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El ferrocarril

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    El ferrocarril

    medio de transporte a gran escala en vehículos con ruedas guiadas que se desplazan sobre raíles (rieles) paralelos y arrastrados por otro vehículo motor, denominado locomotora, que es donde se genera la energía necesaria para el movimiento del conjunto.

    Orígenes y primeras concesiones

    En el siglo XVIII, los trabajadores de diversas zonas mineras de Europa descubrieron que las vagonetas cargadas se desplazaban con más facilidad si las ruedas giraban guiadas por un carril hecho con planchas de metal, ya que de esa forma se reducía el rozamiento. Los carriles para las vagonetas sólo servían para trasladar los productos hasta la vía fluvial más cercana, que por entonces era la principal forma de transporte de grandes volúmenes. El inicio de la Revolución Industrial, en la Europa de principios del siglo XIX, exigía formas más eficaces de llevar las materias primas hasta las nuevas fábricas y trasladar desde éstas los productos terminados.

    Los dos principios mecánicos, guiado de ruedas y uso de fuerza motriz, fueron combinados por primera vez por el ingeniero de minas inglés Richard Trevithick, quien el 24 de febrero de 1804 logró adaptar la máquina de vapor, que se utilizaba desde principios del siglo XVIII para bombear agua, para que tirara de una locomotora que hizo circular a una velocidad de 8 km/h arrastrando cinco vagones, cargados con 10 toneladas de acero y 70 hombres, sobre una vía de 15 km de la fundición de Pen-y-Darren, en el sur de Gales.

    Transcurrieron dos décadas durante las cuales se desarrollaron los raíles de hierro fundido que soportaban el peso de una locomotora de vapor. La potencia necesaria para arrastrar trenes, en lugar de uno o dos vagones, se aseguró colocando una locomotora de vapor sobre dos o más ejes con las ruedas unidas mediante bielas.

    La primera vía férrea pública del mundo, la línea Stockton-Darlington, en el noreste de Inglaterra, dirigida por George Stephenson, se inauguró en 1825. Durante algunos años esta vía sólo transportó carga; en ocasiones también utilizaba caballos como fuerza motora. La primera vía férrea pública para el transporte de pasajeros y de carga que funcionaba exclusivamente con locomotoras de vapor fue la de Liverpool-Manchester, inaugurada en 1830. También fue dirigida por George Stephenson, en esta ocasión con ayuda de su hijo Robert Stephenson.

    El éxito comercial, económico y técnico de la línea Liverpool-Manchester transformó el concepto de vías férreas, y no sólo en Gran Bretaña. Algo que antes se veía como medio para cubrir recorridos cortos, beneficioso sobre todo para la minería, se consideraba ahora capaz de revolucionar el transporte de largo recorrido, tanto de pasajeros como de mercancías. Se había pensado que cualquiera podría, previo pago de un peaje, poner un tren sobre las vías férreas, igual que se hacía con los barcos en los canales; pero el volumen de tráfico entre Liverpool y Manchester pronto demostró que el uso de una vía fija debía controlarse desde una central y que era preciso mantener una distancia segura entre los trenes mediante algún sistema de señalización. Las primeras señales mecánicas instaladas a lo largo de la vía aparecieron en 1830.

    Desde mediados de la década de 1830 se desarrolló con rapidez en Gran Bretaña y en la Europa continental la construcción de vías férreas entre ciudades. Los ferrocarriles ingleses fueron construidos por empresas privadas, con una mínima intervención del gobierno, pero en Europa continental casi siempre la construcción estuvo controlada, y en ocasiones fue realizada, por los gobiernos nacionales o estatales. Así se estableció en Europa (menos en Gran Bretaña) la tradición del ferrocarril como empresa pública y la obligación del gobierno de financiar cuando menos en parte el mantenimiento y la ampliación de la infraestructura nacional de vías férreas. La participación del gobierno estaba orientada a impedir la duplicación innecesaria de la competencia en las rutas más lucrativas como ocurrió en Gran Bretaña y a garantizar que los ferrocarriles se expandieran de la mejor forma para el desarrollo social y económico del estado o del país del que se tratara. También eran importantes las consideraciones técnicas, económicas e incluso militares.

