pulsera en su muñeca torcida, con el dedo índice de su mano derecha. Ramón Álvarez se frotó los ojos, desperezándose, y se bajó como pudo. El hombre que tenía la cara de un idiota de circo se trepó y apoyó las muletas contra el lado del ataúd. Se llevó las manos a la cara, y se recostó, desapareciendo dentro del invento más espeluznante de la historia de la humanidad.

    Ramón Alvarez caminó con las imágenes vagas que le restaban del trasmundo egipciaco y se puso de nuevo en fila. Frente a él, los locos y los incapacitados en general eran acompañados por enfermeros, algún que otro sacerdote, y monjas que prorrumpían obsesivamente con el murmullo de los padrenuestros y las avemarías, cuenta por cuenta del enésimo rosario. Pasaron así las próximas cuatro horas, durante las cuales Ramón Álvarez pudo acostarse en la caja mortuoria tres veces más y por siete minutos, cada vez, verse entre las deidades de la civilización del Nilo.

    Luego, hambriento, fue al Food Court a comerse un trozo refrito de pizza. Sentado en la mesa de colores pastel, pensó en que era posible creer en cualquier cosa. Se figuró que el mall estaba lleno de personas que creían en la vida de la ultratumba. Y mientras tenía estos pensamientos insubstanciales, le vino la imagen de su hija, pálida y exangüe junto a la piscina el día de su cumpleaños.

    En Nueva York su esposa alimentaba palomas con migas de pan desde un banco verde en la Broadway. Se fue tres semanas después de la muerte de Ariadna y le había dicho que se iba a visitar a su amiga Esther Kozol. Hacía dieciseis días, no obstante, que se sentaba allí durante horas, con la imagen eidética de la niña golpeándole la frente, esperando reencontrarse con ella en el torbellino de la hojarasca.

    Los días siguientes Ramón Álvarez visitó el templo del faraón en JC varias veces. Hizo fila y, después de esperar tres cuartos de hora, volvió a los atardeceres de la ribera del Nilo siete mil años atrás.

    En una de las ocasiones que deambuló por JC Department Stores, durante los próximos días, pasó por el lado de una cortina negra, la empujó a un lado con la mano y entró. Se hallaba en un departamento con hileras de trajes negros, camisas dé colores pastel de etiqueta, pajaritas y, a la izquierda, una selección variada de ataudes, con tapas doradas y figuras de faraones con la barbilla protuberante y el tocado azul y de sucedáneo de oro, adornado además con rayas negras horizontales.

    ¿En qué puedo servirle hoy? dijo un hombre de pelo cano, un bigote totalmente blanco y un vestido negro con un clavel amarillo en la solapa. Se ajustó la corbata con sus manos grandes y pálidas como las de un verdugo.

    Ramón Álvarez puso su tarjeta de JC sobre el escaparate.

    No es necesario.

    Lo prefiero así, sobre la mesa.

    El vendedor movió la cabeza para arriba y para abajo y le indicó poniéndole una de sus manazas en la espalda de Ramón, que se parara en una esquina frente a un triángulo de espejos. Sacó su yarda de medir de un bolsillo del chaquetón y comenzó a tomar medidas: los brazos, el pecho, las piernas.

    Éste es el especial como parte standard del ajuar funerario que ofrecemos. Pruébeselo, pruébeselo.

    Ramón hizo un gesto indeciso. El vendedor entonces le mostró un traje negro de finas solapas.

    Éste le quedará más ajustado. Aunque parece antiguo es en si un estilo más moderno. Es el último grito de la moda del Trasmundo JC.

    Ah pero sí...usted no se ve particularmente demacrado...Bueno, pues un suicida. Está bien. Aquí en Almacenes JC respetamos todos los estilos de vida...y de muerte.

    O póngase este traje de etiqueta egipciaca...Bueno pero quizás no sea necesario. Ah, se parece a un miembro del antiguo grupo de Liverpool con este flus. ¿Sabe que ciertas nuevas escavaciones han probado que la historia es circular? Por tanto hubo armas termonucleares en otros avatares (Es una buena palabra para usar en estos Lares con los moribundos. ¿No lo cree?) a la vez que guitarras eléctricas. ¿Usted toca algún instrumento?

    No.

    ¿No?

    No tengo oído.

    Ándele hombre. Todo el mundo tiene oído. Venga, venga por aquí. Ahora póngase esta guitarra así, de lado. El pelo...Es usted un roquero nato. La misma mirada de estar enchufado con la electricidad del otro mundo.

     

    Aquella noche Ramón pasó las horas mirando hacia el techo, viendo el cadáver de su hija. En Nueva York Laura seguía rezando, ya totalmente ida, frente al bulevard flanqueado por los altos edificios de ladrillos.