    La intervención estatal se consideró primordial a la hora de elegir y unificar el ancho de vía, que es el parámetro que mejor define una vía ferroviaria, la mínima distancia entre las caras interiores de los carriles, ya que limita los tipos de material móvil que lo pueden utilizar y condiciona las conexiones posibles con otros ferrocarriles.

    Los constructores de Europa y de Norteamérica adoptaron en general el ancho de 1.435 mm (56 pulgadas y media) del proyecto de George Stephenson, que se basó en los tendidos de vía para vagonetas de mina desde su lugar de origen; empíricamente se había demostrado que era la dimensión más adecuada para el arrastre por medios humanos o con caballerías. La normalización internacional de este ancho no se produjo hasta la Conferencia de Berna de 1887.

    Pero España optó deliberadamente por el ancho de 1.668 mm (el equivalente a seis pies castellanos de la época). Se ha especulado que esta adopción de ancho obedecía a una forma de protección contra la invasión francesa pese a estar ya en la segunda mitad del siglo XIX. Argumentos más técnicos apuntan a que, siendo España un país de orografía accidentada, las fuertes pendientes de los trazados exigirían que las locomotoras, para aumentar su potencia, tuviesen un cajón de fuego más amplio que el resto de las europeas, lo que obligaría a ensanchar el conjunto mecánico y por ende la vía.

    Portugal adoptó el ancho español. Otros países tampoco siguieron estos modelos; la normalización rusa a 1.520 mm se debió a que el zar eligió a un estadounidense defensor de la vía ancha para que dirigiera el primer ferrocarril del país, y Finlandia adoptó el mismo ancho. En la actualidad, el tráfico ferroviario internacional entre países con diferentes anchos de vía se resuelve con vagones provistos de ejes de ancho variable que en las estaciones fronterizas, al cruzar un tramo de transición, automáticamente adoptan el nuevo ancho; no obstante también se mantienen los clásicos transbordos de tren en estas estaciones. En Estados Unidos, la vía ancha se adoptó en muchas líneas, sobre todo en el sur, y la normalización a 1.435 mm no se aplicó en el ámbito nacional hasta después de la Guerra Civil estadounidense (1861-1865). El control gubernamental más estricto en la construcción de los primeros ferrocarriles europeos se dio en Francia, con el resultado de que en el siglo XIX contaba con la red de líneas troncales mejor planificada del continente y también la mejor preparada para la velocidad.

    La construcción de vías férreas se expandió a tal ritmo en la década de 1840 que al terminar la misma se habían construido 10.715 km de vía en Gran Bretaña, 6.080 km en los estados alemanes y 3.174 km en Francia. En el resto de Europa Central y del Este, excepto en Escandinavia y los Balcanes, se había puesto en marcha la construcción del ferrocarril. Los viajes en tren pronto se hicieron populares, pero hasta la segunda mitad del siglo XIX la rápida expansión de los ferrocarriles europeos estuvo guiada sobre todo por la necesidad de la naciente industria de transportar productos y la capacidad del ferrocarril para hacerlo a un precio que garantizaba buenos beneficios a los inversores. En 1914 ya existía casi, excepto en Escandinavia, la red de vías férreas que hoy tiene Europa, una vez terminados los túneles de la gran vía transalpina: el Mont Cenis (o Fréjus) entre Francia e Italia en 1871, el San Gotardo en Suiza en 1881, el Arlberg en Austria en 1883 y en Suiza también el Simplon en 1906 y el Lotschberg en 1913.