    Ramón Álvarez finalmente cayó en un sueño. No podía recordar el teléfono de Laura en Nueva York. Luego supo que estaba en la calle. Que no tenía ningún familiar o amistad en la ciudad. Se habían mudado a lugares que desconocía. Vagó avenidas con los ojos morados. Le quedaban diez dólares. Olía a parques y a estaciones de autobuses.

    Despertó con un sofoco a las cuatro y cincuenta y dos de la mañana. Buscó a Laura por el apartamento y por fin se percató de que ya no estaba.

    A las diez de la mañana se presentó a su cita con Sid Segal. El vendedor había vuelto a llamarlo por su nombre de pila como en los viejos tiempos.

    ¿Estás listo para probarte el sarcófago, Ramón?

    Asintió con un gesto serio de la cabeza.

    Todos estos que tienes aquí puedes escoger por el especial de $999.99 , le indicó con la mano abierta.

    Pero si me voy...es para siempre.

    No importa, Ramón, estás cubierto. Fuiste un buen empleado de los Almacenes JC.

    ¿Un buen empleado...? Apenas trabajé un año y medio y lo hacía todo mal.

    Fuiste perfecto.

    Ramón entornó los ojos extrañado. Vio a Osiris en un fugaz momento renacer sobre el río una vez más. Luego vio a Laura dándole de comer a las palomas migajas del último sandwich que había tenido dinero para comprar.

    Ya para entonces el dopamine del cerebro de Ramón Álvarez había incrementado hasta llegar a una actividad febril. Pasó la noche destartalada, recordando a Set y los viejos del mall vagar por los bazares husmeando las alfombras orientales, las tarjetas Hallmark, los juguetes charangueros propulsados por baterías.

    No podía dormir. Fue hasta el botiquín. Abrió temblorosamente un paquete de Unisome y reunió siete en la palma de su mano. Vio su sombra de refilón en el espejo, a la vez que se atragantaba las pastillas con el agua de la pluma.

    Se vio las ojeras azotadas por el recuerdo de la pálida niña de la barriga hinchada lista para partir en la cesta de mimbre hacia arriba, hacia el valle opaco. Ya el próximo día llegaron en un camión de Almacenes JC los utensilios.

    Sí, me lo han de montar. La propina está en la mesa.

    Los dos empleados asintieron con un leve movimiento de las cabezas. Ya, cuando habían traído el ataúd en piezas al apartamentito, les añadió Ramón Alvarez.

    En el suelo. En el sofá, en la mesa. Ustedes escojan. Cuando se vayan acuérdense de cerrar la puerta . Los hombres sin decir una palabra comenzaron el trabajo.

    Ramón salió a la calle y se llegó hasta el canal que quedaba al final de la Rue Versailles. Ya el sol estaba comenzando a tramontar la bóveda gris. ¿Qué quería ella? Se preguntó. Quizás se había encontrado con Esther en Nueva York. Era lo que había dicho.

    Vio una manta leopardo de manchas amarillas volar a media agua. Ariadna estaba con ella: en ese mundo sordo e inconsciente. Cogió un pedruzco de la tierra y lo tiró al canal. Se hundió enseguida.

    Arañó un puñado de tierra. Lo lanzó en una elipsis hacia el canal. Los tres se iban a encontrar en el río. Ahora, mientras se dirigía de vuelta (al lado oeste las casas sombreadas. Al otro lado la parte yerta de los apartamentos, donde ellos habían vivido años.) la vio llegar al banco y sentarse. Estaba lloviendo pertinazmente en la ciudad. Siguió manoseando las migajas, del pan mojado. Sólo una tenue luz se filtraba a través del cielo plomizo de Manhattan. La lluvia le había penetrado los huesos.

    Ramón dejó los zapatos en el portal del apartamento. Cuando vio el ataúd en medio del suelo de la sala, pensó que esta tarde, siete mil años atrás estarían juntos los tres. Buscó las diez cajas de Unisome que tenía en el closet: treinta pastillas cada una.

    Se las atragantó con vaso tras vaso de agua. Vorazmente como ella que ahora trataba de comerse unas migajas como las palomas grises a las que había estado alimentando y que convulsionaban en la calle y en la acera. Ramón Álvarez se recostó en el ataúd con el flus puesto. Ahora lo tenía para la eternidad y no sólo para los siete minutos que habían sido sus visiones de los últimos tiempos, desde que se había ahogado la niña en la piscina. Allá entre las cañas en la ribera...quizás..siete mil años atrás volverían a acaecer los días felices.