    En Estados Unidos el desarrollo del ferrocarril se vio espoleado por el deseo de llegar al interior del país desde las ciudades de la costa este, fundadas por los primeros colonos británicos. Tras la inauguración en 1830, en Charleston, Carolina del Sur, del primer ferrocarril de vapor para pasajeros, la construcción de vías férreas pronto avanzó hacia el oeste desde todos los rincones de la costa este. Al cabo de pocos años, los ferrocarriles habían convencido a los comerciantes de su superioridad sobre los canales, no sólo por velocidad y por ser más directos, sino porque funcionaban con cualquier clima, mientras que las vías de agua podían congelarse en invierno y descender a niveles no aptos para la navegación durante el verano. En 1850 el continente tenía ya 14.500 km de vías férreas. En la década siguiente un número cada vez mayor de empresas privadas construyó más vías férreas que en el resto del mundo, con lo que el total de Estados Unidos pasó a más de 48.300 km; Chicago, en el Medio Oeste, convertido de pequeña población a gran ciudad, fue la plataforma de una rápida expansión hacia el sur y el oeste.

    La idea de enlazar el este de Estados Unidos con la costa del Pacífico, se vio fomentada por los pioneros establecidos en la costa oeste, que decidieron a su vez iniciar la construcción del ferrocarril hacia el este, convirtiéndose la empresa de ambos tendidos en una carrera por conseguir el mayor número de kilómetros hasta el punto de encuentro; esto convirtió la construcción del ferrocarril en una gesta más que en una obra de ingeniería. Diez mil obreros de la Union Pacific salieron en diciembre de 1865 de Omaha al encuentro de los doce mil de la Central Pacific que partieron en enero de 1863 de Sacramento. El encuentro tuvo lugar el 10 de mayo de 1869 en Promontory Point con el último remache de oro que el presidente Grant clavó con esta oración: "Ojalá siga Dios manteniendo unido a nuestro país como este ferrocarril une los dos grandes océanos del globo". Con ello quedó establecido el primer ferrocarril transcontinental, que dio paso a otras líneas, como la primera canadiense, Transcontinental Canadiense, Montreal-Vancouver de 1886, y posteriormente el transeuropeo Orient Express (3.186 km) y el Transiberiano (actualmente 9.297 km).

    España y América Latina

    La primera línea ferroviaria en España data de 1848; el proyecto fue promovido por Miguel Biada Bunyol, un catalán residente en Inglaterra que regresó a su tierra natal para poner en marcha junto con José María Roca la línea Barcelona-Mataró, que fue inaugurada el 28 de octubre de ese año. Un año después, la reina Isabel II inauguraba la línea Madrid-Aranjuez, promoción de José de Salamanca, marqués de Salamanca, tramo que suponía los primeros 45 km de la concesión de la línea Madrid-Alicante.

    No obstante, aunque la fecha citada figura en los anales del ferrocarril en España, conviene añadir, que ya en Cuba, a la sazón provincia española de ultramar hasta 1898, funcionó la línea ferroviaria La Habana-Güines, que con una longitud de 16 leguas (unos 90 km) fue inaugurada el 10 de noviembre de 1837, por lo que resulta ser así la primera línea ferroviaria española. Se entiende este momento de progreso que vivía Cuba, dada la proximidad de Estados Unidos y sobre todo por el apoyo que recibió esta iniciativa por parte de sociedades cívicas como la de Amigos del País y otros círculos industriales y mercantiles. La línea estaba destinada al transporte de frutas y tabacos desde los campos del sur hasta la capital.

    El ferrocarril siguió extendiéndose en España de forma que en menos de dos décadas estaban concedidas, y varias en explotación, la mayoría de las líneas fundamentales de la red española.

    En la América hispana, hecha la salvedad del caso cubano, el primer ferrocarril se inauguró el 15 de septiembre de 1850 en México. Se trataba de un tramo de menos de 20 km que unía el puerto de Veracruz con la vecina población de San Juan. Más tarde, en 1873, se completó la línea que unía el famoso puerto con la capital del país. Las inversiones importantes para el desarrollo de las redes ferroviarias en América Latina se realizaron a través de concesiones que otorgaban los gobiernos en especial a empresarios británicos y estadounidenses, como ocurrió en Argentina. En 1857 se inauguró el primer ferrocarril de ese país con el propósito de enlazar los centros de producción ganadera y minera con el puerto desde donde se exportaba la materia prima a Europa y Estados Unidos.