    FIN

    Jorobado en Río Piedras

    La gente no se da cuenta cuán malos son los psiquiatras. La mayoría podría ser suplantada por podiatras u oculistas sin que nadie lo notara. En mi larga carrera como sociópata tuve varios de ellos requetemalos.

    Por todos los medios traté de curarme de mi enfermedad recurriendo a esta deplorable ciencia alienista. Durante lustros los visité y los escuché hablar de teorías  y estructuras, de homosexualidades latentes, lo mismo que de mis supuestas inferioridades raciales, intelectuales e inconscientes.

    Todas estas deficiencias reales o inventadas hicieron de mí un hombre contrahecho, tullido y acomplejado. En mi cuartito de estudiante perpetuo de humanidades y psicología, me azotaba durante las noches. Para entonces ya no creía en Dios, por tanto, hacía penitencia sin esperanza alguna de redención. Y de qué otra forma podrían ser las cosas! El mundo tal como me lo habían pintado aquellos expertos de la salud mental era demasiado jorobado para haber sido creado por alguna deidad que no fuese el mismísimo Luzbel.

    Sintiéndome culpable de que existiera semejante bodrio me flagelaba hasta sangrar profusamente. La chepa que había comenzado como un chichón, había tomado el cariz del jorobado de Notre Dame.

    Para aquel entonces, había sido abandonado por toda mi familia. Ellos vivían en el vecindario exclusivo de Ocean Park. En cambio mi cuartito quedaba en una callejuela sin salida en Río Piedras. Era aquel designado para una criada, pero ante la escasez de las mismas, lo rentaban a estudiantes que venían de la isla a estudiar en la UPR. Yo pagaba sesenta dólares al mes por mi cuarto con ducha, lavamanos y retrete.

    De lunes a jueves iba a las clases durante la mañana y luego buscaba la paz en el lugar más ruidoso del universo: la biblioteca. Todos saben lo mucho que hablan los estudiantes puertorriqueños cuando estudian. Sin embargo, mi esquizofrenia no me permitía relacionarme con ellos. Andaba por el campus de la UPR solitario huyendo de las voces de aquella tropa de montoneros que me perseguía, pensando en la muchacha que había conocido en alguna ocasión y con la cual había salido dos veces en un semestre. Raquel Marrero, paradójicamente, gozaba del hecho de que le hubiera prestado atención siendo ella tan fea. Eso era si no se tomaba en consideración mi joroba, pues de lo contrario hubiéramos terminado en un fotofinish.

     

    2

    Como a eso de las cinco volvía yo a mi cuarto. Usaba la cocina del apartamento principal para freír un bistec que había comprado con los cupones de alimento que el Tío Sam nos proveía a los esquizofrénicos.

    Como los viernes no tenía clases visitaba al siquiatra en las Torres de Castilla: dos edificios enjalbegados que quedaban en la Fernández Juncos en medio de cafetines, restaurantes gallegos y barras. Subía hasta el treceavo piso y lo esperaba sentado en una silla leyendo Las cuitas del joven Werter, o posiblemente El Fausto. A veces, no obstante, asumía una postura psicológica y leía el texto de Psicología Anormal. Así iba aprendiéndome los síntomas de la esquizofrenia tipo paranoide de la que adolecía para emular o quizás impresionar al doctor Mauricio Monserga. Las sesiones con Monserga, como la de aquel día, no daban ocasión para hacer alarde de iniciado en florituras sicológicas.

    Más bien tarde que temprano salió de la oficinucha de don Mauricio un barbudo alto y delgado de manos larguísimas que había asistido a algunas de las clases que yo tomé en el departamento de Filosofía antes de que tuviera mi segundo colapso nervioso. Lo saludé con un gesto de la cabeza y le sonreí, al igual que a Monserga. El estudiante me devolvió el saludo con una leve inclinación de la frente. Luego se fue alejando por el pasillo lúgubre hacia los elevadores.

    -Espérame cinco minutos -me dijo Monserga y cerró la puerta.

    En realidad fueron diecisiete minutos los que esperé, caminando para arriba y para abajo, llegándome hasta la ventana al extremo y mirando las gentes que como pulgas caminaban por entre los edificios, trece pisos más abajo. Mientras lo hacía iba encojonándome más con el Dr. Mauricio Monserga. No es que yo me considerara su paciente favorito como lo hacen muchos clientes de psiquiatras, aunque me hubiera gustado que así fuera.

    Por fin, Mauricio mostró su cara bigotuda y trigueña. Lo seguí. Fui renqueando con la chepa a cuestas. Me senté en una silla desvencijada, frente a la silla de Mauricio. Se repantigó en la suya, se cruzó de las piernas mientras sonreía.