    En términos generales, el inconveniente de los ferrocarriles en América Latina hasta las primeras décadas del siglo XX fue que se desarrollaron en función del comercio con el exterior, más que como una vía interna de comunicación. No obstante, la Revolución Mexicana de 1910 puso de manifiesto la capacidad de este medio de transporte para llevar y traer no sólo ejércitos, armas y pertrechos, sino también ideas que pretendían instaurar la modernidad. Se ha dicho que la Revolución Mexicana no hubiera sido posible si no hubiera existido el ferrocarril.

    Otros continentes

    África, Asia y Australasia no tuvieron ferrocarril hasta 1850. Muchos constructores de estos continentes prefirieron un ancho de vía de menos de 1.435 mm, en tanto las rutas principales de la India tienen una medida superior.

    Las primeras vías férreas cortas de África fueron construidas entre 1860 y 1870 por las diversas potencias coloniales del continente para facilitar la explotación de los recursos minerales. Los grandes desarrollos se produjeron a partir de 1880, cuando el estadista y financiero británico Cecil Rhodes, previendo el potencial del ferrocarril para fomentar el comercio en el continente, trató de tender una vía férrea desde Ciudad del Cabo, en Suráfrica, hasta un enlace con la recién terminada vía férrea de El Cairo-Suez, en Egipto. El proyecto sólo llegó hasta el Congo Belga (hoy República Democrática del Congo), unos treinta años después, pero estimuló la construcción de otras líneas troncales en el interior.

    En Australia no se adoptó un ancho común, sino que las concesiones se repartieron en vía estrecha y ancha, con lo que después fue necesaria una amplia y costosa conversión para establecer una ruta básica interprovincial para cargas de 1.435 mm de ancho y eliminar los lentos transbordos. La construcción del ferrocarril australiano comenzó verdaderamente a partir de 1870 porque la corriente de emigrantes que hizo pasar la población del país de 400.000 personas en 1850 a más de 3,25 millones en 1890 exigía un mejor transporte para llegar al interior del país. En los últimos treinta años del siglo XIX, la longitud de las vías férreas australianas pasó de apenas 1.600 km a unos 19.300 kilómetros.

    La red de ferrocarriles mejor organizada de toda Asia surgió en la India, donde a principios de la década de 1850 un previsor Gobernador General británico, Lord Dalhousie, promovió la rápida construcción de líneas troncales que llegaban al interior desde los puertos. La primera línea de costa a costa de la India, desde Bombay hasta Calcuta, se terminó en 1870. Con el estímulo de las prósperas agricultura e industria indias, en 1913 el país había conseguido 56.300 km de ferrocarril, mucho más por kilómetro cuadrado que Australia o África.

    Japón, hostil a toda influencia extranjera durante el régimen feudal de los samurais, cambió de golpe cuando el emperador recuperó su poder en 1867 y pidió ayuda a Occidente para iniciar la construcción de las vías férreas en el último cuarto del siglo XIX. Fue la derrota sufrida a manos japonesas en 1895 lo que empujó a China a iniciar el tendido de sus líneas troncales.

    A partir de la II Guerra Mundial, la construcción de nuevas vías férreas en el mundo desarrollado fue sobre todo de líneas metropolitanas y de ferrocarriles suburbanos, hasta que a mediados de la década de 1960 se inició en dos puntos simultáneamente los planteamientos para el desarrollo del ferrocarril de fin de siglo: Francia y Japón.

    La época dorada del ferrocarril

    Los continuos avances relativos a tamaño, potencia y velocidad de la locomotora de vapor durante los primeros cien años de historia del ferrocarril ofrecieron los resultados más impresionantes en Norteamérica. En la década de 1920, la necesidad de que algunas vías férreas de Estados Unidos soportaran de 4.000 a 5.000 toneladas recorriendo largas pendientes en zonas montañosas impulsó el desarrollo de la locomotora de vapor con chasis articulado, en la que una sola caldera de gran tamaño alimentaba a dos motores independientes que se articulaban entre sí, de modo que podía inscribirse en las curvas sin grandes problemas. Los últimos ejemplos de estas locomotoras, con sus grandes ténderes de numerosas ruedas para aumentar la reserva de carbón y el agua, pesaban más de 500 toneladas y generaban de 7.000 a 8.000 caballos de vapor. La más grande de las construidas en Estados Unidos y del mundo fue la Big Boy de 1941, de Union Pacific Railroad. Tenía una disposición de ejes 2-4-4-2, de forma que cada motor independiente actuaba sobre un grupo tractor de dos ejes (cuatro ruedas) y un bogie. Pesaba en orden de marcha 345 toneladas sin el ténder. A finales de la década de 1930, en las líneas principales más o menos llanas del Este y el Medio Oeste había locomotoras aerodinámicas de ruedas grandes que llevaban trenes de pasajeros entre las ciudades a una velocidad media de hasta 145 kilómetros por hora.

    La velocidad máxima con locomotora de vapor se registró en Europa, y la alcanzaron las locomotoras aerodinámicas de Gran Bretaña y Alemania, construidas para servicios de largo recorrido y que lograron una velocidad media de 115 km/h o algo más entre dos paradas. En una prueba realizada en 1936, una locomotora German de Clase 05 con disposición de ejes 2-3-2 alcanzó los 200,4 km/h. La última marca de velocidad con vapor fueron los 203 km/h de la locomotora Mallard de Clase A y ejes 2-3-1, de la empresa británica London and North-Eastern Railway, en una prueba realizada en julio de 1938.

    El último eslabón que marca el máximo desarrollo de una máquina de vapor se dio en la década de 1950, coincidiendo con el cenit de la tracción a vapor en España, uno de los países que más se benefició de su uso. Se trata de la locomotora Confederación, una maquina de dimensiones excepcionales para Europa, comparable con las gigantescas locomotoras norteamericanas, que con un solo motor desarrollaba 4.226 caballos de potencia, muy superior a las diesel de mediados de los años cincuenta que ofrecían entre 1.600 y 1.800, superior incluso a eléctricas muy modernas de 3.000 caballos. A la Confederación le cupo el honor de ser la locomotora mas rápida de España (150 km/h). Pesaban en orden de carga 400 t, con ruedas de tracción de 1,92 cm de diámetro y una disposición de ejes 2-4-2; fueron construidas en Escocia, aunque los últimos modelos ya se hicieron en Barcelona. Circularon por las fuertes pendientes entre Ávila y Miranda de Ebro, remolcando trenes de 700 a 800 toneladas. La Confederada, como popularmente se la llamaba, fue retirada de servicio en la década de 1970, y fue el gigante de una generación que se acabó, dando paso a nuevas tecnologías que desde años atrás venían abriéndose paso y compitiendo con el vapor tradicional.

    En paralelo con el desarrollo de la potencia y la velocidad de las locomotoras, los fabricantes entendieron que a los viajeros había que darles una cierta comodidad, máxime en viajes largos en los que deben pasar mucho tiempo dentro de los departamentos de los vagones.

    El desarrollo de los modernos trenes de pasajeros para largo recorrido empezó en la década de 1860, cuando George Pullman convenció a las empresas de ferrocarril de Estados Unidos para que le permitieran añadir a los trenes sus propios coches-cama, y luego también coches-restaurante y coches-salón. Estos vagones, en los que se cobraba un recargo, marcaron cotas de comodidad desconocidas hasta entonces en los trenes. La iniciativa de Pullman fue copiada en Europa por un belga, Georges Nagelmakers, que fundó en 1876 la International Sleeping Car Company. En consecuencia, al terminar el siglo, el mobiliario, el servicio y la cocina de los trenes de largo recorrido estadounidenses y de algunos trenes internacionales europeos (como el Orient Express) justificaron su renombre de "hoteles sobre ruedas". Al terminar el siglo, y gracias al entusiasmo por los viajes, los trenes normales mejoraron de modo muy notable.

    Ocaso del vapor. Nuevas energías

    Un inconveniente de la locomotora de vapor es la interrupción de servicio por las paradas técnicas que impone su frecuente mantenimiento. Por esta causa y por la fuerte competencia del transporte por carretera surgida en la segunda mitad del siglo XX, el transporte por ferrocarril tuvo que reajustar sus costes, operación que se vio favorecida con la utilización de nuevas energías como alternativa al vapor.