    -Y ¿qué tal de semana? -preguntó a la manera tonta con que a veces comenzaba una sesión.

    -No sé. En algunas cosas bien, en otras mal.

    - ¿Y la?... -beso estirado dirigido a mi espalda-

    -... sigue creciendo a pulgada por semana. ¿Quiere sacar la yarda de medir?

    Por un momento entornó los ojos extrañado.

    -Yo no tengo una yarda de medir en mi consulta.

    - Cómo que no doctor, si los últimos nueve meses desde que vengo a verlo siempre la ha sacado y, de hecho, ha aumentado a eso de cuatro pulgadas por mes. Excepto cuando usted estuvo de vacaciones en agosto, entonces apenas creció. Claro que en venganza en el mes de septiembre creció siete pulgadas.

    -Ah, ahora me acuerdo. Era prestada de una muchacha que insistía que cada semana le decrecían los pechos una pulgada. Me la trajo expresamente para comprobarlo. Como te puedes imaginar era un delusion de los más serios.

    -¿Y la tiene?

    -Chepo..., digo, Ramón ..., no. La semana pasada llegó a un paroxismo tan exagerado que tuve que hospitalizarla y no hubo modo de que fuese al hospital si no se llevaba la yarda con ella. Es su security blanket,¿sabes?

    -¿Y de qué la protege?

    -¿No lo sabes ya? De su id.

    -Ah, ya entiendo. -Sentí la chepa crecerme por lo menos pulgada y media-. La vio! La vio! ¿Ve que no me lo estoy imaginando?

    -¿Vi la?...

    -Joroba!

    -Hombre como la voy a ver. Las jorobas suelen crecer en las espaldas. Al menos que no sea una rara joroba frontal de las que se ven una en diez millones... No tengo manera de verla.

    -¿Pero no ve como me jorobo?

    -¿Quieres hospitalizarte?

    -No, me quedo con la joroba.

    -Como quieras, pero ya sabes que la última vez que te hospitalizaste se te rebajó la chepa al menos tres pulgadas.

     

    3

    A las once menos cuarto, después de salir de la suite castellana del siquiatra, caminé bien jorobado por la ciudad de Río Piedras. Tanto me pesaba verme con aquella deformidad que decidí ir a La Taverna Segoviana, la cual quedaba en una bocacalle. Entré y me fui directamente a la barra. La gente se reía de mí y me llamaba.

    - ¿Qué le puedo servir al chepudo?

    -¿Qué dice?

    -Al acomplejado.

    -Un Don Q triple. Sin hielo.

    -Empiezas el fin de semana temprano.

    Clavadas las banderillas en pleno lomo, el mozo tiró de su chaqueta dorada con ambas manos.

    -Es más, hágalo quíntuple -dije contrayendo el espinazo.

     

    Dos horas más tarde subí la cuesta de la calle Hortensia, arrastrándome. La gente se reía a carcajadas.

    -Compañero, eres uno de los nuestros! -exclamó un hombre que se impulsaba con los codos en patinetes, carente de las extremidades del cuerpo. Era tan tullido que no le quedaban ni las nalgas y tenía que acudir a un cojín para no rasparse los dos o tres huesos que le servían de carapacho.

    -¿De los ...?

    -...de Vietnam -se apresuró a aclarar con dejo patriótico.

    En aquel momento me creció la joroba al tamaño de una pelota de baloncesto.

    -Nunca estuve en Vietnam

    -¿Y por qué?

    -Porque estoy deshabilitado.

    La iracundia le saltó de los ojos. Entonces me cayó a codazos.

    Yo soy un convencido de que si uno se lo propone llega a su destino. Después de todo, me lo dijo Monserga alguna vez. Lo hice, aunque tuve que subir las escaleras de mi edificio como lombriz en convulsiones, mordiendo con mis dientes los escalones mientras que partículas de ellos quedaban incrustadas en los peldaños.

    Ya en mi habitación me sostengo con los codos del lavamanos, me miro en el espejo, me enjuago la sangre y me acaricio la ristra de magullones que tengo por todo el cuerpo propinados por el sargento de Vietnam.

    Es de suponer que mis familiares están bien allá establecidos en sus casas del barrio que también fue el mío en alguna ocasión. Cuando me doy vuelta de perfil y me palpo en la oscuridad el globo terráqueo que tengo a mis espaldas, caigo en cuenta que siempre he tenido la joroba y que nunca fui un muchacho normal. Sería mejor que llegara hasta la balaustrada y me dejara caer contra el seto del patio interior cinco pisos más abajo.

    Así, tres segundos, y el blackout permanente.


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