    Así empieza la era de las locomotoras equipadas con motor diesel, que precisan menor tiempo de mantenimiento, y sobre todo las de tracción eléctrica, que pueden funcionar sin descanso durante días. Con estas técnicas la explotación de una línea llega al máximo rendimiento, al hacer los trenes mayor número de viajes con tiempo mínimo de entretenimiento, lo que equivale a mantener las líneas con una máxima ocupación. Este índice se ve más favorecido cuando el tren está remolcado por una locomotora eléctrica que cuando lo está por una de vapor. Con este principio económico, empezó la decadencia del vapor en favor del desarrollo del diesel y de la electrificación de las líneas.

    Un ferrocarril para el tercer milenio

    Toda la experiencia acumulada durante la electrificación de las redes francesa y japonesa de la posguerra ha desembocado en los trenes de fin de siglo en los que domina la idea de gran comodidad y alta velocidad, tratando de competir en largo recorrido no ya con el automóvil sino con el avión.

    En Europa occidental los núcleos urbanos con alta población están relativamente cercanos; por ello, para utilizar su interconexión ferroviaria se ha tendido a la modernización de las vías y en consecuencia a su señalización junto a la nueva tecnología de tracción, con lo que las velocidades entre 160 y 200 km/h son habituales. Los trenes de largo recorrido han logrado mantener un tráfico frecuente y regular, a lo que hay que añadir importantes mejoras en la comodidad: los avances en la suspensión en los engranajes y la supresión de las uniones de las vías gracias a la técnica de la soldadura continua de los carriles hacen que los trenes de pasajeros se deslicen con gran suavidad, y los vagones suelen estar dotados de aislamiento acústico, aire acondicionado y servicios de telefonía y audiovisuales, además de los clásicos de restauración, ducha personal y la posibilidad de transporte en el propio tren del automóvil del viajero. La viabilidad del servicio de pasajeros para viajes de más de 400 km ha precisado desarrollos tecnológicos que permiten su funcionamiento a velocidades muy superiores.

    A partir de la década de 1960, el primer tren bala japonés demostró que las grandes velocidades eran posibles. Los franceses perfeccionaron su TGV (Train á Grande Vitesse, Tren de Gran Velocidad'). La primera vía para TGV, desde el sur de París hasta Lyon, se terminó en 1983 lográndose una velocidad comercial de 270 km/h. En 1994 se habían terminado otras cuatro líneas para TGV, que ampliaban el servicio de trenes de alta velocidad desde París hacia el norte y oeste de Francia y se iniciaron las líneas hacia el sur y la frontera española, que se concluirán, sin duda, a finales de este siglo. Su velocidad ha superado los 300 kilómetros por hora.

    Pero la investigación aplicada por parte de la SNCF (Société Nationale des Chemins de fer Franais, Sociedad Nacional de Ferrocarriles Franceses'), no se detuvo aquí y en pruebas con tren real efectuadas en mayo de 1990, un TGV alcanzó la marca mundial de velocidad sobre raíles con un registro de 515,3 kilómetros por hora.

    En España, para el ferrocarril de alta velocidad se adoptó la tecnología TGV (seleccionada entre la alemana, italiana y japonesa) con ancho de vía internacional para su primera línea Madrid-Sevilla, donde se consiguen los 300 km/h; pronto tendrá una segunda línea entre Madrid y Barcelona, que se prolongará hasta la frontera francesa.

    Los italianos y los alemanes han desarrollado su propia tecnología para las nuevas líneas de ferrocarril de alta velocidad y largo recorrido que ya han construido y están ampliando. La Unión Europea desea conectar estas nuevas líneas nacionales para poder ofrecer viajes internacionales en tren de alta velocidad sin interrupciones. El primer país no europeo, además de Japón, que ha decidido construir una línea de alta velocidad y largo recorrido para pasajeros, es Corea del Sur, que empleará la tecnología TGV francesa en su proyecto de unir la capital Seúl con Pusan en el sureste peninsular.

    Una de las deudas que el ferrocarril moderno tiene con la electrónica es su contribución a la tecnología de tracción. Ha permitido lograr la gran potencia que hace falta para que un tren eléctrico desarrolle y mantenga una velocidad de 300 km/h porque, por distintos caminos, la electrónica ha reducido el volumen y el peso de la unidad generadora, además de permitir el desarrollo de las comunicaciones y la seguridad. Mientras que en 1950 una locomotora avanzada de 4.000 caballos de vapor pesaba 88 toneladas, en 1994 había locomotoras suizas de 8.000 caballos de vapor de sólo 80 toneladas. Estas características también permiten en los trenes autopropulsados donde algunos o todos los vagones están provistos de motor, colocar todo el equipo de tracción bajo el piso para aumentar el volumen destinado a la comodidad de los viajeros. La señalización y la regulación de tráfico en estas líneas se comprende que es muy diferente a las convencionales. Hoy, gracias a la informática, se puede controlar y localizar a distancia un tren así como realizar conexiones automáticas de trenes, procesando instantáneamente datos sobre velocidad, circulación y otros, y transmitiéndolos. Un centro de control de tráfico cubre una zona amplia; al introducir el código de un tren en la unidad de control de tráfico, se muestra su situación en la línea de modo automático, y las computadoras indican a los controladores la mejor forma de corregir el horario de un tren, en la hipótesis de que alguno esté fuera de su plan de ruta. Gracias a esta tecnología pudo inaugurarse en 1989 la primera línea de pasajeros totalmente automatizada con trenes sin tripulantes: el metro de Lille, al norte de Francia.

    Ferrocarriles urbanos

    En el último cuarto del siglo XX, la evolución de las vías férreas ha estado marcada por la reacción en el mundo desarrollado ante la fuerza de la competencia del transporte por carretera y por aire, por la explotación de la electrónica y por una rápida difusión de los sistemas de metro (urbanos), tanto en países desarrollados como en vías de desarrollo. Deseosas de evitar el colapso en el transporte por carretera, las ciudades secundarias pudieron permitirse un sistema de ferrocarril urbano gracias al renacimiento de los tranvías de superficie como alternativa económica y eficaz al elevado coste de construir un sistema de metro subterráneo tradicional. El tranvía moderno, llamado también vehículo de vía estrecha, puede alcanzar los 100 km/h y transportar a más de cien pasajeros por vehículo.

    Transporte intermodal

    El transporte ferroviario de mercancías no escapa actualmente a la competencia que supone el transporte por carretera. Pero sucede que para llenar un tren se necesita un volumen grande de productos. Sólo cuando se dispone de carga suficiente en volumen y frecuencia para llenar uno que vaya desde la estación de origen sin paradas hasta la estación de destino, el ferrocarril muestra su poder competitivo. Así surgen los llamados trenes completos dedicados al transporte de mineral, carburantes, automóviles u otros productos, o los recientes trenes postales.

    Siguiendo esta línea de llenar un tren a base de paquetería se concibe el transporte intermodal o mixto, desarrollado a partir de la creación del contenedor, un envase metálico modulado de un tamaño suficiente para adaptar uno o dos cajones de este tipo tanto a la plataforma de un camión como a la de un vagón ferroviario. En los contenedores se acopla la mercancía de menor tamaño ganando en tiempo de manipulación, transporte y reparto.

    Con este sistema, los contenedores llegan por carretera hasta las estaciones ferroviarias, llamadas terminales de carga, donde se pueden ir apilando, y posteriormente pasan a los trenes mercantes donde se transportan, después de un largo recorrido, hasta otra terminal desde la que se hace la distribución de mercancía (en los contenedores) mediante camiones, siguiendo un camino inverso al de recogida.

    En los países desarrollados, estas terminales intermodales tienen un alto grado de mecanización con pórticos grúa y otros avances tecnológicos para conseguir que el transbordo de la carga del tren a camiones y remolques, y viceversa, sea un servicio ágil que favorezca el transporte con este sistema, que hoy resulta competitivo para el ferrocarril, a partir de una distancia que se estima en unos 800 km de transporte.


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